Había visto en prensa española algunas entrevistas a Theodor Kallifatides (Grecia,1938), la mayoría de ellas muy centradas en su exilio en Suecia. Su carrera arrancó en el país nórdico a donde llega con 25 años para estudiar Filosofía, y en un gesto de rebeldía decide adoptar la lengua del país que lo acoge para su trabajo literario. El dato me sorprendió, emigrante yo también aunque sin cambio de idioma en el camino. No sé bien a qué se debió mi sorpresa porque no era este el primer caso que conocía: Nabokov, ruso de nacimiento, escribe su obra maestra, Lolita, en inglés, por citar un antecedente. O el polaco Joseph Conrad quien eligió también el inglés para escribir El corazón de las tinieblas, novela potente y hermosa. Pero volviendo a Kallifatides, el dato se quedó grabado, más aún cuando leí que había, después de un viaje a Grecia, recuperado el griego como herramienta literaria, conjuntamente con el sueco. A estas alturas, el interés por el autor era real: escritor amplio que se mueve entre dos culturas, dos idiomas e idiosincrasias, y que extrae de cada una de ellas riqueza y valiosa búsqueda.
Madres e hijos ha sido mi primer encuentro con su trabajo. ¿Por qué opto por ese título y no otro para comenzar? No sé, no soy consciente de haber usado un criterio para elegirlo, pero su lectura fue un auténtico bombazo. ¿Qué fibras movieron sus palabras?, tampoco soy capaz de responder. Confieso que hacía años que no lloraba tanto con una novela. Incluso en la relectura, para preparar mi análisis a compartir con mis alumnas y a pesar de que ya no había ninguna novedad, me asaltaron otra vez los sollozos y el llanto. Siempre insisto en que somos lectores subjetivos, y que lo ineludible se cuela siempre, de pronto emergen sentimientos que nos invaden y dominan a pesar de nosotros mismos. Esa es, mucha veces, la magia de la buena literatura. En realidad, la magia del arte en general.
A pesar de ser el mismo Theodor el eje central del relato –personaje que se desplaza a Grecia para visitar a su madre- es la mujer rotunda quien acapara todas las miradas. Antonía, y el padre fallecido, Dimitri, quien aparece a través del manuscrito que dejó a su hijo como testimonio vital, son los ejes narrativos, las columnas que sostienen la historia. La estructura de la novela oscila siempre entre dos polos: pasado/futuro, madre/padre, Theodor/hermanos, Atenas/Estocolmo, familia griega/familia sueca, yo/ellos. El ritmo es el resultado del movimiento oscilante del narrador, quien observa a unos y a otros, a veces de cerca y otras desde cierta distancia, intentando integrar un mundo meridional y uno nórdico, recordando y desmenuzando la historia de la familia, situaciones de dolor y lucha que él contrasta con su vida aburguesada en un mundo tolerante, más civilizado, ordenado pero también más frío. Ese ir y venir, esa continua búsqueda de perspectiva, es la sal y la pimienta de Madres e hijos: y aquí , en el título, encontramos también otro polo: mujeres mayores/niños pequeños.
Un desgarro será el origen de la historia: la partida inevitable por la realidad de un país políticamente inestable y pobre, luego la lucha por la integración basada en el esfuerzo: el estudio, el trabajo, la disciplina. Y los ecos de la vida de sus antepasados, recordados por el escrito del padre, griegos que también emigraron a Turquía, gente esforzada que sufrió las consecuencias de regímenes políticos autoritarios, pero el dolor no impidió que criaran a sus hijos con fe en la vida y el deseo de la búsqueda de un mundo mejor. Lo que escribe su padre es un esbozo de lo que él fue, pero también un espejo de lo que es la vida: el dolor que a veces supone, las injusticias, los imprevistos, y la convicción del valor que hace falta para sobrevivir. Creo recordar que el padre se convierte en maestro porque es el único en su medio que ha concluido el colegio. Con lo poco que recibe, se prepara para dar lo mucho, tiene esperanza y una velada confianza en sí mismo. A pesar del lenguaje casi periodístico, el padre consigue estremecernos y recordarnos también las dificultades de nuestros antepasados buscando su lugar en el mundo, lugar que una vez conquistado, será la herencia que nos dejen. ¿Cómo un texto tan breve puede ser tan potente? O mejor dicho: ¿cómo un relato aparentemente tan sencillo puede ponernos de cabeza? Es evidente a estas alturas el valor de la prosa y el trabajo de Kallifatides, pero sobre todo: la autenticidad de la propuesta.
