De padre húngaro y madre nacida en Montenegro, Danilo Kis (1935- 1989) fue un escritor serbio que experimentó en carne propia el desarraigo de los europeos del este nacidos después de la caída del Imperio Austro-húngaro. El exilio forzado, la nostalgia por la tierra, la melancolía por el desarraigo y la miseria de la guerra, marcaron su vida y su obra. El padre de Kis era judío y murió en Auschwitz, víctima del fascismo, pero el señor Kis fue víctima, también, de un espíritu extravagante y una mente febril. Buena parte de la obra de Danilo está dedicada a la figura paterna y dentro de ella destaca Jardín ceniza, novela que es al mismo tiempo un canto a la madre, cómplice y refugio en la infancia dolorosa y marginada que le tocó vivir.
Influenciado por Proust, los recuerdos de la infancia conservan, en la prosa de Kis, las sensaciones intactas, los olores, y el miedo. El mundo de los adultos se presenta como una constante provocación, la falta de armonía de la vida familiar procede de los mayores, que en vez de proteger, agreden y causan tristeza: el padre, las autoridades locales, los vecinos, los parientes, los alemanes. ¿Cómo crecer en un entorno en dónde el niño está marcado por ser el hijo de un judío loco e irreverente? El niño lo intentará con la ayuda de su madre, pero cuando el padre es obligado a partir, la situación no mejora porque estalla la guerra.
Kis presenta a su padre con cariño, su locura la convierte en excentricidad, rescatando su componente lúdico y provocador. Un hombre como su padre puede ser digno de admiración porque no se deja encasillar y conserva un espíritu inquieto, pero la ausencia total de recursos prácticos resulta una ruina para la familia. La novela comienza con una detallada descripción de la bandeja que sostiene la madre, un objeto doméstico que simboliza la decadencia del presente:
«Esta bandeja había empezado a perder el fino baño de níquel que antaño la recubría. En los cantos, ahí en donde la superficie plana formaba al doblarse un reborde ligeramente elevado, aún se veían los vestigios de un antiguo brillo -en las escamas de níquel, parecidas a papel de aluminio adelgazado con la uña-. El estrecho reborde plano terminaba en un canalón oval combado hacia abajo. Este canalón curvo estaba ya abollado y deformado. A lo largo del canto superior del reborde había unos menudos relieves decorativos repujados, todo un collar de pequeñas convexidades de hojalata. Quien sostenía la bandeja (solía ser casi siempre mi madre) debía de sentir bajo las yemas de sus pulgares oprimidos al menos tres o cuatro de estos abultamientos hemisféricos, parecidos a las letras del alfabeto para ciegos…». (pág. 101).
La descripción es minuciosa, la mirada del narrador se detiene en los detalles y sugiere significados a través del tacto, de esa manera la descripción funciona como una metáfora de la situación familiar. Kis no cuenta el estado al que llegó la familia con hechos, se limita a señalar un objeto que representa ese mundo en ese momento. Precisamente por ello, al final del largo párrafo, el niño desea sumergirse en el sueño y prolongarlo para evadir la dura realidad:
«Entonces, quejumbrosos y descontentos, nos negábamos a despertarnos y volvíamos a deslizarnos bajo los tibios edredones para pasar dormidos aquellos días que habían empezado a estropearse y a oler a pescado descompuesto.» (pág. 102).
El sueño será siempre un refugio en Jardín ceniza, una tabla de salvación al la cual aferrarse «dando vueltas en la boca a los últimos bocados de pan-sueño» (pág. 117); y la imaginación un arma defensiva, un salto a un mundo mejor. La figura del viaje representa esta posibilidad, supone salir de la rutina, obviar lo ordinario y tantear otros territorios. El niño se entrega sin la menor resistencia cuando viaja, como si se instalara en una nube en donde se queda colgado para trastocar la realidad y apropiarse de ella: al fiacre lo convierte en barco, a los asientos en un paisaje campestre, y, lo más importante, a la prosa la convierte en poesía:
«El asfalto reluce bajo el agua de riego o de lluvia y el fiacre boga en silencio, suavemente mecido por las olas de la marea creciente de la aurora. No se oye más que la monótona cadencia de la máquina del barco, movida por ocho potentes pistones. He salido de mi adormecimiento; el frescor de la mañana me hace cosquillas en la nariz y me acurruco, friolero, contra mi madre. En la estación, mi padre paga al cochero y entrega nuestro equipaje al mozo. Luego subimos al tren, en primera clase, donde brilla la luz de cobalto de las lámparas de acetileno, y nos acomodamos en los asientos de terciopelo verde, como un tupido césped inglés en miniatura. Encima de los asientos, como en los jardines, un seto vivo de rosas de encaje blanco.» (pág. 121-2).
