Autor: Alfredo Bryce Echenique
Cuando Fernando Iwasaki me pidió que preparara una ponencia para las jornadas de literatura peruana en Huelva, decidí elegir a un clásico, uno de aquellos escritores de esa época gloriosa que fue el boom. Pensé en Un mundo para Julius, novela publicada por Alfredo Bryce Echenique en 1970, obra y autor que en España siempre tuvieron una calurosa acogida. Recuerdo cuando llegué a vivir a Madrid en el año 88, el cariño con que la gente se refería a Bryce y cuánto caló su prosa. La gente hablaba del «tonito» de Bryce, de la Lima de Susan, de la mirada del niño Julius. Y los españoles reían con el humor y la ternura que emana de cada línea, acercándose, de esa manera, a una realidad no tan lejana.
Digo esto, porque cuando me disponía a releerlo, tuve miedo de encontrarme con un mundo que se hubiera evaporado, o que hubiera cambiado en exceso al punto de parecer ridículo, una mera caricatura. Desgraciadamente no es así. En los últimos años Lima ha progresado mucho, sí, ha crecido la clase media que en Un mundo para Julius parecía inexistente, pero todavía tenemos tremendas diferencias sociales y económicas, y el contacto de los extremos de la escala social es mínimo. Pero no sólo en Lima pasa eso. Hace unos meses, oí por la radio una entrevista a una noble española, muy presente en los medios de comunicación. Y, francamente, me quedé pasmada. Absolutamente convencida de que su sentir era universal , le decía al entrevistador estas palabras: «Los pobres no saben los problemas que tenemos los ricos». En ese momento decidí sintonizar y me quedé escuchando: «me despierto y me llaman de mi casa de Ibiza para decirme que el cocinero chino no ha ido a trabajar. Luego me avisan que la institutriz de los niños en el piso de París está de baja médica por una posible operación. Y para colmo, me llaman de Suiza para confirmar que la piscina del chalet necesita reparación urgente. Bueno, yo tengo que resolver todos estos problemas y…» Ahora yo estaba de piedra. No podía creer lo que estaba escuchando. Para mí «problemas» eran un hijo enfermo y no tener dinero para comprar la medicación, una madre muerta y no poder enterrarla por falta de medios, una grave enfermedad, un desamor, una quiebra. Esta señora no estaba lejos de Juan Lucas. No me refiero al hecho de tener dinero, si no al no querer mirar más allá del mundo que los rodea. Una terrible falta de sensibilidad les impide salir de su caparazón y conectar con el resto de la humanidad: y ojo, esto de la noble señora sucedía en España, hoy. No estábamos en el tercer mundo. La fatídica entrevista constató que sigue existiendo una clase social muy alta, muy encopetada, que se mira el ombligo. Quizá si Juan Lucas y Susan, vivieran hoy, habrían cambiado algunos detalles de su vida -los barrios de sus casas y las marcas de sus coches, por ejemplo- pero en esencia serían los mismos personajes frívolos a quienes Bryce expone y cuestiona.
Lo que se ha señalado siempre como el logro más importante en Un mundo para Julius es el manejo del lenguaje, ese chorro verbal que Bryce lanza con total libertad, utilizando a un narrador que no aparece en la novela pero que lo sentimos instalado como una mosca en la oreja de todos los personajes, un narrador que sabe lo que sucede, lo que piensan y lo que sienten, lo que espera cada uno… y luego, sin avisar, de manera intempestiva, salta de la tercera a la segunda persona del singular con ese «tú» que se dirige a Julius, o al lector en algunos casos, o algún otro personaje, provocando unos giros inesperados en el discurso que avanza sin tropiezos, aumentando su caudal, sus perspectivas, sin detenerse, como una marea que llega a todos los rincones. Esa fluidez, ese tono, ese ritmo, eso que se llama la oralidad, es quizá lo más celebrado en esta novela. Y con razón. La fluidez maravillosa de Bryce, que en novelas posteriores se convertirá en un discurso más neurótico, reiterativo y algo caótico, no por eso menos interesante, en Un mundo para Julius atrapa y envuelve. Y no sólo el lenguaje, el personaje del niño Julius tiene mucho que ver con esa magia, el narrador siente gran ternura por él, se contagia del afecto desbordante de ese niño, niño que será la conciencia que cuestiona el comportamiento de su familia y de su clase.
