Autor: Miguel Delibes
Desde el título hasta la explosión del desenlace, no hay nada prescindible en este conciso relato de la Castilla rural, ubicado unos años después de la guerra civil española.
Miguel Delibes (Valladolid 1920- 2010) centró su trabajo en la defensa de una cultura que le era muy querida, y desde su puesto como periodista Director en el diario «El Norte de Castilla», reivindicó una manera de vivir, actuar, y sentir de los pobladores de estas tierras duras; dureza y sequedad que impregnaron sus vidas y moldearon sus horizontes, alejados de la modernidad. Pero la censura franquista le prohibió seguir levantando la voz -o expresando la palabra- desde el periódico. Impedido, entonces, como periodista a expresar sus inquietudes, lo hizo como escritor: este es el germen de la novela Las ratas, publicada en 1962.
Para recrear la realidad de un pueblo castellano, pequeño y aislado, Delibes utiliza el lenguaje propio de sus habitantes, lenguaje rico en sustantivos referentes al cultivo de la tierra, al mundo de los animales, a los elementos del paisaje y del clima; muchos de los cuales están hoy en vías de extinción. El escritor recurre a estos términos por fidelidad a su tema, los necesita para expresar el punto de vista de esa gente porque así hablan, aunque el narrador sea una tercera persona y muchos de los hablantes de español, de ámbito urbano, ignoren esos giros. Lo importante para Delibes es presentar el mundo elegido con precisión y respeto: si los campesinos castellanos son los sujetos de mi relato, el lenguaje utilizado será el suyo.
La novela no intenta rescatar o imponer vocablos que ya nadie -o muy pocos- usan. La intención es más profunda que una reivindicación lingüística con visos románticos, o un ejercicio vano: obedece a un deseo de presentar un mundo primitivo, sencillo y pobre con respeto, exigiendo para él un estatus equivalente a aquel que le atribuimos al mundo civilizado, urbano y moderno. La postura literaria, en este caso, es una llamada de atención, un reclamo para conceder al campo castellano la misma categoría que al resto de España: es así como viven, así como hablan, como trabajan, como se ayudan, así como se matan los campesinos de estas tierras.
Tampoco creo que Las ratas sea un canto al primitivismo, ni un recordatorio del pensamiento de Rousseau privilegiando el mundo primitivo frente al mundo civilizado. No. En Las ratas la falta de miras también pasa factura a los habitantes del pueblo, y una consecuencia de esa pobreza -de esas limitaciones no sólo materiales- es el crimen del Ratero. Cuando ya no tiene ratas para cazar, caza al hombre que él cree culpable de la situación, y lo caza como si fuera una rata:
«En un esfuerzo trató de herir al contrincante, pero apenas si el filo del pincho pudo rasgar la chaqueta de pana del Ratero quien, al sentir en la piel el cosquilleo del metal y aprovechando el pasajero desmayo del otro, descargó un golpe contundente de abajo arriba y el hierro se hundió en el costado de su adversario hasta la empuñadura. Todo fue instantáneo como un relámpago. Las manos del muchacho se distendieron y el pincho, al caer, quedó oculto en el barro. El Ratero se separó de él resollando y, entonces, el muchacho de Torrecillórigo avanzó hacia el Nini torpemente, dando traspiés, los ojos desorbitados y, al pretender hablar, un borbotón de sangre le cortó la palabra.» (pág. 173).
Sin embargo, una lectura atenta a este párrafo, nos permite reconocer una diferencia sustancial entre la rata y el hombre: una diferencia que marca Delibes consciente del poder que ésta tiene, me refiero a la palabra.
Porque en la práctica, el Ratero y el Nini viven en una cueva (como las bestias), el niño es hijo del Ratero y su hermana (como miembros de una manada), sus únicos amigos son los perros y los otros animales (como sus iguales), datos que los acercan al mundo animal. Por lo tanto la comparación metafórica hombre- rata funciona en ciertos aspectos, pero tenemos, además del lenguaje, otra diferencia: los hombres son seres superiores porque son más fuertes, pueden cazar a las ratas para vivir de ellas.
