José Ovejero (Madrid 1958) escribe una novela urbana que sitúa en Madrid con una clara intención de recrear una realidad contemporánea, la misma que el autor conoce y que presenta con una imagen muy actual, el Madrid del telediario. Al señalar ciertos elementos que la definen en el cambio, uno intuye cierta dosis de nostalgia por la ciudad castiza que fue: me refiero a la presencia de trabajadores inmigrantes en el almacén, a los muebles de Ikea como referencia inevitable en cualquier entorno doméstico, a la presencia de rusos como inversores y kosovares que blanquean dinero comprando empresas locales en mala situación, a los contratos basura, a los eres, a los chinos y sus tiendas de ropa barata, por citar algunos ejemplos. Todo esto contribuye a presentar un Madrid en crisis, una ciudad cambiante en un mundo globalizado que exige apertura y movimiento. Es el mundo que Samuel divisa desde la terraza de su ático.
Samuel, el del quinto
Porque Samuel es un cuarentón sin rumbo ni anclaje; un hombre incapaz de tomar una iniciativa, tibio, poco emprendedor, nada valiente. Estamos hablando de un personaje que no siente, prefiere pasar por la vida como un fantasma, quizá demasiado equipado para protegerse al punto que sus defensas impiden que experimente cualquier sentimiento, incluso dolor. Indiferente, intenta vivir como un sonámbulo:
«Siempre me ha gustado vivir en áticos y buhardillas, porque desde sus ventanas o terrazas se ve un mundo que, sin pertenecerte, te permite disfrutar de él. No es necesario que lo cuides, nadie te pide que repares las tejas o reorientes la antena. Está ahí, para que lo mires, y cuando te asomas a ese vasto espacio te sientes como un terrateniente que va el domingo al campo y fuma recorriendo con la vista esas posesiones que no tiene que regar, ni labrar, ni cosechar.
Y también me han gustado siempre las mujeres que me permiten disfrutar su compañía sin obligarme a realizar el trabajo arduo, constante, ingrato a veces, que exige cualquier larga convivencia, una relación que se supone debe crecer y prosperar, pero para lo que haga también es necesario regar y labrar, e incluso la cosecha puede resultar agotadora aunque sea abundante.» (pág. 12).
Nos encontramos, al inicio de la historia, con un protagonista aparentemente resignado, decidido a no arriesgar, a no asumir, a no amar. Elige la soledad renunciando a cualquier recompensa, hay toneladas de miedo dentro de él y un gran vacío. Yo creo que el protagonista de La invención del amor pertenece a una generación de españoles que se han criado en la abundancia y en un estado de bienestar, una vez satisfechas y aseguradas las necesidades materiales, perdieron las ganas de luchar. Lo que los frena es el temor a renunciar a ciertos beneficios, logros de un mundo individualista y poco generoso.
Samuel se refugia en la terraza, un espacio físico privilegiado que le permite gozar de la vista de la ciudad, una visión amplia de un mundo ajeno. La actitud del hombre que contempla y discierne refleja que no todo está perdido, hay algo dentro de Samuel que será su tabla de salvación. Ese algo que lo mantiene a flote es su mente activa, se trata de un hombre reflexivo, consciente de su situación personal y de sus límites. Alguien que toma nota del vuelo de las aves -los vencejos- o de los murciélagos, es alguien que registra la posibilidad del vuelo, esas imágenes que retiene y atesora son el opuesto al encierro porque las aves son una metáfora de la libertad:
«La terraza es mi salvación, porque al estar ahí, comiendo o leyendo, o pensando en mis cosas, tengo la impresión de no estar sólo matando el tiempo, sino disfrutándolo. Estás muerto cuando deja de atraerte el placer, cuando ya no piensas más que en evitar el aburrimiento y no te importa que tu vida sea más ausencia -de dolor, de pasión, de entusiasmo- que contenido. El mayor enemigo de la felicidad no es el dolor, es el miedo. Para estar realmente vivo tienes que estar dispuesto a pagar un precio por lo que obtienes. Y ahí es donde yo fallo. Me estoy volviendo perezoso; me cuesta pagar para obtener y tiendo a conformarme con lo que me sale gratis, es decir, con poca cosa.» (pág. 43).