¿Nos paramos nosotros a pensar en lo difícil que debe haber sido la vida para las generaciones que nos precedieron? Kallifatides se identifica con algunos temas de su padre: su propio exilio, esa sensación incómoda de no pertenencia que expone con claridad y belleza al mismo tiempo, una seña de identidad para ambos que establece un vínculo muy fuerte entre ellos:
“El segundo detalle era el lugar de su nacimiento. El barrio Exótija, es decir, fuera del recinto amurallado. Qué significaba eso? Que la familia era pobre, por supuesto. Pero al mismo tiempo era una especie de estigma.
Habiendo nacido fuera del recinto amurallado, toda su vida luchó por entrar. Lo mismo me ha ocurrido a mí. Me he dejado la vida luchando por entrar al recinto amurallado de una sociedad distinta.
Los nacidos dentro de la muralla no lo entienden. ¿Pero acaso podrían entenderlo? Para ellos la muralla es protección, para los otros es la principal traba.” (pág. 22).
Y por supuesto la imagen de su madre, presencia que lo sitúa y define:
“En cambio, mi madre es mi patria. Siempre dije que cuando la perdiera, perdería mi patria. De pronto, esto me parece de alguna manera una simplificación. Puede ser, sí, que mi madre sea Grecia, pero ¿es toda mi Grecia?
Cerré los ojos para pensarlo. Evoqué la fragancia de la tierra después de la lluvia en mi pueblo, y las tardes con mi amigo Kostas, ahora difunto. De cuando hablábamos de la muchacha a la que ambos amábamos, y de la que los dos queríamos retirarnos para no interferir en la felicidad del otro. El día que jugué, a modo de prueba, con los alevines del Panathinaikos ha quedado en mi memoria como si hubiese sido ayer. Y qué decir de mi primer beso. Olía a naranja. Me acordaba de mil cosas, rostros y acontecimientos. Nada de eso se perderá con mamá.
Ninguna muerte es irrevocable. Quizá, al irse me regale una nueva patria. Como hizo mi padre. Su texto me regaló otra Grecia, el Ponto, el mar Negro”. (pág. 28).
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La fijación emocional con su madre es el hilo conductor, un amor inasible permite que reconozca en ella lo imprescindible:
“En momentos así mi madre se vuelve como un inmenso mar que me rodea sin amenazarme. Oigo su voz y pienso en otras cosas, presente y ausente al mismo tiempo.
¿Habrán sentido mis hijos esa seguridad, la más profunda de todas? ¿O esa seguridad tiene que ver con que soy griego? Quiero decir, que me tranquilizo cuando encuentro mi lugar en la cadena.
Tengo sesenta y ocho años, pero soy y sigo siendo el hijo más pequeño de mi madre”. (pág. 52).
¿Puede haber síntesis más honesta? Un escritor exitoso reconocido en el mundo entero, un intelectual de peso que se atreve a reconocer cuál es la esencia que lo define y ésta resulta ser “el hijo más pequeño de mi madre”? Noble testimonio. En una entrevista, Kallifatides dijo al periodista:
“… a pesar de que he estado tantos años alejado del país y que sobre todo escribo en sueco, mi corazón late en griego. Mi madre y mi lengua son mi patria.”
LOS DOS MUNDOS
Curiosamente Suecia y Grecia parecen mundos opuestos. Hay muchas diferencias a la vista en ambas culturas, como si una fuera la antítesis de la otra. Grecia es el Mediterráneo, el calor, las magníficas ruinas arqueológicas, el ruido, la música, el mito siempre presente. Suecia es la civilización de la tolerancia, el frío, el Mar Báltico y el Mar del Norte, la libertad como bandera. El narrador es consciente de esta oposición inevitable:
“Con frecuencia resulta incómodo vivir en dos sociedades. En Suecia, la familia no desempeña el mismo papel que en Grecia. Los hijos son educados para ser independientes. Cuanto más pronto y más independientes sean, mejor.
Aún recuerdo algo que ocurrió durante mi primer tiempo en Suecia. Había ido de visita a casa de una muchacha y sus padres me invitaron a cenar. Después de la cena, serían alrededor de las ocho de la noche, su hermano, que debía tener unos cinco años, se levantó y anunció que iba a ver a un amigo. Ninguna sorpresa, ninguna pregunta, sólo una amable petición de que no regresara tarde.
Mi problema es que entiendo tanto la manera griega de proceder, como la sueca. Ambas tienen sus cosas buenas. Los griegos son hijos de mamá, y los suecos son hijos de su sociedad. Soy incapaz de elegir entre ellas, y eso crea mi incomodidad existencial. Me vuelvo como aquel dios romano que tenía dos rostros en una sola cabeza.” (pág. 45).
