Cuando estudiaba literatura en la Universidad Católica de Lima, años 70, Julio Ramón Ribeyro (Lima 1929- 1994) era nuestro ídolo: el autor peruano más querido por los estudiantes, un mito incuestionable. Vargas Llosa, escritor exitoso, aplaudido y reconocido dentro y fuera de Perú, guapo y carismático, no necesitaba nuestros aplausos. Bryce era un personaje atractivo, apostando siempre por el humor y la ternura, refugiado en los brazos de Susan Linda, inalcanzable en su mundo con Julius. En comparación a estos dos narradores mediáticos, Julio Ramón era el anti héroe, de perfil muy bajo, escritor humilde con mala salud, crítico consigo mismo, con una obra en tono menor, austero, introspectivo, reservado. Encima lejano, porque optó por vivir en París, lejos del ambiente limeño, centrado en su propia búsqueda. Y para colmo -según un profesor que lo respetaba mucho y ayudó a enriquecer el mito- Julio Ramón tenía mala suerte: errores de edición, carátulas fallidas, trampas que la vida le ponía para alejarlo de la fama. Esos detalles lo hacían irresistible. Pero claro, no solo eran esos detalles: devorábamos sus cuentos y cuando publicó Prosas Apátridas en 1975, la mayoría se volvió fan incondicional de él. Nos identificamos con su pluma certera, sin adornos, con sus frases limpias, casi transparentes por la economía de medios, sin grasa ni velos que las envolvieran; valiente prosa que por su claridad terminaba creando una música tenue, elegancia genuina.
Debo reconocer que no me gustan sus novelas (Crónica de San Gabriel, Los gienecillos dominicales y Cambio de guardia), género en el que Julio Ramón no destacó. Lo suyo fue la brevedad, apuntaba con buen ojo y sus imágenes pretendían dejarnos siempre una huella, un eco, una reflexión. La seriedad fue una constante en su creación, tampoco se regodeaba con algún acierto, su mirada aguda no la usó para dar lecciones, solo señalaba, sugería… y seguía de largo. A otro tema.
Sin embargo, la relectura de Prosas Apátridas, después de años, me enfrenta a una obra que podría perder actualidad, no porque hable de un mundo que ya fue: nadie recibe cartas, ni siquiera mails, sólo whatssaps; casi no existen las porteras francesas que vivían en los bajos de los edificios residenciales, y sobre todo, las mujeres en Europa -que es dónde suceden sus prosas- se mueven en un mundo más igualitario, codo a codo con los hombres. No, no son esos datos, porque igual seguimos leyendo a Balzac, a pesar de que sus personajes viajan en carrozas tiradas por caballo. Es cierto que lo que sucede en una novela es distinto, ahí tenemos una historia que se sitúa en una época determinada, el lenguaje nos remite a otro tiempo, las costumbres mencionadas y la manera de ver el mundo también son propias de la primera mitad del siglo XIX; en fin, que todo el conjunto es la recreación de un mundo que fue el mundo de Balzac, no el nuestro. En Prosas apátridas, en cambio, no hay ficción, la voz narrativa suena contemporánea, sin embargo detectamos ciertos comentarios sinceros que hoy cualquier escritor evitaría para no ser acusado de reaccionario. Esto lo veremos en el análisis posterior.
La nueva edición de Seix Barral, celebrando el 90 aniversario de su nacimiento, tiene un excelente prólogo del cineasta Fernando León de Aranoa. Es un texto creativo, un buen aporte a la lectura que va a comenzar. En este caso -pocas veces sucede- el prólogo suma, a Julio Ramón le hubiera gustado leerlo, estoy segura.
