El infinito en un junco

Irene Vallejo

Confieso que no soy lectora de ensayos históricos, quizá porque me quedan grandes: tengo muchas lagunas y no retengo los datos  como para sacar mis propias conclusiones. A mí me atrae la ficción. La novela me regala historias que me transportan a otros mundos, dialogo con los personajes como si fueran amigos cercanos y los aplaudo o increpo según juzgue su comportamiento o actitud. Suelo convivir con ellos durante el tiempo de mi  lectura, e incluso mucho más. Algunas veces se quedan para siempre, mis personajes favoritos no me abandonan jamás. Me pregunto cómo hubieran actuado en una situación que me atañe, o me emociono recordando párrafos que me gustaría firmar como míos porque siento exactamente lo mismo pero reconozco que yo no hubiera sido capaz de expresarlo con la misma corrección. Sus palabras terminan hablando por mí también, en cierto grado me representan. La sintonía, en estos casos, es total. Así una se siente menos sola. 

Dicho esto, El infinito en un junco ha sido una clase magistral de cómo el mundo de los griegos y los romanos ha influido en nuestro mundo; en efecto, cuan cerca estamos de aquellos señores envueltos en túnicas y esas matronas maduras, con una copa de vino en la mano, arrimados a una columna, tumbadas en un diván, contemplando el mundo que los rodeaba preparándose para una batalla o para un ritual religioso. Para mi generación, formada en colegios y universidades sudamericanas, el mundo clásico estaba encapsulado, era algo lejano, enterrado, podía causar interés y admiración pero desde la distancia. No éramos conscientes de los ecos de sus hallazgos o decisiones como parte activa de nuestras vidas. Los clásicos eran el pasado porque nos los presentaron momificados: interesantes, crueles, autoritarios, hermosos, sabios, pero a muchos siglos de nosotros. Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) me ha convencido del grave error de percepción. Una cosa es saber cuáles fueron los hechos, otra muy distinta es recordar su importancia en la actualidad, en el día a día de un ciudadano del siglo XXI. Encasillar los tiempos lejanos sin aceptar sus hondas repercusiones en nuestras vidas, es inaceptable para cualquier individuo pensante, es lo que ahora comprendo, no somos justos si no sumamos lo que los antiguos descubrieron para que nosotros disfrutemos de ello y podamos contribuir también con nuestro granito de arena. ¿Y cómo consigue esta joven zaragozana transmitirme todo eso? Con sabiduría, qué duda cabe: experta en los clásicos, Irene Vallejo los actualiza para nosotros, ofrece paralelismos para que podamos captar la importancia de hechos y situaciones, lo sucedido en la antigüedad lo compara con referencias tomadas de nuestro mundo, su labor didáctica es impecable. 


ESTRUCTURA:

Tres elementos aparecen en este ensayo: la Historia con mayúsculas, la ficción y la introspección. 

LA HISTORIA: la descripción de la vida cultural en Grecia y Roma, teniendo como hilo conductor la escritura. Aquí apreciamos los conocimientos del mundo clásico que tiene la autora: la exactitud de los datos y la pulcritud de la recreación transmiten amor y respeto por el objeto de su investigación.

LA FICCIÓN: la pasión por el tema la lleva a imaginar ciertas escenas, fruto de su imaginación. La narradora vuela y se interna en el terreno de la ficción: entonces aparece la prosista delicada y versátil que completa el texto con imágenes de su propia cosecha.

LA INTROSPECCIÓN: para terminar, encontramos pocos episodios, pero claves, en donde perdemos de vista el tema central: me refiero a aquellos párrafos en donde irrumpe la narradora como personaje. El relato se inunda de sentimientos, el deseo de confesar el origen de su vocación la desnuda y la necesidad de comunicar ese hallazgo da sentido a todo lo anterior. Hemos ido de la Grecia y Roma reconstruidas, a la Grecia y Roma imaginadas, para terminar en el alma de quien reconstruye e imagina. 

Estos tres elementos ya aparecen en el prólogo: el proyecto de la Biblioteca de Alejandría, hecho histórico; la visión de los cazadores de libros, pura ficción; y la confesión de la dificultad que experimenta Vallejo al comenzar un libro –la angustia de la página en blanco- el yo interviniendo para dejar testimonio. En la combinación de estos tres niveles tenemos la grandeza de El infinito en un junco. La capacidad integradora que guía a la autora responde a la autenticidad que despliega en su trabajo. Todo está unido: lo que conoce, lo que ama, y cómo se plantea rescatar el objeto de su deseo a través de la escritura.

