La Presa

Kenzaburo Oé

Autor: Kenzaburo Oé

Novela breve por excelencia, La Presa es un relato crudo modelado con belleza por Kenzaburo Oé, escritor japonés que recibió el Premio Nobel en 1994.

La historia se desarrolla en una aldea perdida del Japón, una historia dura narrada con un lenguaje lírico, preciso y delicado al mismo tiempo. Por estos atributos del lenguaje la lectura se convierte en una experiencia rica que produce sentimientos contradictorios: el lector pasa bruscamente de la ternura de los hermanos a la rudeza bobina de los campesinos, quienes se mueven en la aldea como las comadrejas que cazan. Y viceversa.

Las descripciones del paisaje recuerdan cuadros impresionistas en donde irrumpe una música que acompaña, también impresionista, como una pieza de Debussy. La belleza del exterior contrasta con la pobreza de la aldea, poco atractiva en su decadencia, carente de todo más allá de una plaza y un puente derruido por la lluvia. El vaivén es constante entre estos dos polos: la naturaleza explosiva y vibrante se enfrenta a la creación humana que resulta tosca, torpemente rudimentaria.

UN MUNDO DE SENSACIONES

Las imágenes sensoriales son muy potentes. La pluma de Oé dibuja el escenario con gran variedad de pinceladas cromáticas, diversidad de olores y complejidad de sonidos, haciendo gala de un amplio registro literario.

El nivel auditivo es determinante, nos recuerda que los oídos de los aldeanos se encuentran siempre alertas, como buenos cazadores, recibiendo mensajes constantemente, porque ésta era:

«… una aldea que no soportaba sin esfuerzo el silencio». (pág. 38).

La riqueza sensorial tiene una función en la historia: los personajes viven en contacto con la naturaleza y perciben el mundo por esa vía: un sonido anuncia algo y exige una respuesta. En esto se asemejan a los animales. La aparición del avión se describe como un objeto que sorprende por el ruido que hace:

«A una velocidad fabulosa e inimaginable, un enorme avión cruza nuestra franja de cielo. Por un breve instante nos inundan oleadas de ruido. Atrapados en aquel estruendo como insectos caídos en aceite, somos incapaces del más mínimo movimiento.» (pág. 26).

Y, luego, cuando los hermanos intentan recuperar la visión del avión, lo que verdaderamente añoran es escuchar su sonido:

«… mi hermano y yo contemplábamos el cielo oscuro por los intersticios de las tablas desunidas de la puerta, como si esperáramos oír de nuevo el zumbido del avión…» (pág. 29).

Lo que se oye se registra y produce efectos en quien lo oye, estos aldeanos tienen sus propios códigos. Son receptivos como esponjas, atentos al mundo que los rodea, hasta el estado anímico depende de lo que el oído percibe:

«El ruido de nuestros pies sobre las piedras engendraba un miedo que nos perseguía.» (Pág. 42).

Otro momento en donde captamos claramente esta percepción particular de las cosas, es cuando lo hieren al niño: él no acusa el dolor del golpe, curiosamente lo que registra es su ruido:

«En la bodega sonó un grito, y oí el ruido del golpe que me partía la mano izquierda a la vez que el cráneo del soldado negro.» (pág. 102).

Lo mismo sucede con el olor, elemento muy importante en La Presa. La novela comienza con el olor a muerto de la mujer que queman en el crematorio:

«Me parecía seguir conservando en la nariz el olor del cadáver…» (pág. 22).

Y la novela termina con el olor a muerto del soldado negro impregnándolo todo. Con esta sensación en la punta de la nariz, regresamos al escenario inicial, los olores de la aldea son los mismos, aunque los muertos sean diferentes:

«… el olor del cadáver reinaba tenazmente en todas partes.» (pág. 112).

Ese cadáver que cuando era cuerpo, el cuerpo del soldado negro, también olía de una manera particular, descrita minuciosamente, casi como si fuera un olor subjetivo que produce en el niño angustia existencial:

«Y después estaba también el olor de su cuerpo, que lo impregnaba todo como un veneno corrosivo, imperioso y persistente como una nausea que te sube de repente a la garganta, un olor que me encendía los pómulos, que me llenaba de sensaciones semejantes a ramalazos de locura…» (pág. 60-1).

