Sobre La Belleza

Zadie Smith

Autora: Zadie Smith

Escrita por una joven inglesa de 30 años, resulta asombrosa la capacidad de la autora para reflejar la cultura contemporánea con todos sus matices. El mundo de las apariencias, la importancia de la imagen, la rapidez de los cambios, lo políticamente correcto acompañado de la falta de compromiso, los problemas de las minorías, la igualdad de sexos, la edad que margina, etc. son el telón de fondo en esta historia narrada por Smith con ironía y talento.

Siguiendo los dictados del arte post moderno, la escritora parte de una novela clásica y la transforma, para convertirla en un producto nuevo, distinto, a veces irreconocible. Su fuente de inspiración es Howards End del escrito inglés E. M. Foster. Partiendo de ella , Zadie recrea la historia y nos ofrece su propia interpretación: la Inglaterra Victoriana de Howards End se traslada a Boston, casi 100 años después.

Si bien es cierto que el título parece propio de un ensayo de estética, el rigor anunciado se escabulle, línea a línea, en ágiles diálogos e inteligentes descripciones, como si los personajes huyeran concientemente de los temas profundos. La sensación que produce el mundo creado por Smith es la del tiempo que vuela: no merece la pena detenerse en nada porque mientras uno intenta analizar un objeto, ese objeto ya no es el mismo que fue hace un momento. Y lo que es peor aún, tampoco interesa al sujeto con la misma intensidad, en poco tiempo la mirada se ha deslizado hacia otra cosa. La velocidad excesiva es la nota dominante.

Cuando el profesor Howard Belsey prepara su primera clase del semestre, él sabe que los candidatos a ser sus alumnos sólo quieren una imagen rápida de lo que ofrece su curso, una instantánea, un resumen que los oriente respecto al currículo que aspiran a conseguir y que los ubicará, más adelante, mejor o peor en el mercado laboral. Nadie se mostrará interesado por los temas planteados, puntos de vista, trabajos a realizar, etc. En ese sentido, la universidad funciona como un trampolín al mundo del consumo, no como un centro académico cuyo fin debería ser el conocimiento. Asumido esto, el profesor se encuentra desmotivado, lo que él puede ofrecer no será valorado por sus alumnos, los valores que están en juego son otros: concretos y materiales.

El lenguaje elegido ayuda a formar esta atmósfera que se cuela como el aire: es chispeante, divertido, sonoro, cotidiano, alejado del lirismo y la introspección. Se trata de una prosa dinámica con ritmo de vorágine. Los diálogos son excelentes: frescura, y agudeza son las características que los definen, el tono coloquial convierte al lector en voyeur: pareciera que está, él también, sentado con los Belsey en la mesa del desayuno y que tendrá una oportunidad para intervenir en cualquier momento. Oír a cada uno de los miembros de la familia es conocerlos y Kiki se lleva la medalla de la simpatía. Ella es el gran personaje, no lo digo por su volumen, lo digo por su alcance: sus brazos parecen arropar a la humanidad entera.

LO BELLO EN «SOBRE LA BELLEZA»

La descripción que hace Smith de Kiki es la siguiente:

«… pesaba ahora sus ciento veinte kilos y parecía veinte años más joven que él. Su cutis poseía la proverbial tersura étnica, acentuada por el aumento de peso. A sus cincuenta y dos años, su cara era de muchacha. Una muchacha hermosa y recia.» (pág. 28).

Para los cánones contemporáneos, los ciento veinte kilos de Kiki estarían reñidos con la clasificación tópica y típica de lo bello. Imposible combinar ese peso con un buen resultado. Lo recio no es hermoso, según la cultura del siglo XXI. Ni siquiera si consigue aminorar las arrugas, ese argumento no vale. La anorexia y la bulimia son enfermedades de nuestros adolescentes y reflejan la dificultad para aceptar kilos no deseados. ¿Qué cosa convierte en especial a esta cincuentona para romper la norma y brillar con luz propia, a pesar de lo que dice la balanza? ¿Algo que tiene que ver con esta frase?:

«… Kiki se esforzaba por ver el lado bueno de la mala noticia» (pág. 73).

