Autor: William Faulkner
Publicada en 1939, Las palmeras salvajes es una novela original y provocadora, formada por dos historias paralelas, independientes entre sí. La propuesta de Faulkner de alternarlas siguiendo exclusivamente los dictados de su intuición creadora, para conseguir un tejido final en donde los opuestos se complementan y se sostienen, me parece un acierto porque añade valor al resultado. Si uno decide leer los capítulos de «Las Palmeras salvajes» ignorando «El Viejo», o incluso leyendo «El Viejo» después pero sin intercalar las historias, se pierde la intención del autor, quien elige recrear un mundo enfrentando dos extremos del comportamiento humano. Y, además, le faltará el aire necesario para respirar y disfrutarlas.
Faulkner lo explicó así en una entrevista: «Aquello era una historia: la historia de Charlotte Rittenmeyer y Harry Wilbourne, que lo sacrificaron todo por el amor y después perdieron eso. Yo no sabía que iban a ser dos historias separadas sino después de haber empezado el libro. Cuando llegué al final de lo que ahora es la primera sección de Las palmeras salvajes, comprendí súbitamente que faltaba algo, que la historia necesitaba énfasis, algo que la levantara como el contrapunto en la música. Así que me puse a escribir El viejo hasta que Las palmeras salvajes volvió a ganar intensidad. Entonces interrumpí El viejo en lo que ahora es su primera parte y reanudé la composición de Las palmeras salvajes hasta que empezó a decaer nuevamente. Entonces volví a darle intensidad con otra parte de su antítesis, que es la historia de un hombre que conquistó su amor y pasó el resto del libro huyendo de él, hasta el grado de volver voluntariamente a la cárcel en que estaría a salvo. Son dos historias sólo por casualidad, tal vez por necesidad. La historia es la de Charlotte y Wilbourne.»
Ganador del Premio Nobel en 1949, este escritor nacido en Mississippi en 1897, sitúa su obra en el sur americano, su tierra natal, el mismo sur que perdió la guerra de secesión, racista, tradicional y conservador, alejado de los avances tecnológicos y la modernidad del norte.
La mayoría de las novelas de Faulkner transcurren en un lugar ficticio que él crea: el condado de Yoknapatawa. Las palmeras salvajes es una excepción. Los personajes se mueven alrededor del Mississippi, y viven, trabajan y sufren condena en ciudades reales, fácilmente identificables porque aparecen con sus nombres propios.
LA NARRACIÓN BROTA DESDE EL INTERIOR DE LOS PERSONAJES
Una característica de la obra de Faulkner es ésta: lo que sucede fuera de los personajes no interesa, interesa sólo en función de cómo lo viven ellos. Esto genera una aparente incoherencia, la sensación de leer algo entrecortado y falto de unidad. No hay una lógica conocida, la única guía es la identificación del lector con los personajes. Pero por eso también detectamos una fuerza fuera de lo común: el dolor se escupe, no se explica; los momentos felices se palpan, no se cuentan ni señalan como tales.
Centrémonos en un ejemplo: la plenitud del encuentro físico entre los amantes no se narra, ignoramos los detalles, pero la imagen reiterativa de los pies desnudos de Carlota aproximándose a Harry se convierte en un símbolo de la dicha que les espera y comparten. Será el lector quien interprete esos vacíos y lo consigue sólo sí se entrega. Si lo hace logrará sentir lo que los personajes sienten.
Si añadimos que, además, hay saltos en el tiempo y en el espacio y que encima tenemos las dos historias intercaladas, los lectores pueden acusar la falta vínculos. Tendrán que encontrarlos en el silencio de lo que no se dice.
La relación entre Carlota y Harry tiene un ingrediente pasional muy fuerte y excluyente. Francamente destructivo. Desde que se conocen y deciden unir sus vidas, renuncian a todo compromiso que pueda competir con esa relación «ideal» de pareja amante. Ella abandona marido y dos hijas (en 1937 este hecho debía ser catalogado casi de monstruoso por la sociedad) y él tira por la borda su carrera, la gran herencia de su padre y un medio honrado de vida. De ahí en adelante, todo serán renuncias, sus miradas se centran exclusivamente en la relación que tienen.