Pero a mí me gustaría resaltar otra faceta de esta novela, un aspecto que me parece igualmente logrado: el lenguaje corporal de los personajes.
Curiosamente, casi no hay diálogos en Un mundo para Julius, escuchamos poco las voces de los personajes, es el narrador omnisciente quien se encarga de contarnos cómo se expresan, qué cosas señalan, qué palabras usan. Y al mismo tiempo es el mismo narrador quien nos dice cuáles son los gestos que los acompañan, las poses que son sus refugios, la manera cómo manejan sus cuerpos en las diferentes circunstancias de sus vidas. Ese lenguaje corporal los define tanto como sus palabras: Susan que se sube y se baja el mechón, Julius parado con los talones juntos, Juan Lucas copa en mano, etc.
A pesar de ser características físicas, éstas nos dicen mucho del mundo interior de los personajes. Con un sólo trazo Bryce transmite el ánimo que los anima, el dolor que esconden, la timidez que los limita, la euforia del momento y de esa manera, los tenemos delante de nosotros, enteritos, desnudos, conmovedores. Calatitos, como diría Bryce. Veamos algunos ejemplos:
La presentación de Julius:
«… permanecía inmóvil, con las orejotas como alfajores-voladores, las manos pegaditas al cuerpo, los tacos juntos, pero las puntas de los pies bien separadas como un soldado distraído en atención.»
La pose refleja timidez, por lo tanto su deseo de corrección, su excesiva docilidad y buena disposición ante los adultos. Es un niño que no quiere llamar la atención, pero si lo hace su postura refleja el deseo de que lo pillen en buena actitud, totalmente entregado. Cuando muere Cinthia, su hermana, expresará su dolor y su desconcierto ante la pérdida con un gesto: bizqueando. Es un gesto que lo delata, el mismo que hizo Cinthia cuando murió su mama Bertha. Extrema sensibilidad, dice el médico al examinar los ojos.
La presentación de Susan como pareja de Juan Lucas:
«… Susan sintió el peso del freno tibio en el cuello, reaccionó con un gesto igual al del león de la Metro, abrió tensa la boca pero mientras recorría el camino del gesto hacia el hombro de Juan Lucas, fue descubriendo que su cuello se acomodaba perfecto en la curva tenaz, deliciosa de la mano; recibió una copa, pasando el otro brazo por la espalda de Juan Lucas, inclinando la cabeza, casi escondiéndola baja el mechón rubio que se derrumbaba interrumpiendo precioso la perfección oscura, para la ocasión, que vestía Juan Lucas. Cerró la boca en una sonrisa. Nadie notó la brevedad de su gesto. Y ella, al sentir que abandonaban su nuca, estuvo a punto de repetir el gesto, casi vuelve a girar el cuello hacia el otro lado, pero tuvo miedo de no encontrarse en la mano, de exigir demasiado…» (pág. 92-3)
El narrador se detiene en la pareja como si la estuviera filmando en un delicado primer plano y ellos ejecutaran movimientos de ballet: la complicidad de los cuerpos no deja dudas respecto a la calidad del encuentro, ni a su naturaleza: hay voluptuosidad, por un lado, y algo de regodeo narcisista por el otro, la consciencia de saberse bellos y el placer de ser contemplados. Este baile también nos revela la superficialidad de los dos: son el gesto y poco más.