En este caso, la belleza de Kiki estaría localizada en su interior, en una manera de ver las cosas y aceptar la vida. Lo que pudiera embellecerla sería, tal vez, su optimismo, su calidez, su saber estar. Sorprende, que Claire, amiga que fue amante de su marido y causa de la ruptura entre ellos, se refiera a Kiki en estos términos:

«Pero Claire había visto en Kiki Belsey una excepción prodigiosa. Se acordaba de cuando Howard había conocido a la que sería su esposa, que entonces estudiaba enfermería en Nueva York. En aquella época tenía una belleza impresionante, casi indescriptible, pero lo mejor era la esencia de mujer que irradiaba, una esencia que Claire ya había imaginado en sus poemas: natural, franca, poderosa, no mediatizada, cargada de auténtico deseo. Una diosa del día a día. No formaba parte de la pandilla intelectual de Howard, sino que era muy activa en política, y sus convicciones eran auténticas y estaban bien expresadas. Para Claire, Kiki era la prueba no sólo de la humanidad de Howard sino de que al mundo había llegado una nueva clase de mujer, tal como se había prometido y pregonado.» (pág. 251).

Poetisa, Claire indaga sobre lo bello, necesita entender en qué consiste esta cualidad; su trabajo, por definición, tiene que lidiar con lo estético. Es interesante la definición que nos da al respecto:

«En su poesía Claire hablaba con frecuencia de «concordancia», cuando tu objetivo y tu capacidad para conseguirlo, por modestos o insignificantes que sean, concuerdan, armonizan. Entonces, sostenía, es cuando somos plenamente humanos, plenamente nosotros, bellos. Nadar cuando tu cuerpo está hecho para la natación. Arrodillarte cuando te sientes humilde. Beber agua cuando te abrasa la sed. O- si tienes grandes aspiraciones- escribir el poema que sea el vehículo idóneo para expresar el sentimiento o el pensamiento que quieres trasmitir». (pág. 237).

Pero la vida no es una creación artística, y «lo bello» es un concepto que depende de la mirada de la sociedad que califica. Smith incide en señalar que las exigencias de un tipo de cuerpo determinado se imponen de manera arbitraria y pueden resultar asfixiantes y abusivas para mucha gente. ¿Dónde metemos una naturaleza grande y voluptuosa dentro los cánones contemporáneos? Los gordos ni siquiera encuentran tallas apropiadas para vestirse, el mundo los ignora porque ellos han decidido ignorar las exigencias del mundo que los rodea. Kiki sabe lo que esto implica:

«Por eso Kiki siempre había temido tener hijas: sabía que no podría evitarles los complejos. Para ello, durante los primeros años, trató de desterrar la televisión e impedir que en casa de los Belsey entraran pintalabios y revistas femeninas, pero todas las precauciones habían resultados inútiles. Ese odio de las mujeres hacia su propio cuerpo flotaba en el ambiente, o eso le parecía a Kiki, y se colaba en la casa con el menor soplo de aire, la gente lo traía pegado a la suela de los zapatos, lo aspiraba al abrir el periódico. No había manera de controlarlo.» (pág. 219).

Por fortuna, la variedad también es una característica de lo humano. Levy, el hijo de los Belsey, tiene una percepción distinta a la media:

«Pero ahora, mirando a Claire Malcolm, se sentía confuso. Era un ejemplo más de los extraños gustos de su padre. ¿Dónde estaba aquí la hermosura? ¿Dónde la ventaja? La sustitución le parecía, a demás de injusta, ilógica. Decidió abreviar la conversación, en señal de solidaridad con las más generosas proporciones de su madre.» (pág. 242).