Pero la familia Kis sabe también simular un viaje sin necesidad desplazarse físicamente, lo hacen cuando se encuentran al borde del abismo y como no ven otra manera de asumir sus vidas, deciden, en su desesperación, escapar. Este es un viaje triste:
«Porque aquel año que pasamos al lado del terraplén ferroviario, en la época de la total derrota de mi padre, la lejanía significaba para nosotros no sólo un remoto destello lírico, sino también el catártico y útil pensamiento de la huida, la salvación del miedo y del hambre. Y el pensamiento de la huida sólo aumentaba nuestro vértigo: nos pusimos a vivir en nuestra habitación como en el compartimiento de un tren. Por supuesto, la idea surgió de mi padre. Guardábamos nuestra ropa en maletas y bebíamos té del termo. En ausencia de mi padre, pasábamos todo el día dormitando, los unos al lado de los otros, detrás de las cortinas corridas, envueltos en mantas, como si viajáramos.» (pág. 145-6).
Las imágenes, a lo largo del relato, tienen una carga muy potente, sintetizan los hechos y conmueven sin explicaciones superfluas, resumen estados de ánimo, despiertan sensaciones y exponen las heridas sin mostrar la sangre. Kis es un maestro en el arte de sugerir apoyándose en lo visual, el patetismo de esta escena familiar resulta evidente, el dolor se palpa, se huele, impregna el ambiente y envuelve a toda la familia que yace exhausta, derrotada. La escena es dulce y terrorífica al mismo tiempo, más aún cuando quien narra es uno de los sujetos de lo narrado.
Y habrán otros viajes ingratos, dos de ellos cuando se dirigen a Hungría para pedir refugio a la familia del padre. La sensación de marginado acompañará al niño en su desarrollo, se sabe fuera de lugar, distinto a los chicos del colegio por ser hijo de judío, a los familiares por ser hijo del pariente loco empobrecido. Para hacerse notar y sobresalir usará su inteligencia, su destreza, su capacidad de lucha. Y consigue seducir a Julia, la mejor de la clase, a pesar de tener el mundo en contra suya. Tan en contra, que a pesar de sus méritos, los padres de ella le impedirán seguir con la relación y los maestros tampoco le dejarán hacer la primera comunión. Como consecuencia de estas experiencias llevará grabada en su piel la sensación de ser un paria, un chico señalado con el dedo, el hijo de un apestado.
La relación con su padre será ambivalente, lo avergüenza ante los demás pero al mismo tiempo despierta su admiración, le gusta su valentía, su originalidad y lo enternece su locura. Pero le da mucha rabia también, sobre todo cuando bebe. Y rabia porque descubre el patetismo de un padre perdedor y alcohólico, un padre que es un estorbo para la comunidad. Las referencias que hace al trabajo de Eduardo Kis, esa guía extraña e impráctica, están teñidas de ironía, el humor suaviza la búsqueda infructuosa del padre y en el niño que juzga se percibe cierta debilidad por el desvarío y la ambición cognitiva de su padre, características que él valora y hereda.
Novela de aprendizaje
Creo que Jardín ceniza tiene elementos propios de una novela de aprendizaje. El texto recoge el recorrido del protagonista durante sus años de su infancia: la necesidad de protegerse ante las circunstancias adversas, los problemas que se originan por el comportamiento inadecuado del padre y por la injusta persecución de la cual es víctima; el hambre, el miedo y la soledad como consecuencia de ésta situación familiar y luego la explosión de la guerra.
El narrador adulto narra lo que vivió de niño en un tono melancólico. Pocas alegrías hay en su mundo, pero el niño, infatigable, se valdrá de algunos recursos para defenderse de la dureza de la vida y seguir su marcha hacia adelante:
- La madre, personaje determinante en el plano afectivo, el puntal que los enfrenta al caos, la defensora de la dignidad familiar, la cómplice en sus juegos evasivos. Llama la atención lo poco presente que está Ana en la vida del narrador, la hermana no parece compartir sus angustias, sus deseos, sus sueños, a veces resulta un estorbo. El único espejo en donde se mira es su madre, la sintonía con ella es total:
«Por la noche, cuando mi madre encendía la lámpara de aceite en la que ardía una mezcla de petróleo y de grasa, nuestra cocina se transformaba, de repente, en el territorio legal de la noche; la lámpara, hecha con una lata de conserva militar, que se ponía a temblar y a silbar como una tetera, a roer como un gusano la dura corteza de la oscuridad, confería a nuestra cocina un lugar de honor en esa noche sin una sola estrella. Esta lámpara era la única estrella en esas noches sin esperanza, en las que la lluvia barría sin distinción conceptos como los de arriba y abajo, unía con largas líneas el cielo y la tierra, marcaba rayas sobre el dibujo infantil que el día otoñal había pintado de gris, ocre y a amarillo, con unas manchas rojas en las esquinas. En aquellas noches nuestra cocina se convertía, como ya he dicho en una pequeña capilla, en un altar, en el punto más oriental de las tinieblas.