Veo en este ensayo una postura que me recuerda a la de Laurent Binet en su novela HHhH. El francés narra un atentado en contra del jefe de los nazis en Checoslovaquia durante la Segunda Guerra Mundial, pero poco a poco termina inmiscuyéndose en la narración y lo hace con tal intensidad, que uno juraría que él también estuvo escondido en esa esquina de Praga aquel día del año 42. En ambos creadores tenemos una mirada contemporánea que desmenuza hechos del pasado y de esa manera consiguen integrar el presente de quien escribe con el ayer, que es donde transcurren los acontecimientos. Tanto en HHhH como en El infinito en un junco, el texto derrocha dinamismo por los saltos temporales que amplían el foco narrativo. Este ir y venir añade una buena dosis de interés por tratarse, en ambos casos, de propuestas originales que funcionan.

Volviendo al ensayo que nos ocupa, me parece un acierto la utilización de referentes para que los lectores contemporáneos tengamos muy claro el alcance de ciertos temas. Esa divertida manera de acercar la antigüedad a nuestros días para que no quede duda de la dimensión de los hechos, es una ayuda para el despistado. Pondré algunos ejemplos:

Sobre la permanencia de los clásicos:

“…Lo curioso es que aún podemos leer un manuscrito pacientemente copiado hace más de diez siglos, pero ya no podemos ver una cinta de vídeo o un disquete de hace apenas algunos años, a menos que conservemos todos nuestros sucesivos ordenadores y aparatos reproductores, como un museo de la caducidad, en los trasteros de nuestras casas”. (pág 20-1).

Lo esencial es eterno, sólo cambian las formas:

“Sin embargo, a los lectores de hoy, la biblioteca de Babel nos fascina como alegoría profética del mundo virtual, de la desmesura de internet,  de esa gigantesca red de informaciones y textos, filtrada por los algoritmos de los buscadores, donde nos extraviamos como fantasmas en un laberinto.” (pág. 43).
“El flamante Faro, una de las maravillas del mundo, desempeñaba la misma función simbólica que las Torres gemelas del World Trade Center de Nueva York”. (pág. 53).

Es interesante la comparación aprovechando la elección de Bob Dylan como Premio Nobel de Literatura, para recordar los primeros pasos en este duro y antiguo quehacer:

“… Aquellos artistas caminantes, los andrajosos enviados de las musas, sabios bohemios que explicaban el mundo en canciones, mitad enciclopedistas y mitad bufones, son los antepasados de los escritores. Su poesía vino antes que la prosa, y su música, antes que la lectura silenciosa.
Un Nobel para la oralidad. Qué antiguo puede llegar a ser el futuro.” (pág. 109).

Nos recuerda que el incendio de la Biblioteca de Alejandría no fue un caso aislado y superado, la furia no tiene límites, el caso más reciente fue el bombardeo de la Biblioteca de Sarajevo en la guerra de los Balcanes: 

“…por desgracia la inquina contra los libros es una tradición firmemente arraigada en nuestra historia. La devastación nunca deja de ser tendencia”. (pág. 235)

Nos creemos modernos pero como diría Lampedusa en aquella frase memorable de El Gatopardo: Que todo cambie para que todo siga igual. Sin embargo, para Vallejo, hay un elemento imperecedero:

“Si el poeta Marcial pudiese agenciarse una máquina del tiempo y poder visitar una mañana mi casa, encontraría pocos objetos conocidos. Le asombrarían los ascensores, el timbre de la puerta, el router, los cristales de las ventanas, el frigorífico, las bombillas, el microondas, las fotografías, los enchufes, el ventilador, la caldera, la cadena del váter, las cremalleras, los tenedores y el abrelatas. Se asustaría al escuchar el silbido de la olla exprés y daría un respingo cuando empezasen las embestidas de la lavadora. Alarmado, buscaría dónde se esconden las personas que hablan desde la radio. Le angustiaría –como a mí por otro lado- el pitido de la alarma del despertador. A simple vista, no tendría ni la más remota idea de la utilidad de los esparadrapos, los sprays, el sacacorchos, la fregona, las brocas, el secador, el exprimelimones, los discos de vinilo, la maquinilla de afeitar, los cierres de velcro, la grapadora, el pintalabios, las gafas de sol, el sacaleches o los tampones. Pero entre mis libros se sentiría cómodo. Los reconocería. Sabría sujetarlos, abrirlos, pasar las páginas. Seguiría el surco de las líneas con su dedo índice. Sentiría alivio –algo queda de su mundo entre nosotros-. (pág. 3216).