LO FÍSICO Y LA APARIENCIA NO SON SÓLO ENVOLTURAS

Aquello que se ve del ser humano, lo puramente físico, ¿rebela algo del interior? Quizás una mirada sí lo consigue, ¿pero los ojos como pura anatomía, dicen cosas? Pienso que sí, porque la percepción no es un fenómeno puramente objetivo, la subjetividad está siempre presente: dando de un lado, interpretando del otro. Esta es la realidad, nos guste o no: la apariencia no se puede desligar de lo subjetivo, refleja a la persona, aunque sea de manera involuntaria. Sobre todo cuando nos centramos en ciertas partes del cuerpo que resultan más elocuentes, como los pechos de Kiki:

«El tamaño de sus pechos era sexual y, al mismo tiempo, más que sexual: el sexo era sólo un pequeño elemento de los varios símbolos del conjunto. Si ella hubiera sido blanca, quizá la impresión hubiera sido puramente sexual, pero, al no serlo, su torso emitía una variedad de señales que escapaban a su control directo: atrevidas, fraternas, depredadoras, maternales, amenazadoras, reconfortantes, era como una galería de espejos en la que había entrado a los cuarenta y tantos años, una extraña fabulaci´ón de la persona que ella creía ser. Ya no podía ser ni débil ni tímida. Su cuerpo la había encaminado hacia una personalidad nueva; los demás esperaban de ella cosas nuevas, unas buenas y otras no. ¡Y pensar que durante años había sido una cosita minúscula! ¿Cómo puede pasarte esto?» (pág. 62).

El lector atento verá que hay dos descripciones de Carlene en la novela. La primera la hace Howard cuando llega a Londres: Carlene parece una señora elegante y sofisticada. En cambio, la descripción que hace de ella Levy es diametralmente opuesta: a los ojos del chico la Sra. Kipps es una loca, «como una vagabunda, pero con casa propia». En ambos casos, son los que la observan quienes la definen. Es verdad que la enfermedad puede haber influido en su aspecto, pero no parece la misma persona: la lectura de los personajes es distinta porque está teñida de subjetividad.

El conjunto de la apariencia produce siempre un efecto determinado, y quien se viste y adorna lo sabe, aunque sea de manera inconciente. Por eso, a veces, nos disfrazamos en cierto sentido, queremos buscar efectos determinados y elegimos lo que nos ponemos para acentuarlos:

«Esa mañana, Zora había despertado con la esperanza que durante la noche se hubiera operado en ella una transformación y, al ver que no era así, hizo lo que suelen hacer las muchachas cuando no sienten el papel que les toca representar: se caracterizan. No sabía en qué medida lo había conseguido… Trató de ponerse en el lugar de sus compañeros y se hizo la difícil pregunta: «Qué pensaría yo de mí?» Pretendía dar el tipo de intelectual-bohemia-audaz-desenvuelta-valerosa-e-intrépida. Llevaba una larga falda verde botella, blusa de algodón blanco con un original volante en el cuello, ancho cinturón de ante marrón –de Kiki, de los tiempos en que su madre aún podía usar cinturón- zapatos sólidos y sombrero. ¿Qué clase de sombrero? Un sombrero de hombre, de fieltro verde, que parecía un borsalino sin serlo. No era éste el efecto que ella buscaba. No era éste. Quince minutos después, Zora se lo quitaba todo en el vestuario femenino de la piscina de la Universidad de Wellington… Embutió el sombrero en la taquilla y se encasquetó el gorro hasta las cejas…» (pág. 147- 148).

La ironía es la clave en Zadie Smith. Ella busca la complicidad de su personaje con una sonrisa en los labios, y al permitirse esa mirada cargada de humor no intenta ridiculizarlos, si no más bien trasmitir la fragilidad que los mueve y la vulnerabilidad que es parte de ellos. Es un humor que conmueve, detecta el conflicto y lo expresa con cierta ternura, ternura de lo ridículo.

