Nada se opone a la noche

Delphine de Vigan

No es la primera vez que leo con interés una novela autobiográfica en donde la autora desvela su vida y la de su familia sin utilizar la distancia que proporciona la ficción; tampoco se escuda tras el muro que levanta el pudor ayudando a maquillar el dolor de lo vivido para transformarlo en algo nuevo y distinto. Estoy pensando en El castillo de cristal de la norteamericana Jeanette Walls, potente texto que nos enfrenta a un matrimonio de locos y, en consecuencia, a la vida excesiva que les ofrecen a sus hijos, quizá porque no conocen otra manera de vivir. En Nada se opone a la noche, Delphine de Vigan, narradora francesa, ofrece un testimonio desgarrador en donde expone, sin tapujos, la devastación que la enfermedad mental imprime a la madre y a las hijas. En ambos novelas, la patología de los progenitores queda expuesta como un cáncer que corroe y destruye, pero en ambas se percibe también, los fuertes vínculos afectivos entre los padres y sus descendientes, sentimientos que rescatan unas vidas atormentadas y destructivas y las dosifican en el recuerdo. El amor es, para de Vigan y Walls, el vehículo que rehabilita, no porque excuse las acciones que marcaron a los hijos, sino porque rescata el lado humano y positivo que los padres ofrecieron a los suyos. Es interesante constatar que los sentimientos también son formativos, aunque falte el sentido común y la cordura, como si el amor fuera el agua necesaria para que la planta se desarrolle. De esa manera crecen, ¡tanto y tan bien!, que la cosecha se traduce en dos escritoras sensibles, atrevidas, y lúcidas cuyas novelas son un regalo para el lector.

Nada se opone a la noche está dividida en tres partes, obedeciendo cada una de ellas al momento particular en que se encuentra la narradora en el largo y difícil proceso de acercarse a Lucile, su madre muerta, para reconstruir su vida. Este proceso será una auténtica catarsis para la hija, que se dedica a la tarea como una profesional:

«… Posiblemente tenía ganas de rendir homenaje a Lucile, regalarle un ataúd de papel -pues me parece el más hermoso de todos- y el destino de un personaje. Pero también sé que a través de la escritura busco el origen de su sufrimiento, como si existiese un momento preciso en el que el núcleo de su persona hubiese sido mellado en forma definitiva e irreparable, y no puedo ignorar hasta que punto esta búsqueda, no contenta con ser difícil, es vana. A través de ese prisma he interrogado a sus hermanos -en los que el dolor, en ciertos casos, fue al menos tan visible como el de mi madre-, les he preguntado con la misma determinación, ávida de detalles, a la caza en cierto modo de una causa objetiva que se me escapa a medida que creo acercarme a ella. Así es como les he interrogado, sin plantear nunca esa pregunta a la que sin embargo me respondieron: ¿acaso el sufrimiento estaba ya allí?» (pág. 72-3).

La primera parte

La novela comienza por la escena final, cuando Delphine encuentra el cadáver de su madre, muerta hacía varios días, sola y desangrada. La escritora que habita en ella se da de bruces con un tema que se le impone. Obsesionada por el fin, decide enfrentarlo. El acercamiento a Lucile arranca con una vuelta al pasado de su madre, un pasado lejano del cual la hija no fue testigo pero que intuye como determinante.

El relato se centra, en esta primera parte,  en el aspecto luminosa de la familia, las excentricidades de los abuelos son percibidas como originalidades que imprimen una manera de ser al grupo: un padre carismático, buen conversador que se dedica al mundo de la comunicación, generoso al punto de adoptar a un niño siendo la familia numerosa, entregado sin reservas a Tom, el hijo menor que nace mongólico: un señor burgués que reina en su parcela al lado de su mujer, Lucile. Ella también es original, ama la maternidad sobre todas las cosas, dedica su vida a parir y a cuidar a sus bebés, se defiende del exceso de trabajo doméstico con unas siestas que parecen imposibles y se mantiene bella a pesar de los múltiples embarazos, su postura irradia satisfacción. De acuerdo a estas descripciones nos encontramos ante la imagen de la familia casi perfecta. O por lo menos, ante un grupo en donde la armonía y la solidaridad parecen ser las constantes:

«La calle Maubeuge es esa mezcla de despreocupación e inseguridad, de la que recordarían con nostalgia las comidas nutritivas preparadas con muy pocos recursos, los pañales lavados a mano, las sábanas amarillentas de mojar la cama, esa mesas abierta a los amigos de anoche o de siempre (allá por donde pasa, en cuanto entra en un estación o se detiene en un restaurante, Georges se cruza con gente a la que invita a cenar) esas discusiones tardías y esos proyectos impacientes. Entre ese desfile perpetuo, nos encontramos con los vecinos de abajo, con los vecinos de arriba, los amigos de aquí y de allá, algunas chicas au pair, periodistas en ciernes o consagrados, artistas de cabaret, el hermano peqeño de Georges, las hermanas y los cuñados de Liane…

…Cuando intento imaginármelos, me parece que mis abuelos forman una pareja a la vez extraña y evidente, cuya vitalidad y energía obligan al respeto. Liane clama a todo el que quiera escucharla que el matrimonio le ha brindado felicidad y libertad. Su alegría, su risa, su vitalidad, son irresistibles.

Georges venera a su mujer y multiplica sus ofrendas. A partir de un pequeño armario que aísla con corcho y placas de zinc, fabrica para ella una nevera gigante, que les permite descubrir las bondades del frío caser. Pero hay que abastecerla de hielo y vaciar la bandeja en donde se acumula el agua. Meses más tarde, Georges sucumbe a la tentación y firma un crédito para comprarle a Liane un frigorífico auténtico, y después adquiere una pequeña lavadora Hoover en la que el escurrido es todavía manual.

Liane nunca cuestiona las decisiones de George y cierra los ojos ante todo lo que podría interponerse al amor que siente por él.

Comparten, por razones diferentes una especie de fuga hacia delante, una forma de vida despreocupada, son los precursores de la burguesía bohemia.» (pág. 100, 101).

Sin embargo la armonía se resquebraja cuando suceden dos tragedias que ensombrecen la atmósfera familiar, hablamos de las pérdidas de dos hijos: Antonin en un accidente, y Jean-Marc en un juego sexual que termina por asfixiarlo. Ambas muertes, se trata de dos niños, enfrentan a los Poirier con el dolor, con la sensación de impotencia ante la adversidad, con el lado oscuro del mundo. Lucile, la más frágil de todos, parece la más dañada:

«Lucile era un muro de silencio en medio del ruido. A causa de ese aire triste que se adivinaba en su mirada, Barthélémy la había apodado Blue, o bien, los días de gran melancolia, Blue-Blue». (pág. 68).

Y George, el padre, acusa también el golpe de manera notable, como si tras la muerte de Antonin algo se hubiera roto por dentro:

«A veces era asediado por vahos de amargura, en el transcurso de una velada, de una conversación o de una película mala, y pronto aparecería formándose en su garganta una bola de cólera que no dejaría de crecer.» (pág. 52).

Sin embargo, a pesar de estos datos, la imagen de la familia feliz es la que se cultiva y se exporta hacia afuera, es la que prevalece como modélica: así lo exponen en un documental de televisión, aunque el guión haya sido impuesto e irritara a más de uno, y omitiendo, en este mito familiar fabricado, el desencanto del padre en relación al desarrollo de sus hijas (a la luz de lo que se descubre después, podemos estar hablando de celos):

«A Georges tampoco le gustaban ciertos chillidos de Lisbeth, su alegría ruidos, su preocupación por los trapitos. Al igual que no soportaba el tiempo que Lucile pasaba fuera sin precisar lugar ni compañía, sus pantalones ajustados, sus labios maquillados, su forma de levantar la vista al cielo, sus silencios reprobadores. Desde que sus hijos habían empezado a salir por la noche y a prepararse durante horas, desde que tenían relaciones con otros jóvenes, cuyos nombres circulaban alrededor de la mesa y a horas tardías, desde que habían empezado a ser invitados en uno y otro lado, Georges se había sentido directamente golpeado por su alejamiento. Todo eso, en el fondo, no era más que traición.» (pág. 136).

La segunda parte

Aquí hay un cambio de foco, en esta segunda parte Lucile destaca en un primer plano, la narración se centra en ella: el matrimonio con Gabriel que significó su independencia y terminó en fracaso, los amores que siguieron, su lucha por salir adelante con dos hijas, sus trabajos, sus amantes, la confesión respecto al abuso sexual que sufrió por parte de su padre, la locura, la separación de las hijas, la medicación que la atonta, la situación económica, los excesos con la bebida, los internamientos, y un si fin de sufrimientos que son parte del calvario de su enfermedad.

