El Atentado

Yasmina Khadra

Autor: Yasmina Khadra

El título de la novela puede atribuírse, de igual manera, a cualquiera de los grupos políticos responsables de la violencia desatada en el Medio Oriente..

La escenas iniciales consiguen confundir al lector al unir los dos atentados como si fueran uno sólo, las imágenes parecen intercambiables con lo cual se confirma la idea central de la novela: la violencia es cruel e insensata en todos los casos, y censurable siempre. La violencia sólo produce muertos, aleja cualquier posibilidad de alcanzar la paz e impide el bienestar de los pueblos: causa dolor, mutila, separa, desgarra. Esta es la bandera que despliega el autor, el ex militar argelino Mohamed Moulessehoul, escondido, por razones políticas, detrás de un seudónimo femenino: Yasmina Khadra.

El protagonista, Amin, es un médico palestino que vive y ejerce su profesión en Tel Aviv, casado con Sihem, una israelí de origen árabe. Debido a su aparente integración, casi modélica, con todo lo que esto significa: buen nivel económico, relaciones excelentes y éxito en términos generales; la pareja debería representar el ideal a ser emulado por todos como un buen ejemplo. Dada la coyuntura política y religiosa, ellos representan el futuro y la esperanza: la aceptación de los miembros de la sociedad más desarrollada que les otorga una formación, un lugar y una oportunidad para vivir mejor de lo que les hubiera tocado entre los suyos. Y ellos, en cambio, contribuyen con su profesionalidad a la comunidad que los ha acogido. Al mismo tiempo, renuncian a su historia y a su pasado, y en ese salto que dan al futuro, todos suponen- ellos incluidos- que terminarán sumando, en vez de restar. Por eso señalamos que se presentan como el ejemplo a seguir: si una situación como la de los señores Jaafari resulta exitosa, el futuro es prometedor. Será cuestión de tiempo, hay que multiplicar las oportunidades, unir las fuerzas y que los más ricos ayuden a los más pobres. Pero algo sucede al inicio de la novela que disloca, o peor aún, niega esta pretensión: se registra un espantoso atentado en Tel Aviv, y Sihem es, ante la mirada atónita de todos los que los conocen, la kamikase que lo produce. La primera víctima será Amin, que no puede creerlo: si ella lo hizo, su vida con Sihem ha sido una mentira. ¿Cómo pudo ocultarle algo así, cuando se «descarrió», con quién estaba hablando a sus espaldas? Estas preguntas atormentarán al Doctor Jaafari y lo inducirán a investigar lo sucedido. La novela recoge su punto de vista, es él quien conduce la narración, los lectores seguimos sus pasos y conectamos con su angustia y su dolor. Y siguiéndole, nos vamos informando sobre la situación y nos internamos en el conflicto.

La primera escena está relatada por la víctima de un atentado. No sabemos el nombre del personaje, no conocemos detalles, sólo nos enteramos de la masacre y sus terribles consecuencias. Hay un dato importante: se menciona a un jeque como el blanco del atentado, por lo tanto podemos sospechar cual es el origen de la violencia. Pero tampoco queda claro este aspecto. El lenguaje es directo, no deja nada suelto a la imaginación. La crudeza de la situación impacta, las imágenes son muy visuales. Parece una película de aquella a las cuales estamos tristemente acostumbrados, las vemos a diario en los noticiarios. El relato es cruento, demoledor, aplastante, imposible dejar de leer… El lector se traslada al centro del atentado, y se coloca ahí, observando como testigo involuntario, en medio de la destrucción. La escena está narrada en primera persona y algunas frases, precisamente esas que se repitirán al final, están en pasado:

«Intenté sin éxito romper el cerco de los cuerpos en trance que me aplastaban». (pág. 7).
«Intento sin éxito librarme de los cuerpos en trance que me están aplastando.» (pág. 267).

«El cuerpo de un hombre, o un chico, se cruzó ante mi aturdimiento como un flash oscuro.» (pág. 8).
«El cuerpo de un hombre, o un chico, se cruza ante mi aturdimiento, como un flash oscuro.» (pág. 268).