La escena en la piscina es un buen ejemplo de lo determinante que es el físico. Se encuentran, por un lado, los gorditos que pretenden adelgazar nadando, como Zora, pero no armonizan con el lugar: ellos lo saben y lo sufren. Por el otro, los atletas como Carl, que relucen como soles: un cuerpo privilegiado les permite nadar bien y dar un espectáculo fantástico detalles que conocen y disfrutan.
Que un cuerpo bonito sea un espectáculo no es ninguna frivolidad, es una maravilla. Que eso produzca competencia y angustia es lo que realmente molesta.

Curiosamente, Kiki, la «liberada de las ataduras del peso», el personaje que encarna la libertad ante la báscula y su total independencia de los dictados de la moda, reacciona de esta manera cuando se entera de quién es su rival, el motivo del adulterio de Howard:

«-¡Una mujercita blanca! –gritó Kiki sin poder contenerse-. ¡Una mujercita blanca que me cabría en un bolsillo!…
-¿Habrías podido encontrar a alguien que se pareciera menos a mí en todo el mundo? –preguntó dando un puñetazo en la mesa-. Una pierna mía pesa más que esa mujer. ¿Cómo me has dejado a los ojos de toda la ciudad? Te casas con una enorme pécora negra y te largas con un espárrago». (pág. 228).

La diferencia física entre las dos es lo que más la indigna. En eso consiste la mayor traición: si ha buscado «eso», no puede gustarle «esto». Ella también se deja influir por la apariencia, no alude a la diferencia de profesiones, por ejemplo, que podría ser un detalle importante en la seducción. El dato de ser una poeta y otra enfermera, no parece relevante. Kiki destaca las diferencias físicas: el color de la piel y el volumen de los cuerpos. Y ahí se equivoca: puede ser que lo físico fuera el detonante con Claire, y por eso Howard le reprocha a Kiki su abandono al respecto, pero él está enamorado de Kiki por razones profundas y complejas.

Las descripciones de los candidatos a alumnos, que no son más que una acertada enumeración, me parecen agudas, son imágenes que sugieren actitudes vitales, y al mismo tiempo poseen agilidad, gracia, humor:

«Y diseminados por el aula: nariz larga, orejas pequeñas, obeso, con muletas, pelirrojo, silla de ruedas, dos metros, minifalda, pechos puntiagudos, iPod encendido, anoréxica con mejillas velludas, corbata de lazo, otra corbata de lazo, estrella de fútbol, blanco con rastas, uñas largas de ama de casa burguesa, alopécico, leotardo a rayas…» (pág. 174).

Y ante esos jóvenes- máscaras, el profesor intentará desmontar la imagen de genio que tiene Rembrandt. Lo que significa, precisamente, romper la envoltura que le ha colocado la historia, la máscara que oculta al hombre, para recuperar al artista talentoso que hizo su trabajo con dedicación y entrega.

Howard pretende que identifiquen o reconozcan ellos mismos lo que es bello, en lugar de heredar y asumir a ciegas la lista que ha hecho la cultura vigente y que la universidad distribuye para el consumo masivo. Aspecto de Howard que explica su elección amorosa: se enamoró de Kiki a pesar de la guerra que le hizo su padre por ser una negra. Él descubrió la belleza por sí mismo.

La última escena de la novela equivale al fin de la crisis de Howard como hombre y como profesor de estética: en ese momento decide rechazar la teoría, rechazar el uso de las palabras para que expliquen el cuadro. Luego de ver la cara de Kiki en la sala, él encuentra la respuesta a su búsqueda, por eso elige el silencio (recordemos su incapacidad para escribir el libro sobre Rembrandt) y aumenta el volumen de la obra de Rembrandt que está proyectando en la pared: la belleza está ahí, desnuda, no hay nada que añadir, quien sea capaz de verla que la identifique y valore.

