La Cena

Herman Koch

Autor: Herman Koch

En La cena, la vida contemporánea de los europeos acomodados se expone sin contemplaciones: la falsedad de las formas, la justificación de la violencia, el imparable consumismo, la dependencia de la imagen, las modas y las poses, el uso y abuso de las grabaciones caseras que luego se cuelgan en la red para satisfacer un exhibicionismo que exalta el morbo, el racismo encubierto, etc. Una vez más, el lector se encuentra con la incertidumbre que planea sobre nuestros tiempo, incertidumbre que debiera advertir, como una bandera que se despliega, sobre la complejidad del mundo, pero que, en este caso, se esgrime como un fusil para satisfacer pequeños logros personales, egoístas, abusivos.

La división de la novela en las diferentes etapas del ritual de una cena en un restaurante de lujo, convierte, a la obra de Herman Koch, en un atractivo producto. Para construir el relato, Koch alterna dos niveles formales en la estructura narrativa: las intervenciones del «sacerdote» (sea éste el dueño del local, el maître, o los camareros) y las discusiones de los «fieles» (los comensales) mezclados con los recuerdos de la vida de Paul. Unos y otros participantes del rito, viven un gran desencuentro: lo que oferta el restaurante no parece satisfacer las necesidades del grupo, y las demandas del grupo no pueden ser captadas por el restaurante. Todo es circo, o mejor dicho: escenario. Están en ese local no para cenar bien, como debiera ser y como desearía cualquier persona que se pusiera en el lugar de ellos; si no para zanjar asuntos de familia. El restaurante es una suerte de consultorio físico a donde acuden para dialogar, el acto de comer es un pretexto, o una máscara. Resulta, entonces, fuera de lugar el refinamiento del maître -que, aunque forzado, sólo cumple con su trabajo- y la tensión de los cuatro comensales -que, en vez de consumidores de una comida de lujo, parecen soldados preparándose para la guerra-. La alternancia de los niveles, marca el ritmo del relato y relaja las tensiones, acentuando, al mismo tiempo, la ironía.

Veamos un ejemplo: después de narrar la agresión a Serge con la cazuela de macarrones quemados, en la siguiente escena Paul escucha estas palabras del maître:

«-Las moras son de nuestro huerto -dijo el maître-. El parfait ha sido elaborado con chocolate casero y esto son virutas de almendra y nueces picadas.» (pág. 211).

Como Paul intenta evitar el tema del asesinato de la indigente, en la primera parte del relato centra su discurso en la falsedad de la cultura del diseño y el snobismo de la moda; y lo hace con una mirada crítica y un agudo sentido del humor. Quien narra es él, Paul Lohman, el punto de vista de la novela será siempre el suyo. No habrá otro filtro, ni otra voz, ni otra perspectiva. Por lo tanto, la primera percepción que el lector tiene es la crítica que él hace del sistema, colocando a su hermano, Serge, como el mayor y mejor representante de la ridiculez del mismo. Como político, la conciencia del status y el mundo de las apariencias dominan la postura de Serge ante el mundo, este señor es alguien que se juega su imagen minuto a minuto.

En estas circunstancias -quiero decir: bajo la mirada de Paul-narrador- él (Paul) es el hermano rebelde, atrevido, honesto, con cierta capacidad analítica que lo lleva a cuestionar la farsa del mundo que lo rodea. Siendo como es, o mejor dicho, como se presenta, se convierte, automáticamente, en el hermano «políticamente incorrecto»; con el atractivo que esta categoría implica. Serge, el snob, el hermano «políticamente correcto» encarnará, en esta primera parte, al hipócrita, al calculador, un hombre al servicio de sí mismo, alguien a quien Paul cuestionará siempre. Lo critica incluso cuando debería aplaudirlo, como sería el caso de la adopción de su hijo, situación que Paul resume con desprecio, descalificándolo:

«Le daba cierta imagen: Serge Lohman, el político que adoptó un hijo en África.» (pág. 64).

