Plata Quemada

Ricardo Piglia

Autor: Ricardo Piglia

Plata quemada es el acertado título de la novela de Ricardo Piglia, ganadora del Premio Planeta argentino, en 1997. El tema -un atraco que sucedió en Buenos Aires en 1965 y que fue seguido con atención por argentinos y uruguayos a través de la prensa escrita y la televisión- adquiere aquí, gracias a la fuerza narrativa de Piglia, el nivel de los grandes relatos. La intensidad de los acontecimientos y los saltos de voz, punto de vista tiempo y espacio, consiguen que el foco de la narración se multiplique y oscile entre varios elementos que se sobreponen y alternan: los perfiles patológicos de los seres violentos, los personajes involucrados, la corrupción de las instituciones, la realidad penitenciaria, la droga, el dinero, la prostitución, la homosexualidad, y la vida en general, que es el deslavado telón de fondo.

Técnica

¿Cómo consigue Piglia esta dinámica particular, este ritmo trepidante?

Creo que el cambio constante del punto de vista es determinante. Muchas veces, no cambia sólo el punto de vista sino también la voz narrativa, como cuando el narrador omnisciente es de pronto sustituido por la primera persona -la voz de uno de los personajes- deslizándose éste en el relato, apropiándose de él y contribuyendo a su desarrollo, produciendo en consecuencia, un salto importante de perspectiva y de enfoque:

“Cuando salió de la cárcel, pese al dinero de la herencia paterna, influido por los contactos carcelarios y ante la desesperación de su madre y de sus hermanos, que son respetados y honestos profesionales, siguió el camino del crimen.

En cana (contaba a veces) aprendí lo que es la vida: estás adentro y te verduguean y aprendés a mentir, a tragarte la vena. En la cárcel me hice puto, drogadicto, me hice chorro, peronista, timbero, aprendí a pelear a traición…” (pág. 85).

La narración se acerca y se aleja, se mueve como la pelota en una pista de tenis, y en cada golpe que recibe se enriquece y ensancha. Por momentos parece un baile, y luego una orquesta en donde los cantantes se ceden el micrófono, se lo arranchan, lo devuelven, lo comparten. El resultado es un relato coral que me recuerda a “Los cachorros” de Vargas Llosa. Recoger diferentes versiones enriquece el resultado al sumar ángulos divergentes o complementarios, y se convierte en la característica más notoria de Plata quemada. Y lo más importante es que muchos lectores -lo he confirmado- no perciben estas piruetas narrativas por lo sumergidos que están en la historia. Cuando la técnica no se ve es cuando está bien utilizada, en estos casos se acoplan el fondo y la forma a la perfección y lo que atrapa al lector es el devenir de los sucesos, la locura de los personajes, la atmósfera creada, la pretensión de verosimilitud, el lenguaje, en suma, el paquete completo: la sorprendente novela de Piglia.

Pondré algunos ejemplos. En el 1o. usaré los paréntesis para evidenciar el cambio del punto de vista, siendo siempre el narrador en tercera persona quien integra las perspectivas:

“Algunos testigos aseguran haber visto a Malito en el hotel con una mujer (1). Pero otros dicen que sólo vieron a dos tipos y que no había ninguna mujer (2). Uno de los dos era un flaquito nervioso, que se inyectaba a cada rato, el Chueco Bazán, que estaba realmente esa tarde, con Malito, en la pieza del hotel de San Fernando vigilando el movimiento del Banco desde la ventana que daba a la calle (3). Después del asalto la policía allanó el lugar y en el baño encontraron las jeringas y una cuchara y los cristales abandonados. La policía supuso que el Chueco era el joven que bajó al bar y pidió un calentador de alcohol (4). Los testigos se contradicen como siempre sucede, pero todos coinciden en que el chico parecía un actor y tenía una mirada extraviada.” (5).

(1) algunos testigos, (2) otros testigos, (3) “alguien” que presuntamente estaba en la pieza con Malito y el Chueco: la tercera persona omnisciente ¿presenció el hecho?, (4) la policía, (5) reúne a 1 y 2, 3 y 4.