Pero la mirada de Kallifatides no se detiene exclusivamente en una visión cultural. También, y quizá más determinante en el proceso de señalar las diferencias, es el contexto económico. Los hijos de los países pobres están marcados con fuego, los de países ricos dan por hecho que el bienestar económico es parte de la realidad que tienen por delante. Esos detalles generan sentimientos distintos frente a los mismos hechos, las sensibilidades se han fundido con otra materia:
“Una Navidad en Suecia me quedé sin un centavo. No tenía ni una corona en mi bolsillo. Tuve que ir a la Caja de Solidaridad Social. Me dieron 100 coronas. Jamás olvidaré la mirada de la empleada.
Mi mujer no tiene ese tipo de inhibiciones. No importa la cantidad de kurabiés que mamá le dé, los acepta. Al llegar al aeropuerto de Estocolmo, yo suelo quedarme varios pasos atrás, para que no nos relacionen.
¿Qué nos distancia? Sencillamente que mi mujer no sabe lo que es la pobreza. Lo que le dan, para ella es un regalo. Para mí una limosna.” (pág. 150).
Pero en Madres e hijos esa oposición se da también en otros aspectos de la vida. El narrador consigue determinar con cierta precisión las dos vertientes que lo han nutrido, como si el mundo de su madre y el de su padre fueran dos realidades distintas. En realidad son más bien dos capitales que suman y enriquecen. Porque el narrador no elige, acepta y agradece ambos aportes. Veamos cómo la capacidad de observación y el análisis posterior reivindican uno y otro:
“Mi padre hizo de mí un ser humano, y mi madre, un escritor. En el mundo de mi padre existía el trabajo, el deber, la perseverancia, el contener las lágrimas hasta que se hubieran terminado todas las sonrisas.
El mundo de mi madre era distinto. En él existían los lazos sentimentales y la preocupación, que es la consecuencia de estos. Existía lo inesperado, la vulnerabilidad y la necesidad de que finalmente todo fuera bien. Las lágrimas no eran lo contrario de las sonrisas, las unas presumían las otras. En una breve consideración estadística, confirmo que mamá lloraba más cuando reía con el alma. Y lo que existía por encima de todo en su mundo era la memoria.
El futuro era la preocupación mayor de mi padre. Mamá prefiere volver al pasado.” (pág. 10).
Madres e hijos es, en definitiva, una novela de vínculos. Y lo grandioso en este caso, es que algo que podría ser evidente, termina movilizando al lector en su fuero interno. En mi caso ha sido así. El disfrute que experimentan ambos personajes, madre e hijo, en el encuentro de esa semana, deja una huella importante. A pesar de la sencillez de la prosa, hay hondura, a pesar de la cotidianidad, hay también auténtico gozo y disfrute en esas carcajadas con lágrimas dulces.
LA CREACIÓN LITERARIA
En este aspecto, Kallifatides tiene algunas reflexiones interesantes. Una cosa es el material que yo utilizo, en este caso: mi historia familiar. Y otra, igual de importante, es la postura que yo tengo ante este material: cómo respetar la dignidad de las personas que se van a convertir en mis personajes, principalmente mi madre. ¿Qué derecho tengo a apropiarme de ella y moldearla en función de mi proyecto literario? Quizá es su lado sueco el que plantea estas preguntas, pero es consciente del respeto que su madre se merece al hacerla transitar de un nivel a otro:
“En esta ocasión llevaré conmigo mi cuaderno de notas. He preparado algunas preguntas que tendré que hacerle. Esto me inquieta y no me gusta. No quiero utilizar a mi madre como material. El hijo que hay en mí quiere estar con ella como antes, sin ningún propósito. Que nos sentemos en el balcón, que oiga yo sus quejas sobre el Gobierno o sobre la carestía de la vida y que ella me “lea” la taza.
Pero el escritor que hay en mí quiere algo distinto: que quede registrado cada uno de sus movimientos, cada una de sus frases. ¿Cómo va a repercutir eso en mí? ¿Cómo va a repercutir en ella cuando comprenda que la estoy espiando?…
… No quiero obligar a mi madre a comportarse como modelo.
¿Cómo evitarlo?
¿Es posible evitarlo?
Y hay otro problema todavía. ¿Seré capaz de controlar al demonio del escritor que quiere arrebatarme el trabajo de las manos? Que quiere pasarse de listo, bromear, embellecer, o por el contrario, afear? ¿Qué quiere hacer del pavo una gallina o de la gallina un pavo?”. (pág. 9).
Esto es interesante porque plantea la transformación de la realidad en ficción. Y por consiguiente los deberes y derechos que se barajan en ese proceso. Si se escribe con nombre propio y usando la primera persona, se asume que lo que se narra es lo que se vive. ¿Y dónde está la licencia literaria?, nos preguntamos, ¿existe ese derecho de transformar la verdad en mentira en el mundo de la literatura? Si es así, ¿Cuáles son los límites permitidos? La creación puede transformar la realidad y sostener que no ha habido tal transformación?