A estas alturas del relato, queda muy poco de la familia feliz. Sin embargo, algo que parece notable a pesar de las dificultades, es la solidaridad de los Poirier, siempre habrá alguien que acuda en los momentos de crisis, las tías maternas se harán presentes cuando se les necesite y la casa familiar se mantendrá como el centro de reunión que acoge a todos. Liane, es el eje que soporta a hijos y nietos, nunca sabremos si fue consciente de los abusos de su marido: ¿consentía con su silencio, o su candidez le impedía ver la realidad y proteger a sus hijas? Delphine no logra desentrañar la postura de su abuela en este oscuro entramado, y yo intuyo que Liane no vio lo que no quería ver, sólo constató la decadencia de Georges quien murió alcoholizado.

En esta reconstrucción de la vida de Lucile, encontramos silencios voluntarios, situaciones o momentos en los cuales la narradora prefiere no entrar, es el caso del matrimonio de sus padres. Delphine no aporta información del conflicto, pero sí nos ofrece una conclusión contundente:

«Esos años fueron para Lucile una época de gran soledad (lo decía a menudo), y contribuyeron a la destrucción de su persona (eso lo escribo yo). El encuentro entre Lucile y Gabriel sigue siendo a mis ojos en encuentro entre dos grandes sufrimientos, y contrariamente a la ley matemática que dice que la multiplicación de dos números negativos tiene como resultado un número positivo, de ese encuentro surgió la violencia y la angustia.» (pág. 160).

Lo crucial en el desarrollo del personaje protagonista es que, a pesar del desasosiego que la habita, Lucile es una chica que trabaja, que se esfuerza, que derrocha actividad, que se estrella con sus límites, que intenta salir adelante. Dos personas cercanas a ella -un antiguo amante (Neils) y su hermano Milo- se suicidan, minando su resistencia. A través del relato de su hija, seremos testigos de como una mujer con miedo, angustiada, vulnerable, indefensa, va perdiendo el norte. Finalmente, tras una crisis, hace esta brutal declaración:

«… mi padre me acechaba, me da un somnífero y me mete en su cama.
Me violó mientras dormía, yo tenía dieciséis años, lo he dicho.» (pág. 202).

La noticia, que es una bomba arrojada a la cara de todos, no produce reacción en la familia, ni confirman ni desmienten, nadie toma partido, hecho que debe ser frecuente en situaciones similares: los involucrados eligen el silencio porque la vergüenza les impide hablar. Hablar es otorgarle realidad al hecho, hacerlo evidente, si no se habla sobre el tema se baraja la posibilidad de que en efecto no haya sido así, o que habiendo sucedido, el hecho no fuera tan malo.

El abuso sexual del padre en Nada se opone a la noche no puede ser probado, quien acusa es una mujer inestable, su testimonio no es de fiar, el silencio de la familia no hace más que enterrarlo. Pero para Delphine es importante saber si aquello fue el detonante que precipitó la locura de su madre, su interés no se limita a censurar al abuelo, intenta descubrir la raíz del dolor y el desconcierto de Lucile.

Delphine recoge otros testimonios que ponen en evidencia a Georges, comportamientos que lo involucran en actos deshonestos: Justine, Camille, Manon. Pero, aparentemente, ninguna de estas versiones resulta condenatoria. Ante la dificultad de obtener un punto de vista objetivo, la narradora toma una decisión y concluye:

«No lo sabremos nunca. Tenemos, unos y otros, nuestras propias convicciones, o bien no las tenemos. Quizá eso es lo más difícil, no haber podido odiar nunca a Georges, no haberlo podido absolver tampoco. Lucile nos dejó esa duda en herencia, y la duda es un veneno.

Meses después de la redacción de ese texto, y del silencio que acompañará a su difusión, Lucile fue internada por primera vez. La coordinación es a la escritura lo que el montaje a la imagen. Tal y como escribo estas frases, tal y como las yuxtapongo, ofrezco mi verdad. Sólo me pertenece a mí.» (pág. 215).