La presencia, en el primer capítulo, del otro médico (aquel que les alquila la casa) y su mujer, es importante porque representan la opción de vida opuesta: éste sí aceptó la herencia de su padre quien también era médico, pero su vida ha sido de una pavorosa mediocridad. Y su mujer, diametralmente distinta a Carlota, muy digna en las formas (les ofrece la sopa) pero intolerante respecto al hecho de que los inquilinos no estén casados; parece una mujer que se ha ido secando en el transcurso de su vida:
«… los rígidos papelillos atormentándole el pelo gris, sobre la cara gris, sobre el camisón de cuello alto que también parecía gris, como si cada una de sus ropas participara de ese horrendo color fierro de su implacable e invencible moralidad…» (pág. 19).
La dicotomía funciona muy bien porque al poner frente a frente a los personajes, Faulkner los sitúa en sus elecciones y señala sus consecuencias: dos hombres concebidos para ser médicos pero que, por circunstancias distintas, escogen caminos opuestos. Ninguno encontrará la felicidad: mientras uno arriesga y se juega el todo por el todo; el otro acepta su destino y se convierte en un mediocre.
En el caso de las mujeres vemos que la que tiene hijos los abandona, la que hubiera deseado tenerlos no los tiene; y la mujer embarazada de «El Viejo» consigue tener y criar al suyo a pesar de la inundación. Habiendo sido este caso el menos prometedor, el deseo y la voluntad de realizarlo es tan grande que se impone y triunfa.
Los personajes de Faulkner parecen movidos por una fuerza telúrica que brota de las entrañas de la tierra, a veces casi bíblicos, guiados por una suerte de destino impuesto por ellos que los impulsa a moverse en una dirección y a no detenerse jamás, por doloroso que sea el camino. Recuerdo a Lena en Luz de agosto, conmovedora imagen de una mujer caminando sin descanso en busca de su hombre.
En «El Viejo», el penado alto se opone a la fuerza de la inundación con una potencia aún mayor que la de la naturaleza: si el agua lo arrastra, él intentará sobrevivir para salvar a la mujer y al niño cueste lo que cueste. Nadie comprenderá cómo cargó el esquife sin ayuda, tarea de titanes, objetivamente imposible de realizar, pero la voluntad de regresar a tierra y depositar su tesoro: mujer, niño y esquife incluido, lo puede todo. Y lo puede todo porque él así lo ha querido. Salvarlos es más importante que salvarse: elige no huir.
Con igual poderío avanzan Carlota y Harry a su destrucción, obedeciendo a una orden interior que les exige renunciar a una vida burguesa, aquello que ellos llaman decencia. La estabilidad -todo lo que aquello implica como el dinero, el trabajo, los hijos- los horroriza. Por lo tanto dan la espalda a esa decencia y se lanzan al infierno, hasta la mina en Utah, con tal de no apagar la llama interior que los había unido, marcados por fuego. ¿Locos? No, no están locos, son dos seres cegados por la pasión, apostando por una vida diseñada por ellos y para ellos, dedicada a su amor:
«Oye, será siempre luna de miel. Siempre. Eternamente hasta que muera uno de los dos. No puede ser de otro modo. O cielo o infierno. Nada de cómodo y pacífico purgatorio intermedio para que nos alcancen la buena conducta, la abstinencia, o la vergüenza o el arrepentimiento.
…Dicen que el amor muere entre dos personas. Eso no es cierto. No muere. Lo deja a uno, se va si uno no es digno, si uno no lo merece bastante. No muere; uno es el que se muere. Es como el océano: si uno no sirve, si uno empieza a apestar en él, lo escupe en alguna parte para que se muera. Uno se muere de cualquier modo, pero yo prefiero ahogarme en el océano a que me escupa a una faja de playa muerta, y que el sol me reseque hasta convertirme en una manchita sucia sin nombre, sólo «Ésta fue», como epitafio…» (pág. 75).