Su hermano, está claro, es alguien a quien se debe censurar. Y censurar a Serge es estar del lado de Paul. Ante este paradigma nos quiere colocar Paul, reclamando nuestra complicidad, y lo consigue al principio con sus agudas observaciones, hasta que, sin querer, se va desnudando, y aparece el enfermo psiquiátrico.

La violencia de Paul

La primera vez que se puede intuir una salida de tono de Paul, es cuando, comentando la película de Woody Allen, le dice a su hermano esta frase, que más parece un dardo envenenado:

«-Así que te pasaste todo el rato mirándole las tetas a Scarlett Johansson -dije, más groceramente de lo que había pretendido-. ¿O te referías a otra cosa con lo de obra de arte? (pág. 59).

De momento no hay más. Sin embargo, conforme avanza el relato, recuerda un veraneo con su hermano y su cuñada en Francia: la ira que le produce la pasividad de los franceses frente a la invasión holandesa en la Dordoña, lo lleva a fantasear con excesiva violencia, actitud que no corresponde con la situación referida:

«Si romper cristales e incendiar casas no diese los resultados deseados, habría que elevar la lucha a otro nivel, me dije. Por ejemplo, hacer salir a un necio holandés de su casa so pretexto de presentarle a un viticultor francés barato y luego darle una paliza en un campo de maíz; no me refiero a unos cuantos guantazos, sino a algo más contundente, con bates de béisbol y mayales.
O si veían a algún holandés solo, en alguna curva de la carretera, con una bolsa del supermarché repleta de baguettes y vino tinto, podían dar un volantazo al coche. Casi por accidente. Luego siempre podrían aducir que apareció de pronto delante del capó, o no decir absolutamente nada, dar al holandés por muerto como a un conejo atropellado en la cuneta, y una vez en casa limpiar las eventuales salpicaduras del parachoques y el guardabarros…» (pág. 74).

El párrafo anterior es sólo una muestra, porque Paul continuará fantaseando en una espiral de violencia, incluyendo escenas de películas en donde «no se ahorra la violación y el asesinato» (pág. 75).

Luego, fastidiado por el asedio del barbudo que no sólo quiere foto con Serge, sino también conversar con él para luego presumir de haberlo conocido, piensa en cómo lo ayudaría para darle un castigo «merecido»:

«Si Serge decidía lanzarse contra el barbas y atizarle un buen puñetazo en el morro, que quedaba fuera de la vista por aquella barba de enanito tan repulsiva como ridícula, contaría con todo mi apoyo. Le sujetaría los brazos a la espalda, me dije, para Serge pudiera concentrarse en la cara e imprimir más fuerza a los puñetazos, pues al fin y al cabo tendría que abrirse paso entre la barba para lastimarle la cara de verdad.» (pág. 101).

Pero de momento, podemos pensar que sólo hemos señalado fantasías de Paul. Todos tenemos derecho a tener las fantasías que nos dé la gana, fantaseando nos movemos en el plano de lo íntimo y privado. El verdadero Paul comienza a surgir cuando cuenta los problemas que tuvo cuando trabajaba como profesor de Historia. Ensartando reflexiones agudas, de notable lucidez, Paul suelta también párrafos que no pueden ser interpretados más que como una incitación a la violencia, teniendo en cuenta el contexto: está dando clase en una escuela de niños, no en un aula universitaria:

«… Mirad a vuestro alrededor, les dije. ¿Cuántos compañeros de clase preferirías que no volviesen mañana al colegio? Pensad en ese pariente vuestro, el tío pesado que siempre sale con sus estúpidas anécdotas en las fiestas de cumpleaños, el primo feo que maltrata a su gato. Pensad en el alivio que sentiríais, no sólo vosotros, sino toda la familia, si ese tío o ese primo pisaran una mina o fuesen alcanzados por una bomba.» (pág. 172).

No es de llamar la atención que el director del colegio, después de esto, decida cesarlo y mandarlo al psicólogo. Nadie en su sano juicio puede permitir que un profesor se dirija a sus alumnos en estos términos. No se limita a una reflexión, Paul los anima a la acción.