Lo visual también tiene gran importancia y mucha presencia. Son éstas las imágenes más bellas, desbordantes en su colorido y textura. Veamos un ejemplo:

«Cuando salimos de la sombra de los cedros al camino que rodeaba los matorrales, la niebla acababa de disiparse y ya era de día. Sacudí de mi camisa y mi pantalón las gotas de agua que lo perlaban con el mismo cuidado que si se hubiera tratado de semillas erizadas de púas. El cielo despejado era de un azul agresivo. A lo lejos se sucedían montañas y más montañas, tenían el color cobrizo del mineral que solíamos recoger en una mina abandonada del valle; su oleaje azul como la noche. Un trozo de mar auténtico asomaba deslumbrante bajo el sol blanco e incandescente.» (pág. 47-8).

EL MUNDO DE LA INFANCIA

La novela está narrada por un un adulto que recuerda una experiencia de su niñez, por lo tanto el punto de vista le pertenece a un niño. Durante la primera parte, antes de convertirse en el rehén del soldado, este suele aparecer en escena acompañado siempre por su hermano menor. La frase «mi hermano y yo» es constante, como si formaran una unidad indivisible, o como si la identidad de ellos fuera compartida. Esto cambiará cuando pierda la inocencia.

La figura del padre es un poco lejana porque le cuesta demostrar sus afectos, pero está presente y los guía. La ternura entre los hermanos es conmovedora, el hermano mayor intenta reemplazar a la madre ausente, ambos se comportan como un par de cachorritos:

«Mi hermano dormía a pierna suelta, echado en nuestro catre. Lo cogí del hombro y sacudiéndole para despertarle, noté en mi palma la fragilidad de su osamenta. Al contacto de mi mano ardiente sobre su piel desnuda, sus músculos se contrajeron ligeramente, pero al punto abrió los ojos, en los que no había ninguna señal de cansancio ni miedo.» (pág. 54).

Cuando aparece el soldado en la aldea, la irrupción de lo desconocido transforma la vida de todos, la presa tiene algo de ángel y demonio. Para los niños es lo más cercano a un dios. Como nunca habían visto a un hombre de raza negra, lo consideran un personaje maravilloso, un ser extraordinario y debido al desconcierto le atribuyen un aspecto sagrado.

Los mayores, sin embargo, son menos benevolentes y lo encierran, están en guerra y el negro es el enemigo, pero pronto se cansarán de cuidarlo y se lo encargarán a los niños. La fascinación que la presa produce en ellos queda reflejada en las descripciones más intensas y sensuales del texto:

«… abrió sus labios como de caucho, descubrió dos perfectas hileras de dientes fuertes y deslumbrantes, cada uno en un sitio exacto igual a las piezas de una máquina, y ví como la leche caía en las profundidades rosadas y relucientes de su amplia garganta. La nuez del negro cloqueaba como un desagüe cuando chocan en él el agua y el aire. Por las dos comisuras de la boca, que daba la penosa sensación de ser una fruta demasiado madura estrangulada por un cordel, la leche grasienta se desbordaba, bajaba a lo largo del cuello, mojaba la camisa abierta, caía por el pecho y se inmovilizaba en la piel pegajosa con reflejos oscuros en forma de gotas viscosas como la resina que temblequeaban. Descubrí, en medio de la emoción que me resecaba los labios, que la leche de cabra era un líquido extraordinariamente hermoso.» (pág. 59)

Lo novedoso causa estupor, pero también maravilla. El no saber cómo catalogarlo, si como hombre o como animal, mantiene en tensión a los críos, sus cuerpos vibran. El ojo toma notas, el corazón procesa el miedo, la cabeza lo transforma y saca conclusiones.