TEMAS EN PROSAS APÁTRIDAS
Hay cuatro temas centrales en este original texto: la mujer, la literatura, reflexiones socio políticas, y reflexiones filosóficas. Son los ejes que estructuran el mundo literario de Ribeyro, en ellos centra su atención y en ellos se define. Veamos cada tema por separado:
LA MUJER
Cuando habla de ellas los textos son alegres, los únicos de todo el conjunto. El tono no es romántico, es lúdico: una invitación para celebrar el encuentro. En las prosas en donde la mujer es el centro, el texto se ilumina risueño, por eso hablo de celebración, Ribeyro, en estos pocos casos, crea un ambiente festivo. Veamos algunos ejemplos:
“…cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia, y luego cada uña, cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar. Además no es solo la mano la que conoce la mano: también los labios conocen la mano y entonces se añade un sabor, un olor, una consistencia, una temperatura, un grado de suavidad o de aspereza, una comestibilidad…” (pág. 24).
También se aplaude la presencia femenina en el entorno doméstico, como un valor que no es intercambiable, solo ella sabe hacer las cosas bien en ese medio, es la luz que ilumina y ejerce un poder irrefutable: auténtica maga que hace la vida agradable a todos:
“La mujer mantiene con las cosas de la casa un comercio asiduo. Son sus cosas, posesiva ella, y las engríe y acariña. Las pone en su lugar, las pule y embellece. Depositaria de los objetos domésticos tiene para cada cual una palabra, una pasión. Ella, solo ella, sabe donde están las tijeras, el hilo, la libreta que en vano buscábamos. Habita las cosas y las cosas la habitan…” (pág. 31-32).
¿Esto es machismo? Ojo: Ribeyro no encierra a la mujer en su casa, solo agradece su presencia porque resuelve con sabiduría e intuición todo lo relacionado con ese –para él- inmanejable mundo doméstico, tanto que confiesa su dependencia de la mujer para encontrar su norte. Estamos en los años 60s, 70s, la sociedad era distinta y más patriarcal, qué duda cabe. Pero hay una diferencia entre limitar a la mujer a las labores de casa, a reconocer, a título personal, que ellas son indispensables para su propia estabilidad emocional. Era sincero. Habla de sentimientos. Sin embargo, reconozco que ningún escritor intentaría hoy sostener una postura similar, sería considerada políticamente incorrecta. Recuerdo que experimenté algo parecido cuando releí hace unos años el poema de Neruda: “Me gusta cuando callas porque estás como ausente…” Ofendida, me pregunté: ¿qué le gusta?, ¿precisamente que no esté? Me pareció casi ofensivo. Pero bueno, la imagen fue potente, los poemas no se leen de manera literal y el verso del chileno hizo historia en la literatura. Belleza no le falta a la imagen de abandono. Su musa levitaba. Y Neruda ganó el Nobel. Año 1971.
LA LITERATURA
Sobre este tema tenemos algunos cuestionamientos interesantes. Desde la dificultad para llegar a ser un buen escritor, el narrador desgrana las múltiples variables que entran en juego en el proceso:
“La existencia de un gran escritor es un milagro, el resultado de tantas convergencias fortuitas… Unos murieron jóvenes, otros cambiaron de oficio, otros se dedicaron a la bebida, otros se volvieron locos, otros carecieron de uno o de dos de los requisitos que los grandes artistas reúnen para elevarse sobre el nivel de la subliteratura. Falta de formación, enfermedades, pereza, ausencia de estímulos, impaciencia, angustias económicas, ausencia de ambición o de tenacidad o simplemente de suerte, son como el billete de lotería prometedor al cual sólo le falta el número terminal para obtener el premio en la rifa de la gloria. Y algunas han probablemente reunido todas esas cualidades, pero les faltó la circunstancia azarosa, aparentemente insignificante (la lectura de un libro, la relación con tal amigo), capaz de servir de reactivo al compuesto químicamente perfecto y darle su verdadera coloración.” (pag. 30).
