Deliciosa prosa, a pesar de la dureza de su contenido, escrita en francés por el narrador afgano Atiq Rahimi (Kabul 1962), que fue llevada con éxito al cine bajo la dirección de su autor. La piedra de la paciencia cuenta la historia de una mujer que vive sometida a una cultura en donde ellas son tratadas como animales de carga, sin ninguna consideración: «En alguna parte de Afganistán, o en cualquier otro lugar», como indica el autor al inicio de su relato. El machismo institucionalizado, avalado por la Sharia, ha dejado a este colectivo sin derechos para llevar una vida normal. El maltrato crónico es una norma que las convierte en seres reprimidos, incapaces de expresarse, sometidas a sus hombres que disponen de ellas como si fueran objetos domésticos.
En la historia que narra Rahimi, la protagonista de la novela recupera la voz debido al silencio forzado de su marido. Él está en coma debido a una bala incrustada en el cerebro. La incapacidad del hombre permite que florezca una capacidad ahogada en ella: alejada del mundo, sin testigos que la puedan juzgar o callar más allá de un marido inerte, esta mujer descubre que hablar tiene una cualidad terapéutica.
La atmósfera del relato, finamente dibujada por Rahimi, es densa y claustrofóbica. La mujer, innombrada, está en una habitación que es una celda, cuidando a un enfermo que será la cadena que la ata, no a la pared, pero sí a la casa. Dentro de la habitación hay muy pocas cosas que nos distraigan, el tiempo real está detenido, la vida ha dado paso a una suerte de agonía compartida, interminable, desesperante. Poca cosa sucede en este pequeño espacio: se cuida al enfermo, se lee el Corán, se reza sobre la alfombra y con el rosario, se espera. Y, poco a poco, forzada por su angustia, la mujer habla. Las hijas irrumpen pero sólo para ser expulsadas del lugar. Sin embargo hay movimiento y vida fuera de la casa: se registran sonidos exteriores, pero el narrador no traspasa la puerta de salida. Lo que sucede más allá de estas paredes es percibido a la distancia, como ecos lejanos, al lector no se le permite presenciar la vida exterior, ni siquiera cuando la mujer abandona el lugar. Ella dirá lo que hace cuando desaparece, pero el narrador no la sigue, lo cual acentúa la sensación de encierro y aumenta la densidad del aire, con escasa ventilación.
Sin embargo, teniendo en cuenta las limitaciones mencionadas, la mirada del narrador en tercera persona demuestra una notable riqueza sensorial ya que en las primeras escenas, a pesar de la pobreza y la austeridad, nos señala el amplio colorido de los objetos: paredes azul cian, cortinas con un cielo amarillo y azul y otra cortina de un solo tono verde, el colchón rojo, la foto en blanco y negro, la camisa azul, la sábana blanca, la túnica púrpura, los ojos negros, el rosario negro. Un cuadro doméstico con una rica paleta. Y además, sonidos varios: la cadencia de la respiración y de las cuentas del rosario, los llantos de las niñas, la oración que la mujer pronuncia; y desde el exterior se oye la llamada del Mulá, el canto del chico en la bici, la presencia del aguador, el ruido de unos pasos, la tos de la vecina, las bombas que explotan. Conforme avanza la narración los sonidos exteriores se intensifican: se oyen carros de combate, los cantos de la vieja, los ruidos de las botas, las voces de unos niños, etc. Todos ellos magistralmente intercalados con momentos de silencio, tanto dentro como fuera, profundos y significativos silencios que acentúa el volumen de los sonidos que los preceden, o que los siguen.
Se repiten algunas imágenes que tienen una carga simbólica en el mundo de La piedra de la paciencia. Primero mencionaremos los líquidos: suero, colirio, agua en la palangana, agua con sal y azúcar, agua que reparte el aguador a los vecinos, lágrimas, sangre y lluvia:
- Aguas que intentan lavar, ya sea los síntomas de la enfermedad (suero, colirio y agua), los miedos de los tiroteos exteriores (la lluvia o la mercancía que reparte el aguador), y el dolor (lágrimas).
- La sangre es una imagen significativa en La piedra de la paciencia, y aparece en diferentes circunstancias: la sangre de la herida que se produce la mujer por la rabia guardada y cuando se muerde el labio, la sangre menstrual que funciona como una defensa a la violación, la sangre de la primera noche que también fue un escudo para probar su virginidad aunque no era sangre pura; y en la escena final, cuando yace muerta bañada en sangre. La mujer, que es la que sufre, es la que sangra, su corazón está vivo. El marido, a pesar de ser el enfermo, no sangra, su corazón está muerto, ni siquiera cuando le clavan un arma, ni cuando la herida de bala es manipulada por la mano de ella. Es, precisamente, la ausencia de sangre lo que la revela, encuentra injusto que el cuerpo del hombre no se pronuncie, ese no sangrar es interpretado como un silencio aterrador, inhumano, y ella lo vive como una agresión hacia su persona:
«Inquieta, desliza delicadamente la mano bajo la nuca del hombre. Una sensación, una angustia, hace estremecer su brazo. Cierra los ojos, aprieta los dientes. Inspira profundamente. Dolorosamente. Sufre. Al espirar, retira la mano y, bajo la débil luz de la lámpara, se examina la punta de los dedos, temblorosos. Están secos. Se levanta y pone al hombre de costado. Le acerca la lámpara a la nuca para examinar una pequeña herida todavía abierta, lívida, sin sangre, pero que aún no ha cicatrizado.» (pág. 29).