Porque el manejo del mechón define a Susan, como si su alma se encontrara entre los dedos y el pelo, y luego se manifestara en la risa de placer con que ella misma se festeja:
«Tenía esa manera maravillosa de llevarse hacia atrás el mechón rubio que le caía sobre la frente; reía, entonces el mechón se derrumbaba suavemente sobre su rostro y todos enmudecían mientras echaba la cabeza hacia atrás , ayudándose apenas con la mano, la punta de los dedos; los hombres se llevaban las copas a los labios cuando dejaba el mechón en su lugar, la conversación se reanudaba hasta la próxima risa.» (pág. 104).
La imagen opuesta al mechón rubio de Susan, que sería el clímax del glamour, es la de Arminda, la humilde lavandera, con sus sudores incontrolables y su melena negra, imagen de la pobreza:
«… nuevamente convertida en su resumen, en la mujer que plancha con el rostro oculto entre mechas largas y negras y nada más. » (p´g. 260).
Otro personaje que nos interesa es Juan Lastarria, casado con la prima Susan horrible, el típico arribista que aspira a un mundo para el cual carece de condiciones, adquiere, con esfuerzo y dedicación, un gesto característico cuya intención es otorgarle altura, obsequiarle unos pocos centímetros para disminuir las distancias entre los «grandes» y él:
«… Lastarria casi se tira de cabeza al vestíbulo del palacio. Se contuvo y dejar pasar primero a su esposa, horrible. Y ahora venía Susan dejándose el mechón rubio en su sitio y besaba linda a su prima, mientras él se inflaba a más no poder, sacaba pechito y se inclinaba para dar el beso en la mano y Susan soportaba.» (pág. 105-6).
Juan Lucas es tan vano como Susan, se contempla para constatar que su belleza sigue ahí, intacta, poderosa, admirable, su gran capital:
«Juan Lucas se peinó poco antes de afeitarse; no resistía sino lo perfecto en el espejo y ahora, mientras se afeitaba, iba instalándose en el día al sentir la firmeza de su brazo varonil deslizando hacia arriba y hacia abajo la navaja de afeitar. Iba retirando la crema blanca, espumosa, de su cara bronceada y se iba identificando con la finura de sus colonias…» (pág. 116).
Este personaje, que aparece casi siempre bebiendo: «copa de cognac en mano», es el gran corruptor de la familia. No tiene valores, ni principios más allá de hacer dinero y jugar al golf, por lo tanto introduce una nueva mentalidad que Bobby y Santiago asumen encantados, el único que la cuestiona es Julius. La mediocridad del golfista lo convierte en una caricatura de sí mismo, es tan poquita cosa, tan limitado, ni siquiera parece capaz de hacer el bien, cuando lo fuerzan a ello, él tiene que estropear el significado de su gesto, banalizándolo:
«… introdujo el billete más grande en la canasta, hubiera querido metérselo en la boca al padrecito que lo miraba agradecido y seguía con su música amando a los fieles ricos y pobres. Tres chicas le sonrieron a Juan Lucas y él les sonrió con una miradota que las atravesó y las dejó llenitas de esperanzas para el domingo próximo…» (pág. 203).
En realidad, en Un mundo para Julius, lo físico se presenta como la mejor opción para revelar el mundo interior, como si el cuerpo fuera el espejo más fiel de lo que sucede dentro. Veamos otro ejemplo: la costurera que arregla los uniformes a los niños responde a esta descripción-comentario:
«No se le cayó ni un alfiler de la boca. Julius se quedó cojudo, mirándola mientras seguía habla que te habla con la boca llenecita de alfileres y nada, no se le caía ni uno, como si estuvieran incrustados en las encías.» (pág. 114).
Sonreímos, pero no es un párrafo cómico. ¡Cuánto dicen estas palabras del buen hacer de la costurera, refuerza la dignidad con que realiza su trabajo y la eficiencia que demuestra al dominar todos los detalles! Es por eso que impresiona a Julius, a él le parece una máquina, un robot, un ser de otra galaxia.
