Esta herida llena de peces

Lorena Salazar Masso

Lorena Salazar, joven narradora colombiana (Medellín 1991) nos sorprende con Esta herida llena de peces, su primera novela, escrita con delicadeza y mucha intuición. Deduzco que por edad no ha sido madre todavía, puedo equivocarme pero tampoco importa: hay algo auténtico en su relato, suena a una historia de primera mano, sentida desde dentro, rumiada día a día. Celebro la naturalidad para expresar sentimientos, una desnudez que no parece provocada, ni buscada ni trabajada, reflejo más bien de una actitud narrativa que le da a su obra una frescura inusual. Alejada de excesos, sin rozar jamás con la cursilería ni recurriendo al sentimentalismo o cualquier otro truco literario fácil, la colombiana nos mantiene en vilo por tanto amor, tanto respeto y tanta maldita violencia. Así de simple, así de verdadero.

Leí hace poco que Esta herida llena de peces fue su trabajo de fin de curso en un Master de Narrativa. Terminada en plena pandemia, el artículo en Internet decía que sus profesores insistieron en la urgencia de publicar, tarea complicada en aquellos tiempos de confinamientos y miedo. Los lectores agradecemos que la Editorial Tránsito la sacara a la luz en el 2021. 

Hay cuatro temas que me gustaría analizar: la maternidad vivida de diferentes maneras, el espíritu solidario de una comunidad acostumbrada a asumir carencias y dolor mezclados con el aire que respira, la violencia política que impone las balas y destroza los sueños, y el río y la selva como escenario que derrocha sensualidad.

LA MATERNIDAD

La madre adoptiva no tiene nombre, solo la conocemos por má, sílaba cariñosa que usa el niño para referirse a ella. La armonía con que esta chica maneja su drama personal resulta conmovedor. Acude al llamado de la madre biológica, asumiendo el riesgo que significa perder al niño. La comprensión de la realidad se impone a sus deseos, dispuesta a perder todo si fuera necesario por el bien de los otros. Blanca en un mundo de negros, desentona en un grupo en donde parece una extranjera sólo por el color se su piel. 

Cuando nos enteramos por qué Gina, la madre biológica, ha pedido ver a su hijo después de haber estado ausente tanto tiempo, comenzamos a comprender la tragedia del lugar: sus otros tres hijos han muerto, uno por enfermedad y falta de recursos para combatirla, los otros dos por la guerrilla. Frente a este relato, la solidaridad de la madre adoptiva es total: compartamos al niño. Ambas lo necesitamos. Y ambas podemos contribuir a su crecimiento. 

Convertirse en madre sin haber parido, sólo por la responsabilidad de cuidar a un bebé y sacarlo adelante, ¿es motivo suficiente para asumir la maternidad y entregarse por completo a ella?. Esta es la actitud de la madre adoptiva: centra su vida en el hijo que le cayó del cielo. Sin embargo no es capaz de desoír el llamado de Gina, cuando ella reaparece, aún sin conocer las razones ni la situación tan extrema que la otra vive. La lealtad a la ley natural prima sobre los sentimientos: ¿el niño pertenece a la mujer que le dio la vida, o a la mujer que cuidándolo lo mantuvo vivo? Esta es la gran pregunta que plantea en Esta herida llena de peces. Si hubiera qué elegir, ¿quién tendría más derecho? ¿Alguien se atreve a responder? 

La madre adoptiva se convierte en una madre modélica guiada por los sentimientos que el niño despierta en ella. Y un sentido de responsabilidad a prueba de balas. Derrocha sensatez, y al mismo tiempo, se derrite de amor. Necesita querer a alguien para sobrevivir.

Gina tampoco exige nada, valora el buen hacer y la generosidad de la joven que la ha reemplazado. En ambas mujeres se percibe respeto al otro, reconocimiento al esfuerzo, como si fueran rasgos comunes de la cultura de estos pueblos ribereños, alejados de las grandes ciudades. Sin embargo, y esto merece un aplauso, no aparece un componente ideológico en esta novela que nos indique una postura a favor de estos valores, ni un planteamiento que intentara priorizar una posición frente a la otra. 

