Temporada de Huracanes

Fernanda Melchor

Sórdida y dura, Temporada de Huracanes, de la narradora mexicana Fernanda Melchor (Veracruz, México 1982) es una novela escrita con las tripas y algo más. Ese algo más es la fuerza del lenguaje que nos impulsa hacia adelante sin posibilidad de tomar aire ni aliento, no hay tregua ni misericordia para el lector. La velocidad de la prosa nos deja perplejos: el huracán del título es la propia narrativa de Melchor, la fluidez de su prosa arrolla como una marea, quizá la misma marea turbia que lleva la cabeza de la Bruja hasta el lugar en donde encalla. Y ahí comienza el drama, con una cabeza destrozada, putrefacta, mancillada.

CAPÍTULO I

La novela está dividida en 7 capítulos. En el primero, muy breve pero compacto, tenemos a un narrador en tercera persona que nos introduce al mundo de La Matosa. Soberbio inicio,  el ritmo de los chicos en el río arrastra al lector, seduce la algarabía que montan en un juego tribal que no imaginan con final trágico, y a pesar de que el tema introductorio es la muerte de La Bruja, la vivacidad de los muchachos aporta una energía particular que luego ya no se sentirá en el ambiente: una vez que estemos instalados en el pueblo, todo apestará a decadencia y abandono. El clima general será de apatía, nadie parece tener planes, proyectos o deseos de hacer cosas para salir de la miseria; sólo sueños endebles pero sin voluntad de cambio.. Pero estos chicos improvisan un juego en el río, ajenos al sentir general:

“…El resto de la tropa lo seguía en calzoncillos, los cuatro calzados en botines de fango, los cuatro cargando por turnos el balde de piedras menudas que aquella misma mañana sacaron del río; los cuatro ceñudos y fieros y tan dispuestos a inmolarse que ni siquiera el más pequeño de ellos se hubiera atrevido a confesar que sentía miedo, al avanzar con sigilo a la saga de sus compañeros, la liga de la resortera tensa en sus manos, el guijarro apretado en la badana de cuero, listo para descalabrar al primero que le saliera al paso si la señal de la emboscada se hacia presente, en el chillido del bienteveo, reclutado como vigía en los árboles a sus espaldas, o en el cascabeleo de las hojas al ser apartadas con violencia, o el zumbido de las piedras al partir el aire libre frente a sus caras, la brisa caliente, cargada de zopilotes etéreos contra el cielo casi blanco y de una peste que era peor que un puño de arena en la cara, un hedor que daban ganas de escupir para que no bajara a las tripas, que quitaba las ganas de seguir avanzando,” (pág. 11).

CAPÍTULO II:

Capítulo redondo, lleno de misterioso: el personaje de la Bruja hipnotiza, una rareza de mujer que vive con sus propias leyes, al margen del mundo que la rodea. Todo son rumores: si mató al marido, si mató a los hijos del marido, si se quedó con el dinero y las joyas… puras suposiciones. Porque en la realidad, ella vive de su trabajo de curandera, sin grandes lujos, en una casa vetusta y mal cuidada, sellada al público salvo por una puerta pequeña de acceso a la cocina. El personaje tiene resonancias de las brujas de los cuentos infantiles: se preparan pócimas, se conjuran entuertos, se aligeran traumas, siempre con una aureola satánica y oscura. Nadie entiende cómo resuelve las situaciones, pero le tienen fe y mucho miedo. También conocemos en este capítulo a su hija, personaje ambiguo, tétrico, maltratado y menospreciado por su madre pero llen de recursos: con el tiempo terminará gobernando la casa de la Bruja, administrando sus bienes, y heredando su lugar en el pueblo, incluso el nombre. En realidad, Fernanda Melchor consigue hacer de las dos mujeres, un solo personaje: la sucesión es natural, casi como un trasplante: muerta la madre, aunque el cadáver aparece sólo al final, arranca el protagonismo de la hija, quien ocupa su lugar. La suplante. Más adelante sabremos que la más joven aporta sus propias circunstancias, de momento, solo es una prolongación de su madre, la heredera natural que toma la posta:

“… supieron que la hija de la Bruja seguía viva, cosa rara porque hasta los engendros que de vez en cuando parían los animales, los chivos de cinco patas o los pollos de dos cabezas, se morían a los pocos días de abrir los ojos, y en cambio, la hija de la Bruja, la Chica, como empezaron a llamarla desde entonces , aquella criatura parida en el secreto y la vergüenza, se hacía más grande y más fuerte cada día que pasaba, y pronto fue capaz de llevar a cabo cualquier quehacer que la madre le enjaretara: cortar la leña y acarrear el agua del pozo, y caminar hasta el mercado de Villa, trece kilómetros y medio de ida y trece y medio de vuelta, con las bolsas del mercado y los huacales a cuesta, sin parar nunca a descansar un instante, mucho menos apartarse del camino o pajarear con las demás chamacas del pueblo, porque de todos modos ninguna se atrevía a hablarle, ninguna siquiera se reía de ella, de sus pelos crespos y enmarañados y sus vestidos  harapientos y sus enormes pies descalzos…” (pág. 18).

