Los Girasoles Ciegos

Alberto Méndez

Autor: Alberto Méndez

El proyecto de Alberto Méndez se articula en cuatro relatos independientes. El conjunto que nos ofrece puede ser considerado como una novela corta con cuatro capítulos. Las partes forman un todo que funciona mejor como una unidad, de esa manera la propuesta resulta más contundente. Cada historia nos coloca en un escenario distinto, y esa versatilidad se traduce en riqueza: unos son militares, otros civiles; unos mayores, otros niños; unos pertenecen a un bando, otros al contrario, etc. Sin embargo hay un elemento común: todos los personajes, protagonistas y secundarios, sufren.

La reflexión se centra en la post guerra, concretamente en las consecuencias que deja la violencia en un país dividido y desangrado. La guerra civil enfrentó a los españoles en una lucha fracticida, cruel, dolorosa. Las historias que cuenta Méndez son claros ejemplos de ese episodio absurdo y triste..

Dos constantes que se repiten en las cuatro historias: el encierro, y el miedo.

EL ENCIERRO:

En los cuatro relatos la dinámica es siempre hacia adentro. Los personajes están en la cárcel (en dos de los cuentos), en la braña (entre los montes de Asturias, lugar inaccesible, sin salida en el invierno), o en el armario.

Esta imagen del encierro es crucial, funciona como una cruel metáfora de la realidad: los espacios se parcelan después de la lucha, se acentúa la división en el plano físico, se establecen límites, barreras, se cierran puertas y se construyen rejas. Circular libremente es peligroso, o imposible, quiere recordarnos Méndez, porque el enemigo puede volver a golpear.

El país queda dividido, los hombres se meten en sus guaridas como animales apaleados. O son enjaulados por sus adversarios políticos. La libertad no existe, se persigue a los que piensan distinto a los vencedores, se humilla y se castiga:

“-Que alguien quiera matarme no por lo que he heho, si no por lo que pienso… y, lo que es peor, si quiero pensar lo que pienso, tendré que desear que mueran otros por lo que piensan ellos. Yo no quiero que nuestros hijos tengan que matar o orir por lo que piensan.” (pág. 129).

La ansiada paz no es liberadora. La herencia de una guerra se traduce en una imparable estela de odio, lágrimas y muertos a pesar de haberse superado la lucha y las batallas. La advertencia que hace Méndez debería quedar grabada en el lector para que no se repitan jamás los mismos errores.

Este movimiento hacia el interior es constante y crea una sensación de ahogo en el lector que respira un clima claustrofóbico.

EL MIEDO:

Ni siquiera quien gana deja de sentir miedo. La victoria no justifica la violencia, quedan secuelas, cicatrices, temores. El odio es un sentimiento que arrasa y con el tiempo pasa factura, nadie que ha vivido una guerra se muestra indiferente. Se perdona pero no se olvida, y los recuerdos producen aún más miedo.

El miedo es crónico en el mundo que recrea Méndez:

“… Tengo miedo de que el niño enferme, tengo miedo de que muera la vaca a la que apenas logro alimentar desenterrando raíces y la poca hierba que la nieve sorprendió aún viva. Tengo miedo de enfermar. Tengo miedo de que alguien descubra que estamos aquí arriba en la montaña. Tengo miedo de tanto miedo…” (pág. 49).

Hay dos elementos que acompañan al miedo en estos relatos: el silencio y la soledad. Y ambos están relacionados, al mismo tiempo, con el encierro:

“Hablar siempre en voz baja es algo que, poco a poco, disuelve las palabras y reduce las conversaciones a un intercambio de gestos y miradas. El miedo, como la voz queda, desdibuja los sonidos porque el lado oscuro de las cosas sólo puede expresarse con silencio”. (pág. 115).

El silencio, porque quien teme no habla. La comunicación se evita para no tener problemas.

“El silencio es un espacio, una oquedad en donde nos refugiamos pero en el que no estamos nunca a salvo. El silencio no se termina, se rompe; su cualidad fundamental es la fragilidad y el epitelio sutil que lo circunda es transparente: deja pasar todas las miradas”. (pág. 77).