El conflicto desaparece al final: no hay hijo para disputar ni madre biológica que pudiera ser una amenaza a la madre adoptiva.  Sólo quedan dolor y lágrimas.

EL ESPÍRITU SOLIDARIO

En la travesía surgen conversaciones entre algunos pasajeros. Tanto que la protagonista termina contando cosas de su vida a Carmen Emilia, a quien no conocía antes de embarcar, simplemente por la necesidad de desahogarse. Y Carmen Emilia, comprensiva, consiente y acompaña. Hay algunas escenas entrañables, por ejemplo cuando la mujer negra  peina el pelo ralo y rubio de la blanca y le hace trenzas, o cuando Amable, el ayudante de la conductora, recurre a un sanador para que alivia su tobillo dañado.

Estamos en un mundo sin prisas. Un grupo de gente se desplaza en una precaria embarcación con un plan previsto, pero los imprevistos van modificando los itinerarios. De pronto se detienen en un pueblo donde un incendio ha destruido varias casas, deciden desembarcar y ayudar en las tareas que hacen falta. Los del pueblo incendiado ofrecen alojamiento y comida a los que llegan, comparten lo poco que tienen.

Más adelante se enferma una pasajera, se trata de un aborto. Desembarcan en otro pueblo para tratar de curar sus heridas. No es posible ayudarla, el bebé y la chica mueren. El grupo al completo participa del ritual de la muerte, cuidan hasta del más mínimo detalle, acompañando a la hermana de la fallecida que era otra de las pasajeras. Centrarse en eso es más importante que retomar el viaje. Las necesidades de los otros se imponen al grupo como ley natural. En esta parada también ayudan a Cleo a montar una azotea (especie de jardinera, creo entender) para plantar sus hierbas y que le sirva de huerto.

“En las comunidades ribereñas , primo, vecino, compadre, hermanito: son familia. Siempre hay alguien llegando o partiendo a otro pueblo a través del río. Y el pescado se comparte”, (pág. 54).

Cuando irrumpe la violencia, todos intentan proteger y protegerse: el colegio la iglesia, la casa de las monjas, serán los lugares pensados para evitar las balas, aunque luego resulta que no eran seguros. Pero ante la agresión, surge un movimiento contrario de ayuda a los más vulnerables. Desgraciadamente el hijo de las dos mujeres no sobrevive a este ataque, Gina también muere. Es un final tremendo, un aterrizaje en la realidad cruel y absurda de un país convulso.

LA VIOLENCIA POLÍTICA

En Cien años de soledad, García Márquez nos recuerda la violencia política que agitó Colombia desde finales del siglo XIX, la eterna lucha entre los liberales y los conservadores. Años más adelante, todos recordamos la guerra de guerrillas y el narcotráfico. No hay tregua en este país latinoamericano, la violencia y la muerte marcan el paso de su historia, sembrando caos y dolor en un pueblo que no se merece  esta explosión de sangre.

El final de Esta herida llena de peces es brutal porque muere el ser más indefenso que es el niño. Su asesinato genera una reacción en el lector, rabia e impotencia ante un hecho injusto. En el caso de Gina es aún más dramático: es su cuarto hijo muerto. Una sucesión innecesaria de angustia y pérdida.

En esta historia no sabemos quiénes son los asesinos, no interesa identificarlos, ni enterarse de sus reclamos. Ellos han tomado las armas para llevar a cabo una absurda misión, sin respetar el sentir del resto de la gente. El dolor que causan es imperdonable.

EL PAISAJE

El relato está localizado en la costa del Pacífico colombiano, zona húmeda y caliente. Paisaje de selva, pueblos pequeños y muy pobres. La prosa de Lorena Salazar resalta la belleza: el colorido es intenso, los olorosos poderosos, el sabor de sus frutas atractivo; en realidad, una fiesta de los sentidos tiene lugar en este recorrido por el río Atrato. 

