Onitsha

J.M.G. Le Clézio

Autor: J.M.G. Le Clézio

Hay vidas interesantes, vidas que acumulan experiencias diversas y sorprenden por lo originales que son; cuando las detectamos, las llamamos vulgarmente “vida de novela”. Pero no todos los que han tenido una vida de novela son capaces de escribir una novela, menos aún una buena novela. Es el caso de Jean-Marie Gustave Le Clézio, Premio Nobel de literatura del año 2008.

Le Clézio nació en Francia, Niza, en 1940. Su padre era médico en Africa, a las órdenes de la armada británica. La madre regresó a Francia a dar a luz y ese mismo año estalló la Segunda Guerra Mundial, quedándose el padre incomunicado en África por muchos años, sin tener noticias de su familia. En el año 48, Jean-Marie, su madre y su hermano, viajan a reunirse con él, en un pequeño poblado de Nigeria. Esos años africanos marcarán la vida del escritor francés. Sobre todo la sensación de libertad que experimentó en un mundo en donde la naturaleza es parte de lo cotidiano, situación que para un niño que salía de una Francia en plena guerra -con limitaciones, pobreza, y soledad- representó el paraíso.

Para acercarse a Le Clézio, es importante leer El Africano, un pequeño libro autobiográfico de gran belleza. En esas páginas, el autor busca las huellas de su padre en un intento de capturar su esencia, para comprenderlo, para perdonarlo, para amarlo como ama a su madre. Y quizá para agradecerle el mejor regalo que le concedió: vivir en Nigeria. Su padre fue quien los arrastró a esa rica experiencia. Con estas palabras de reconocimiento comienza El Africano:

“Todo ser humano es el resultado de un padre y de una madre.”

En Onitsha hay tres temas importantes que se alternan y enriquecen mutuamente: la familia europea que emigra y retorna, África como un nuevo hogar y como un recuerdo; y el mito de la diosa Meroe que se prolonga y se reescribe con los aportes de la historia contemporánea.

Y luego tenemos una parte final en Europa que enriquece el significado de lo anterior al ampliar la perspectiva en el tiempo y en el espacio.

La familia antes y después

La primera parte de la novela se desarrolla en el barco, camino al reencuentro con el padre, Geoffroy. La atmósfera del viaje es muy lírica: los protagonistas observan la naturaleza que los rodea, recuerdan los mejores momentos del pasado que han dejado atrás, y se regodean al compartir el mismo camarote, respirar el mismo aire, entregados a la misma aventura. Sin embargo, Fintan y Maou se embarcan con ánimos distintos. Ella sueña con volver a estrechar a su hombre y compartir con él todos aquellos lugares exóticos, idealizados por la separación. Maou -divertida, llena de vida, optimista y candorosa- confía en el viaje como el único medio para recuperar la felicidad:

“Geoffroy, estás en mí, estoy en ti. El tiempo que nos separó ya no existe. El tiempo me había borrado. En las huellas presentes en el mar, en los signos de espuma, he leído tu memoria. No puedo perder lo que veo, no puedo olvidar lo que soy. Por ti hago este viaje.” (pág. 28).

Fintan, en cambio, recela del encuentro con un padre a quien no conoce, su resentimiento de niño abandonado lo predispone en su contra. Sabe, además, que su madre dejará de ser sólo suya, por lo tanto desembarcar supone el fin de su felicidad:

“A Fintan le hubiera gustado que el viaje durara para siempre.” (pág. 30).

El Geoffroy que los espera es un Geoffroy diferente al que Maou recuerda. La dureza de la vida en la colonia, la soledad y la miseria humana que lo ha rodeado durante estos años, han convertido a Geoffroy en un hombre rudo, severo, obsesionado con la búsqueda de la última reina de Meroe, obsesión que se convierte en un caso de locura:

“África abrasa como un secreto, como una fiebre. Geoffroy Allen no puede despegar la vista ni un solo instante, no puede soñar otro sueño. Es el rostro tallado con las marcas itsi, el rostro desfigurado de los umundri. En los muelles de Onitsha, por la mañana, aguardan, inmóviles, apoyados en una pierna, cual estatuas calcinadas, los enviados de Chuku en la tierra.

Por ellos decidió Geoffroy quedarse en esta ciudad, pese al horror que le inspiran las oficinas de la United Africa, pese al Club, al residente Rally y su mujer, y a sus perros, que no comen más que solomillo de buey y duermen con mosquiteras. Pese al clima, pese a la rutina del Wharf. Pese a su separación de Maou, y de este hijo nacido a tanta distancia a quien no ha visto crecer, para quien no es más que un extraño.” (pág. 89).