Otro personaje que nos interesa es el amigo español que los invita al almuerzo antes de la corrida de toros, quien también está definido por sus gestos. Bryce aprovecha para mezclar en él su exceso de peso, su mestizaje cultural, su gracia natural y su talento como oferente exitoso, metido en su bien ganado papel de líder de la tarde taurina:
«Y batía como loco bañándose en sudor, dale que te dale, batidora en mano porque odiaba lo eléctrico, y le gustaba sentirse barman jugando a las maracas, suenan trozos de hielo en la batidora de plata y el gordo entendido y epicúreo se siente transportado a las Bahamas… les preparaba esos pisco-sauers, sin perder nunca ese rítmico andar, esos pon- pon- pon- pon criollos y acompasados, el gordo parece que cogiera ese ritmo de varonil gordura y de carajo a flor de boca, parece que lo cogiera tras de largos y ocultos esfuerzos matinales. » (pág. 206- 207).
El contraste social y económico se hace patente en la calle, camino a la plaza de toros. Julius y su familia estaban dentro del coche, pero de pronto irrumpe la ciudad dentro del vehículo, el caos del tráfico los expone y aproxima al pueblo. Julius queda impresionado al ver al negrito irrespetuoso y al tullido, pero lo que registra se resume en dos gestos, la escena es visual:
«Julius miraba espantado, sacando la cabeza orejona por la ventana, súbitamente ocultándola porque un negrito de quince años introducía la cara con la bemba casi hasta donde estaba Susan y hacía reventar dentro del Mercedes el globo de su chicle, o porque un manco introducía el muñón en cuyo extremo llevaba prendidos los billetes de la lotería y les anunciaba millones que ya tenían para mañana por la mañana.» (pág. 211).
Otra puesta en escena fantástica es la visita a la obra de la casa. El trabajo de los obreros fascina a Julius como si estuviera en un circo o en un teatro, sus ropas parecen disfraces; sus bromas, un guión; su trabajo, malabarismo:
«Mientras tanto los obreros continuaban pujando para subir, descansando a la mitad del camino, acomodándose bien la lata en el hombro y lanzándose a la segunda mitad de la ascensión. Se encontraban en pleno andamio con otro que bajaba vacío y le cedía el paso, pero como eran bien bromistas muchas veces se daban codazos o se metían la mano al culo, haciendo tambalearse al que subía. Todo era motivo de granputeadas y/o mentadas de madre, más otras lisuras que Julius iba aprendiendo sin lograr calificar de malvada a esa gente. Los veía pujar semidesnudos, gritarse nombres increíbles, apodos que no existían en su colegio… Todos subían y bajaban y aprovechaban el momento en el que el encargado de la máquina les estaba llenando sus latas, para correr a beberse unos tragos de cerveza y a veces también a meter la cabeza inmunda, generalmente cubierta con gorros en punta, de papel de periódico, en un inmenso barril lleno de agua inmunda.» (pág. 219).
La consciencia del niño que observa el mundo -un mundo distinto al de su casa, novedoso y atractivo por su vitalidad pero reñido con la estética familiar- lo alerta sobre las diferencias, la pluralidad, las clases sociales, la pobreza, la falta de educación, las costumbres de los grupos, etc. Julius comienza a intuir, lentamente, la falta de moralidad de sus padres y de su clase al querer ignorarlos, censurarlos, o despreciarlos por haber tenido menos oportunidades. Esto se hace aún más evidente cuando los observa comer, la experiencia lo deja perplejo:
«De atados más pequeños sacaban cucharas de lata y panes que los albañiles recibían en silencio; luego se sentaban en alguna piedra , formaban un círculo y clavaban la cuchara en la masa de comida, extrayendo un primer bocado grasoso y enorme que introducían rápidamente en sus bocas: llevaban la cara hacia el plato y no la cuchara hacia la boca, como Julius había aprendido desde chico. Desgarraban el pan con los dientes amarillos y formaban un enorme bocado que masticaban hablando y riendo y gritándole a los que aún no habían parado y seguían pujando con sus latas, rumbo al techo. Ahí, masticando, fue que le empezaron a hablar y Julius, cojudísimo y loco por ser íntimo amigo de todos, amigo al extremo de decirles así no se mastica, empezó a responder a sus preguntas.» (pág. 220).