- El suero y el colirio son dos imágenes de la mujer como enfermera, responsabilidad que asume para cuidar a su hombre. El suero es el alimento que asegura la continuidad de la vida. El terror a quedar viuda es muy grande, porque una mujer viuda -en esa cultura- no es nadie, pierde su vinculación con el mundo y no se merece nada. Por otro lado, hay momentos en que le pesa mucho la carga que significa el enfermo y lo quiere muerto, para liberarse y salir de la casa que está en zona de guerra. Cuando los balazos la ponen muy nerviosa, le quita el suero para que se muera y ella pueda largarse. El suero es, en este caso, ya no el alimento sino más bien el arma.
- El colirio, siempre en dosis de dos gotas, simboliza la necesidad de la mirada que constata la existencia, la pareja como el espejo en donde uno se reconoce. La mirada es importante aunque ésta sea burlona, irrespetuosa, o vacía, porque está ahí, y estando establece el vínculo. Ella cuida esos ojos porque ahora los necesita, a pesar de que nunca le gustó como la miraban. La rutina de la mujer tiene un sentido mayor que el cuidado de un enfermo, su labor asegura la supervivencia mutua:
«Vuelve con una lámpara de gas. La pone en el suelo, junto a la cabeza del hombre, y saca del bolsillo el frasco de colirio. Le echa delicadamente las gotas en los ojos. Una, dos. Una, dos. Después sale de la habitación y regresa con una sábana y una pequeña palangana de plástico. Levanta la sucia tela que tapa las piernas del hombre. Le lava el vientre, los pies, el sexo. Una vez lavado, vuelve a cubrir a su hombre con una sábana limpia, verifica los intervalos entre las gotas de agua con azúcar y sal y se marcha con la lámpara.» (pág. 27-8).
- Encontramos otras imágenes del mundo animal que sirven como analogías para los humanos: los pájaros migratorios en las cortinas de las ventanas (listos para despegar), la mosca, las hormigas, la araña y la avispa en el cuarto junto al cuerpo agonizante (devorándolo); las codornices del padre, el gato del encierro y el castigo, las ratas que come el gato, los perros en la calle. Hay tan pocos elementos en La piedra de la paciencia, que uno tiende a encontrar significados escondidos atrás de cada uno de ellos.
Evolución del personaje
Al principio de la novela, la mujer aparece con una actitud de servicio: una mujer que cuida a su marido herido. Para lograr su cometido se apoya en la religión: cumple con la costumbre de repetir el nombre de Dios, uno para cada día durante noventa y nueve días, acude a la llamada de la oración y despliega la alfombra, lee el Corán, se vale del rosario. Pero conforme avanzan los días, el estado del enfermo no cambia y la mujer va impacientándose. La soledad, el abandono de los suyos, la guerra, destruyen sus defensas, se encuentra desvalida. Poco a poco notamos un cambio en ella: expresa su rabia y su dolor, recuerda su pasado y se queja de su suerte, y lo más importante aún: se rebela contra Dios cuando le toca llamarlo el Donador, porque siente que ella no ha recibido de Él ningún don. Ésta es su mayor rebeldía porque a partir de ese momento decide no rezar de manera disciplinada, no vuelve a extender la alfombra, busca la ayuda en otra parte y sale de casa a buscar a su tía. El hecho de pedir ayuda fuera le recuerda otros momentos en que fue asistida por la tía, las dificultades con su padre, con su suegra, y también los momentos entrañables con su suegro. Salir de casa la hace también salir de sí misma, de su rol atávico, y poco a poco recobra una independencia de pensamiento y palabra que la liberan. La culpa estará siempre presente, pero ella aprenderá a manejarla. Aunque la liberación también la asusta, desconoce sus límites, teme a los secretos tan bien guardados y por ello se declara, a veces, poseída por un demonio. Le cuesta entender hacia donde va, por qué la necesidad de contar lo que no debe, entonces vuelve a rezar, implora perdón, intenta reparar las faltas. La rabia crece en ella a medida que crece el relato. Y notamos que cambia su vocabulario, antes tan contenido y respetuoso:
«Pero ahora, ¿de qué te estaba hablando antes de que el cretino del mulá empezase a rebuznar?» (pág. 76).
«En efecto, yo no era más que un trozo de carne en el que meter tu sucia polla.» (pág 97).