La convivencia es difícil al principio. Maou se repliega en sí misma, Geoffroy ignora el camino para integrar a los recién llegados y él mismo, desilusionado, toma distancia; Fintan se refugia en la aldea con su amigo Bony. Será el niño quien consiga adaptarse más rápido al mundo nuevo y encontrarle valía y goce: disfruta del campo abierto, del espacio infinito, de la libertad de correr descalzo, nadar en el río, bañarse con la lluvia. África penetra por los poros de su piel, lo libera de sus problemas, Fintan se entrega y vuelve a nacer.

Algo que tienen los tres en común es la indignación que les produce el maltrato de los blancos a los negros. La familia no comparte la cultura de explotación de los colonos. Al principio Geoffroy la toleraba por inercia, luego los tres resultan marginados del grupo de los blancos, como si fueran unos apestados.

Con el tiempo la convivencia entre ellos, a nivel familiar, encuentra cierta armonía. Hay días mejores que otros, pero la familia se articula y comparten entre todos el amor y el respeto al continente negro. Al punto que cuando llega la hora de partir, se sienten despojados de un derecho. El derecho a quedarse.

Maou recuerda su impaciencia de los primeros días, luego rectifica:

“De repente era consciente de lo que había aprendido al venir aquí, a Onitsha, y que jamás habría aprendido en otra parte. La lentitud era esto, un interminable y regular movimiento, semejante al agua del río que discurría hacia el mar, semejante a las nubes, al agobio de las tardes, cuando la luz inundaba la casa y los techos de chapa eran como la pared de un horno. La vida se detenía, el tiempo se hacía pesado. Todo se volvía impreciso, quedaba reducido al flujo del agua, ese tronco líquido y la multitud de sus ramificaciones, fuentes, riachuelos disimulados en la espesura.” (pág. 148-9).

África los ha unido, y África ha contribuido a aumentar la familia con el embarazo de Maou. Cuando se trasladan a Europa, con Marima -la hija concebida en África-, recordarán los días en Onitsha con amor y gratitud. El alma de estos europeos es ahora mitad blanca- mitad negra. El tiempo detenido, la observación de la naturaleza y sus beneficios, la placidez de la quietud, los placeres pequeños y sencillos, han dejado una huella profunda en ellos:

“Marima, cómo me gustaría que sintieras lo que siento. ¿Acaso para ti África es un mero nombre, una tierra como cualquier otra, un continente del que se habla en los periódicos y los libros, un lugar que se cita porque está en guerra? En Niza, en tu habitación de la ciudad universitaria con su nombre angelical, estás al margen, no hay nada que preserve el hilo. Cuando estalló la guerra civil, hace un año, y empezó a hablarse de Biafra, ni siquiera tenías muy claro dónde estaba, no acababas de entender que era la tierra donde has nacido.

No obstante, has tenido que sentir un escalofrío, un estremecimiento, como si algo muy antiguo y secreto se hiciera pedazos en tu interior.” (pág. 244).

La leyenda y la historia

En capítulos escritos en formato distinto, se narra la leyenda de la última diosa de Meroe que fue expulsada de sus tierras, obligada a navegar por el río. Sus descendientes tienen una marca en la frente, son los hijos del sol. Esta es la historia que persigue Geoffroy desde que llega a África: lee, se informa, busca y rebusca y se pierde en el intento al confundir sueño y realidad. Por esa razón la leyenda está narrada desde el punto de vista de Geoffroy, el personaje poseído por el mito, y en tono onírico porque él se inmiscuye en el sueño:

“Así pues, todo no es más que un sueño que sueña Geoffroy Allen, de noche, junto a Maou dormida. La ciudad es una balsa en el río por el que fluye la más antigua memoria del mundo. Ésta es la ciudad que él, ahora, quiere ver. Se le ocurre que si pudiera llegar hasta ella algo se detendría en el inhumano movimiento, en el deslizamiento del mundo hacia la muerte. Como si la maquinación de los hombres pudiese trastocar su oscilación, y los restos de las civilizaciones perdidas salir de la tierra, brotar, con sus secretos y sus poderes, hacer realidad la luz eterna.” (pág. 139).