Para evidenciar el aprendizaje de Julius, vuelvo deliberadamente dentro de la casa de la familia impoluta, y les recuerdo los gestos entre marido y mujer, Juan Lucas y Susan, esa armonía aparente de medios expresivos a los cuales Julius está acostumbrado:
«… empezarían sentándose cada uno con su copa, diciéndose chin chin al brindar y abriendo la revista una vez abrazados.» (pág. 230).
«Susan le había pedido que la acompañara, pero él toció tres veces, se arregló el nudo de la corbata y dejó bien establecido que eso no era para él.» (pág. 233).
Es verdad que dentro de la casa están los sirvientes y Julius se encuentra cerca de ellos. Por lo tanto es justo decir que el niño maneja los dos códigos: el de su familia y el de los empleados domésticos. Sin embargo, a pesar de la cercanía afectiva, no se identifica con la cultura popular, al contrario: mantiene una distancia frente a ellos y asume el punto de vista de su familia cuando los observa y los juzga:
«… Nilda ya no lloraba pero tenía un ataque de hipo. Nuevamente participaba Julius en conversaciones en que los sirvientes se hablan de usted y se dicen cosas raras, extrañas mezclas de Cantinflas y Lope de Vega, y son grotescos en su burda imitación de los señores, ridículos en su seriedad, absurdos en su filosofía, falsos en sus modales y terriblemente sinceros en su deseo de ser algo más que un hombre que sirve una mesa y en todo.» (pág. 237).
Algo parecido sucede con los mozos del restaurante. Como ellos realizan una actividad servil emulan los modelos de la gente rica y lo hacen de manera tan exagerada que no hay naturalidad en sus movimientos, por lo tanto para Julius no son dignos de atención. A él le atraían los albañiles que le dieron una dosis de mundo, no estos señores que juegan a ser unos caballeros ingleses de segunda:
«… le tocaba al maitre hacer notar que no había captado nada: retiró las copas de vino con influencia francesa y muy buen sueldo, y se alejó patinando entre las mesas; más allá se reunió con otro maitre, juntos dibujaron un arabesco, patinando ahora sobre un solo pie y se deslizaron sonrientes, inclinados y con la pierna izquierda extendida hacia atrás, hasta llegar a la mesa en que el Premier había terminado ya su gelatina y quería marcharse.» (pág. 310).
Mientras tanto, los chicos como Julius se reúnen en el Country, y «fuman» de manera compulsiva, sí, ellos son fumadores, por lo tanto, con ese gesto demuestran que han dejado de ser niños, y el más listo de todos «fuma hasta cuando besa» (pág. 255), lo cual lo convierte en un PHD en la materia. El lenguaje corporal de los adolescentes cambia, acentúan su hombría, se vuelven agresivos en sus movimientos, creen ser capaces de perturbar la paz femenina con su sola presencia:
«‘Puta de mierda’, dijo Luque, poniéndose de pie y arreglándose por ambos lados de la cabeza, con las palmas de las manos, la peinada. ‘Puta de mierda’, dijo Carlos, poniéndose de pie y acomodándose los testículos delante de todo el Country Club.» (pág. 332).