Está claro que la Lucile de Dephine fue una víctima de su padre. En esta segunda parte estamos en el núcleo de la novela, se palpa el desconcierto de las niñas y la precariedad de la madre, tres mujeres aterrorizadas por el embate de la enfermedad, sufriendo y aguantando la locura, no sabiendo qué hacer para detenerla. La escena de la crisis que desemboca en el primer internamiento no puede dejar a nadie indiferente, el desequilibrio de la madre y el sometimiento de la niña son alarmantes, duele leerlo. Hay que tener valor para sobrevivir a una escena que protagoniza la madre trastornada, y mucho respeto para salir airosa después de escribir algo así.

Como sucede en todas las familias, las hermanas se relacionan de manera distinta con la madre. La mayor, Delphine, reacciona como si fuera su consciencia: la enfrenta y la cuestiona, se aleja de ella porque se siente desbordada, busca un espacio más sano para vivir y por eso toma distancia. Manon, la pequeña, es su sombra: la acompaña, la apoya, la secunda para que se sienta menos sola; y así de paso se siente menos sola ella también. La pequeña parece más fuerte. Delphine necesitará escribir la novela para reencontrarse con su madre y rescatar su imagen, necesita exculparla y exculparse. Una madre como Lucile ha sido una carga muy pesada para ella, la anorexia de Delphine será una huella visible de la angustia acumulada:

«Eran las once de la mañana, la calle continuaba latiendo como si nada hubiese pasado, nada se había detenido, ni las entregas, ni el ruido de los cláxones, ni el olor a fritura que escapaba de los tenderetes, ni el parpadeo de los anuncios. Nada salvo nuestra vida.
Ese jueves de invierno Violette nos recogió como si fuéramos dos paquetes abollados. Tenía veinticinco años.» (pág. 227).

Los tratamientos suavizan el comportamiento de Lucile, pero le restan fuerzas físicas. La hija es testigo del deterioro de su madre y lo expresa con dolor:

«Nos marchamos hacia la boca del metro. Lucile cogió la mano de manon, caminaba delante de mí, yo la observaba por detrás, lo endeble, frágil y rota que parecía. Se volvió hacia mí, me sonrió.
Lucile se había convertido en una cosita desmenuzable, recompuesta, remendada, en realidad irreparable.
De todas las imágenes que conservo de mi madre, ésta es seguramente la más dolorosa.» (pág. 245).

La tercera parte

En la parte final se narra la lucha sin cuartel que despliega Lucile para librarse de su destino. Conmueve comprobar como una mujer golpeada por la enfermedad sigue aspirando a ser independiente: a tener un ingreso, una casa, una vida amorosa. Cuánta energía, cuánta fuerza, cuánto pundonor, me quedo impresionada. Lo que caracteriza a Lucile es que ella no se percibe como víctima. Son pocos los casos que conozco de gente que, sufriendo trastornos anímicos y/o mentales, se empeña, contra todo pronóstico, en salir adelante. Lucile no ceja porque no se siente una víctima; decide estudiar una profesión y obtiene, con mucha dificultad, el título de asistente social. Delphine, testigo de su energía, recoge una serie de imágenes de su madre, muy bellas por cierto, que certifican este recorrido:

«Luego, poco a poco, con precaución, Lucile extendió su margen de maniobra y su perímetro de acción.
Lucile se apasionó por las plantas, realizó injertos, cuidó brotes, vistió sus ventanas de follajes exuberantes y flores en cascada.
Lucile llevó de nuevo vestidos, volvió a la peluquería.
Lucile volvió a ver a sus amigos, a salir con ellos.
Lucile compró lápiz de labios, con los que pintaba su boca varias veces al día y que ya no abandonaron nunca más su bolso.
Lucile volvió a llevar tacones.
Lucile volvió a recorrer París con o sin nosotros.
Lucile volvió a leer y escribir.
Lucile tomó el sol en el quicio de su ventana.
Lucile se arregló los dientes.
Lucile se roció de Miss Dior.
Lucile contó cuentos, anécdotas, chistes, emitió juicios mordaces.
Lucile se rió a carcajadas.
Lucile se fue con Manon a casa de unos amigos en Dorset…
… Lucile se enamoró de un farmacéutico de su barrio al que intentó seducir sin éxito.
Lucile compartió varios meses de su vida con Edgar, el acuarelista, al que intentó sacar del alcohol, sin mayor éxito, pero por quien conservaría, hasta el final, un profundo afecto… (pág. 302-3).