“Geoffroy Allen se despierta bruscamente. Su cuerpo está empapado de sudor. El nombre de Oya le quema en la mente como una marca. Sin hacer ruido, se desliza fuera del mosquitero, sale a la veranda. Al pie de la pendiente invisible, el cuerpo de Oya brilla en la noche, confundido con el cuerpo del río.” (pág. 171).

Hay dos personajes negros que viven en la aldea: Oya y Okawho. Para Geoffroy, Oya es una de las hijas del sol, heredera incuestionable de la diosa errante. La confunde con la reina de Meroe, una nueva encarnación de la diosa negra.

Para Fintan, Oya es una belleza local que lo tiene prendado, como a su amigo Bony. Pero mientras el padre tiene un acceso indirecto a la leyenda y al mito local, exclusivamente a través de los libros, el chico ha pasado tiempo con Oya y Okawho y ha sido testigo de dos momentos cruciales: la unión de los dos amantes, y luego el parto de Oya.

Fintan vive lo que el padre sueña. Cuando ambos beben el agua mbiam, una suerte de bautizo, el padre se enferma de malaria; en cambio Fintan lo asimila como algo natural, una ceremonia de iniciación, otro elemento más del aprendizaje de la nueva cultura. Fintan será el que asimile el mestizaje cultural, el producto nuevo en donde se suman las dos esencias.

Hay otro personaje en la colonia que también tiene una postura parecida a la de Fintan, pero en él es más voluntaria que natural: es Sabine Rodes. Llegado a África como Oficial de la Orden del Imperio Británico, decide quedarse a su aire, coleccionando objetos, libros, mapas africanos; realizando viajes en el río con Oya y Okawha, vistiendo de una manera especial, distinta a la europea. Sabine Rodes me recuerda a Kurtz, el oscuro personaje de El corazón de las tinieblas, novela de Joseph Conrad. Hay en él una nota sórdida propia del tipo que, desencantado del abuso colonial, decide cambiar las reglas del juego y esperar el fin buscando su propio beneficio. Cuando Rodes habla del “honor” pienso en “el horror” que menciona Kurtz, y que sintetiza su percepción del mundo. Sospecho que Le Clézio hace un guiño a Conrad con este juego de palabras:

“-¡El honor!, signorina! Pero ¡mire a su alrededor! ¡Todos, todos tenemos los días contados! ¡Los buenos y los malos, la gente de honor y la gente como yo! ¡Se acabó el imperio, signorina, se derrumba por doquier, se deshace en polvo, el gran barco del imperio naufraga con todos sus honores! ¡Usted habla de caridad, y su marido vive inmerso en sus quimeras, y a mismo tiempo todo se derrumba! Pero yo no me iré. Me quedaré aquí para verlo todo, es mi misión, mi vocación, ¡ver cómo se va a pique el navío!” (pág. 176-7).

Sabine Rodes se identifica con Fintan porque ve en él al único blanco que se acerca a lo africano con una mirada de apertura: para sumar, no para restar. Puede ser esa la razón por la cual le envía la última nota que cierra la novela. Hay una complicidad del adulto cínico y el niño inocente que comparten una postura vital que se opone al colonialismo.

El barco naufragado, el George Shotton, es un símbolo que representa el poder europeo en decadencia. Por eso es importante que Oya y Okawha se unan y conciban a su hijo ahí, y que luego el hijo nazca sobre la carcasa del barco. Es un nuevo giro en la historia, la leyenda viva recoge el mestizaje simbólico, amplía sus horizontes, aunque luego Oya y Okawha abandonen el pueblo y desaparezcan.

La leyenda antigua se completa con la historia contemporánea, cuando en el mismo formato del principio, Le Clézio narra la llegada de los ingleses, la destrucción de Aro Chuku, la huida de los derrotados y luego la huida de la familia a Europa. Como si Fintan y su hermana fueran también dioses o guerreros desterrados de su tierra. Ellos saben, o deberían saber lo que se siente cuando se está obligado a deambular lejos de su tierra.

La guerra de Biafra, ocurrida en 1968, es un eco de la guerra de 1902: destrucción, hambre, pobreza, destierro. El matiz importante, desde el punto de vista emocional, es que Fintan, a pesar de vivir en Europa, siente el dolor y el desgarro porque se identifica con los habitantes de Onitsha-Biafra. Es interesante que Le Clézio elija el mismo formato que utilizó para narrar la leyenda de Meroe cuando redacta la carta de Fintan a Marima confesándole cuánto le duele el drama de los derrotados, porque de esa manera -marcando el texto- consigue integrar la historia antigua y la historia moderna.