Cito, para poner otro ejemplo, y para marcar los cambios subrayo las fuentes:

“Las astillas volaban, la madera quebrada.
_No me imaginé que eran tan chotas las barreras -se reía el Nene Brignone.
-Sacaron medio cuerpo por la ventanilla y las serrucharon limpitas -dijo el guardabarrera.
Tanto el empleado ferroviario como su amigo de veinte años que lo acompañaba no pudieron hacer una descripción coherente de los asaltantes, dado su estado de ánimo.
“Al escapar encontraron cerradas las barreras del paso a nivel de la calle Madero y sin parar el auto la cortaron con la ametralladora” (según los diarios)”. (pág. 42).

Un último ejemplo (el subrayado sirve otra vez para señalar los saltos, siendo notorio también el cambio del lenguaje cuando muda el sujeto que expresa el punto de vista):

“…Si mataban policías todo el tiempo, al toque, sin asco, como quien caza gorriones, los mierda con alma de cana (que nacen con alma de cana, de guanacos) iban a pensar dos veces antes de dejarse llevar por su vocación de verdugos, iban a tener miedo de ser boleta y entonces, (concluía) cada día la yuta iba a tener menos tropa. Pensaba así, pero de un modo más confuso y más lírico, como en un sueño donde mataba canas en un descampado con una escopeta, en esa línea, pensaba el Gaucho Rubio su guerra personal contra la taquería.

Matar así, en frío, porque sí, significaba en cambio (para la policía) que los tipos no iban a respetar ninguno de los tratos implícitos que rigen la ley no escrita entre la pesada y la patota, que éstos estaban envenenados, eran lonyis, ex convictos, ñatos jugados y que no les importaba tirarse encima a toda la provincia de Buenos Aires.

La confusión indescriptible que el alevoso ataque produjo no permitió, en los primeros momentos, precisar lo que había ocurrido (decían los diarios)…” (pág. 37).

Otro recurso que maneja con soltura Piglia es el cambio del tiempo verbal. La novela comienza en el presente del indicativo, con la presentación del Nene y Dorda circulando delante de nosotros llenos de vitalidad, caprichosa elección ya que ambos, si los situamos y nos situamos en el tiempo presente, están muertos. Lo sabremos porque se trata de una historia real y tuvo su fin, incluido el de los protagonistas. Pero para iniciar el relato, la cámara retrocede y los capta en su mejor momento, haciendo gala de una envidiable complicidad que será la marca característica de la relación. Iniciar la novela con un primer plano en el presente de estos personajes, es una manera certera para otorgarle el protagonismo indiscutible a la pareja: la mirada del narrador se fija en ellos exclusivamente y el relato destaca el vínculo que los une:

“Los llaman los mellizos porque son inseparables. Pero no son hermanos, ni son parecidos. Difícil incluso encontrar dos tipos tan diferentes. Tienen en común el modo de mirar, los ojos claros, quietos, una fijeza extraviada en la mirada recelosa. Dorda es pesado, tranquilo, con cara rubicunda, y sonrisa fácil. Brignone es flaco, ágil, liviano. Tiene el pelo negro y la piel muy pálida como si hubiera pasado en la cárcel más tiempo del que realmente pasó.” (pág. 11).

Pero la siguiente frase ya está en pasado, el narrador nos cuenta cuáles fueron los momentos previos al atraco de ambos protagonistas, hechos pasados pero -objetivamente- simultáneos a la descripción que estaba en presente:

“Salieron del subte en la estación de Bulnes y se detuvieron frente a la vidriera de una casa de fotografías para asegurarse de que nadie los seguía. Eran llamativos, extravagantes, parecían una pareja de boxeadores o una pareja de empleados de una empresa de pompas fúnebres. Iban vestidos con elegancia, de oscuro, con traje cruzado, el pelo corto, las manos muy cuidadas. La tarde estaba tranquila, una de esas tardes limpias de primavera, con una luz blanca y transparente. La gente se alejaba de las oficinas y volvía a su casa, con aire reconcentrado.” (pág. 11-2).