EL CONTENIDO

La admiración de la narradora por los griegos me ha contagiado. Para mí, la belleza de Grecia estaba en el Partenón, en sus playas, en sus buganvillas explosivas trepando entre pareces blancas. Vallejo me ha recordado la figura de Alejandro Magno, la devoción por la filosofía, la creación del alfabeto, las primeras escuelas, el amor por el teatro, y el cosmopolitismo de una cultura que se extendió en las tierras conquistadas. Cuando Roma gobierna el mundo, serán los esclavos griegos los que propaguen estos conocimientos y eduquen a las nuevas generaciones: el valor de los conquistadores romanos fue reconocer la valía de los griegos, respetando y perpetuando los conocimientos del pueblo sometido consiguen avances: el códice, la incorporación de las mujeres en la educación, la exportación de la cultura griega en sus tierras conquistadas, por mencionar algunos. Vallejo valora esta postura abierta y sabia:

“La paradoja es que, después de todo, los romanos fueron originales. Crearon un mestizaje sin precedentes. Por primera vez una civilización adoptó una literatura extranjera, la leyó, la conservó, la tradujo, la cuidó y la amó por encima de las barreras chovinistas. En Roma se anudó un hilo que todavía nos entreteje con el pasado y con otras culturas, lenguas, horizontes.” (pág. 362).

Muchos lectores quizá ya sabían todo esto, pero estoy segura que agradecen el recuerdo ordenado y procesado, en donde se mencionan datos importantes que uno da por evidentes y sobre los cuales no solemos reflexionar, como por ejemplo la incorporación de la vista en el acto de leer, antiguamente la tradición oral exacerbaba el oído, de pronto aparece otro sentido captando el poema o la prosa escrita. O la lectura que pasa de ser en voz alta a la soledad de quien lee para sí mismo, hacia adentro. El valor de las traducciones que derrotan fronteras, y por supuesto la evolución lógica del objeto en donde se produce el texto: de las tablillas de cerámica al papiro, pergamino, códice y finalmente el libro impreso. Algo que hoy parece tan importante como un buen título (quizá por el marketing que implica) sólo obedecía a fines prácticos y recogía las primeras palabras o alguna clave para reconocerlo entre otros iguales. El capítulo sobre la esclavitud en la antigüedad, sombra terrorífica que planeaba sobre todo ser viviente como una terrible amenaza, es un magnífico recordatorio de la inestabilidad de la vida en aquel entonces: ganar o perder una guerra decidía tu situación en el mundo, sin ninguna posibilidad de apelación.

El prólogo nos ofrece para comenzar una escena maravillosa: la caza de libros para la Biblioteca de Alejandría, que ya habíamos mencionado. Magnífico arranque, derroche de literatura que nos introduce en el mundo narrativo de Vallejo. Pero llegando al final también tenemos párrafos dignos de reseñar, se acerca el cierre que resume el sentido de su trabajo:

“En diferentes épocas hemos ensayado libros de humo, de tierra, de piedra, de juncos, de seda, de piel, de harapos, de árboles y ahora, de luz –los ordenadores y e-books-. Han variado en el tiempo los gestos de abrir y cerrar los libros o de viajar por el texto. Han cambiado sus formas, su rigurosidad o lisura, su laberíntico interior, su manera de crujir y susurrar, su duración, los animales que los devoran y la experiencia de leerlos en voz alta o baja. Han tenido muchas formas, pero lo incontestable es el éxito apabullante del hallazgo”. (pág. 394).

EL LENGUAJE

Vallejo es una narradora versátil. Tiene recursos y los introduce con naturalidad. Las frases fluyen y de pronto la prosa se detiene en una imagen, en el impacto de la palabra justa, en una ironía necesaria, en una larga y caprichosa enumeración. Por momentos el lenguaje es poético: su recreación de la antigüedad reclama un tratamiento estético, cuidado, muy plástico. Esto hace de El infinito en un junco una lectura reveladora, entretenida -siendo un ensayo no es nada académica-, pero sobre todo hermosa. 


Los textos han sido tomados de la 7ª. edición de Siruela, 2020.