Respecto al trabajo literario, vale la pena recordar la escena en el aeropuerto con la pasajera griega, mujer caracterizada como una paisana auténtica, vestida de negro, parecida a un personaje de la película Zorba el Griego, que increpa al narrador por escribir barbaridades sobre su país. ¿La literatura debiera maquillar el mundo para crear un efecto más reconfortante? Qué es lo que debe primar, la verdad o el lado romántico que enaltece a un pueblo? ¿No será que en todas partes hay lo bueno y lo malo, y que deben respetarse ambos niveles si queremos recrear un mundo creíble? La viajera griega en esta escena reprocha la desvergüenza del escritor por poner en papel males endémicos de su pueblo. ¿Pero uno expone estos temas para molestar, o para tomar consciencia de una realidad que debe ser cuestionada? Lo mejor de esta intervención, es que la furibunda griega no había leído las novelas motivo de su ira, sólo se basaba en rumores. Esto también es un indicador importante que Kallifatides señala:
“… Es posible ser escritor sin traicionar a alguien o algo? (pág. 25).
ALGUNOS COMENTARIOS DE LA PROSA
La novela está escrita en un lenguaje sencillo, cercano, cálido. Incluso los párrafos más filosóficos, mantienen el tono coloquial, parece una conversación entre amigos.
Un recurso interesante es la presencia de un texto dentro del texto, me refiero al documento que deja Dimitri, el padre, para contar la historia de su familia. La narración en este caso, es directa, correcta pero carece de adornos. El narrador se limita a exponer lo que sucedió, informar es su único interés, se reserva la confesión de su mundo interior y los sentimientos que lo embargaron, a pesar de las situaciones dramáticas que vivió, que fueron muchas. El tono es contenido, de registro neutro. El mensaje del padre es objetivo, limpio de cualquier desliz emocional: su prosa, por lo tanto, es austera, elegante. Se percibe muy rápido la diferencia con el lenguaje de Theodor, el hijo, para quien el lenguaje es un instrumento de comunicación con un elemento estético siempre presente. En el relato del hijo hay imágenes, introspección, olores, gustos y cierto regodeo del lenguaje cariñoso que emplea su madre con él. El texto, en este caso, está teñido de subjetividad. El juego de los dos niveles narrativos funciona y enriquece el resultado final.
Me gustaría recordar las breves descripciones de Atenas: una plaza de barrio, el balcón del departamento de su madre, la vista del restaurante encaramado en una colina, elementos que hacen de la ciudad un escenario vibrante. En oposición, quizá, a Estocolmo que no queda dibujado, ni siquiera insinuado. El foco está en Grecia, de donde saldrán los dulces preparados por la abuela, la comida casera pensada para agradar al hijo, la presencia de los olores y la vida en el mercado que recorre con el hermano, el aroma del café y el recuerdo de los amigos. Elementos importantes que construyen un armazón que facilita la fluidez, pero al mismo tiempo deja un pozo significativo.
Encontramos toques de humor, momentos refrescantes que fuerzan una sonrisa. Algunos ejemplos:
“Somos una familia con claras tendencias dictatoriales. Mi hermano sueña con que se invente el bofetón automático. Que en cuanto alguien piense, diga o haga alguna tontería, le caiga un tortazo. Comparto ese sueño. Mi madre quería tener un látigo, como su madre y como su abuela, y más todavía que ellas, como su hermano.
Los únicos demócratas en la familia fueron mi padre, que creía en la educación, y mi abuelo que no creía en nada.” (pág. 72-73).
“Adoro esa tranquilidad que crea a su alrededor. Es el más noble de sus rasgos. Desafortunadamente, sus hijos no lo heredamos. Yo me tropiezo con cualquier cosa que se me ponga delante, y mi hermano habla como si lo estuvieran estrangulado.” (pág. 48).
“”En Suecia, la falta de humor se considera seriedad y, en Grecia, la falta de seriedad se considera humor.” (pág. 120-1).
Y por supuesto, no puedo terminar sin comentar el sugestivo final, que redondea la historia con un salto en el tiempo y en el espacio, pero sobre todo, con un toque de poesía:
“… yo había encontrado una frase que no voy a escribir ni siquiera ahora. No es el final de este libro, sino el principio del siguiente.
Eso es lo que significa tener una madre. Siempre llevas dentro un principio.” (pág. 167).
Los textos han sido tomados de la edición de Galaxia Gutenberg, excelente traducción de Selma Ancira Berny.