Una de los grandes temas en esta novela son los elementos naturales. Los párrafos más bellos están dedicados al paisaje, y tienen el mismo peso narrativo que el hombre: las estaciones que cambian el decorado y marcan el ritmo, el entorno que puede ser un premio y un castigo al mismo tiempo:
«Por San Sellero se fue la cellisca y bajaron las nieblas. De ordinario se trataba de una niebla inmóvil, pertinaz y pegajosa, que poblaba la cuenca de extrañas resonancias, y que en la alta noche, hacía especialmente opaco el torturado silencio de la paramera. Más, otras veces, se le veía caminar entre los tesos como un espectro, aligerándose y adensándose alternativamente, y en esos casos parecía hacerse visible la rotación de la Tierra. Bajo la niebla, las urracas y los cuervos encorpaban, se hacían más huecos y asequibles y se arrancaban con un graznido destemplado, mezcla de sorpresa e irritación. El pueblo, desde la cueva, componía una decoración huidiza, fantasmal, que en los crepúsculos, desaparecía eclipsado por la niebla.» (pág. 65-6).
«… En tan sólo veinticuatro horas el termómetro rebasó los treinta y cinco grados y la cuenca se sumió en un enervante sopor canicular. Los cerros se resquebrajaron bajo los ardientes rayos y el pueblo, en la hondonada, quedó como aprisionado por un aura de polvo sofocante. En torno crepitaban los trigos maduros, mientras los corros de cebada ya segados, con las moreras esparcidas por los rastrojos, denotaban un anticipado relajamiento otoñal.» (pág 161).
Los campesinos viven mirando al cielo, obsesionados con lo que éste les depara; de lo más alto viene la vida o se precipita la muerte, del cielo depende la actividad que realizan y sus cosechas. Porque la posibilidad de combatir la sequía almacenando agua o utilizando recursos más modernos para incrementar ganancias, no existe en estos remotos lugares. La dependencia de la naturaleza es total y absoluta.
El pueblo de Las ratas es un pueblo austero, muy pobre de recursos, limitado e ignorante. Pero recordemos que no estamos hablando del siglo XV, ni del Tercer Mundo, Delibes sitúa su relato en el siglo XX, en Europa. La convivencia de dos mundos tan distantes en una España moderna resulta, por lo tanto, impactante. Pero Delibes no pretende arrasar con lo primitivo, tampoco pide que se les ayude a cambiar, sólo exige respeto para ellos y que se les conceda atención. Ninguno de los dos extremos es mejor que el otro, en ninguno de los dos mundos se evita el dolor ni se supera la muerte.
El realismo del autor expone la ceguera de un puñado de seres humanos que viven de espaldas al progreso. Como ya hemos señalado, esta novela no es una loa al hombre salvaje, pero tampoco intenta idealizarlo. Un buen ejemplo en ese sentido es el tema de la educación. Cuando doña Resu le ofrece al Nini la posibilidad de ir a la escuela, el niño se niega tajantemente. Ni siquiera intenta probar. Él cree saber lo que se necesita saber para sobrevivir en una aldea como la suya, no espera nada más, tampoco desea un cambio. No parece que al Nini le falte ambición, se trata, más bien, de una mirada distinta en donde se valoran otras cosas: porque él ha estado muy atento a las enseñanzas de sus mayores (abuelos y el Centenario), ha asimilado los consejos mejor que nadie y al mismo tiempo observa con atención al mundo que lo rodea y saca sus conclusiones en función de lo que necesita para sobrevivir de la mejor manera posible en un contexto duro. Y porque lo hace bien, todos lo consideran un sabio.
Doña Resu y el Nini resumen el contraste entre las distintas aspiraciones, sus posturas son irreconciliables:
«-Mira Nini -le dijo maternalmente-, tú tienes luces naturales pero el cerebro hay que cultivarlo. Si a un pajarito no le dieras de comer todos los días moriría, ¿verdad que sí? Pues es lo mismo.
…
-… Quiero decir que tú podrías ser un señor a poco que pusieras de tu parte.
El chiquillo alzó la cabeza de golpe:
-¿Quién le dijo que yo quisiera ser un señor, doña Resu?» (pág. 91-92).
Celebro que Delibes no tome partido -el único dato que atenta contra su objetividad es la inmensa ternura con la que trata al Nini-, diría, más bien, que intenta enfrentar dos maneras de ver el mundo. Lo que sí deja claro el escritor, es que las dos posturas no deberían ser excluyentes. Dedicarse al campo no significa tener que ignorar otros aspectos de la vida. Ahí es donde el Nini se equivoca, porque el futuro puede ser mejor, para él, si se educa. Al no aceptar a la oferta de doña Resu, simbólicamente se encierra en otra cueva.