O el irónico cuestionamiento del negocio editorial y los recursos del mercado publicitario que no tienen nada que ver con la literatura que pretenden promocionar y vender:
“Un editor francés, comprobando que ha decaído la venta de los clásicos, decide lanzar una nueva colección, pero en la cual los prólogos no serán encomendados a eruditos desconocidos, sino a estrellas de la actualidad. Así Brigitte Bardot hará el prefacio de Baudelaire, el ciclista Raymond Poulidor el de Proust y el actor Jean-Paul Belmondo, que antes fue boxeador, el de Rimbaud. Belmondo empieza su preámbulo con estas palabras: “Cada vez que leo un poema de Rimbaud siento como un puñetazo en la quijada. Venta asegurada.” (pág. 45).
También vale la pena recordar las confesiones que hace del quehacer literario: reflexiones sobre su trabajo, los conceptos que lo sostienen, la pasión que lo anima, todo ello parte esencial de su existencia:
“El hecho material de escribir, tomado en su forma más trivial si se quiere –una receta médica, un recado-, es uno de los fenómenos más enigmáticos y preciosos que puedan concebirse. Es el punto de convergencia entre lo invisible y lo visible, entre el mundo de la temporalidad y el de la espacialidad. Al escribir, en realidad, no hacemos otra cosa que dibujar nuestros pensamientos, convertir en formas lo que sólo era formulación y saltar, sin la mediación de la voz, de la idea al signo. Pero tan prodigioso como escribir es leer, pues se trata de realizar la operación justamente contraria: temporalizar lo espacial, aspirar hacia el recinto inubicuo de la conciencia y de la memoria aquello que no es otra cosa que una sucesión de grafismos convencionales, de trazos que para un analfabeto carecen de todo sentido, pero que nosotros hemos aprendido a interpretar y a reconvertir en su sustancia primera. (pág. 80).
Resuelve una pregunta que me hacen mucho los asistentes a mi taller de lecturas, ¿por qué sólo leemos dramas o tragedias? Ya me gustaría a mí haber contestado con el convencimiento que le da su propia experiencia, Ribeyro sabe, de primera mano, a qué se debe esta “tendencia”:
“Se reprocha a los escritores su inclinación a tratar temas sombríos, tristes, dramáticos, sórdidos y nunca o casi nunca temas felices. No creo que ello sea fruto de una preferencia, sino imposibilidad de sortear un escollo. Ocurre que la felicidad es indescriptible, no se puede declinar la felicidad… Donde empieza la felicidad, empieza el silencio.” (pág. 138).
Reivindica la importancia de la mirada interior, la búsqueda de los temas no debe hallarse lejos de uno, bucear dentro es lo mejor. Habla de autenticidad:
“No creo que para escribir sea necesario ir a buscar aventuras. La vida, nuestra vida, es la única, la más grande aventura. El empapelado de un muro que vimos en nuestra infancia, un árbol al atardecer, el vuelo de un pájaro, aquel rostro que nos sorprendió en el tranvía, pueden ser más importantes para nosotros que los grandes hechos del mundo. Quizás cuando hayamos olvidado una revolución, una epidemia, o nuestros peores avatares, quede en nosotros el recuerdo del muro, del árbol, del pájaro, del rostro. Y si quedan, es porque algo los hacía memorables, algo había en ellos de imperecedero, y el arte se alimenta de aquello que sigue vibrando en nuestra memoria.” (pág. 140).
Estos textos son mejores que cualquier conferencia sobre literatura. Ribeyro siempre dijo que tenía muy pocas certezas, por eso en estas confesiones no hay teoría ni dogmas, sólo descubrimientos a compartir.
REFLEXIONES SOCIO POLÍTICAS
Pocas pero elocuentes palabras ponen el dedo en la llaga. El poder de la burocracia y el absurdo que emana de este poder queda reflejado en estas breves frases:
“Lugares tan banales como la Prefectura de la Policía o el Ministerio del Trabajo son ahora los templos délficos donde se decide nuestro destino. Porteros. valets, empleadas viejas con permanente y mitones son los pequeños dioses a los que estamos irremediablemente sometidos. Dioses funcionarios y falaces, nos traspapelan para siempre un documento, y con él nuestra fortuna, o nos cierran el acceso a una oficina que era la única en la cual podíamos redimirnos de una falta. Los designios de estos diosecillos burocráticos son tan impenetrables como los de los dioses antiguos, y como éstos, distribuyen la dicha y el dolor sin apelación.” (pág, 26).