La primera observación valiosa es cuando el negro orina, ante la evidencia confirman que es un ser con vida, sea animal o humana. La segunda cuando come, la tercera cuando defeca:

«…¿qué daño podría hacernos, si le quitábamos las cadenas? Sólo era «un animal negro».» Pág. 75).

Pero el día en que el soldado les sonríe y luego con gestos se comunica, confirman que es un hombre. Chupatintas, agradecido por el arreglo de su pierna ortopédica, fuma con él, lo trata como un igual. A partir de ese momento, la presa puede circular al aire libre. Los adultos lo premian por su buen comportamiento y lo integran a la vida de la aldea:

«… nadie, pequeño o mayor, se asustaba ya de encontrarle echando una cabezadita en la plaza, a la sombra de un árbol, o paseando lentamente por la calle. Al igual que los perros, los niños y los árboles, ahora formaba parte de la vida de la aldea.» (pág. 83).

Al caer del cielo, el americano se convierte en un referente nuevo, el más respetado por los niños. Si no hubiera probado la comida, lo hubieran tomado como una humillación, la comida de los aldeanos hubiera sido calificada de indigna por él. Y cuando come lo hace con una «poderosa masticación», convierte la leche en «un líquido extraordinariamente hermoso», orina «interminablemente», y además «tenía un miembro increíblemente soberbio, imponente, heroico y grandioso». Es tal el poder que le atribuyen, que los hermanos subliman la opinión que tienen de su padre porque el soldado celebra su trabajo:

«… y el soldado negro , fascinado por la red de marcas rojizas, que sugería un mapa de ferrocarriles, ponía cara de admiración, mi hermano y yo nos derretíamos de orgullo por tener un padre dotado de semejante maestría.» (pág. 84).

La situación cambia violentamente cuando el soldado se siente en peligro, temiendo lo peor se transforma en animal salvaje y utiliza al niño de escudo. En el rescate, el pequeño queda herido, en realidad lo hiere su padre, quien también mata al negro.

La experiencia destroza sus ilusiones. Por un lado el negro lo traiciona, ¿cómo pudo su amigo secuestrarlo y tomarlo de rehén?, y por el otro su padre lo expone y le hace daño. El mundo se derrumba en un instante, se encuentra solo y deduce que las personas mayores son malas y los niños tontos:

«Yo ya no formaba parte de la comunidad infantil: ésta era la idea, surgida como una revelación, que ahora me invadía. Las sangrientas batallas con Morro de Liebre, la caza de pajaritos en las noches de luna, los descensos en trineo, los cachorros salvajes, todo eso era bueno para los niños. Pero esa clase de relaciones con el mundo ya no tenía nada que ver conmigo.» (pág. 110).

Hay un cambio de roles que es el origen del desconcierto: la presa se convierte en cazador, el amigo en rehén, el padre en verdugo. Este niño era el encargado de cuidar al soldado y asumía la responsabilidad como una tarea sagrada, su labor era casi un sacerdocio. Tenía la exclusividad de su cercanía, era su cómplice, lo alimentaba y se ocupaba de trasportar sus desperdicios. En un primer momento se alegró secretamente porque su cama estaba justo encima del prisionero, como si su cama fuera entonces un altar, un lugar sagrado desde donde podría sentir la respiración de la presa. Cuando el negro lo ataca, el niño- sacerdote se convierte en su víctima. De pronto ese niño que veía cómo al negro le castañeteaban los dientes, comienza a sentir que a él también le castañetean los dientes. él, que cómo vigía observaba al negro que «se sentaba a horcajadas sobre el barrilete», se encuentra a sí mismo buscando el barrilete para sentarse a horcajadas con el mismo fin. Hay una metamorfosis involuntaria, las piezas han cambiado de lugar en el tablero. Y por primera vez el niño siente la terrible humillación que debió sentir el negro al ser contemplado por los otros haciendo sus necesidades:

«Notaba la extraordinaria debilidad y vulnerabilidad de mis nalgas blancas puestas al desnudo; tenía incluso la impresión que mi humillación, que bajaba por mi garganta hasta la mucosa interior del estómago pasando por el esófago, lo embadurnaba todo de negro…» (pág. 98)

El niño, que estaba fuera del contexto de la guerra, no entiende lo que sucede, sólo se siente abandonado por las personas que más quería, a excepción de su hermano. Dura lección que lo ha convertido en adulto de la noche a la mañana. La Presa es una novela de aprendizaje, la vida le enseña al niño a ubicarse, y con amargura, a desconfiar.

