La muerte del padre

Karl Ove Knausgård

Novela autobiográfica, La muerte del padre es la primera de una serie de seis, que el escritor noruego (1968) publicó en 2009. Traducida al español tres años después debido al éxito de acogida de crítica y público, nos encontramos ante un texto descarnado y de lectura difícil. Esta dificultad no es consecuencia de una técnica compleja, ni de los saltos en el tiempo y en el espacio, que los hay; se debe, exclusivamente, a su esencia: la recreación de un drama familiar desde un punto de vista que se solapa en el interior del protagonista. No hay, en La muerte del padre, ninguna concesión a un hipotético lector, ni el deseo de agradar o entretener, el narrador está encapsulado por el dolor y lucha por salir de sí mismo. La prosa fluye, o no fluye, según el estado de ánimo de Karl Ove quien, enfrentado a la muerte de su padre, intenta recrear su infancia y juventud marcadas por un hombre débil entregado al alcoholismo.

Como se puede sospechar, el protagonista no será el padre muerto, sino el hijo que vivió un eterno desencuentro con él. Un dolor muy grande anida en Karl Ove desde niño, reclama una mirada paterna que lo reconforte y le dé su lugar en el mundo; la dificultad para relacionarse ha sido la pauta en sus vidas. Y para este hijo el desencuentro ha sido una gran frustración.

En las primeras doscientas páginas, el narrador da vueltas sobre sí mismo, eludiendo la realidad. Parece que algo muy importante lo ha bloqueado y le impide recordar hechos relevantes. Lo que cuenta, en estas páginas, son anécdotas aparentemente insulsas, con mucho detalle en los que se detiene de manera obsesiva, como si huyera de su tema por la dificultad de narrar aquello que le produce dolor. La vida en casa con una madre ausente, un hermano mayor que se marcha pronto, y un padre incomprendido e incomprensible, lo colocan en una suerte de limbo. Todo lo que narra de esa época carece de dramatismo: el colegio, los amigos, los primeros escarceos amorosos, la banda de música en la que participa, la casa triste y las comidas insípidas. También se puede interpretar como una reflexión sobre el mundo nórdico por la frialdad que se palpa: los contactos entre la gente que cita son correctos (tíos, abuelos, vecinos, compañeros, etc.) pero carecen de calidez, más que seres humanos parecen muñecos o parte de la escenografía, no hay pasión, ni afecto con la excepción de Yngve, el resto circula sin tocarse ni dejar huella.

Pero un día muere el padre, y aparece el punto de inflexión. Con 30 años, Karl Ove recibe una llamada que lo enfrentará con aquello que rehúye. La noticia lo desborda, se convierte en el único pensamiento que lo ocupa. En compañía de Ingve, se presenta a la casa de la abuela, lugar en donde vivía su padre y en dónde murió. Y lo que encuentra lo deja perplejo: la decadencia no podía haber sido mayor. El chico, roto por la evidencia, describe con lujo de detalle el deterioro físico que rodeaba a madre e hijo: la mugre, el desorden, el abandono y el estado lamentable de la abuela inducida al alcohol por su hijo. Encerrados ambos en un espacio que no era otro que el lejano hogar familiar, convierten la casa en un infierno lleno de botellas vacías y porquería. El golpe es mortal para Karl Ove por su sensibilidad y fragilidad, ya que vemos que Ingve lo vive, más bien, con cierto desapego. Son muchas las sensaciones que lo invaden: miedo, angustia, náuseas, pero sobre todo, un deseo muy grande por reparar la falta y superarla. Creo que ese es el sentido de La muerte del padre, salir airoso de una situación extrema que pudo haberlos arrastrado a todos:

“¿Cómo ahuyentar ese sentimiento?
Fregando. Fregando y frotando, puliendo y limpiando. Comprobando que cada azulejo quedaba limpio y resplandeciente. Pensando que todo lo que allí se había destrozado sería ahora reparado. Todo. Todo. Y que yo jamás, bajo ninguna circunstancia, acabaría como él había acabado.” (pág. 364).

El hijo hace su duelo borrando, con voluntad férrea y muchas, muchas lágrimas, las señales de la decadencia y la enfermedad. Lo que intenta es que desaparezcan las huellas al modificar el aspecto de la casa familiar, para emprender, de esa manera, una nueva etapa. Hay que hacer muchos cambios y alejarse del modelo de padre adquirido para acceder a otro mundo en donde él será padre también, y de 4 niños, algo poco habitual en un país del norte de Europa. Esto implica un proceso importante de auto estima y deseo de superación.