El miedo paraliza. Y la parálisis, que no es otra cosa que contención, protege de lo desconocido. Vivir es arriesgar, y quien arriesga también sabe que pierde. Samuel intenta racionalizar su inacción y procesarla como una ventaja para obrar bien. Pero también reconoce que al rechazar la aventura de la vida, el placer se aleja. La contradicción que advierte será el inicio de su despertar. Y Carina, con el pretexto de Clara, su guía:
«El otro Samuel, ese a quien suplanto para Carina, tiene una mujer y tenía una amante. Yo nunca he tenido una amante porque nunca he tenido una mujer a la que engañar; quizá debería decir que nunca ha confiado en mí lo suficiente una mujer como para que podamos hablar de engaño. Y si por un lado puede sonar triste esta constatación, por otro me alegro de no ser uno de esos hombres que ocultan y fingen, llegan a casa y dan beso a su mujer en la mejillla temerosos de que algún gesto o una palabra delaten que en realidad están pensando en la otra… Me alegro entonces de no ser el otro Samuel, salvo porque me hubiese gustado conocer a Clara, que ella hubiera sido mi amante; ella hubiera venido a buscar consuelo en mí…» (pág. 97-8).
No hay un juicio moral en este último párrafo, es la racionalización de una situación interior, el análisis de los propios límites y de las negaciones que uno se impone. A mí me parece importante porque refleja el estado anímico de Samuel, su vulnerabilidad. No sentir es una cosa (que en realidad es no querer sentir), no pensar es otra muy distinta y peligrosa, sin reflexiones el personaje sería un mediocre y un simple. No lo es, y por eso recupera el deseo perdido. ¿Cómo lo hace?:
La impostura
La mentira es, en La invención del amor, el pistoletazo de salida, un elemento necesario para que Samuel decida terminar con su encierro.. En realidad se trata de un juego, una aventura, una invitación para alejarse de uno mismo. Lo interesante es que ese otro en quien se esconde será su máscara o su disfraz, pero también un arma de conocimiento: Samuel ve la realidad desde un ángulo nuevo y de esa manera, descolocado, sorprendido, se libera de ataduras.
El juego comienza con un mal entendido, mientras recibe la llamada Samuel no entiende lo que sucede pero todavía no pretende ser otra persona: es su nombre el que escucha, lo llaman a él, le dan una noticia. Hace un esfuerzo para repasar la lista de conocidas a ver si coincide alguna con el nombre Clara y toma nota de los datos del funeral. Hasta ahí, ninguna mala intención. Es cuando llega a la oficina y se da de bruces con el tedio de la rutina y el aburrimiento cuando se inventa la primera mentira:
«-Mañana voy a un funeral -le digo, rascando las escamas del sofá con la uña.
-¿A un funeral? ¿Alguien cercano?
-Sì, mucho.» (pág. 22).
Con esa afirmación crece unos centímetros, se convierte en un hombre querido por una mujer y más importante aún, en alguien que sufre la tragedia de una pérdida intempestiva. Miente para reclamar una mirada benigna sobre él, sube un peldaño ante la opinión de su socio, y, aunque no sea cierto, a él le gusta ese nuevo personaje.
La segunda mentira será para retener a Carina: mi mujer se ha ido de casa, frase que resuelve la situación y se adecúa a la realidad robada. Sin embargo al contar como fue la separación, aparece el verdadero Samuel, no el suplantado que es quien sí tenía mujer y a quien la mujer lo dejó. Me parece interesante este distanciamiento porque para seducir a Carina, de manera inconsciente, Samuel se presenta como mejor persona que su modelo original:
«No, mi mujer, a quien llamé Nuria, y Carina aceptó el nombre sin ningún gesto, se había ido sin reproches, sin venganzas, sin estridencias. Había constatado que ya no éramos felices y que no teníamos por qué aceptar esa blanda cadena perpetua a una moderada satisfacción a la que nos habíamos resignado. Creo que el relato impresionó a Carina y quizá empezó a apreciarme más por mi manera de contar la separación, sin hablar despreciativamente de mi mujer, incluso dejando entrever un afecto que aún nos unía.» (pág. 61).