Estas veladas habían nacido del silencio, de donde todo procede.» (pág. 268). - La imaginación y la literatura, la primera porque lo ayuda a soñar despierto y de esa manera trasciende la inmediatez de un mundo miserable, y la segunda porque le regala historias para que haga con ellas lo que más desee. Los pasajes de Jardín ceniza, en donde el narrador se introduce en los textos bíblicos como sujeto activo, son los más bellos de la novela: se apropia de la Historia sagrada para convertirse él mismo en personaje histórico, un héroe elegido para realizar hazañas extraordinarias que dejen huella en la humanidad:
«… Cuando las aguas se han retirado y el fondo y el arca toca la tierra tras tantos días de errar sin rumbo en las olas, vivo las horas estrelladas de mi fantasía y de la historia del hombre. Mi alegría de vivir es tan intensa que tengo ganas de gritar e intento con todas mis fuerzas olvidar que ésta no es mi alegría, pero me dejo llevar, a pesar de todo, por esta ilusión, por este engaño. Uno mi grito al grito de aquellos que salen del arca, sigo el victorioso vuelo de los pájaros que abandonan sus jaulas, oigo su canto, el rugido de los leones que dejan sobre la tierra aún mojada y resquebrajada las huellas de sus garras, el sordo tamborileo de las pezuñas de los ungulados que pisotean el suelo, del que ya brotan hierba y flores, tallos de cebolla y de acedera, y los higos y las naranjas, recién dejados en el suelo, estallan como judías hinchadas de su sabia y su misión.» (pág. 178).
Y de la Biblia pasa a los relatos literarios, textos que interioriza y convierte en suyos, de esa manera la literatura le ofrece una vida paralela llena de excitación, descubre a través de los relatos un mundo ajeno y maravilloso. Gracias a la ficción, su mente se mueve en un escenario más amplio y más rico :
«… me entregaba a mis novelas como me entregaba a mis pensamientos pecaminosos a los que no podía resistir y que, medidos según las severas y draconianas leyes del último juicio seguía siendo, sin embargo, menos pecaminosos que las obras, que los actos. Arrebataba los mares, los continentes, los cielos, los amores, de las novelas. ¡Oh vida, oh, mundo, oh, libertad! ¡Oh, padre mío!». (pág. 288).
La imaginación también funciona como un instrumento que le permite recrear un mundo de fantasía para evitar el sufrimiento que le produce la ausencia de su padre: cree verlo en varias ocasiones, disfrazado de otra persona, lo ve aparecer como un fantasma vivo que pasa como una ráfaga de viento, un personaje camuflado al cual no tiene acceso porque no se deja identificar. Sabemos, porque lo dice, que el padre fue a un gueto, y luego desaparece. La hipótesis de la muerte se lee entre líneas, pero el narrador se resiste a confirmarla, por eso lo resucita mentalmente, negando su trágico destino. Es sorprendente que al final, la vida en la casa cuando estaba aún el padre -a pesar de su locura y excentricidades- será la etapa que se recuerde como el paraíso perdido. Es verdad que la guerra arrasó con todo, y que en comparación a esa violencia, lo del padre queda desdibujado.
- La mujer, como una revelación y una promesa. Primero la figura de Edith, la señorita que despertó en él las primera inquietudes, «La señorita Edith, con sus perfumes sin duda artificiales, introdujo la desazón en mi alma» (pág. 131); la Magdalena de sus sueños eróticos irrealizables; pero sobre todo Julia, quien monopoliza su atención y lo transforma en un adolescente arrebatado y conquistador, reafirmando su personalidad:
«¿Quién ha sembrado en mí este pecado, quién me ha enseñado el peligroso y atractivo oficio de Don Juan, quién puso en mí boca estas palabras seductoras, llenas de vertiginosa ambigüedad y de apetecibles promesas, que susurraba al oído de Julia, de pasada, en los pasillos de la escuela, en el patio durante el recreo, o ante las narices de todos, en la fila delante de la puerta, envolviéndolas en el sonido de la campana como en papel de plata? La perseguía con una obstinación peligrosa y amenazadora, la espiaba con la mirada, la envolvía en mi curiosidad como en una telaraña, deslizaba mis miradas, como antenas, en el escote de su blusa…» (pág. 166).