Este es un tema en el cual insisten los dos amantes, es su credo, la búsqueda compartida, cuando uno flaquea, él otro se encarga de recordarle la necesidad de abandonar el mundo exterior para recobrar el centro:
«Sí. Eso es… Decencia, eso era lo que me decidió. Hace poco descubrí que la haraganería engendra nuestras virtudes, nuestras más tolerables cualidades; contemplación, ecuanimidad, pereza, dejar en paz al prójimo; buena digestión mental y física; la sabiduría de limitarse a placeres carnales: comer y defecar y fornicar y sentarse al sol, porque no hay nada mejor, comparable, ninguna cosa mejor en este mundo sino vivir por el corto tiempo en que se nos presta aliento, estar vivo y saberlo –ah, sí. Ella me enseñó eso, me marcó también para siempre- nada, nada. Pero hace poco he visto claro, sacando la conclusión lógica, que una de las virtudes primordiales –ahorro, aplicación, independencia- engendra todos los vicios –fanatismo, entrometimiento, suficiencia, miedo y lo peor de todo: decencia-. Nosotros, por ejemplo. Porque el hecho de ser solventes por primera vez, de saber con seguridad de dónde vendría la comida de mañana (el maldito dinero, demasiado: de noche nos quedábamos despiertos planeando cómo gastarlo; para la primavera ya andaríamos con prospectos de compañías de vapores en los bolsillos) me había esclavizado y entregado a la decencia como cualquiera.» (pág. 113)
EL TEJIDO DE LAS DOS HISTORIAS
Las Palmeras salvajes comienza por el final (el final de la relación amorosa entre los protagonistas), es por lo tanto una narración circular. Carlota está muriendo, víctima del aborto practicado por Harry (forzado por ella), y lo único que desea en esos momentos de dolor y muerte, es que Harry pueda liberarse del castigo y consiga huir. Esta actitud brava, en un momento en donde le fallan las fuerzas físicas porque está agonizando, es una muestra imponderable de su amor, pasión que los ha llevado hasta el final.
Ante de conocerla, Harry estaba terminando las prácticas para ejercer como médico: su padre, también médico, lo apoyó y ayudó económicamente para que así fuera. Intuimos que seguía ese camino por inercia, porque era su destino. Cuando conoce a Carlota se diseña otro destino, soñado y concebido por él, y a ese destino se entrega como un poseso. Es tan consecuente con su elección, que no toma el cianuro que le lleva Rittemenyer a la cárcel, porque morir sería matar el recuerdo de ella. Si él vive, Carlota sobrevive en su recuerdo:
«No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejará de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada, elijo la pena.»(pág. 258).
«El Viejo», en cambio, es una historia aparentemente lineal, por lo menos comienza por el principio: estando preso el penado alto se desbordan las aguas del Mississippi. Obligado por uno de sus carceleros a conducir un esquife para ir al rescate de dos personas, una de ellas una mujer embarazada en peligro de ahogarse. La encuentra y se aferra a ella, la protege contra viento y marea, vive muchas aventuras guiado por la obsesión de salvarla, hasta que consigue entregarlos a las autoridades. En vez de liberarse y escapar, regresa finalmente a la cárcel para que ellos puedan sobrevivir en tierra firme.
Es cierto que en «El Viejo» hay saltos en el tiempo y el espacio narrativo, saltos que se aprecian cuando cambia el narrador. Se trata de una tercera persona que cuenta los hechos en orden cronológico, pero en algunas ocasiones es interrumpido por el yo (el penado) quien comenta con sus compañeros las experiencias (pasadas) desde el presente. En realidad es como si el penado dialogara con la tercera persona, o completara la información con su punto de vista.
Los movimientos de las dos historias son opuestos: Carlota y Harry viven alejándose de un centro (familia, estabilidad, trabajo, vínculos), el penado, a pesar de que la inundación lo aleja, busca regresar a un centro buscando estabilidad para la mujer y el niño.
La inundación funciona en el caso del penado como «el enemigo» que lo aleja, en Carlota y Harry la inundación está dentro de ellos, la pasión es el río que se desborda y los lanza al abismo, el enemigo que los obliga a renunciar a todo y los aniquila.
Y como eje común que une a las dos historias tenemos la prisión del Estado de Parchmann: ambos protagonistas terminan en la penitenciaría de esa localidad. Es el fin de los dos caminos: uno regresa a la cárcel para salvar dos vidas, el otro llega por terminar con dos vidas. El penado no conocía a la mujer que rescata, pero algo se mueve dentro de él y ese descubrimiento se convierte en el único ideal de su vida, Harry ama a Carlota pero la mata a pesar de sí mismo.
Al ser opuestos las fuerzas que mueven a los protagonistas de las dos historias este ensamblaje particular de la novela adquiere sentido, porque la alternancia confirma que son dos historias complementarias, dado que representan a dos posturas extremas del comportamiento humano. Por lo tanto una ayuda a comprender a la otra, de la misma manera que el médico del primer capítulo, y su esposa gris, ponen en evidencia el mundo interior de Carlota y Harry. La falta de pasión de unos, resalta el «exceso» en los otros. Veamos cómo lo percibe el médico (aunque sea el narrador en tercera persona quien lo enuncia) cuando se enfrenta con Harry y Carlota:
·… demasiado viejo para que lo despertaran a media noche y lo arrastraran desprevenido y todavía torpe de sueño, a esto, a esta viva pasión salvaje que no lo había tocado cuando era joven, cuando era digno de ella y a cuya pérdida creía no sólo haberse resignado sino que había tenido suerte en haberla perdido.» (pág. 223).