Este planteamiento se repite cuando el profesor de su hijo lo cita para comentar un trabajo de Michel sobre la pena de muerte. El padre lo había incitado a tomar posturas violentas y a justificar los asesinatos de los sospechosos, para agilizar, de esa manera, «la solución» al problema. No sólo está equivocado, porque el fin no justifica los medios, como él quisiera, si no que ¿quién decide cuando un personaje es molesto y debe ser ejecutado en bien de la humanidad, sin previo juicio?

Ahora sí vamos sumando: las fantasías violentas de Paul, su postura ideológica al respecto, y al mismo tiempo, nos enteramos de ciertos momentos de su vida en donde se le «fue la mano». El primero -de estos momentos- fue cuando Michel, siendo niño, rompió el cristal del escaparate de una tienda de bicicleta. Paul transforma la realidad y convierte a la víctima (al dueño de la tienda) en culpable, culpable digno de recibir un castigo. ¿No era al revés? El niño presencia con estupor el hecho, y gracias a que estaba presente Michel, Paul no llega a causarle daño físico, sólo verbal.

El segundo es cuando Claire estuvo en el hospital. Primera pregunta: ¿por qué fue Claire al hospital? No queda claro, él no quiere explicar, tampoco quiere que la vea Michel. ¿No será que le ha pegado, cosa que nadie, a parte de Claire, sabría? Recordemos que es él quien cuenta todo, todo lo que quiere contar. A mí me resulta sospechoso. Y cuando Serge y Babette quieren ayudarlo a llevar el tema doméstico, Paul se siente acorralado, juzgado, y agrede a Serge. Lo que él dice que sucedió, me parece excesivo:

«… Serge echó la cabeza hacia atrás, pero el borde de la cazuela le dio en pleno rostro. Se tambaleó reculando y chocó contra su mujer cuando se la estampé en la cara por segunda vez. Se oyó un crujido y también hubo sangre que salpicó los azulejos blancos y el mueble de las especias, junto a los fogones.» (pág. 208).

¿No exagera su hazaña? Creo que si hubiera sido tal cual lo pinta él, Paul estaría recluido en un hospital psiquiátrico, o alguien hubiera intervenido de alguna otra manera para retirarlo de la circulación. Tampoco me parece factible, que de ser cierta la paliza, Serge siguiera viéndose con él, por enfermo que esté su hermano. Nadie habla de cicatrices en la cara de Serge… en fin, lo creíble es que se enfadara con él, que quisiera pegarle, o que le hiciera algún daño, y que no siguiera porque la mirada de su hijo lo detuvo, pero no creo que llegara tan lejos. Pienso que lo que narra es lo que hubiera querido que sucediera: Paul masacrando a Serge, una situación ideal para el hermano conflictivo. Esa es la magia de La cena, nos creemos todo lo que Paul nos dice, sin pestañear. No tenemos la versión de Serge, pero viéndolo sentado en el restaurante con su hermano, dispuesto a dialogar, podemos sacar conclusiones: no pudo ser tan cruenta la golpiza.

La misma conclusión a la que llego, luego de leer la escena con el director del colegio. Después de numerosos golpes:

«… Lo agarré del pelo y le eché la cabeza hacia atrás, y a continuación se la estrellé con toda mi fuerza contra el marco de la ventana.» (pág. 254).

Si le hubiera pegado de esa manera, lo hubiera matado y hubiera terminado en la cárcel. O, por lo menos, con un mal herido a cuestas y un juicio. Obviamente arremetió contra él, pero no con la intensidad (¿crueldad?) deseada. Todo indica que la falta de cordura de Paul lo induce a interpretar erróneamente la realidad. Y por supuesto, la maquilla, aunque sea de manera inconsciente. Su discurso es el de un hombre mentalmente enfermo, y como suele suceder en casos como el suyo, hay también momentos de mucha lucidez.

Lo más patológico, lo realmente macabro, es el dato que aparece al final de la novela: cómo y cuánto disfruta Paul con los actos violentos, un regodeo sádico, espeluznante:

«-¡Te estás riendo! Igual que la primera vez que te conté lo del cajero automático. ¿No lo recuerdas? ¿En mi cuarto? Mientras te contaba lo dela lámpara te echaste a reír, y cuando llegué al bidón aún no habías parado.
Se quedó mirándome. Y yo lo miré también.
– Y ahora te echas a reír de nuevo. ¿Sigo contándotelo? ¿Estás seguro de que quieres saberlo todo? (pág. 284).