Pero la hija de la Bruja, se convierte en una suerte de altruista: siendo ella quien se ocupó de cobrar el trabajo de su madre, subir los precios y aceptar bienes a cambio de servicios, cuando toma las riendas del negocio y lo hace suyo decide ayudar a las mujeres y no cobrar nada. Y para colmo del desconcierto, es ella quien paga con dinero, alcohol y drogas a los hombres que se atreven a darle placer:

“… los muchachos que se fueron atreviendo, por ambición o adrenalina, por morbo o necesidad, a transar con la sombra que todas las noches los esperaba, temblorosa, lo más rápido posible para correr otra vez por la vereda, a través de la campiña hasta llegar a la carretera, de vuelta a la seguridad del Sarajuana, donde el dinero que la sombra te metía en el bolsillo cuando al fin se decidía a soltarte era consumido en cervezas templadas. Y ni siquiera tuve que verle la cara, presumía el patán en turno…” (pág. 29).

Una Bruja muy especial. Desconcertante y extraña. Luego nos enteramos que organizaba orgías, que tenía una especie de teatrillo en donde cantaba con luces, micrófono y maquillaje. El personaje se convierte en un ser turbio, incatalogable, sumido en la oscuridad de su casa sucia y llena de porquería. ¿Un trasvesti? 

Capítulo III

En este capítulo el narrador se centra en Yesenia, prima de Luismi, uno de los asesinos de la Bruja. El punto de vista le pertenece a ella, es a  través de Yesenia como conocemos la historia familiar de Luismi, otra historia de dolor e injusticia en donde llama sobre todo la atención el machismo imperante. Machismo que encarna la abuela, jefa del clan, mujer que adora a su hijo Maurilio a pesar de que él sólo causó problemas y no le dio ninguna satisfacción; esta misma adoración la hereda el hijo de Maurilio, Luismi, un drogadicto homosexual, que no hace nada por ganarse la vida, reverendo vago y finalmente un asesino, como su padre. Una vez más aparece el tema de la falta de educación, la ausencia de criterios lógicos y éticos para enfrentar los problemas que se presentan, permitiendo que los prejuicios dominen la toma de decisiones. La abuela encarga a Yesenia la crianza de sus primos, pero la chica no cuenta con el apoyo de la abuela, ni siquiera tiene su aprobación. Al contrario, ella será siempre la que reciba los castigos por las faltas cometidas por el primo mimado, la situación en esa familia es brutal y opresiva,  violenta y cruel:

“… las cosas que ella misma había visto con sus ojos aquella noche que siguió a su primo hasta la casa de la Bruja sin que este se diera cuenta; las cochinadas que la abuela no quiso creer cuando Yesenia la despertó para contarle, para que se diera cuenta de la clase de mierda que era su nieto, pero la abuela no había querido creerle; la abuela dijo que Yesenia se lo estaba inventando todo porque tenía la mente sucia y cochambrosa porque la que se escapaba de noche a hacer cochinadas era ella, y de los pelos la arrastró hasta la cocina y agarró las enormes tijeras de cortar el pollo y por un momento Yesenia pensó que su abuela le enterraría el filo en la garganta y cerró los ojos para no ver cómo su sangre salpicaría el piso de la cocina, pero entonces sintió el borde chirriante de las tijeras contra su cráneo y escuchó el crujido que hacían las hojas al cortar mechones enteros de su pelo, el cabello que ella tanto se cuidaba, la única cosa bonita que le gustaba de su cuerpo…” (pág. 54).

Por casualidad, y porque es vecina de la Bruja, Yesenia tiene acceso a información que permite que la policía sepa qué pasó la noche del crimen. Pero también es un acto de venganza: la chica delata a su primo para reivindicar su lugar al lado de la abuela. Hasta el final deseado se tuerce: la abuela no tiene ni un gesto de cariño hacia ella y muere por la tremenda impresión que le causa la noticia de la detención de Luismi, Yesenia se siente señalada como la delatora y cargará siempre con todas las culpas. Es una historia dura, sobre todo al final del capítulo cuando Yesenia intenta calmar el dolor de la abuela y recibe una última puñalada:

“Y supo también, mientras se hundía en los ojos cada vez más rabiosos de la vieja, que su abuela la odiaba con toda su alma y que en aquel mismo momento la estaba maldiciendo, y Yesenia, con un hilito de voz, quiso pedirle perdón y explicarle que todo había sido por su propio bien pero fue demasiado tarde: una vez más la abuela le había dado a Yesenia en donde más le dolía, y por eso se murió en aquel momento, temblando de odio entre los brazos de su nieta la más grande.” (pág. 59).