Estilo
Danilo Kis es un narrador sensible que está muy cerca de la prosa poética. No narra hechos, no cuenta una historia, lo que él hace es dibujar imágenes que funcionan como metáforas, metáforas que sugerirán hechos que habrían provocado esas imágenes. En la guerra de Jardín ceniza no hay un sólo disparo, ni un arma si quiera, pero sentimos el miedo, la desolación, el frío. Un buen ejemplo de esta característica es la escena en donde vemos la partida de las familias judías obligadas a dejar sus casas, un acto de por sí injusto y violento: la mirada del narrador se detiene en la acumulación de objetos en cada carreta, es lo único que señala, no nos dice cómo se sienten, ni cuánto sufren. Pero el hecho mismo de empacar significa muchas cosas: el deseo de volver a instalarse en otro lugar, por lo tanto la no aceptación del destino cruel que los espera; lo apegados que están a los bienes materiales y al mismo tiempo lo significativos que son los objetos cotidianos para cualquier ser humano independientemente de su etnia; la forma cómo se organizan y cómo trabajan con dedicación y de manera meticulosa para salvar lo suyo; y por supuesto la tremenda ironía de la historia:
«Los descendientes de Noé van hacia la muerte como los faraones hacia la paz de sus majestuosas pirámides, llevándose, ingenuamente, todos sus bienes terrenales.» (pág. 224).
Kis utiliza las enumeraciones como un recurso formal para lograr un efecto determinado. En el caso de los objetos mencionados, la mirada se detiene en cada uno de ellos otorgándoles, de esa manera, un significado especial, único; y por otro, la acumulación de cosas resulta excesiva, por lo tanto señala la ironía de la situación:
«Alfombras, tapices, lavabos, bañeras de porcelana, escritorios, psiques, mesas de mármol, valiosos libros antiguos encuadernados en cuero, sillones Biedermayer semejantes a tronos, otomanas, armarios, vajillas, vasos, cristalerías, tiestos de fucsias, tiestos de adelfas, tiestos de geranios, de naranjos del Japón, de limoneros, estuches con cubertería de plata forrados de satén rojo parecidos a los cofres de las pistolas de duelo, un piano, un estuche de violín parecido a un sarcófago de niño, retratos familiares con marcos barrocos sacados de su polvorienta paz, arrancados de su eternidad vertical, colocados en perspectivas humillantes y blasfemas, con la cabeza hacia abajo o con recortes imposibles en los que se pierde la expresión de la cara y la fuerza del caráccter, relojes de pared con sus péndulos de oro…» (pág. 224).
Otra enumeración muy lograda es la que intenta describir el contenido del libro de su padre, obra que ninguna editorial acepta publicar:
«… las preguntas a las que buscaba respuestas provocaron que el volumen creciera, de tal modo que reunió una enorme bibliografía sobre los más diversos temas y en todas las lenguas europeas, y los lexicones fueron reemplazados por estudios alquímicos, antopológicos, antroposóficos, argónicos, arqueológicos, astrológicos, astronómicos, cabalísticos, caracteriológicos, cartesianos, cartográficos, catalépticos, catapléxicos, casuísticos, causales, cinegéticos, comediográficos, comparativistas, confucionistas, cosntitucionalistas, cósmicos, cosmogónicos, cosmográficos, cosmológicos, darwinistas, deístas, dialécticos…» (pág. 139).
Está claro que hay una intención de burla y que, al mismo tiempo, la enumeración califica al libro de manera más explícita que cualquier otro comentario: la guía es caótica, inabarcable, dispersa. En la obra de Eduardo Sam todo vale con tal de sumar elementos, el resultado parece un reverendo disparate.
Jardín ceniza no es una novela fácil, pero si uno se abandona y se deja llevar por el ritmo de la prosa y la sutileza del lenguaje, agradecerá haberlo leído: el universo de Danilo Kis es rico en sensaciones y profundo en su alcance. La melancolía y la tristeza que tiñen estas páginas recrean una época en donde la violencia fue la causa de muchas penas, el adulto que las recuerda utiliza la medida exacta de humor y ternura para dosificarlas.
Los textos han sido tomados del volumen «Circo familiar», de la Editorial Acantilado, 2007, traducido por Nevenka Vasiljevic Stankovic.
Pido disculpas por no acentuar correctamente los apellidos del autor y la traductora, pero el teclado de mi ordenador no lo permite.