Si bien es cierto que la leyenda de Meroe estaba narrada desde el punto de vista de los sueños y pesadillas de Geoffroy, la historia de Biafra está narrada desde el dolor y la lejanía de Fintan, sentimientos que lo identifican con los hijos del sol desterrados.

Sencillez del relato

En lo formal, Onitsha es un relato sencillo, narrado con un lenguaje claro, trasparente, sin grandes pretensiones. Le Clézio consigue que el ritmo de los europeos en el barco sea distinto al ritmo en el continente negro por la percepción diferente que se tiene del tiempo en cada cultura.

Es importante también notar la sensualidad de la narración: todo vibra: los sonidos, los olores, los colores, se imponen con fuerza inusual. La presencia de la naturaleza en un primer plano es una característica que sorprende a los lectores occidentales acostumbrados a prestar menos atención al paisaje. Vivimos de espaldas a ciertos fenómenos, o intentando minimizar sus fuerzas. En Onitsha la lluvia es un personaje, como lo son el río, el sol, los tambores, la tierra roja:

“Los relámpagos se multiplicaban, surgían entre las nubes, y empezaba a descargar la lluvia, primero un tamborileo espaciado en el techo de la chapa, como si rodaran pequeños guijarros por las acanaladuras, y el ruido crecía, se volvía estrepitoso, aterrador. Fintan sentía que se le aceleraba el pulso. Al abrigo de la veranda, miraba la oscura cortina que remontaba el río, igual que una nube, y el fulgor de los relámpagos ya no iluminaba ni las orillas ni las islas. Todo quedaba a merced del agua del cielo, del agua del río, todo quedaba anegado, diluido.” (pág. 64).

“…Desde lo alto de la peña podía verse toda la extensión de la planicie, las aldeas lejanas, los campos, y casi irreal, el lecho de un pequeño río brillando entre los árboles. Pero lo que atraía la mirada era una gran falla en la planicie donde la tierra roja lucía como los labios de una llaga.

Fintan miraba cada detalle del paisaje. Reinaba un imponente silencio, quebrado tan sólo por el leve roce del viento en los esquistos, y el pagado eco de los perros. Fintan no se atrevía a hablar. Vio que también Bony contemplaba la extensión de la planicie y la falla roja. Era un lugar misterioso, alejado del mundo, un lugar en donde era posible olvidar todo.” (pág. 161-2).

Otro rasgo a destacar es la sutileza. Le Clézio sugiere muchas situaciones y no se detiene a explicar. Las anota, las anuncia, las deja en el aire sin confirmarlas. Todo es posible. Huye de lo contundente, de lo rotundo, de lo definitivo. Señalamos algunos casos:

  • ¿Qué pasó en el barco cuando Okawha destruye el espejo? Algunos pensarán que Okawha se dio cuenta de que Sabine Rodes los miraba a través del reflejo, y que entonces lo hace para vengarse por la intromisión; otros pensarán que fue un desahogo y nada más.
  • ¿Por qué Maou detesta a Sabine Rodes? Se puede sospechar que él tuvo un desliz con ella, pero no se confirma. La duda flota en el aire. Ella le teme como al diablo y prohibe a su hijo que se acerque a él, ¿pasó algo entre ellos para que Maou se sienta tan incómoda en un poblado de tan poca gente?
  • Nos enteramos que Oya es sordo muda muy avanzada la novela, sin embargo la actitud de la muchacha que no emite ruido alguno contribuye al mito: aparece y desaparece con su brillo personal sin decir nada, como alguien que está por encima de todo, como una auténtica diosa. Al no saber que es sordo muda, el lector le otorga cierto poderío, le da una categoría distinta. No la percibe como una discapacitada, sino al contrario: como una super dotada.
  • En la fiesta de la aldea: ¿qué pasa con los danzantes? ¿Mueren? ¿O es parte de la coreografía del baile simular la muerte? Lo que prima en la narración es la mirada de Maou, una mujer occidental que desconoce la cultura negra: manda su subjetividad, sus temores, sus miedos.

Dejar cabos sin atar es un recurso difícil de manejar. El lector exige aclararse, pide definiciones, conclusiones. No dárselas es una osadía, pero si el escritor sabe manejar los silencios se añade autenticidad al mundo narrado, ya que la vida es así: las cosas suceden simplemente. La lógica es posterior, se aplica para poder interpretarlas. Pero no hay lógica en el devenir humano.

Los textos han sido tomados de la edición de Tusquets, 2008. Traducción de Alberto Conde.