Aunque Harry lo llamaría «decencia» a él, el otro médico reconoce, con sólo verlo, y con cierta melancolía, la huella de lo que sería su modelo opuesto:
«…tiene en el cuerpo una prueba de amor y de pasión y de vida y de no estar muerto.» (pág. 21)
Encontramos otras oposiciones interesantes entre los personajes:
– Carlota muere por la hemorragia provocada por el aborto; el penado es hemofílico, pero sus hemorragias no le causan daño, la vive como otra «inundación» natural que le toca, sangre que brota de su cuerpo y que él acepta.
– Harry huye del trabajo, por razones que ya comentamos, sin embargo el penado recupera la alegría cuando tiene que trabajar para sobrevivir:
«…había olvidado qué lindo es trabajar». Pág. 210).
EL LENGUAJE
El lenguaje utilizado en ambas narraciones es distinto porque obedece al ritmo interior de cada historia, otro gran acierto de Faulkner, su gran versatilidad.
En Las palmeras salvajes la historia de amor no fluye, la información aparece incompleta, como si fueran balas que se lanzan al vacío. El lenguaje en esta parte es duro, áspero, sin adornos; refleja dolor y lucha interior, se expone el conflicto y las explosiones causadas por el sufrimiento, con cierta crudeza:
«-Tengo dos hijos, dos niñas –dijo ella-; es raro, porque en mi familia todos eran varones salvo yo. El que más me gustaba era mi hermano mayor pero una no se puede acostar con su hermano y como él y Rat tenían el mismo cuarto en el colegio me casé con Rat y ahora tengo dos niñas y cuando tenía siete años me caí en la chimenea peleando con mi hermano y esa es la cicatriz. La tengo también en el costado y en la cadera y he tomado la costumbre de contarlo a la gente antes de que me lo pregunten, y todavía lo hago cuando ya no importa.» (pág. 40).
En «El Viejo» el lenguaje tiene mucha sonoridad y es envolvente. Las frases son largas, como serpentinas lanzadas al aire que se van estirando según sopla el viento. Fluyen como el río, por momentos las palabras parecen brazos que se extienden al infinito:
«Zarpó, es decir, se soltó de la parra. Era todo lo que tenía que hacer, porque mientras la proa del esquife se cernía sobre los leños entreverados y hasta cuando lo sostenía con la parra en el agua relativamente quieta detrás del entrevero, sentía firme y constante susurrar la fuerte correntada a una pulgada de las débiles tablas en que se agazapaba y que, tan pronto como soltó la parra, se hizo cargo del esquife, no con un poderoso y único envión, sino con una serie de ligeros golpes, tanteadores y felinos; comprendió ahora que había alimentado una especie de infundada esperanza de que el aumento de peso haría más manejable el esquife. Durante los primeros momentos tuvo una loca (e infundada) creencia de que así era; había logrado dirigir la proa contra la corriente y la mantenía en un tremendo esfuerzo continuado aún después de descubrir que viajaban con bastante rectitud pero con la popa delante y continuado de algún modo aun después que la proa empezó a cansarse y a girar: el viejo irresistible movimiento que él tan bien conocía, demasiado bien para luchar en contra, de modo que dejó hamacarse la proa corriente abajo con la esperanza de utilizar la propia inercia del esquife para que diera la vuelta entera y traerlo de nuevo aguas arriba. El esquife navegaba de costado, luego de popa, luego de costado otra vez, cruzando el canal diagonalmente hacia el otro muro de árboles sumergidos; empezó a huir debajo de él con rapidez aterradora; estaban en un remolino pero él no lo sabía; no tenía tiempo de llegar a ninguna conclusión ni aun de asombrarse; se agachó, los dientes desnudos en el rostro hinchado y sucio de sangre, los pulmones reventados, el remo golpeando el agua mientras los árboles se encorvaban enormemente sobre él…» (pág. 126- 127).
El ritmo de vorágine y el caos de la escena logran trasmitir la lucha del hombre contra la fuerza del agua, al mismo tiempo que se cuela un sentimiento de ternura hacia el penado que lucha intuitivamente, seguro de su éxito. El se ha programado para salvar a la mujer y a su bebé, en eso radica su fuerza, cumple con su destino y no se cuestiona.