CAPÍTULO IV

En este capítulo, el punto de vista pertenece a Munra, la pareja de la madre de Luismi. Un accidente lo dejó cojo, recibió dinero como reparación y pudo comprar una camioneta. El hecho de tener un coche  lo convierte en la persona a quien todos los del pueblo acuden cuando necesitan desplazarse. Por eso, precisamente, resulta testigo del crimen: fue quien llevó a los asesinos a la casa de la Bruja -sin conocer el plan- y luego a estos con el cadáver, al río. Es un ocioso, vive de su pareja quien se dedica a la prostitución, lo único que le interesa es beber beber y beber, un hombre sin dignidad, sin luces ni empatía. 

Comienza el capítulo recordando el episodio de Norma –pareja de Luismi- después del aborto (buscaron a Munra para llevarla al hospital) y termina afirmando que fue él quien llevó a los asesinos de un lugar a otro. Cuando confiesa haber estado ahí, el lenguaje se vuelve policial, el tono cambia y el vocabulario también; aunque el narrador siga usando la tercera persona, el final del capítulo parece la declaración que debió hacer el transportista, redactada luego por un agente de la policía, los términos no son propios de  un hombre como Munra:

“… por lo cual el declarante entendió que su hijastro necesitara que le hiciera el favor de llevarlo a un lugar en donde podría conseguir dinero para seguir bebiendo, propuesta que el declarante aceptó, por lo que a bordo de su camioneta cerrada marca Lumina, color azul con gris, modelo mil novescientos noventa y uno, con placas del estado de Texas erre ge equis quinientos once, se dirigió a punto de reunión señalado, precisamente las bancas del parque …” (pág. 89).

Capítulo V

Aparece Norma en el hospital, después de haber abortado, el punto de vista ahora es suyo. El presente se mezcla con el pasado: la vida triste e infeliz que tuvo esta chiquilla antes de llegar a La Matosa:

“… su madre en un extremo del colchón y Norma en el otro, y los tres hermanos chicos metidos entre las dos, porque no fuera a ser que alguno diera una voltereta y se cayera de la cama y se rompiera el cráneo contra el suelo de cemento, decía su madre, y Norma asentía resignada, y por eso permanecía toda la noche en su orilla de la cama, incluso cuando sus ganas de orinar eran tan fuertes que le impedían volver a dormirse y se quedaba inmóvil entre las mantas y contraía los esfínteres y retenía el aire entre sus pulmones para tratar de distinguir la respiración de su madre por entre los ronquidos y los suspiros de sus hermanos, con ganas incluso de estirarse por encima de ellos para tocar el pecho de su madre y comprobar que todavía respiraba y su corazón seguía latiendo y que no estaba tiesa ni helada como el pobre Patricio…” (pág. 100).

Norma recuerda a Yesenia: chicas que no han tenido infancia ni juventud, chicas que han tenido que asumir a hermanos o sobrinos como si fueran hijos suyos, con una responsabilidad que las sobrepasa, que hace de ellas mujeres viejas en plena adolescencia, abusadas por sus mayores quienes les exigen hacerse cargo de situaciones que no les corresponden, en casas súper pobladas de niños indefensos, pobres, sin ayuda ni cariño, exprimidas hasta dejarlas indefensas. Norma ve en Pepe -la pareja de su madre- una suerte de papá/novio, alguien a quien seducir para contar con su “apoyo” y sentirse menos sola. Una situación perversa: Norma fue la que dio el primer paso, la que buscaba entregarse. ¡Qué vacíos tremendos difíciles de entender! Embarazada de Pepe, decide huir para suicidarse lejos de su familia, corre riesgos que ella ni siquiera intuye hasta que cae en los brazos de Luismi: su salvador. El chico le ofrece cariño y mimos sin pedir nada a cambio, como a él le gustan los hombres la quiere como a una hermana. Pero la madre de Luismi lleva a Norma donde la Bruja para que aborte: pierde el niño y termina retenida a la fuerza en el hospital hasta que la policía decida qué hacer con ella. Una vida desperdiciada. Norma es una chica de 13 años.