Veamos algunos ejemplos:

“El Atrato huele a pescado en sal, naranja y madera mojada” (pág. 12).

“Cruzan el río a remo, de pie, firmes y serenos; enfundados en sus pantalones naranja, verde limón, azul cielo”. pág. 13).

“… una mujer negra como el cacao, se mueve bajo un vestido verde con bordados indígenas…” (pág. 13).

El ojo de la narrador percibe la riqueza del color y se detiene en los matices:

“… En este patio hay verde cilantro, verde cebolla, verde albahaca, verde toronjil, verde hierba mala, verde quemado, verde palmera, verde hoja de plátano y verde plátano, verde asoleado, verde llantén, verde sauco para quitar el guayabo, verde amaranto, verde para los caballos, verde hoja de papaya, verde que pica, verde gusano, verde mata-ratón, verde eucalipto, verde musgo que abraza los árboles llenos de hojas verdes.” (pág. 107-8).

“Desde abajo, la iglesia es de un color sin nombre. Puede ser curuba en leche, o rosa envejecido, o jarabe para la tos o cuaderno gastado. Es vela de iglesia. O mejor: hojaldre azucarado. Me levanto y le pregunto al niño de qué color la ve. Sin dudar dice: “barriga de perro callejero.” (pág. 132).

A pesar de la dureza del viaje, el recorrido está plagado de imágenes estéticas que generan un sabio balance, producido, casi siempre por la explosiva naturaleza. La luz, el calor, el agua del río, la vegetación, los pájaros y los peces, contribuyen a resaltar el poderío del escenario. Algunos ejemplos:

“Caminamos sobre un puente de madera cercado por troncos musgosos, hojas cordadas –las más grandes que he visto-, epífitas, ramos de hojas que parecen la corona de una piña: nacen en el troco de los árboles y viven allí como un castillo al borde de un acantilado. Todas las plantas de esta selva se unen para que nazca una orquídea, bombillos de color entre tanto verde”. (pág. 62).

Otras veces, la sensualidad está en el lenguaje, las palabras elegidas (vale la pena leerlas en voz alta) suenan como música:

“Dice Rubiela. Jacinta. Ester. No sé de donde saca los nombres , no conocemos a nadie que se llame así. Continúa: Fulgencio. Catalina. Andy Rocío. Angosto. Augusto, corrijo. Dice que no, que Angosto. Y Runi. Bomberto. Ismelda. Jonsefo. Vintor. Amalina. Cirueldo.” (pág. 29).

Me atrevo a decir que la sonoridad de la prosa de Lorena Salazar es su mejor cualidad. Basta con el nombre de los pueblos que menciona para crear esta sensación rítmica: Quibdó, Beté, Tutunendo, Tagachí, Murindo, Acandí, Condoto, Unguía. 

Ritmo, eso que el niño negro lleva en la sangre:

“La requinta llama y el bombo responde, el niño se mueve poseído por el ritmo, se revuelca en la cama, resbala entre las sábanas, cae firme y abre la puerta por donde se cuela como una lombriz. Desaparece. Aparece. Me hace señas para que lo acompañe y no puedo negarme, me arrastro hasta la puerta como La Llorona. El niño baila y se sacude, parece que lleva un tambor por dentro. Va atravesando el corredor mientras los pasajeros de la canoa y los habitantes de la casa se paran a la entrada de sus cuartos, le acompañan con las palmas, le gritan que qué sabor, le hacen coro. Las cincuentonas salen de la cocina con el cucharón en la mano, meneando las caderas. El niño levanta las manos pidiendo más, no sé cuando aprendió a bailar así.” (pág. 104).

Esa es la imagen del niño que queremos guardar. 

Los textos han sido tomados de la edición de la Editorial Tránsito, 2021.