Otro ejemplo de la libertad que despliega Ricardo Piglia en el uso del tiempo, se percibe en este diálogo en donde subrayo los cambios:

-¿Qué hace ese loco? -dijo, todavía divertido, Martínez Tóbar.
Dos tipos saltaron a la vereda y uno se puso una media de mujer en la cara (dicen los testigos)”(pág. 33).

También hay saltos espaciales cuando, por ejemplo, se enfrentan la policía y los delincuentes sitiados: el relato sale a la calle para tomar nota de los hechos que se viven fuera y regresa al departamento en donde la historia recoge no sólo los hechos que realizan los delincuentes sino que se introduce, también, en sus cabezas y corazones. No hay barreras formales, el escritor controla todo, se desliza como un fantasma y se mete en todos los rincones, domina todas las perspectivas.

Para lograr abarcarlo todo y recoger las múltiples voces, Piglia se inventa el personaje del policía que escucha con la radio (que se lo inventa Piglia lo leí en una entrevista: “Es un artificio técnico, necesario para contar lo que pasa en el departamento”) excelente truco literario que “reproduce la versión original” de sus últimas horas. Y es que, el escritor argentino, consciente de que novela un hecho real, cuida de manera particular la verosimilitud, y para ello introduce en la ficción un epílogo (que el epílogo es parte de la novela, también lo leí en la misma entrevista) y cito a Piglia en su conversación con Juan Gabriel Vásquez:

“Pero es es lo que había que decir. Aquí estamos hablando de cómo un escritor estructura sus materiales. No creo que eso influya en la lectura del libro. A mí me interesaba que la gente leyera esta historia como si fuera toda real, y los lectores la leen así. Después podemos hablar y publicar críticas, pero el marco teórico está definido de esa manera. Y me costó mucho tiempo encontrarlo.” (*). Como vemos, el andamiaje es sólido y funciona.

Si comparamos con A sangre fría de Truman Capote, en donde también se novela sobre un asesinato real, tenemos diferencias notables: Capote pudo entrevistar a los asesinos presos, contó con el material del juicio en donde los mismos sujetos declararon cómo fue el asesinato, tuvo acceso a las cartas de la hermana de uno de ellos, etc. En el caso que nos ocupa, Piglia no pudo hablar con los delincuentes, nadie testimonió acerca de lo que pasaba en el departamento en Montevideo ni lo que pensaban o sentían porque no hubieron testigos dentro y ellos murieron. Debido a estos vacíos, el escritor argentino tiene que construir aquello que hace falta para que relatar su historia. Mientras Capote consideró A sangre fría como una novela periodística, Piglia reconoce que hace ficción de un hecho real en Plata quemada: dos maneras distintas de enfrentar un mismo tema. En eso consiste la riqueza de la gran literatura.

Los contrastes

El manejo de los opuestos es una constante en el mundo de Plata quemada. El hecho de ser los protagonistas -el Gaucho Dorda y el Nene Brignone- homosexuales y tener ambos un lado tan violento que se asocia, a nivel de estereotipo, al género masculino, es ya un contraste a destacar. En los momentos más cruentos, entre balas, palabrotas y sangre, se manifiesta la ternura entre la pareja, incluso se exterioriza un gesto de devoción religiosa, detalle pío que desentona en este delirio de guerra y agresión diabólica:

“El Nene le sonrió y el Gaucho Rubio lo mantuvo en sus brazos como quien sostiene a un Cristo. El Nene se metió con dificultad la mano en el bolsillo de la camisa y le alcanzó la medallita de la Virgen de Luján.
-No aflojés, Marquitos -dijo en Nene. Lo había llamado por el nombre, por primera vez en mucho tiempo, en diminutivo, como si fuera el Gaucho quien precisara consuelo.
Y después se alzó un poco, el Nene, se apoyó en un codo y le dijo al oído que nadie pudo oír, una frase de amor, seguramente, dicha a medias o no dicha tal vez pero sentida por el Gaucho que lo besó mientras el Nene se iba.
Estuvieron un momento inmóviles, la sangre corría entre los dos. Un absoluto silencio reinaba en el apartamento. Los policías se asomaron por el boquete. Los recibió una ráfaga y los gritos de Dorda, amurallado ahora tras el cuerpo de Brignone.
-Vengan, gran puta, a ver si se animan…” (pág. 197).