CAPÍTULO VI

Desde la cárcel, en donde está Brando detenido por el crimen de la Bruja, tenemos la visión de un chico que no es normal: un homosexual pero odia a los homosexuales, acumula agresividad y un día explota, creando el clímax de la novela. Inconforme, descontento, amargado, quiere huir, pero necesita robar y matar a los que deja atrás: su madre; Luismi, su mejor amigo de quien está enamorado, Munra por haber sido testigo del crimen, y por supuesto a la Bruja, porque además ésta es exhibicionista, no tiene pudor, no mantiene el secreto como él. Un chico descontento, incomprendido, desadaptado, Brando es pura rabia y frustración. No encaja en el mundo machista de La Matosa, por eso se construye un personaje: su romance con Leticia, por ejemplo, no es más que las ganas de demostrar que él puede como todos los demás. En realidad, nadie es buena persona en Temporada de huracanes. Pero Brando parece un psicópata, los otros son malos de la boca para afuera, pero él actúa y no se arrepiente, y una vez cometido el crimen, aparece otro lado deleznable y perverso  suyo: fantasea con abusar de un niño de 10 años. Su afición al porno duro también lo retrata, no hay nada en Brando rescatable. Nada que lo redima. Los otros personajes muestran algún lado vulnerable, Brando ninguno. 

CAPÍTULO VII

Fernanda Melchor cierra la historia con alguien que no pertenece a La Matosa: el sepulturero, es el capítulo más lírico, casi parece edulcorado por contraste con los anteriores. Finalmente entra una bocanada de aire fresco, a pesar de que estamos en el cementerio frente a una fosa común. Tengo la impresión de que el sentido es este: terminamos con esta escena en otro pueblo a donde llevan a los muertos -porque en La Matosa ya no hay lugar para ellos-, pero ese cambio sirve para dejar un testimonio valioso: no en todas partes se vive como en La Matosa. En otros sitios hay afectos y se destila esperanza, como la transmite el viejo sepulturero. El lenguaje también cambia, ya no es soez ni vulgar, la prosa se limpia.

LO FORMAL

Cada capítulo es un largo párrafo, sin puntos aparte. Eso genera un ritmo particular, como si se hubiera abierto una puerta que expulsa al exterior un río de palabras. 

Hay algunos momentos, muy pocos, en donde el humor parece dar una pequeña tregua pero se pierden en el tono general, es un humor corrosivo como estos ejemplos:

“mija, qué bien que tus clientes sean finísimas personas, todos unos pinches caballeros, pero a mí no me cuentes, no me des ningún detalle, no quiero saber cómo se llaman, ni de donde son, ni si la tienen gorda o flaca o chueca o de dos colores, porque esa pinche Chabela siempre quería contarle de las cosas del trabajo… pero a Munra no le gustaba; él lo que quería es estar tranquilo; que ella hiciera lo que tuviera que hacer y que Dios la bendijera…” (pág. 87-88).

“Al fin que esta es mi casa, carajo; levantada con el sudor de mis nalgas…” (pág. 112).

Temporada de huracanes es una novela con un fuerte contenido social y político. Fernanda Melchor nos introduce, con valentía y sin miedo al rechazo de sus lectores, en un mundo podrido, en estado de descomposición. Todo apesta en La Matosa. Por eso el lenguaje es soez, a pesar de que narra una tercera persona, pero no olvidemos que el punto de vista corresponde a algún personaje anclado en este maldito lugar. Insisto en la falta de educación: sin formación no hay criterio para enfrentar la vida, esto, sumado a la  violencia generada por el abuso del más fuerte, a un machismo castrante, peligroso y violento, y además alcoholismo y droga, tenemos entonces un cocktail explosivo.

Mientras la leía, he tenido presente en todo momento, a las novelas del boom latinoamericano, concretamente el Vargas Llosa de los años 60s-, pero que el mundo injusto y violento que ellos recrearon persista actualmente, resulta descorazonador. Melchor se encarga de recordarnos que estamos en el presente: los personajes tienen teléfonos móviles, por ejemplo, y eso hace que sus vidas parezcan aún más brutales en pleno siglo XXI.  Hay denuncia, pero no hay futuro. Nada funciona,  tampoco la política: Munra colabora con un candidato pero no hay planes, sólo amiguismo y corrupción. Tampoco existe el Estado como ente regulador, el Estado no está presente en La Matosa, sólo La Compañía como una empresa que viene a producir riqueza pero no a compartirla. Y la cárcel en donde terminan los asesinos, un submundo tétrico y violento, tremendamente abusivo y cruel. Realmente, La Matosa es una suerte de infierno, la narradora mexicana busca una reacción en sus lectores. Lo mismo pensaba yo cuando leía La ciudad y los perros (1962). También he recordado Los niños muertos del peruano Richard Parra, publicada en 2015, que fue para mí otro remezón. O Las ratas de Delibes. El México de Temporada de huracanes -puede ser casi cualquier país del tercer mundo- produce tristeza y desazón. Y cierto asco también, un rechazo visceral a tanta miseria. Y todo ello se lo debemos a la fuerza del lenguaje, sin ese ingrediente, la novela hubiera sido insostenible.

Los textos han sido tomados de la Edición de Random House, 2017.