La soledad es un refugio natural para quien tiene miedo: solo me encuentro más seguro porque así nadie puede hacerme daño. Pero en estas historias la soledad no es voluntaria: está solo el prisionero, el que está forzado a convertirse en un fantasma para que no lo delaten, el niño que no puede compartir sus vivencias con nadie, la mujer que vive como viuda sin serlo, el fugitivo que acaba de perder a su mujer y tiene a un recién nacido entre sus brazos, el seminarista que experimenta cosas nuevas y terribles y no sabe cómo procesarlas porque no puede hablar de ellas con nadie. Incluso los carceleros y los interrogadores, hasta el coronel Eymar y su mujer están profundamente solos con su dolor por la pérdida del hijo.

La soledad se presenta en sus dos facetas: como una situación física: en la cárcel, en el armario, en la breña. Y como una actitud interior que es aún más dolorosa porque significa la imposibilidad de comunicar tanto desgarro:

“He visto un paisaje blanco y sin aristas, extenso, interminable, acunado por un viento pertinaz y frío cuyo zumbido sólo sirve para reafirmar el silencio. Y mientras estaba allí, observando, sentía algo que no lograba identificar, algo que ni siquiera sabía si era bueno o malo. Ahora que ya he encontrado mi lápiz: sé lo que era: soledad”. (pág. 55).

IDEOLOGÏA Y LITERATURA:

En términos generales, cuando el lector siente que el autor impone una ideología determinada, cualquiera que ésta sea, se desencanta. La ficción debe ser muy potente y no dejarse envolver por la idea previa a la creación. El marco conceptual debe existir, pero no debe imponerse como un fin de la aventura literaria. Lo que transmite una novela ha de percibirse por los hechos que se narran, como una consecuencia natural de ellos, no como un mensaje concebido conscientemente y enarbolado como una bandera. Esa es la diferencia entre una novela o un ensayo político, por ejemplo.

En Los Girasoles Ciegos se nota, en muchos momentos, cierta debilidad hacia el lado republicano. Es una opción literaria de Méndez, resultado de algunas experiencias anteriores y de su filiación política. Pero yo no creo que él defienda a la República. Las evidencias de los abusos de los nacionales se narran como abusos de los ganadores, al punto que uno puede proyectarse pensando que si fueran los otros los vencedores, hubieran cometido los mismos excesos.

Claramente para Alberto Méndez, más que nacionales y republicanos, hay vencedores y vencidos. Y el vencedor es el que tiene el poder y abusa de él. El vencido está cercado.

Sin embargo, el capitán Alegría, pese a estar del lado de los vencedores, elige cambiar de bando por un tema de consciencia, si ganar significa acumular más muertos no quiere ganar:

Aunque todas las guerras se pagan con los muertos, hace tiempo que luchamos por usura. Tendremos que elegir entre ganar una guerra o conquistar un cementerio”. (pág. 13.

Preguntado que si no queríamos ganar la Gloriosa Cruzada, qué es lo que queríamos, el procesado responde: queríamos matarlos”. (pág. 28).

En realidad los vencedores son unos pocos, son los que mandan, los de arriba, aquellos que deciden, sugiere Méndez. Los soldados, de uno y otro lado, siempre pierden:

“¿Son estos soldados que veo lánguidos y hastiados los que han ganado la guerra? No, ellos quieren regresar a su hogares adonde no llegarán como militares victoriosos si no como extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y se convertirá, poco a poco, en carne de vencidos. Se amalgamarán con quienes han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el estigma de sus rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al vencedor real, que venció al ejército enemigo y al propio…” (pág. 36).

Lo que destaca, sin embargo, es que entre estos vencidos hay mucha dignidad. Son anti héroes dispuestos a sacrificar hasta sus vidas para mantener en alto su honor. Es aquí, quizás, en donde pierde algo de objetividad: los vencidos republicanos son gente siempre honesta, limpia, orgullosa. Estos anti héroes son intachables, capaces de grandes hazañas y  generoso desprendimiento. No es falta de credibilidad lo que señalo, porque los personajes funcionan, es la acumulación de bondades en un bando lo que resta objetividad al conjunto.

Pero quizás lo más importante que se percibe en esta lectura es el absurdo de la guerra. Quienes pelean lo hacen sin convicciones, sin ideología, sin coraje. Eugenio Paz, por ejemplo, es un personaje que odiaba a su tío por abusar de su madre, “Cuando estalló la guerra esperó a que su tío tomara partido para tomar él el contrario. Fue así como proclamó su fidelidad a la República.” Pero este joven, una vez que se mete, se convierte en un asesino “llevándose por delante a todos los que se encontraban a su paso”. La guerra es un error en sí misma, convierte a los hombres en criminales, los hace malas persona aunque ni siquiera sepan por qué o por quién luchan. Igual se corrompen..