Las apariencias engañan, el que se presenta como un ángel puede ser el demonio:

“El que ejecutó a sangre fría a los custodios en el robo del Banco es Franco Brignone. Alias el Nene, alias Cara de Ángel…” (pág. 84).

Los protagonistas, personajes patológicos, desquiciados y violentos, emanan al mismo tiempo cierto grado de heroísmo por la manera cómo se van resolviendo las cosas en Plata quemada. Cometen un atraco y asesinan a sangre fría a cualquiera que se interponga en su camino, se muestran feroces en el ataque, la droga los enloquece y los desliza por una espiral de violencia escalofriante y frente a estos excesos tenemos otros excesos a considerar: la corrupción de la policía y las instituciones que deberían vigilar el bien común, y la vida carcelaria que los marca con hierro y los ha convertido en peores personas.

Desde el principio se insinúa la complicidad de la policía, pero cuando Malito decide no darles lo que les toca terminan acorralándolos y matándolos. El mensaje era claro: si nos traicionan, la pagarán muy caro. Y como no quieren que canten, hay que eliminarlos. El único que sale con vida es el Gaucho, pero

“…murió al año siguiente, asesinado durante una rebelión de presos en la cárcel de Caseros (según parece, ejecutado por un infiltrado de la policía).” (pág. 222-3).

En Plata quemada, el panorama no es halagador para las fuerzas del orden, maleantes y policías son dos bandas enemigas enfrentadas para medir quién es el más fuerte. Es monstruosa la cantidad de policías muertos pero resulta monstruosa también la cantidad de efectivos que desembarcan en la operación, “trescientos hombres”, como si se tratara de una batalla campal, no de una detención policial de dos o tres sujetos por peligrosos que sean.

Resulta tan abusivo el desplazamiento policial, que hay momentos en donde los delincuentes son considerados víctimas de una cacería injusta por el público presente, no los causantes de tantas muertes como, en efecto, lo son:

“-Mi hija y yo -según la señora Vélez (a Radio Carve)- pasamos todo el tiempo en el fondo de la cocina y por las cañerías oíamos los gritos y las risas de estos muchachos. Los cazan como a ratas… Me dieron lástima, no se mata así a un cristiano…” (pág. 189).

Pero hay un punto de inflexión: todo cambia cuando queman el dinero. Ese gesto es interpretado por todos, como algo imperdonable:

“…la ceremonia trágica que cualquiera que haya estado ahí esta noche no olvidará jamás.” (pág. 170).

La visión de los billetes que se convierten en humo (y que dan el título a la novela) se transforma en un símbolo del absurdo, y produce un malestar colectivo en donde se mezclan la codicia, la necesidad económica, la ira por el gesto sin precedentes, el odio a quienes desobedecen todas las leyes humanas, etc. El sentir colectivo se vuelve en contra de los ladrones, la plata quemada es el argumento más poderoso para censurarlos por crueles e insensatos, sin considerar que han matado a muchas personas, hechos más insensatos y de un nivel más profundo:

“Con salvar a uno solo de los niños huérfanos habrían justificado sus vidas, estos cretinos, dijo una señora, pero son malvados, tienen mala entraña, son unas bestias, dijeron a los testigos y la televisión filmó y luego trasmitió durante todo el día la repetición de ese ritual, al que el periodista de la TV Jorge Fositer llamó acto de canibalismo:
-Quemar dinero de gente inocente es acto de canibalismo.
Si hubieran donado ese dinero, si lo hubieran tirado por la ventana hacia la gente amontonada en la calle, si hubieran pactado con la policía la entrega del dinero a una fundación benéfica, todo habría sido distinto para ellos.
-Por ejemplo si hubieran donado esos millones para mejorar las condiciones de las cárceles a donde ellos mismos van a ser encerrados.
Pero todos comprendieron que ese acto era una declaración de guerra total, una guerra directa y en regla contra la sociedad.
-Hay que ponerlos contra la pared y colgarlos.
-Hay que hacerlos morir lentamente y achicharrarlos.” (pág. 172-3).