LA FAMILIA

Hay otros temas insinuados en Sobre la belleza: las diferencias culturales entre los americanos y los ingleses, los vínculos familiares, la vida en una universidad que es un mundo pequeño con sus propias leyes y lugares comunes, los conflictos y rivalidades entre los profesores, la competencia entre los alumnos, la competencia entre los alumnos y la juventud local que no es parte de la universidad, los problemas raciales, los inmigrantes, los intelectuales y sus poses, etc. Pero nada de esto es esencial, forma parte del paisaje de fondo, del contexto.
Incluso, a veces, la línea argumental resulta forzada: el encuentro entre las dos familias: los Belsey y los Kipps, por ejemplo; o la historia del cuadro y la herencia que la señora Kipps deja a Kiki; son piruetas narrativas que restan, no suman, a pesar de ser ecos de Howards End, en donde hay situaciones similares. Yo creo que son soluciones fáciles.

Lo que le da sustancia a la novela de Zadie Smith es la sospecha de la enorme importancia que tiene la familia en la sociedad, y por ello la cuestiona: ¿cómo se articula?, ¿cómo se relacionan los hijos con los padres y los hermanos entre ellos?, ¿cuán importante es la estabilidad de la pareja?, ¿cómo se vive un adulterio?

«La gente suele hablar de los felices silencios de los enamorados, pero también daba gusto estar sentado al lado de tus hermanos, sin decir nada, comiendo. Antes de que existiera el mundo, antes de que se poblara, antes de que hubiera guerras y empleos y estudios y películas y ropa y opiniones y viajes al extranjero… antes de todas estas cosas, había sólo una persona, Zora, y sólo un lugar: una casa hecha con sillas y sábanas en la sala. Y al cabo de unos años llegó Levi, y le hicieron un hueco; era como si siempre hubiera estado allí…
… No se detenía a pensar en si los quería, ni en el cómo ni en el porqué. Ellos eran amor, simplemente: la primera prueba que había tenido de la existencia del amor, y serían la confirmación última del amor, cuando todo lo demás se perdiera.» (pág. 260).

Tanto los Belsey como los Kipps son familias que funcionan, con sus aciertos y sus errores. Funcionan en un sentido amplio: se tienen entre ellos, hay vínculos reales y un eje que los aglutina. Nos puede gustar o disgustar las formas de las relaciones y muchos aspectos de ellas, pero lo cierto es que se relacionan, no es así en todas las familas. En estas dos, sus miembros se enfrentan o se acompañan, pero no se ignoran. Y en la familia Belsey hay un personaje, que es Kiki, que los une y fortalece. Ella es intuición y corazón. Una mezcla de risa y llanto que la convierte en una mujer cálida, llena de encanto. Kiki abraza a sus hijos, aunque luego se pelee con ellos.

Me parece que las dos escenas de sexo que aparecen a lo largo de la novela están muy logradas y ambas responden a una comparación acertada de cómo Howard percibe a las mujeres. Cuando se acuesta con Victoria, su alumna, se da cuenta rápidamente de la superficialidad de la entrega: una chica sin experiencia pero que ha visto mucho cine porno: actúa, pero no siente, lo importante para Vee es seducir al profesor, no disfrutar de una buenas relación. La narración de este encuentro desborda ironía, y me parece un hallazgo literario. Smith desnuda a la Lolita de turno, amante «teóricamente» fogosa pero carente de sutileza y pasión. Es un texto largo, elijo estas frases como resumen:

«Al primer contacto, ella gimió y pareció estremecerse de preorgásmica pasión. No obstante, como descubrió Howard al segundo intento, estaba completamente seca.» (pág, 342).

En comparación a esta escena, la relación final de los Belsey, en casa, una noche, es poesía. En realidad es la única escena poética, vale la pena releerla con detenimiento, tiene imágenes potentes y un registro variado de sensaciones que no pretende demostrar nada más, ni nada menos, que el placer conseguido y compartido en pareja. Puede que sea ésta la mejor lección sobre la belleza.

Los textos son de Ediciones Salamandra, 2006. Traducción de Ana María de la Fuente