Claire, la pareja perfecta

Aunque ella no tiene un diagnóstico que avale su locura, Claire nos deja pasmados. En realidad, está tan loca como él. Su reacción ante el asesinato de la indigente la delata. Primero pretende que no ha pasado nada, y como las imágenes del programa Se busca son borrosas, quisiera enterrar el asunto para siempre. Incluso le resta importancia, no reconoce el alcance del acto realizado por Michel y Rick, como si no hubiera habido un muerto:

«-¿Asesinato? -saltó Claire-. ¿resulta que ya ahora hablamos de asesinato? ¿De dónde has sacado eso?
Por un momento se hizo el silencio. La palabra asesinato se había oído al menos cuatro mesas más allá. Serge miró por encima del hombro y después a Claire.
-Perdona -dijo ella-. He gritado demasiado. Pero eso es lo de menos. Me parece que hablar de asesinato es pasarse un poco. ¿Qué digo un poco? Es pasarse mucho.» (pág. 224).

Cuando surge el chantaje de Beau, Claire colabora con su hijo para silenciar al único testigo. Primero, organiza la mentira (llamando por el teléfono delante de testigos) para simular que Michel está en su casa y así protegerlo de la futura investigación, monta la coartada perfecta con lujo de detalles, un acto premeditado. Segundo, le advierte a Michel que tiene luz verde para el ajuste de cuentas durante las horas que los adultos estarán cenando. Tercero: lo autoriza a tomar las medidas necesarias. Se lo contará de esta manera a Paul, con gran frialdad:

«… Le he dicho a Michel que debe tratar por todos los medios de que Beau entre en razón. Pero si no lo consigue, deberá hacer lo que crea más conveniente. Le he dicho que no quiero saberlo.» (pág. 262).

Cuarto, le pide a su marido que utiliza la fuerza para impedir que Serge dé la rueda de prensa en donde quiere contar la verdad:

«-Sólo tienes que lastimarlo un poco. No dará la rueda de prensa con la cara magullada o con un brazo en cabestrillo. Serían demasiadas cosas que explicar al mismo tiempo. Incluso para Serge.» (pág. 263).

Y, por supuesto, también denota falta de cordura el hecho de haber mantenido el resultado de la amniocentesis oculto a su marido. Si el análisis anuncia una enfermedad, lo normal es compartirlo con el padre. Pero nada de lo que hace Claire parece normal.

El enganche entre Paul y Claire es digno de estudio. Cuando Paul dejó de tomar la pastilla, ella confiesa:

«… pero volví a ver a mi Paul de siempre. Y entonces lo supe: quería recuperar a mi Paul de siempre. Aunque patee los cajones del escritorio o salga corriendo detrás de aquella moto que le cortó el paso…
…-Ése es el Paul que yo amaba… El que amo. Ése es el Paul que amo más que nada o a nadie en este mundo.» (pág. 264).

Lo mismo sucede a la inversa. Cuando ella le dice las cosas más insensatas, él la mira con admiración, derritiéndose. Esa felicidad a la cual se refieren ambos, es la que comparten en la locura, allí se encuentran, fuera de la norma. Paul sabe que es tan parecida a él, que, consciente de estar incapacitado para dejar a Serge fuera de juego, le sugiere a ella que lo haga. Le cede su puesto:

«-No conseguiré hacerlo desistir de sus propósitos, Claire. Será un paso en falso.
Esperé un momento, no quería empezar a parpadear.
-Será un paso en falso si lo doy yo -añadí.» (pág. 266).

Añado, yo, lo que está entre líneas: «Venga, Claire, hazlo tú».
Y lo hace «muy bien». No sólo lo imposibilita para la rueda de prensa, sino que lo desfigura.