Cuando estas mismas frases aparecen en la última escena, como en los dos ejemplos anteriores, notamos una diferencia significativa: el tiempo verbal cambia, el narrador usa el presente del indicativo al final. ¿Qué significan estos cambios? Pienso que la primera escena es el origen de la novela: el protagonista ha sido víctima de un a tentado, ha muerto, y antes de morir ha recordado su infancia, las bondades de su madre y las enseñanzas de su padre. Y al final, expresa este deseo:

«Dios, si se trata de una horrible pesadilla, haz que me despierte de inmediato…» (pág. 12).

¿Se despierta? En los capítulos que siguen, que es el cuerpo de la novela, él reconstruye mentalmente su vida a partir de la crisis que sufrió al enterarse de que su mujer fue una terrorista kamikase: su primera y auténtica pesadilla. La reconstrucción termina en el atentado de la primera escena en donde él es una de las víctimas. Lo sorprendente es que el narrador lo cuenta como si la estuviera viendo, presenciando él mismo lo que acontece pero ubicado fuera del mundo real, por encima de lo cotidiano. El efecto narrativo simula un desdoblamiento: desde aquí (otro mundo) y ahora, observo lo que hice cuando vivía y lo narro con tal intensidad que parece- porque así lo siento- que lo estuviera viviendo hoy. El juego narrativo es atractivo, el lector se identifica inmediatamente con la historia, por eso el uso de la primera persona es otro cierto. No hay mejor testigo que el yo, añade un componente importante de credibilidad. Otro detalle interesante es que, mortalmente herido, luego del atentado, Amin recuerda las palabras de su padre:

«No sirve de nada quedarse aquí. Los muertos, muertos están, ya han expiado sus pecados. En cuanto a los vivos, no son sino fantasmas anticipados.» (pág. 12).

Última frase que da origen al cuerpo de la novela: deja que tu alma salga de tu cuerpo, y recuerda que cuando fuiste cuerpo, no eras más que un «fantasma anticipado». O sea: un ser mortal. Y es precisamente lo que hace, gracias al consejo de su padre: sale –o se eleva, o se evapora- y se ve a sí mismo convertido en lo que fue: un fantasma anticipado.

Hay una idea que se repite en ambas escenas (tanto en la del principio, como en la final): la capacidad que tiene todo hombre de soñar. La víctima del atentado recuerda su infancia de esta manera:

«… un chaval soñando en lo alto de una cresta… querría hincarle el diente a la luna como si fuera una fruta, convencido de que no hay más que tender la mano para aferrar toda la felicidad del mundo…» (pág. 11).

Sin embargo muere deseando que termine la pesadilla. El sueño se ha enturbiado, la dureza de la realidad, la violencia, han transformados sus sueños en una amarga pesadilla. Todo esto resulta más duro aún, si leemos las frases finales del libro, cuando aparentemente está muriendo, o cuando «todo acabó, he dejado de ser» (pág. 269):

«Pueden quitarte todo, tus bienes, tus mejores años, todos tus méritos y alegrías, hasta la última camisa; pero siempre te quedarán los sueños para reinventar el mundo que te han confiscado.» (pág. 270).

En muchos episodios la crueldad y la violencia son similares, unificando de esa manera la capacidad de hacer daño, no importa de qué lado venga ésta: las descripciones de los dos atentados son parecidas, al punto que un lector poco atento puede llegar a confundirse y pensar, en un primer momento, que los heridos que llegan al hospital son los mismos que estaban alrededor del jeque cuando cayó el misil. Cuando Amin es atacado por sus vecinos en su casa de Tel Aviv, y es golpeado, experimentará el mismo odio que sintió en Belén cuando los personajes cercanos al imán lo golpean. En el hospital, luego de hacerse pública la noticia de que Sihem fuera una kamikase, muchos de sus compañeros desconfían de él, tanto como el herido que se negó a que lo curara al verle la cara de árabe. Los policías que lo interceptan lo creen peligroso, su familia en palestina lo considera un renegado, etc. La guerra se vive las 24 horas y divide: o estás con nosotros o estás contra nosotros. No hay término medio, el sueño de la integración es efímero, lo que hay en la realidad es la pesadilla de la guerra y la muerte:

«Pero un atentado no deja de ser un atentado. La experiencia permite controlarlo mejor técnicamente, pero no humanamente. Ni la emoción ni el pavor casan bien con la sangre fría. Cuando el horror golpea, lo primero que alcanza siempre es el corazón.» (pág. 19-20).