Pero a parte de limpiar frenéticamente, ¿cómo consigue Karl Ove la transformación y la liberación? A través de la palabra: la literatura le sirve de catarsis. Cuando va a enterrar a su padre, lleva como único equipaje, un manuscrito listo para publicar en donde hablaba de las dificultades que la relación le había deparado. Es importante el dato ya que antes de la muerte y la constatación de la decadencia, el tema del amor- odio estaba presente en su trabajo literario, en realidad era SU tema, tenía que hablar de su desencuentro y arrojar a su padre de su vida aunque eso significara la posibilidad de una denuncia judicial. En el manuscrito lo había “matado”. Karl Ove era consciente de que tenía que largarlo, para superar esa etapa. Sabiéndolo vivo, se ahogaba. Pero ahora que está muerto, y tiene que enterrarlo, se derrumba por la magnitud del hecho y las circunstancias. Quizá se da cuenta de cuánta falta le hizo, de cuánto lo quería.

Hay ternura en Karl Ove, su sensibilidad le obliga a cuidar todos los matices para no antagonizar con nadie, para no ofender, para no juzgar: ni a la madre ausente, ni al hermano admirado que es su bálsamo; ni a los abuelos, ni siquiera al padre cuyo alcoholismo lo atormenta e irrita. Pero no calla lo que es necesario exorcizar, ponerlo en palabras es una condición indispensable para sobrevivir:

“Ese libro se lo había escrito a mi padre. Yo no lo sabía, pero era así, Se lo había escrito a él.
Dejé el manuscrito y me levanté. Me acerqué a la ventana.
¿Él significaba realmente tanto para mí?
Pues sí. Significaba tanto para mí.
Yo quería que él me viera.
La primera vez que comprendí que lo que escribía era realmente algo y no sólo algo que quería que fuera algo, o que fingía que era algo, fue cuando escribí un pasaje sobre mi padre y me puse a llorar mientras escribía. Era algo que jamás me había pasado. Ni por lo más remoto. Escribí sobre mi padre, y las lágrimas me chorreaban sobre las mejillas, apenas era capaz de ver el tecleado o la pantalla. Ese dolor que se había soltado dentro de mí era algo cuya existencia desconocía. Mi padre era un idiota, alguien con quien no quería tener ningún trato, y no me costaba nada mantenerme alejado de él. No se trataba de reprimir nada, pues no había nada que reprimir, nada de él me afectaba. Así era, pero al sentarme a escribir, se me saltaron con fuerza las lágrimas.
Volví a sentarme en la cama y me puse el manuscrito sobre las rodillas.
Pero había algo más.
También había querido mostrar que era mejor que él. Que era más grande que él. ¿O sólo quería que estuviera orgulloso de mí? ¿Obtener su aprobación?“ (pág. 490-1).

Me gustaría señalar una característica que destaca en la prosa del escritor noruego. Cuando el personaje se siente desbordado y no sabe cómo evitar la explosión interior que intuye próxima, se proyecta hacia el mundo exterior para hacer un registro exhaustivo de lo que allí sucede. Con este recurso, ralentiza la narración acumulando detalles aparentemente innecesarios, intentando ahuyentar, de esa manera consciente, la ola que crece y amenaza. Este juego se repite y marca un ritmo de huida hacia afuera cuando lo de adentro es muy pesado, exactamente lo mismo que Karl Ove detecta y señala en la pintura de Munch: el yo que abarca el espacio, devorándolo todo. El escritor, incapaz de manejar el mundo interior, apela a lo exterior y se evade. Lo que consigue realmente, con este cambio de mirada y de lenguaje, es echar agua fría a una olla hirviendo. Es la única manera de seguir adelante. Veamos un ejemplo (el subrayado es mío):