Las imágenes de «El Viejo» son bellas como su alma, con él nos internamos en un mundo luminoso. Carlota y Harry nos muestran el lado oscuro. A pesar de ser un presidiario, este hombre es transparente. Lo habían encerrado por «conato de robo en un tren». Ni siquiera robó, «lo arrestaron en cuanto subió al coche del expreso donde debían estar el oro y la caja de hierro», quería convertirse en personaje de folletín literario, no ambicionaba el dinero.
En Las palmeras salvajes Faulkner se apoya en una adjetivación particular y debo reconocer que lo hace magistralmente: «inmóvil aire opulento», «airada quieta voz rápida», «la cara ubicua y sincronizada, oracular, admonitoria e insensible», «una separada, implorante, amenazadora, inerte aunque viviente masa…», «profundo, más allá de la mera audacia, especulativo, más allá de la fijeza», «las ciegas e incomprensibles voces de pájaros revoloteaban entre los polvorientos y extravagantes focos de luz», «impotencia rabiosa», «fláccido y soñoliento sueño», «los pies inmóviles y las piernas oscilantes», «recóndito enigma solitario», etc. Los ejemplos abundan, los objetos se mencionan calificados, de esa manera tienen características propias que los transforman y realzan, el adjetivo aspira a hacerlos únicos.
Merece la pena mencionar que la traducción al español de Jorge Luis Borges es espléndida.
LA CREACIÓN COMO UN RETO
Carlota es escultora, y esto no es casualidad. A través de ella afloran algunos conceptos sobre la creación artística, ideas que surgen de la búsqueda personal de Faulkner, de su teoría literaria. La necesidad de introducir una mayor libertad en la sintaxis, en la estructura y en el lenguaje, responden al deseo de romper con los moldes establecidos, los cuales resultan caducos para los fines que persigue.
Llama la atención esta búsqueda de lo nuevo en un escritor que sitúa sus novelas en el sur de los Estados Unidos, un territorio conservador y puritano. El contrapunto entre la forma moderna y el mundo que retrata produce un efecto fascinante. La mujer de gris es un buen ejemplo de esta cultura cavernaria: le pide a su marido que eche a Carlota, moribunda, y a Harry, fuera de su casa para que no los manche el pecado ajeno. No hay bondad ni generosidad en esta mujer, sólo la mueven las normas sociales y la moral. Vive en un mundo rígido y triste.
Para comunicar lo que quiere comunicar, para trasladar al lector al interior de sus personajes, para superar las formas narrativas decimonónicas, Faulkner tiene que innovar. Es lo mismo que Carlota aspira a conseguir a través del arte:
«No quiero que pose. Es justamente lo que no quiero. No quiero copiar un ciervo. Cualquiera pueda hacerlo.» (pág. 89).
«Ya te he dicho como me gusta hacer las cosas; cómo me gusta tomar el limpio metal duro o la piedra y cortarlos, por duros que sean, por más tiempo que tomen, modelarlos en algo hermoso, que se pueda mostrar con orgullo, que se pueda tocar, levantar, que se pueda mirar de atrás, y cuyo hermoso peso sólido se pueda sentir en la mano y que si uno lo suelta no es la cosa la que se rompe, es el pie, salvo cuando no es el pie, es el corazón, si es que yo tengo corazón…» (pág. 45).
El escritor huye de la rigidez de lo ya dicho, quiere captar el mundo en su devenir, su versatilidad, su riqueza. Si hay inundación en las tierras del Mississippi, que las palabras inunden la página para que produzcan ese efecto; si los personajes optan por renunciar a una parcela del mundo, esa parcela del mundo no debe aparecer en la narración para que su ausencia pese como les pesa a ellos. ¿Qué hacer para que las palabras no resten vitalidad y fuerza al mundo y captar el instante?:
«Un corto muelle en el agua. Había una estrecha faja de playa con un gamo parado, rosado en el alba del domingo, con la cabeza erguida, observándolos un instante antes de huir con su colita blanca arqueándose en largos saltos mientras Carlota, saltando del coche con la cara hinchada de sueño, corría al borde del agua chillando:
-Eso es lo que yo trataba de hacer. No los animales, los perros, los ciervos y caballos: el movimiento, la carrera.» (pág. 87).
Lo hizo Faulkner, sus lectores lo celebramos.
Los textos están tomados de la edición de Siruela, 2002, traducción de Jorge Luis Borges.