La burla al valor del dinero se convierte en la justificación para condenarlos. Para Piglia es el eje de su relato: matar a un policía no resulta tan malo para la sociedad como despreciar aquello que todos desean poseer, la plata, que es lo indispensable para obtener cualquier bien material. De esta manera se cuestionan los valores contemporáneos, en donde incluiría el consumo de drogas, alcohol y demás adicciones que permiten evadir la realidad y marginarse en un mundo con reglas de juego propias, a espaldas del bien común. Todo este exceso, mezclado con las terroríficas historias de la vida en las cárceles, la corrupción de las autoridades, las mafias policiales, resulta un buen diagnóstico del mundo contemporáneo.

La locura de los personajes

A pesar de que la historia es inmejorable, en Plata quemada no sólo atrapa la historia. Piglia presenta la vida interior de los personajes con muchos matices, lo cual permite acercarnos al desvarío de sus mentes. El escritor argentino no intenta justificar sus acciones, pero se nota en su trabajo un esfuerzo por conocerlos a través del recuento de las experiencias que los han marcado. Nada atenúa la crueldad, pero por lo menos queda claro que se trata de seres enloquecidos, enfermos, desadaptados.

Emilio Renzi, personaje que aparece en otras obras de Piglia y que funciona como su conciencia o alter ego (el nombre completo del escritor es Ricardo Emilio Piglia Renzi) es quien se encarga de plantear el conflicto:

“… El chico de El Mundo anotó lo que había empezado a declarar Silva.
-Son enfermos mentales.
-Matar enfermos mentales no está bien visto por el periodismo -ironizó el cronista-. Hay que llevarlos al manicomio, no ejecutarlos…” (pág. 178).

El tratamiento de los personajes se puede apreciar en el monólogo del Nene Brignone que comienza en la página 85 y termina en la 90, una biografía del personaje contada desde dentro, aspecto imprescindible de la novela:

“… aprendí a guardarme el odio adentro, terrible la vena, como un fuego, el odio es lo que te mantiene vivo, te pasás la noche sin poder dormir, en la jaula, mirando la lamparita en el techo, que titila, débil, medio amarilla, prendida las veinticuatro horas para que te puedan espiar, para obligarte a tener las manos fuera de las cobijas y que no te hagas la muñeca, pasa un valerio y levanta la mirilla y te ve ahí, despierto, pensando. Aprendés sobre todo a pensar cuando estás en la gayola, un preso es por definición un tipo que se pasa el día pensando. ¿Te acordás Gaucho? Vivís en la cabeza, te metés ahí, te hacés otra vida, adentro de la sabiola, vas, venís, en la mente, como si tuvieras una pantalla, una tele personal, la metés en el canal tuyo y te proyectás la vida que podrías estar viviendo o ¿no es así hermanito?, te hacen de goma, te metés para adentro y viajás, con un poco de droga que consigas, chau, estás en otra, te tomás un taxi, bajas en la esquina de la casa de tu vieja…” (pág. 87-88).

Lo mismo sucede con el relato de la vida del Gaucho Dorda. Curiosamente, en su caso, y quizá porque era casi mudo y oía voces, se alternan las opiniones (o sea, las voces) del psiquiatra de la cárcel, la de El Nene -quien es su amigo y amante y el único que lo comprende- y la de su madre quien le pronosticó que acabaría mal:

“En el informe, de todos modos, Bunge explicó la “caracterología” de Dorda como la de un esquizo, con tendencia a la afasia. Porque oía voces, hablaba poco, por eso era callado. Los que no hablan, los autistas, están todo el tiempo sintiendo voces, gente que habla, están en otra frecuencia, ocupados por un murmullo, un cuchicheo interminable, oyendo órdenes, gritos, risas sofocadas.” (pág. 64).