Falsear la realidad le ha dado tantas satisfacciones últimamente, que Samuel llega al extremo de mentirse a sí mismo. Cuando sus fantasías reemplazan la realidad, expresa una ternura desconocida, un fino sentido del humor, las emociones comienzan a fluir de manera espontánea, aparece el humor chispeante y la diversión. La transformación del personaje resulta evidente:
«¿Estaba yo desnudo o vestido? Si estaba desnudo, ¿teníamos tanta confianza como para llevar sin embarazo esa situación en la que ella veía un primer plano de mis genitales, y mi cabeza más allá, en lo alto y la cámara quizá a la altura de mi cintura? ¿Hizo una broma sobre ello? ¿De ahí ese gesto descarado de sacarme la lengua? ‘Tú si que estás para una foto’ habría dicho, me dijo, y tendió la mano para tocarme y yo le dije ‘Quieta que vas a salir movida’…» (pág. 91).
Por el relato de Carina, Samuel se entera de cómo es ese Samuel a quien suplanta y el resultado le produce un odio repentino, mezcla de celos por haber sido el depositario de la pasión de Clara, y de repugnancia por el personaje mismo que le disgusta. Lo llegó a acusar de ser la causa de un suicidio inexistente, pero antes se permite actos de violencia frente a su puerta: araña la madera, arroja basura, vierte cemento en el buzón. Nada de esto hubiera sido posible si no prestamos atención a la transformación que experimenta, recordemos que era un hombre pasivo, contemplativo, tibio. En comparación ahora parece un adolescente, un hombre explosivo, sin embargo no da la cara, sus actos los realiza a escondidas, protegido por el anonimato. Deja de esconderse cuando humilla al Samuel del cuarto sugiriéndole que su mujer lo engañaba y que fue ella quien colocó los pelos de gato en su abrigo para provocarlo, buscando un pretexto para dejarlo plantado.
La confusión entre verdadero y falso es una constante y marca de tal manera la vida de Samuel desde aquella llamada de teléfono, que por querer conocer a Clara, la supuesta amante, termina enamorándose de Carina, la hermana real. El juego funciona: la imaginada amante lo conduce a la mujer de carne y hueso; dicho de otra manera: la mentira deja paso a la verdad, que se impone por sus propios méritos. El auténtico Samuel, que estaba sofocado por la rutina y el miedo, ya no puede posponerse. Y creo que ese es el sentido del final: enamorado de Carina dejará que surja el verdadero Samuel, su propio relato.
Voces y puntos de vista
El narrador nos cuenta su propia historia usando la primera persona. Este recurso funciona bien porque el punto de vista general le pertenece a él, quien con su impostura, genera la historia y confirma su autoría:
«Ahora, al transcribir todo esto, estoy prestando a sus frases una cadencia, un tono y una sintaxis que son los míos. La recuerdo y la recuerdo con mis palabras, porque cuando contamos lo que nos rodea lo hacemos siempre en nuestra lengua, después de filtrarlo con ojos, con entendimiento y emociones que creemos neutrales o los únicos posibles pero que no dejan de ser nunca los nuestros, distintos, limitados.» (pág 67).
Pero subyace una idea como telón de fondo, una idea que da sentido a la propuesta de Ovejero: los seres humanos, todos, tenemos varias facetas y cada una de ellas depende de dónde se le mire. En literatura, esto se llama punto de vista. Los personajes presentan una gran complejidad cuando el narrador permite que entre una voz distinta a contar, porque a esa voz le pertenece un punto de vista diferente que añade información y un juicio subjetivo. Precisamente por eso tenemos una Clara según Carina (la visión de la hermana y las rivalidades entre ellas, la rebeldía adolescente, el distanciamiento posterior), una Clara según Samuel, el del cuarto (la visión del ex amante: su lado salvaje y una intensidad que lo desborda) y una Clara según Alejandro (la visión del ex marido que la ve como una víctima de su amante, a quien responsabiliza de su deterioro).