Los otros Lohman

Al final, resulta que el hermano snob, superficial, hipócrita, es el más sensato. Serge es el único que decide hacer lo correcto, denunciar a sus hijos para que paguen sus culpas y luego, saldado el tema, puedan volver a empezar. Tiene aún más mérito la postura de Serge, porque es una decisión dolorosa para él: develar el incidente implica su retirada de la política, cuando estaba a punto de ganar las elecciones y convertirse en primer ministro. Aunque parezca increíble, nadie lo apoya, ni siquiera Babette. Ella prefiere proteger a Rick, a cualquier precio. Para Babette también es válido el refrán: el fin justifica los medios. Prefiere que le peguen a su marido para que él no delate a su hijo. ¿Hasta qué punto y en qué circunstancias se debe proteger a los hijos?

Michel sumará el tema genético -confirmado por la amniocentesis- y el ejemplo de su padre. La escena con el señor a quien el niño le rompe el cristal, sería pues una experiencia iniciática en ese sentido. Michel comete un crimen, y luego otro, este último en complicidad con su madre. Cualquier cosa se puede esperar de este adolescente en el futuro. Alguna monstruosidad.

Uno tiene la impresión, leyendo La cena, de que los habitantes del primer mundo se dirigen a la barbarie. ¿Cuál es la causa de este desconcierto: la falta de fe, el consumismo, la tecnología, el individualismo, el confort, el estado de bienestar?

Pero hay un matiz muy importante que no debemos perder de vista: los personajes violentos de Koch, respondan a un perfil patológico (concretamente el caso de Paul y el de Michel). Según este planteamiento, el comportamiento violento, (criminal), y el placer que éste provoca (las risas del padre y las filmaciones de Michel para inmortalizar sus hazañas y mostrarlas a los amigos) no son el comportamiento normal del ser humano. Por lo tanto, en este mundo heredero de Freud, en donde vivimos atentos a los problemas psíquicos de la gente que nos rodea, conscientes de que existen terapias de ayuda y tratamientos médicos, deberíamos estar alertas, y en casos como éstos buscar una solución. En La cena, si Paul toma las pastillas, no se desmadra. Otra cosa es que no le guste, pero puede controlar su comportamiento agresivo si sigue un tratamiento.

Koch nos invita a reflexionar, también, sobre la educación contemporánea. ¿Cuántas ideas «atractivas» que inculcamos a las nuevas generaciones producen efectos negativos porque sólo persiguen una moda y son insensatas? Comenta Paul, con acidez y sabiduría:

«Los canónigos me recordaban la jaula del hámster, o marmota, que teníamos en el colegio, en el alféizar de la ventana del aula. Porque era positivoa aprender cosas de los animales, o saber cuidar de ellos, supongo. Ya no recuerdo si las hojitas que le metíamos por las rejas por las mañanas eran de canónigos, pero en cualquier caso se parecían mucho. El hámster o marmota las mordisqueaba con sus dientes veloces y se pasaba el resto del día inmóvil en un rinconcito de la jaula. Una mañana, apareció muerto, al igual que la tortuguita, los dos ratoncitos blancos, y los insectos palo que lo habían precedido. Qué lección debíamos de sacar de tan alta tasa de mortalidad era un tema que no se trataba en clase.» (pág. 50).

Y por supuesto muchas otras interrogantes presentes en La cena, son las que se plantean todos los padres, los padres cuerdos también, sobre todo ellos: ¿Por qué es tan común la tolerancia sin límites que demuestran los mayores, incapaces de plantar cara a sus hijos por temor a disgustarlos? ¿A qué se debe el acuciante interés de muchos por justificar las malas acciones de sus hijos? ¿Es más fácil ceder que discutir y dialogar? ¿Cómo lidiar con elementos que seducen a nuestros hijos como los vídeos violentos que se cuelgan en YouTube, o ciertos programas de TV? Todas estas preguntas quedan dando vueltas en esta impactante novela, publicada en el 2009.

Estando en Barcelona, Herman Koch escuchó la noticia de la muerte de una indigente causada por dos chicos de la clase alta. El hecho mereció todo tipo de comentarios, y Koch decidió usarlo como punto de partida para una larga reflexión. La tarea bien valió la pena.

Los textos han sido tomados de la edición de Salamandra, 2009. Traducción de Marta Arguilé Bernal.