PERSONAJES:

Poco importa, en estas historias, la identidad personal de los personajes. Ellos son ejemplos de los vencidos, y funcionan más como símbolos que como individuos concretos: el padre de 18 años viudo y con un bebé, el que se agazapa detrás de una puerta para no ser fusilado, la mujer que resiste a la tragedia por la familia, el combatiente que logra sobrevivir, etc. No interesa ni cómo se llaman, representan situaciones particulares no caracteres concretos.

Sin embargo algunas descripciones que hace Méndez son excelentes, nos da poca información pero el efecto es contundente:

“Era albino y grueso, cualidades éstas que suelen ser contradictorias pero que en este caso coincidían para dar el teniente Alonso cierto aspecto de muñeco de nieve”. (pág. 62-63).

En las descripciones se privilegia el aspecto interior del personaje, lo físico sirve para reflejar el alma, se tiñe de subjetividad:

“Su extremada delgadez, la nuez que saltaba asustada cada vez que tragaba saliva y un abatimiento que enarcaba sus espaldas hasta hacer de él algo convexo, le habían convertido en una cicatriz de hombre incapaz ya de fija la mirada sin sentir náuseas”. (pág. 61).

Un buen ejemplo es la presentación que hace de la mujer del coronel Eymar, en donde los rasgos físicos sirven para vestir su estado anímico:

“Severa, prematuramente encanecida y sin la ternura de las madres, enlutada y triste, parecía un remedo del dolor posando para alguien que retratara la venganza. Y, sin embargo, la ansiedad de su mirada, la indiferencia por todo lo que distrajera la memoria de su hijo, la perversidad con que buscaba la mentira, la convertían en algo muy parecido a una madre destrozada”. (pág. 75).

LENGUAJE:

Jorge Herralde, el editor de Alberto Méndez, dijo: “Hay dolor, pero la belleza formal del texto lo narcotiza”. Es verdad, el resultado del trabajo literario de Méndez es muy estético. Uno se deleita leyendo estas páginas: el ritmo de las frases es envolvente, el sonido del lenguaje es bello y el vocabulario muy rico, las imágenes que crea nos sorprenden. Se percibe un trabajo serio y silencioso para encontrar la palabra precisa, el efecto deseado, la armonía del conjunto.

También encontramos experimentación, como en este párrafo que recuerda al Cortázar de Rayuela pero sin el tono provocador e irónico del escritor argentino. N Méndez hay una dosis de dulzura y melancolía:

“… Sigo vivo. El lenguaje de mis sueños es cada vez más asequible. Hablo de amortecía cuando quiero demostrar afecto y suavumbre es la rara cualidad de los que me hablan con ternura. Colinura, desperpecho, soñaltivo, alticovar son palabras que utilizan las gentes de mis sueños para hablarme de paisajes añorados y de lugares que están más allá de las barreras. Llaman quezbel a todo lo que tañe y lobisidio al ulular del viento. Dicen fragonantía para hablar del ruido del agua en los arroyos. Me gusta hablar con ese idioma”. (pág. 94).

Pero el lenguaje versátil sirve también para expresar humor. No todo es tristeza en estas historias:

“Juan solía definir a los participantes en estos seminarios, dados en voz baja pero con la complicidad de una secta, como los cadáveres informados”. (pág. 79).

Para hablar de la censura que había en la cárcel:

-¿A quién escribes? –preguntó el muchacho de las liendres-. ¿A tu hermano?

-Hacia mi hermano, que no es lo mismo.

-¡Qué raro hablas! No me extraña que quieran fusilarte. (pág. 84).

O como una manera de evadir la realidad con optimismo:

“Cuando Juan le preguntó al muchacho si pensaba que comulgar cambiaría su destino, le contestó que a lo mejor sí, pero sobre todo la oblea era algo de alimento y el siempre tenía mucha hambre”. (pág. 93).

Es una pena que sea la única obra de este escritor tardío. La publicó en febrero del 2004 con 63 años y murió unos meses después. En diciembre del 2005 se le concedió el premio Nacional de Narrativa.

Las citas son de la décima edición de Anagrama, febrero del 2006.