LA GUERRA

La aldea está al margen de la guerra porque se encuentra aislada del mundo. Cuando en vez de bombas, cae del avión un negro americano, la guerra les muestra su mejor cara. Excitados, nerviosos, los aldeanos festejan la novedad y a los niños les alegra la vida. Hay una temporada de tregua, en donde se conocen y se aceptan mutuamente después de haberse olido como perros en una primera etapa de reconocimiento. Pero el negro se encarga de recordarles la guerra cuando se siente en peligro, es un soldado caído en territorio enemigo y no podrá olvidar la razón de su presencia en ese país extranjero.

Finalmente estalla la guerra en la aldea y deja un saldo imprevisto: un herido y dos muertos; primero el negro, luego Chupatintas que se mata jugando con los restos del avión. Al principio de la novela la muerte no había sido un tema importante para el niño: iban al crematorio a jugar, como quien va al campo o al río. Al final de la novela, en cambio, sabrá perfectamente que se trata de algo brutal, porque la muerte lo ha rozado:

«Pero ¿quién hubiera imaginado jamás que aquella guerra tuviera que llegar hasta nuestra aldea? Sin embargo, lo había hecho para destrozar mi mano y mis dedos, para emborrachar a mi padre de ardor combativo y llevarlo a blandir su podadera. Así, de golpe, nuestra aldea se veía envuelta en la guerra; y yo, en medio de aquel tumulto, ya no podía respirar.» (pág. 112).

Darse cuenta de estas cosas, lo convierte en un adulto. Pierde la inocencia cuando se desilusiona de la gente que merecía su confianza. Que su padre haya arriesgado su vida, que lo haya expuesto, es demasiado para él. Se siente solo y abandonado: los adultos no son de fiar, con los niños ya no hay complicidad. Madurar era eso: la búsqueda solitaria de una persona independiente que no necesita de un grupo para escudarse. Por lo tanto asume las consecuencias de su libertad.

EL CAMPO Y LA CIUDAD

El espejo en donde se miran los aldeanos es la ciudad, y cuando acuden a ella se sienten inferiores. El niño protagonista confiesa:

«En «la ciudad» hasta los árboles eran, al igual que los críos, antipáticos e insidiosos.» (pág. 53).

Las diferencias son abismales entre los dos grupos, por eso cuando los campesinos buscan un punto de referencia, lo buscan entre los animales, como si éstos fueran sus iguales. La cantidad de imágenes literarias que provienen del mundo animal en La Presa es francamente sorprendente. Algunos ejemplos:

«Con los trajes de vuelo hinchados y constelados de flores pegajosas, debían de parecer ardillas gordas a reventar antes de la hibernación.» (pág. 36).

«La piel de nuestros cuerpos temblaba de excitación con movimientos nerviosos y convulsivos, igual que los órganos de una perra en celo.» (pág. 45).

«Su cuello era fresco y delicado como el de un pájaro.» (pág. 53).

«Toda la sangre se me agolpó de repente en las orejas, y me puse colorado como la cresta de un gallo.» (pág. 57).

«… a horcajadas sobre el barrilete en la posición poco más o menos de un perro practicando la cópula.» (pág. 73).

«… contemplamos su mirada de simpatía, sonriéndole como le sonreíamos a las cabras o a los perros de caza.» (pág. 80).

«… las hojas, llenas de agua, habían aumentado de peso y de volumen como polluelos.» (pág. 90- 91).

«Estaba solo, tan abandonado como una comadreja pillada en una trampa.» (pág. 97).

Los textos han sido tomados de la edición de Anagrama, 1994. Traducción de Yoonah Kim, con la colaboración de Joaquín Jordá.