“Toda la amabilidad y consideración hacia Alfhild por parte de mi madre fueron completamente eclipsadas por la mirada de cuatro segundos de mi padre. Lo mismo solía ocurrir los fines de semana que Ingve venía solo, mi padre se pasaba casi todo el tiempo en el pequeño apartamento del granero, y sólo se dejaba ver a la hora de las comidas. El hecho de que no preguntara nada a Yngve y sólo le prestara un mínimo de atención era lo que se recordaba de esos fines de semana, a pesar de todos los esfuerzos de mi madre para que Yngve se sintiera bien. Mi padre era el que marcaba la pauta en casa, nadie podía hacer nada contra eso.
En el exterior dejó de sonar de repente la máquina quitanieves. Me levanté, cogí la cáscara de la naranja, fui a la cocina, donde mi madre estaba pelando patatas, abrí la puerta del armario que había junto a ella y tiré la cáscara al cubo de basura, viendo a mi padre cruzar el patio por delante del garaje, mientras se alisaba el pelo de un modo muy característico suyo. Subí a mi habitación, puse un disco y volví a tumbarme en la cama.” (pág. 81-2).

Otro ejemplo del mismo recurso:

“La sensación de libertad que me subió entonces por el pecho resultó igual de difícil de dominar que lo habían sido las primeras oleadas de dolor, y encontró la misma salida, un sollozo que me salió al instante completamente ajeno a mi voluntad.
Me encontré con la mirada de Yngve y sonreí. Él vino a mí lado. Su presencia me llenó del todo. Me alegré mucho de que estuviera allí y tuve que esforzarme por no destrozarlo todo volviendo a perder el control. Haría falta pensar en otra cosa. Haría falta procurar que mi atención buscara algo neutro.
Alguien se movía en la sala de al lado. Los sonidos eran bajos y rompieron nuestro ambiente irreal, de la misma manera que los sonidos que desde la realidad entran en los sueños de los que duermen son también irreales.
Miré a mi padre. Los dedos, entrelazados y descansando sobre el estómago, el borde amarillo de nicotina en el dedo índice, que estaba como manchado, igual que se mancha el papel pintado de la pared. Las arrugas desproporcionadamente profundas en la piel sobre los nudillos, que ahora parecían esculpidos, poco naturales. Miré su rostro…” (pág. 261).

Pero el texto nos conduce, al final, hacia una liberación. Las lágrimas derramadas y la posibilidad de elaborar todo aquello que tenía guardado en su interior, confieren al personaje una nueva identidad. Una vez expresado el dolor, y habiendo interiorizado el duelo, percibimos en su discurso una actitud más armoniosa, su voz se ha enriquecido con otros matices. Pondré un ejemplo de este nuevo lenguaje: luego de haber estado limpiando y recordando los nombres de los productos que utiliza, la mente de Karl Ove se eleva y produce imágenes en donde la belleza será el hilo conductor. Ya no salta hacia el exterior huyendo de su interior, ahora integra lo que ve con lo que siente:

“Entre las marcas registradas de entonces y las de ahora había un mundo entero, y al pensar en ese momento en ellas surgió ante mí con sus sonidos, sabores y olores, completamente irresistible, como es todo lo que se ha perdido, todo lo que ha desaparecido. El olor a hierba recién cortada y recién regada cuando estás sentado en un estadio de fútbol una tarde de verano después del entrenamiento, las largas sombras de los árboles inmóviles, los gritos y las risas de niños bañándose en la laguna al otro lado del camino, el sabor fuerte y sin embargo dulce a XL-1. O el sabor a sal que indefectiblemente te llena la boca cuando saltas al mar, aunque la cierras apretando con fuerza los labios en el momento de meter la cabeza debajo del agua, el caos de corrientes y agua rumorosa allí dentro, pero también la luz en las algas, la hierba marina y la roca pelada, los racimos de mejillones y los trozos de bálano que siempre parecían arder suave y tranquilamente porque es un día sin nubes de verano, y el sol brilla en el cielo marino alto y azul. El agua que chorrea del cuerpo cuando te agarras a un hueco de la roca y te levantas, las gotas que te quedan entre los omóplatos durante los breves segundos antes de que el calor las evapore, cómo el agua del bañador sigue sin embargo goteando mucho tiempo después de que te hayas tumbado en la toalla. La lancha rápida que planea sobre las olas…” (pág. 411).

Todo esto hace de La muerte del padre una novela profunda, y compleja; quizá, también, le sobren algunas páginas. La narración gira muchas veces, sobre sí misma, pero también es cierto que gracias al ritmo obsesivo de su prosa y a la atmósfera densa que produce, transmite al lector la angustia existencial que la anima.

Los textos han sido tomados de la edición de Anagrama, traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.