A través de la vida del pueblo, el relato se abre al plano nacional y adquiere una dimensión más amplia. Lo percibimos en algunos aspectos:
- La presencia de la guerra civil, guerra que dejó aquí también su huella. Los campesinos vivían apartados pero a pesar del encierro y la marginación, no se libraron de las consecuencias del conflicto bélico.
- La religión como parte de la cultura española, una fuerza activa en el pueblo que impone sus prácticas y ritos, sus procesiones, sus fiestas, incluso marca el calendario que se ordena según el santoral. No es gratuita, pues, la comparación que hacen el Pruden y la Sabina del Nini con Dios o con Jesús, en ambos casos utilizan como referencia imágenes de la historia sagrada:
«-Digo que el Nini ése todo lo sabe. Parece Dios.
La Sabina no respondió. En los momentos de buen humor solía decir que viendo al Nini charlar con los hombres del pueblo le recordaba a Jesús entre los doctores…» (pág. 16).
Y por supuesto resulta importante mencionar la visión de «los extranjeros», los extremeños que vienen de fuera y que no pertenecen al paisaje natural de Castilla, una constante en la historia de la humanidad: la consciencia y el temor de los límites y lo desconocido. El hombre recela del que no es parte del clan, y en la novela el asesinado por el Ratero es un chico del pueblo vecino, por lo tanto -según la mentalidad del Ratero- sin derecho a las ratas de «su» arroyo. Así como la cueva le pertenece, los animales de la tierra «que es suya», también. El enemigo viene de fuera.
Cuando la inclemencia del clima supone problemas, se genera un ambiente de violencia contenida, situación preocupante que deriva en la necesidad de desfogar la ira colectiva sobre alguien. Todos en el pueblo alimentan el odio del Ratero hacia el muchacho «foráneo» porque el extranjero es un blanco fácil, o el único blanco concreto. Lo incitan con el pretexto de que actúe en defensa de sus intereses, pero en el fondo están defendiéndose ellos también de muchachos que se llaman Luis y que cazan por darse un gusto, actitud frívola o banal, no porque necesiten cazar para comer.
En la obra de Miguel Delibes, los animales son tan importantes como el paisaje. Recordemos que en Los santos inocentes la milana es uno de los ejes narrativos, como en Las ratas lo son el perro, las palomas, los cuervos, los grillos, los zorros, etc. Además son ellos quienes aportan ciertos toques de sensualidad a la narración. Veamos este párrafo como ejemplo:
«A partir de San Gregorio Nacianceno el canto de los grillos hacía en la cuenca un verdadero clamor. Era como un alarido múltiple y obstinado que imprimía a los sembrados, al leve cauce del arroyo, a las míseras barracas de barro y paja, a los hoscos tesos que festoneaban el horizonte, una suerte de nerviosa vibración que se ensanchaba en ondas crecientes, como una marea, en los crepúsculos, para amainar en las horas centrales del día o de la noche. Más en todo caso el canto de los grillos tenía un volumen y una densidad, se filtraba por todos los resquicios, ponía un fondo estridente en todas las faenas, pero los hombres y las mujeres del pueblo lo desdeñaban; era un algo, como el aire o el pan, que sostenía su ritmo vital sin que ellos se apercibiesen. » (pág. 110).
El mundo natural y el mundo animal se funden y tienen la misma trascendencia que los humanos, por eso el Nini confiesa no estar sólo porque cuenta con su perro Fa, el mejor de los amigos. Y en efecto, del perro recibe más cariño que de su padre. Fa no regatea, lo da todo. Los perros no saben de frustraciones, ni de traumas, ni de carencias ni de vacíos.
Y cuando el Nini caza, lo hace respetando las reglas fundamentales de esta actividad, teniendo en cuenta el bien de la especie, con respeto y cariño por el bicho que no debe ser jamás un trofeo. Este es un aspecto fundamental para Delibes, amante de la vida rural, y por lo tanto de la cacería, escritor que ha publicado varios libros sobre caza, uno de ellos Diario de un cazador (1955) y otro sobre pesca: Mis amigas las truchas. En 1989, publicó sus memorias con un título significativo, una frase que resume su pasión y su búsqueda: Mi vida al aire libre.
Los textos han sido tomados de la edición de Destino.