Lo realmente interesante en La invención del amor es que la realidad termina por borrar la mentira: Samuel acusó al ex amante de Clara de haber sido la causa de su suicidio, detalle que se lo inventa para usarlo como un arma contra él, pero la versión -que es mentira- coincide con lo que dice Alejandro, el marido: según éste el ex amante era su camello, por lo tanto, el culpable de su deterioro. Si, además, asociamos esto a lo que cuenta Carina de la etapa rebelde de Clara, no sería raro que hubiera sido así: una recaída de su hermana al encontrarse con Samuel, el del cuarto; dado que este Samuel, era según Carina, una mala influencia para Clara, tanta, que ella le pedía que lo dejara. Y las descripciones que hace Samuel, el del quinto, de Samuel, el del cuarto, podrían coincidir con las de un camello: su desaliño, su aspecto decadente, etc. La faceta de esta Clara decadente que aparece al final, produce un giro inesperado en la historia, lo que dice Alejandro es determinante ya que señala un cambio físico y anímico en su mujer. Es cierto que este cambio podría haber sido consecuencia del adulterio, pero podría interpretarse, también, como una recaída en la droga:
«…Empezó a ponerse arisca. Pero sobre todo estaba desganada, como esos niños que cuando tienen que hacer los deberes dejan caer la cartera sobre la mesa mientras sueltan un resoplido. Así andaba por la casa, hablaba, hacía la cama, se cepillaba los dientes. Todo parecía para ella una obligación difícilmente soportable. Yo asistía impotente a la transformación, sin saber su causa. Cuando empecé a sospechar la razón, le propuse que nos mudásemos a otra ciudad. Pero ella ya se había rendido. Se dejaba caer, y había algo de triunfo en ello, como si se demostrase a sí misma que era lo que era. Y yo sabía que había algún culpable, que un chulo miserable la estaba usando sin importarle lo que hacía ella.» (pág. 206-7).
Y para terminar con este enredo y con el abanico de posibilidades que se suman y multiplican, me gustaría recordar que a pesar de que la relación del protagonista con Clara fue inexistente, la madre de Samuel, vieja señora delirante, es la única que le otorga veracidad al hecho; como si hubiera sido testigo de algo que nunca sucedió, desdibujándose la línea entre lo real y lo inventado de la misma manera como se borra el límite entre la cordura y la locura.
Las descripciones de José Ovejero son muy eficaces, presenta con acierto a sus personajes utilizando unos cuantos rasgos físicos, ciertos gestos, características exteriores que terminan por sugerir actitudes interiores porque hay mucha subjetividad en ellas. Debido a la soltura con que dibuja los contornos consigue que los personajes irrumpan con naturalidad y nos resulten familiares, absolutamente creíbles. Uno tiene la sensación de verlos llegar y plantarse delante nuestro. Algunos ejemplos:
-Genoveva, la secretaria:
«Es una mujer que ronda los cincuenta y da la impresión de haberlos rondado siempre; lleva el pelo ahuecado y con laca, con un peinado alto que se parece mucho al de mi madre, y masca chicle continuamente; he comprobado si lo pega debajo de la tabla del escritorio, pero no lo hace, al menos lo retira al final de la jornada. Suele vestirse con unos trajes de chaqueta color crema que quizá nunca estuvieron de moda, y debajo blusas salmón o azul pálido, y lleva unas gafas de montura dorada muy fina, mucho más estrechas en los bordes exteriores que en los interiores, que me hacen pensar en programas de televisión en blanco y negro, aunque casi no los recuerdo.» (Pág. 100).
-Su hermana:
«Desaparece hacia el fondo del pasillo y su voz me llega mezclada con ruido de cajones y puertas, pasos apresurados. Mi hermana siempre tiene prisa, siempre va corriendo a todas partes, su estado natural es el de estar marchándose o estar llegando. ‘Pero no me muevo del sitio’. Sale ya con los zapatos puestos, de tacón más ancho que alto, y con una chaqueta doblada sobre el brazo.» (pág. 146).
Hay algo que no me gusta y es el uso de algunas palabras rebuscadas (paralelepípedos, reverbero, cenital, antracita) que, en un relato en primera persona, a mí me suenan mal. Es difícil creer que alguien se exprese de esa manera cuando utiliza un lenguaje coloquial. En fin, es una cuestión de gustos, un detalle menor que en el resultado final no resta a este merecido Premio Alfaguara 2013, cuya lectura recomiendo y celebro.
Los textos han sido tomados de la edición de Alfaguara, 2013.