No sólo interesa el reproche a un sistema injusto que no resuelve las demandas de los ciudadanos -claramente el criterio no es eficiencia, manipulan y castigan según su antojo- sino el lenguaje utilizado por Julio Ramón. Las imágenes son muy visuales: “empleadas viejas con permanente y mitones”. Basta con esa descripción para trasmitir la ausencia de dinamismo en estas señora, su falta de creatividad, la pesada rutina. Incluso trasmite cierto cansancio y total ausencia de seducción en la manera en que se presentan., como si deambularan por sus casas, no en un ambiente laboral.
Me gusta la agudeza de esta observación, y la ironía evidente del absurdo: la distancia entre la teoría política y la realidad, o mejor dicho, el desencuentro entre estos dos niveles: el bla bla bla y la vida:
“En los pasillos del metro, primero de mayo, millares de obreros endomingados, jóvenes y viejos, con sus familias, se desbordan alegres, despreocupados, rumbo a la Feria de París, al Campo de Marte o al Bois de Boulogne, todos con su ramillete de muguet en la mano. Están felices, han almorzado bien, es su feriado, su festividad. Sentados en el suelo de un corredor, dos estudiantes hirsutos y barbudos, con guitarras, cantan un aire marcial y revolucionario, del que sólo percibo al pasar esta estrofa: “Obreros, levanten sus barricadas”. Los proletarios, sin detenerse, les echan al pasar una mirada de reprobación, se sienten chocados, casi ofendidos. Nada más fuera de lugar que esos mozalbetes hablando de barricadas, luchas y conflictos en un día de esparcimiento entre tantos días de trabajo…” (pág. 28).
Incluyo una de mis prosas favoritas, una de las más potentes de este conjunto, sobra cualquier comentario:
“Los dos barrenderos franceses de la estación del metro, con sus overoles azules, hablando en argot, gruñendo más bien, acerca de su trabajo. ¿En qué los ha beneficiado la revolución francesa? Escala ínfima de los ferroviarios. Inútil preguntarles qué opinan sobre la guerra de Vietnam o la fuerza nuclear. Son justamente los tipos que hacen fracasar los sondeos de la opinión pública. ¿Culpa de ellos? ¿Culpa del sistema? Cabe pensar que la Revolución francesa, toda revolución, no soluciona los problemas sociales, sino que los transfiere de un grupo a otro, mejor dicho, se los endosa a otro grupo minoritario. Este endoso no se produce necesariamente en el momento de la revolución, sino que puede diferirse durante años o decenios. Es cierto que 1789 produjo la burguesía más inteligente del mundo, pero al mismo tiempo miles de charcuteros, de conserjes y de barrenderos de metro.” (pág. 38-9).
Cuando decía al principio que alguna postura podría parecer reaccionaria, me refería por ejemplo a la prosa 76 (pág. 73) en donde Ribeyro confiesa que está de acuerdo con las reivindicaciones de los obreros, pero sentarse a la mesa con ellos le produce enorme incomodidad: no soporta sus modales. Más que clasismo, señala un tema de educación que lo aleja de ese grupo. No hay agresividad, hay honestidad: me pasa esto y no pretendo que sea algo bueno o malo, mi naturaleza reacciona de ese modo aunque mi cabeza pueda pensar distinto. Las contradicciones del ser humano. Sin embargo, creo que hoy ningún intelectual, no importa la ideología que tenga, se arriesgaría a expresar ese sentir, salvo uno muy provocador: en cualquier caso sería considerada una confesión políticamente incorrecta. Absurdo, pero es así.