Pero la recuperación del personaje sufre una nueva agresión: a Lucile le diagnostican un cáncer de pulmón, se somete a una cirugía, recibe quimioterapia, pierde su trabajo, y le llega la jubilación. Como si el mundo exterior se hubiera levantado en contra de ella, a los sesenta años la mujer está extenuada y presiente su fin. En estas circunstancias, aparece un hecho determinante en su biografía: muere Liane. La partida de su madre precipita la suya. El suicidio ha rondado su vida desde siempre, hermano, amigo y amante la han precedido, ahora le toca a ella retirarse. La carta que deja a sus hijas es un texto escrito con sencillez, resuma autenticidad, la redacción es cotidiana y directa sin artificio literario porque son las palabras de Lucile:

«Mis queridas hijas:
Ha llegado el momento. Estoy en las últimas y condenada, Los escáneres están bien pero también hay que escuchar al cuerpo. Nunca confieso a nadie todos mis males. Digo unos a los unos y los otros a otros diferentes.
Estoy muy cansada. Mi vida es difícil y no puede hacer más que deteriorarse.
Desde que tomé esta decisión me siento serena, a pesar de que tengo miedo del pasaje.
Sois las dos personas que más he amado en este mundo y lo he hecho lo mejor posible, creedme.
Dad un abrazo a vuestros hermosos hijos.
Lucile»
(pág 362).

La narradora llega a buen puerto cuando publica esta carta, la reconciliación con su madre es evidente, no hay que buscar más allá de lo que queda escrito: el cáncer terminó con su vida.

En Nada se opone a la noche, de Vigan reconstruye a una mujer sorprendente: sólida, a pesar de su fragilidad, atractiva a pesar de su inestabilidad; la valentía y la sinceridad que la definen convierten a Lucile en un personaje inolvidable.

Aspecto formal

El lenguaje fluye con naturalidad acercándose, de esta manera, al ámbito doméstico y cotidiano. A veces parece incluso chato por la ausencia de adornos, las frases son limpias y directas. Sin embargo, se nota un giro en el uso del lenguaje cuando la narradora reflexiona sobre su trabajo literario y su búsqueda. Son éstos los párrafos más elaborados, la mirada toma cierta distancia del día a día y adquiere un tono más lírico e intimista.

También es notable el cambio de ritmo de la prosa conforme se despliega la enfermedad de Lucile. Cuando la locura se instala en la vida de la madre y sus hijas, la narración avanza con paso trepidante, la ansiedad de Lucile contagia y se percibe desbocada, amenazante.

Para apreciar estos cambios de ritmo y lenguaje, podemos comparar la primera escena de la novela -el hallazgo del cadáver- con la escena, casi al final, cuando vuelve a recordar a su madre en la misma circunstancia, momento en el cual la narración se muerde la cola y regresa al puto de partida.

En la primera escena, la del inicio, Delphine se queda fuera, suspendida. Para descubrir lo que encuentra se apoya en los datos físicos, el color, por ejemplo:

 «Mi madre estaba azul pálido mezclado con ceniza, las manos extrañamente más oscuras que el rostro, cuando la encontré en su casa esa mañana de enero. Las manos como manchadas de tinta en los nudillos de las falanges». (pág. 13).

Hasta su reacción ante el drama que tiene frente a sus ojos está contado desde lo físico y lo externo, utiliza palabras como «pulmones», («el grito que salió de mis pulmones, como tras varios minutos de apnea»), «cerebro», «cuerpo» y por último un «olor» que ella no puede interpretar como lo que es: olor a muerte. Está claro que en ese momento de su vida, Delphine no consigue penetrar en el mundo de su madre, necesitará de la escritura para conseguirlo.

Por eso cuando llega al final de su relato, reproducirá la misma escena pero de manera distinta, después del largo recorrido literario Delphine se involucra y se entrega: habla de su terror, de su impotencia, de su rabia, del deseo de huir, de las lágrimas y del desfallecimiento: los sentimientos irrumpen liberados, finalmente, gracias a la catarsis producida por la palabra.

 

 

 

Los textos han sido tomados de la edición de Anagrama, traducción de Juan Carlos Durán.