En la misma línea conocemos detalles de la vida del comisario Silva, por un lado su tremenda soledad, por el otro los métodos poco ortodoxos que utiliza para conseguir sus objetivos; y también a Malito, Fontán Reyes, Mereles, la Nena, quienes quedan retratados con pinceladas que los convierten en personajes sólidos, de carne y hueso, cada uno con una función específica dentro de la trama. La historia es creíble porque ellos son creíbles: nada de esto podría haber sucedido sin la existencia y la conjunción de estos sujetos, por eso la novela adquiere una dimensión humana importante.

Lenguaje

En medio de la violencia, que es la atmósfera predominante a lo largo del relato y que está en sintonía con el ritmo acelerado de la prosa, aparecen algunos chispazos poéticos, imágenes literarias que se aprecian como destellos de luz en medio de la oscuridad reinante. Piglia logra integrar estos pasajes con naturalidad, no quedan sueltos, ni tampoco adheridos a la fuerza, la belleza de la prosa fluye libremente:

“Los focos blancos de los reflectores entraban por las persianas y llenaban el aire de estrías y rayas luminosas que flotaban en el polvo, como una nube. Los tres estaban tatuados por los rayos de luz…” (pág. 135-6).

“Un perro había quedado en el dormitorio del departamento vecino y ladraba sin parar. Una selva llena de ruidos a dos centímetros de los tímpanos y a través de los cuales, como una fibra de locura, se oía el sonido único, débil, aflautado, del clarinete de una orquesta de baile, que tocaba en la radio de alguno de los departamentos, en algún lugar fuera de todo cálculo. Y junto con eso, el sonido de las voces, como murmullos muertos o palabras perdidas en el fragor de la noche.” (pág. 163).

“Los restos muertos de las palabras que las mujeres y los hombres usan en el dormitorio y en los negocios y en los baños, porque la policía y los malandras (pensaba Renzi) son los únicos que saben hacer de las palabras objetos vivos, agujas que se entierran en la carne y te destruyen el alma como un huevo que se parte en el filo de la sartén.” (pág. 168).

Piglia utiliza el lenguaje propio de los delincuentes y de la policía, palabras que provienen del lunfardo, jerga extendida en la ciudad de Buenos Aires. Por eso llama la atención la variedad de registros, cuando, después de reproducir las frases con giros populares propios de los personajes en cuestión, interviene el narrador en tercera persona, quien reflexiona con elegancia y propiedad, a pesar de colocarse en el punto de vista de los delincuentes:

“-La yuta.
El corazón late a mil, la cabeza parece iluminada por una luz blanca y los pensamientos se prenden del cerebro como garrapatas. Es un instante y después ya no se puede pensar. Lo que más se teme, lo peor en la vida, sucede siempre de golpe, sin que nadie esté preparado, por eso es lo peor, porque uno se lo espera pero no tiene tiempo de acomodarse y queda paralizado y sin embargo obligado a actuar y a tomar decisiones. En el fondo, lo que se teme más secretamente siempre ocurre, y ellos habían tenido la sensación íntima de que tenían a los canas encima, respirándoles en la nuca, y que el hoyo en donde se habían metido era demasiado tranquilo, demasiado perfecto y que tendrían que haber seguido en la calle, dando vueltas en el auto hasta dar con un modo de escapar de la ciudad y de los controles de la cana, lo pensaron pero estaban demasiado acorralados y nadie dijo nada y ya era tarde, los tenían ahí.” (pág. 134-5).

Los textos han sido tomados de la edición de bolsillo de Anagrama, 2009.

(*) “El arte es extrañamiento: una manera nueva de mirar lo que ya vimos”, entrevista a Ricardo Piglia de Juan Gabriel Vásquez, publicada en la revista “Lateral”, no. 73, enero 2001.