LAS REFLEXIONES FILOSÓFICAS
Son éstas el cuerpo de este texto que no encaja en un género conocido, por ello calificadas de “apátridas” por su autor, fuera de cualquier territorio conocido. La mirada de Ribeyro recoge percepciones, su mente elabora y procesa: el mundo exterior ha sido interiorizado, cuestionado, atravesado. No hay cinismo, a pesar del tono melancólico, un poco triste a veces por el enfrentamiento con sus propias limitaciones. Ironía sí, como herramienta que dignifica. Son esta reflexiones filosóficas las que aportan el mayor contenido a sus Prosas apátridas, el lector se sentirá identificado muchas veces, otras, querrá antagonizar; pero siempre quedará agradecido por esa invitación a buscar en la profundo las claves de lo superficial.
Algunos párrafos ayudarán a redondear esta idea:
“El mundo no está hecho para los niños. Por ello su contacto con él es siempre doloroso, muchas veces catastrófico. Si coge un cuchillo se corta, si sube a una silla se cae, si sale a la calle lo arrolla un automóvil… Y a costa del dolor aprenden Su condición para progresar es precisamente estar en contacto permanente con el mundo adulto, con lo grande, lo pesado, lo desconocido, lo hiriente. Sería lo ideal, claro, que vivieran en un mundo aparte, acolchado, sin cuchillos que cortan ni puertas que chancan los dedos, entre niños. Pero entonces no evolucionarían. Los niños no aprenden nada de los niños.”. (pág. 51-52).
Sobre las falsas apariencias:
“El policía del metro: bella frente, mirada noble, nariz perfilada, expresión de sensibilidad e inteligencia, que me hicieron preguntarme qué hacía ese artista en potencia cubierto con ese desprestigiado uniforme. De pronto un compañero se acerca y le dice algo al oído. El policía empieza a reír, los ojos se le desorbitan, su nariz se achata, sus maxilares se comienzan a desquiciarse, su perfecta dentadura asoma ferozmente, todos los tendones y nervios de su cuello vibran, sus músculos faciales se agarrotan y de sus fauces brota un rugido atroz, inhumano, como el de un jabalí acosado o un toro atravesado por el estoque. Su risa lo delata.” (pág. 54).
El inevitable paso del tiempo:
“Para un padre, el calendario más veraz es su propio hijo… El diente que le sale es el que perdemos, el centímetro que aumenta el que nos empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos; y el año que suma, el que nos sustrae…” (pág. 75-6).
Y, para terminar, esta irónica vuelta de tuerca del tan celebrado amor furtivo en donde se carga el mito machista del marido burlado :
“El amante no es más que un fantoche, un intruso que supone haber conquistado un castillo cuando lo único que ha hecho es escalar un muro del cual, tarde o temprano, se cae para romperse la crisma. El marido no toma a pecho estas incursiones, antes bien hasta las tolera y las aprueba. No sólo por una razón de equidad y reciprocidad –puesto que él también es amante en relación a otros maridos-, sino porque estos deslices son necesarios a la estabilidad de la institución matrimonial. Los amantes permiten evacuar tensiones y problemas que amenazan la vida conyugal y actúan como cándidos agentes de la moral burguesa, pues consolidan la existencia de hogares que, sin ellos, naufragarían. Aparte de que el marido siempre descubre las ridículas cartas, poemas o promesas del amante, lo que le proporciona momento de impagable placer, fortalece su autoridad marital y confirma toda la tristeza y desolación del amante, que, en esta historia, es finalmente el verdadero cornudo.” (pág. 129).
Después de muchos años, y muchas lecturas, creo que Julio Ramón es digno del mito que se forjó en los 70s. Su literatura es muy personal, no obedece a modas o tendencias, no pretende otra cosa más que expresar lo que tiene dentro, con economía de medios, sinceridad y una buena dosis de elegancia.
Los textos han sido tomados de la edición de Seix Barral, año 2019.