«Hijo de puta, bastardo.» (pág. 101).
La llegada del muchacho soldado lo cambia todo: la mujer reencuentra su sensualidad, disfruta y descubre el poder de su cuerpo, al punto que busca a su marido para hacer con él lo que ha hecho con el soldado, quiere ver si de esa manera lo trae a una nueva vida. No consigue una reacción de parte de su hombre, pero su lengua se va soltando. Y el dolor crece, y la rabia se multiplica. En este proceso de cambio recuerda situaciones que fueron determinantes en su vida, transgresiones que hizo para alejarse del dominio paterno (mata a la codorniz y roba la pluma), y la más importante de todas, para salvar su matrimonio (se deja hacer dos hijas y las pasa por hijas del marido para evitar ser expulsada de la familia). Cuando revela éste último secreto, terrible y demoledor, encuentra la ansiada liberación que no es otra cosa que la muerte. Nada era lo que realmente parecía ser: ni él era un héroe, ni ella la mujer que su marido creía tener a su lado, ni siquiera las niñas eran las hijas del supuesto padre. Dentro de la cultura del sometimiento femenino, Atiq Rahimi nos confiesa que las mujeres tienen recursos que mantienen escondidos pero que les permite ser más dueñas de su vida de lo que aparentan. Aunque sea para sobrevivir, ya es un primer escalón en la lucha. O así lo queremos ver.
Estilo
La sintáxis de frases cortas, que se suceden como balas de metralla, es un recurso poético. Dibujando las frases, Atiq Rahimi consigue un minimalismo que impacta, las oraciones son descarnadas, adolecen de adornos y van al grano. Muchas de ellas no tienen ni verbo: la palabra justa y que ella se defienda sola, que predique sin predicado. Algunos ejemplos:
«Mira lentamente a su alrededor. La habitación. Su hombre. Ese cuerpo en el vacío. Ese cuerpo vacío.» (pág. 22).
«Se queda no lejos de la puerta. Se acaricia los labios con los dedos, después, nerviosamente, se los mete entre los dientes, como para sacar las palabras que no se atreven a salir. Abandona la habitación, se la oye preparar algo para el almuerzo, hablar y jugar con las niñas.
Y después la siesta.
Las sombras.
El silencio.» (pág. 34).
«Emocionada y pensativa, sentada en el suelo, termina su cebolla y su pan.
Sopla para apagar la lámpara.
Se tumba.
Y se duerme.» (pág 86).
A pesar de la dureza de la vida, el texto está lleno de imágenes plásticas en un intento por rescatar cualquiera atisbo de humanidad, retazos de belleza:
«Loa rayos de sol, pasando a través de los agujeros del cielo azul y amarillo de las cortinas, acarician la espalda de la mujer, mientras sus hombros oscilan regularmente, con la misma cadencia que el paso de las cuentas del rosario entre sus dedos.» (pág. 17).
«Sentada entre los dos hombres, uno oculto tras el turbante negro, el otro detrás de la cortina verde, lanza miradas inquietas.» (pág. 71).
Debido al encierro, hay un código para expresar el paso del tiempo, tiempo que no avanza más allá de unos cuantos elementos que son los único que cuentan, elementos que reemplazan a los minutos, a los segundos y a las horas:
«Después de tres vueltas de rosario, doscientas setenta respiraciones, están de vuelta.» (pág. 22).
«Una decena de gotas después, regresa.» (pág. 23).
«Su ausencia dura tres mil novecientas sesenta respiraciones del hombre. Tres mil novecientas sesenta respiraciones a lo largo de las que no ha sucedido nada, aparte de los acontecimientos previstos por la mujer: el aguador llama a la puerta de los vecinos. Una mujer de tos ronca abre la puerta…» (pág. 24).
«Dos respiraciones, y un silencio lleno de rabia.» (pág. 25).
Pero a pesar de que no hay horas, ni minutos, ni segundos, se pone énfasis en el tránsito del día a la noche y de la noche al día, cambios que se expresan con el color: los rayos de sol brillan cuando amanece, la aurora y el alba son grises, la noche es negra. Estos juegos de luces se perciben en la habitación a través de las cortinas agujereadas con el dibujo de los pájaros migratorios en azul y amarillo, tela que marca los límites entre afuera y adentro.
Y por supuesto, habría que comentar la imagen de la piedra de la paciencia (Sangue sabur), objeto de adoración que tiene poderes mágicos en la religión musulmana, y que funciona como una metáfora en el texto: el marido sería esa piedra para ella, objeto que un buen día, con la revelación del secreto, tiene el poder de reventar (resucitar):
«Sí, es una piedra para todos los desventurados de la tierra. ¡Ve a verla! Confíale tus secretos hasta que se rompa… hasta que seas liberada de todos tus tormentos.» (pág. 67).
Los textos han sido tomados de la edición de Siruela, traducción del francés de Elena García Aranda.