Insiste también el autor en el círculo imparable de la violencia: si atacas respondo, si tú respondes yo vuelvo a atacar. Cada cual cree que su ataque es defensivo, sólo el del otro es ofensivo. ¿Podrá detenerse algún día esta espiral?:

«Benjamín tiene razón –dijo Naveed con voz tranquila e inspirada-. Los integristas palestinos envían a chavales para que se inmolen en una parada de autobús. Recogemos nuestros muertos y les mandamos helicópteros para volar sus viviendas. Cuando nuestros dirigentes están a punto de cantar victoria, otro atentado nos devuelve a la situación anterior. ¿Hasta cuándo va a durar esto?» (pág. 74).

Amin es el alter ego del autor, el personaje que recoge su proclama:

«Odio las guerras y las revoluciones, y todas esas historias de violencia redentora que giran sobre su eje como tuercas en infinitos tornillos, arrastrando a generaciones enteras a los mismos mortíferos absurdos sin que jamás les falle el mecanismo. Soy cirujano; creo que ya hay bastante dolor en nuestras carnes para que gente física y mentalmente sana reclame más cada dos por tres.» (pág. 177).

La presencia de Kim es reconfortante. Un personaje amigo que acompaña e introduce el lado afectivo sin hacer preguntas: su saber estar, su cariño, su entrega, son el lado más amable de la novela y nos devuelven la fe en el ser humano. El atentado necesita de Kim y de Naveed para no dejar fuera a los personajes que están por encima de las rensillas políticas y valoran los verdaderos sentimientos, aquellos que son capaces de leer en el corazón, generar complicidad y apostar en consecuencia:

«Cenamos en la cocina, ella picoteando y yo ni siquiera eso. Tengo la foto del periódico pegada a los párpados. Cien veces he querido preguntarle qué opina de esa historia delirante que los periodistas se están inventando, cien veces he querido cogerle la barbilla con ambas manos, mirarla directamente a los ojos y exigirle que me diga exactamente si cree, en el fondo de su alma, si Sihem Jaafari, mi esposa, la mujer con quien ella había compartido tantos momentos, era capaz de forrarse de explosivos y volarse en medio de una fiesta. No me he atrevido a abusar de su confianza… A la vez, rezo en mi fuero interno para que no me diga nada, ni que me coja la mano en señal de compasión. No superaría ese gesto… Estamos muy bien así, el silencio nos preserva de nosotros mismos.» (pág. 69- 70).

La pregunta que atormenta a Amin es la siguiente: ¿cómo es posible que su mujer fuera la causante de tantas muertes, que encima lo hubiera planeado, y que él a su lado no hubiera percibido nada? Recuerdo que es la misma pregunta que se hacía el novio de la suicida de Tren Nocturno, de Martin Amis: ¿por qué la mejor de todas, la más bella, la más inteligente, la más generosa, se mata con premeditación y yo, conviviendo con ella no he sido capaz de detectar su descontento? Y, para mencionar otro ejemplo, el padre de Merry, en Pastoral americana la novela de Phlip Roth: ¿cómo voa a digerir que nuestra hija, a quien le dimos todo, ponga bombas y mate, sin que sus padres hubiéramos podido evitarlo? Convivir con un radical, capaz de actos extremos y violentos, por lo tanto destructivos, debe crear mucha angustia y mucha culpa. Lo normal es que uno pueda percibir lo que sucede alrededor de los seres más queridos, que se mantenga el diálogo aunque sea a niveles mínimos, que la locura no los aísle y los margine. Y sobre todo, que no los convierta en nuestros peores enemigos. Este es el tema central en estas tres novelas, aunque las tres se desarrollen en ambientes y culturas distintas, en diferentes contextos y situaciones, pero el interrogante es una constante: ¿en qué momento un ser tan cercano nos abandona y nos deja sumidos en el dolor sin habernos dado la posibilidad de atisbar, si quiera, su lucha? El perfil de estos personajes escapa a la lógica, y raya en la patología. Naveed, el policía en El atentado, intenta un bosquejo y señala la ambigüedad:

«-Qué puedo decirte Amín? Creo que hasta los terroristas más curtidos ignoran lo que les ocurre de verdad. Y eso puede ocurrirle a cualquiera. Basta con un chispazo en el subconsciente. Las motivaciones no tienen la misma consistencia pero suelen surgir así –dice chasqueando los dedos-. O te cae sobre la cabeza como un ladrillo o se agarra a tus tripas como una solitaria. Y a partir de ese momento tu forma de ver el mundo cambia. Sólo tienes una idea fija: levantar eso que se ha apoderado de tu cuerpo y tu alma para ver lo que hay debajo. A partir de entonces no hay vuelta atrás posible. Además has dejado de mandar en ti; te crees dueño de tus actos pero no es cierto. No eres sino el instrumento de tus propias frustraciones. Lo mismo te da vivir que morir. En alguna parte de ti mismo has renunciado a lo que podría posibilitar tu regreso al mundo. Estás en las nubes. Eres un extraterrestre. Te dedicas a corretear tras las huríes y los unicornios. No quieres volver a oír hablar de este mundo. Sólo esperas el momento de dar el paso…» (pág. 103).

Preguntas sin respuesta que nos martillan el cerebro, dificultad para llegar al fondo e iluminar la oscuridad, sorpresa y rabia por actuaciones inesperadas, sensación de abandono, de traición, desconcierto, conciencia de nuestros propios límites… la literatura recoge todo esto, lo convierte en ficción, y nos deja reflexionando.

EL ESTILO

Abundan las frases cortas, en un estilo limpio, directo, casi periodístico. La brevedad de las frases produce agilidad y dinamismo, una dinámica que acompaña al protagonista en su viaje por Israel y los territorios ocupados y que no es, a la larga, sino un viaje interior por su propio territorio. La prosa realista combina, de vez en cuando, pasajes cargados de lirismo, sobre todo en sus descripciones de la ciudad o en los recuerdos de su infancia:

«La noche se apresta a largarse mientras el alba espera impaciente a las puertas de la ciudad. Por el escote de los rascacielos se va colando un purulento rayado que fisura metódicamente los faldones del horizonte. Ésta que se bate en retirada es una noche vencida, estafada y estupefacta, atestada de sueños muertos e incertidumbres. En un cielo en donde no queda la menor huella de romance, ni una sola nube se propone atemperar el resplandeciente celo del amanecer. Su luz no calentaría mi alma aunque fuera la de la Revelación.» (pág. 43).

Celebro la poca adjetivación, y cuando el escritor adjetiva, acierta con el giro que busca: «asientos leprosos», «azul mortificante», «ventanucos inquietantes y entradas grotescas».

Otro elemento formal que se repite con insistencia es la comparación. Khadra suelta una idea y para rematarla, usa el «como» creando una segunda versión que intenta reforzar el efecto:

«Un embrujo ha eclipsado el monumento que estaba construyendo, como si fuese un castillo de arena bajo una ola». (pág. 135).
«Quizá un silbido, como el crujido de una tela al desgarrarse…» (pág. 7).
«… se cruzó ante mi aturdimiento, como un flash oscuro.» (pág. 9).
«… gimiendo como un loco, y muere un poco más allá con los ojos como platos, como si no admitiera que esto podría ocurrirle a él.»
«… querría hincarle el diente a la luna, como si fuera una fruta.» (pág. 11).

Encuentro interesante la necesidad que tiene el protagonista Amín de explicar sus sensaciones. El mundo interior es procesado por su cabeza en un intento desesperado por comprender y comprenderse, el lenguaje es el vehículo para sacar a la luz su dolor y su desconcierto y lentamente los analiza. En estos casos abundan las imágenes, la metáfora ayudan a expresar las sensaciones nuevas:

«Me siento abatido, alucinado y desfondado.
No soy sino una enorme pena acurrucada bajo una chapa de plomo, que ignora si es consciente de la desgracia que le ha tocado o si ésta ya lo ha aniquilado.» (pág. 39).

«La tierra se remueve bajo mis pies. Sin embargo, no me hundo. Por despecho. O por renuncia. Me niego a entender una palabra más. Ya no reconozco el mundo en el que vivo.» (pág. 41).

«Esa voz se me viene encima, se alza como una ola oscura, sumerge mis pensamientos y hace añicos mi incredulidad antes de retirarme repentinamente, llevándose consigo retazos enteros de mi ser. Apenas empiezo a vislumbrar mi dolor cuando resurge de su mar de fondo, tronando y soltando espumarajos, y carga contra mí, como si mi perplejidad le enfureciera e intentara deshilacharme fibra a fibra hasta desintegrarme…» (pág. 42).

Los textos son tomados de la edición de bolsillo de alianza Editorial, traducción de Wenceslao Carlos Lozano.