La actividad de los chicos alrededor de la piscina es poco más que circense, arriesgaban sus vidas con tal de captar la mirada de una chica. Bryce exagera los detalles de los movimientos que realizan porque esos gestos son parte del ritual de seducción. No basta con tirarse del trampolín, hay que lucirse, como lo hacía Bobby, quien tenía desplante y técnica:
«… salía acrobáticamente por el borde, se acomodaba la ropa de baño, dejando el ombligo al aire, y trotaba hasta la escalera del trampolín; subía, se aseguraba disimuladamente que ella lo estuviese mirando, partía la carrera, la tía Susana nunca lo hubiera dejado, y al llegar a la punta del tablón empezaba a volar, transformándose primero en gaviota, luego en avión en picada al mar, después era como una llanta pero al último instante se estiraba ágilmente y penetraba en la superficie del agua sin salpicar.» (pág. 145).
En la fiesta de la casa de cristal, el código social de las sonrisas que maneja el dueño de casa es un manual del buen manejo de un solo gesto y sus múltiples posibilidades:
«… les sonreía eso sí, y por orden de méritos: tres cuartos de sonrisa al del consorcio, mueca-sonrisa al pesquero solamente, venia-sonrisa-mueca al hacendado-miembro del consorcio-y-pesquero, le tocó el brazo al arquitecto, se le cerró un ojo al ver a Lastarria, neurastenia para Lalo Bello que se ahogaba en una silla, y por fin sonrisa total con los dos ojos abiertos porque ya iba llegando a donde Susan, entre distraída, traviesa y nadie sabrá si tristísima, hacía equilibrio sobre el borde del piso, ahí en donde el patio se transformaba en jardín.» (pág. 296).
En esta fiesta aparece la sueca, el primer desliz público de Juan Lucas. Por su lenguaje corporal, es una nueva Susan, menos sofisticada, más moderna, más informal, pero tiene un manejo casi profesional de sus atributos:
«… fumaba tranquilísima rodeada por los chicos de Altamira. Uno de ellos también fumaba, tosía y se reía echándole el humo en la cara, y la sueca se protegía arrojándose la caballera rubia sobre el rostro, se quedaba largo rato así, nadie captaba cuando abría como un hueco entre sus mechas y por ahí miraba a Juan Lucas, que aún no la había visto.» (pág. 285-6).
Se podría hacer una gran lista de los movimientos físicos y/o puestas en escena que se suceden en Un mundo para Julius. Hay de todo, el muestreo sería muy variado, la riqueza incalculable. Pero antes de terminar, me gustaría señalar dos casos: el cocinero homosexual que lleva Juan Lucas a la casa nueva quien queda fascinado por el golfista:
«Abraham se pegó una ondulada general, flambeó como si un cosquilleo eléctrico lo hubiera recorrido de pies a cabeza… Abraham volvió a ondularse pero se enderezó inmediatamente. Se quedó tieso y obedientísimo, a las órdenes del señor, como si esas palabras lo hubieran castigado en el colegio. Tres segundos debió permanecer en esa postura, luego su cuerpo solito comenzó a prepararse para otra ondulada, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Se le notaba en algo que hacía con el brazo, el brazo derecho como que se le iba encogiendo a golpecitos…» (pág. 380).
Y, para terminar, el gesto de Cano, el chico pobre del colegio, quien dejará marcado a Julius para siempre. Parece que Julius es el único que se da cuenta de la incomodidad de Cano, de sus problemas, de sus limitaciones, de su pena y de su rabia por ser distinto y desentonar. Humillado por la monja quien no tiene la sensibilidad para comprender la situación de Cano el día de la colecta, Julius detecta la señal del dolor, señal que verá una y otra vez en la cara de su compañero:
«… aquel gesto extraño y triste. Quitó los ojos para un lado y luego, bajando la cara hasta apoyar la barbilla sobre el pecho, junto a un hombro, la refregó a lo ancho de su camisa, llevándose en el camino la corbata hasta su otro hombro.» (pág 386).
Julius integra en su vida el dolor como algo real, algo tan real como el amor que él siente por su madre. El gesto de Cano y el gesto de Susan manipulando su mechón, coexisten como las dos caras del mismo mundo: Un mundo para Julius.
Los textos han sido tomados de la edición de bolsillo de Plaza & Janés Editores.