Intemperie, novela publicada en el 2013 -Premio del Gremio de Libreros de Madrid ese año- es un interesante relato que nos traslada a algún lugar incierto de la España profunda, en algún momento de la primera parte del siglo pasado. Su autor, Jesús Carrasco (1972), evita los datos concretos de manera voluntaria, porque pretende que la historia trascienda a un tiempo y a un espacio concretos y de esa manera adquiera una resonancia mayor, aplicable a muchos lugares y épocas en donde la barbarie fue, y es todavía aunque nos cueste admitir, la medida de lo común.
La historia del niño que escapa de los abusos del hombre poderoso de la región, avalado por su propio padre, es el punto de partida. Pero más allá de lo que le sucede al niño -sin minimizar la violencia ni la injusticia de la situación- Carrasco centra su novela en la dureza de un mundo seco, por su geografía; y podrido, por el abuso del poder. Creo que ahí está la esencia de Intemperie, el auténtico interés de este relato en donde el paisaje se roba el escenario. Y el paisaje también nos ofrece la mejor prosa del autor extremeño que vive en Sevilla, con descripciones de gran realismo y por momentos, poéticas.
El mundo rural
Al hombre contemporáneo que vive en una ciudad, le cuesta reconocer que la vida en el campo es diametralmente distinta; y que la sociedad rural, en lugares muy alejados, depende muchas veces de una sola persona quien ejerce su tiranía sin límites con total impunidad, ya que el aparato estatal parece no llegar a lugares tan remotos. En realidad, esto no es una novedad, la literatura peruana indigenista, por ejemplo -pienso en las novelas de Ciro Alegría y José María Arguedas- denunciaban los mismos abusos. Y muchas otras obras importantes, como Pedro Páramo de Juan Rulfo, por citar otro ejemplo que transcurre en México. En España tenemos la obra de Delibes y Cela, que también son referentes en este tipo de literatura. ¿Qué tienen estas obras en común? Más importante que el tema de la opresión, que aparece siempre como una denuncia, en todas encontramos el mismo dolor, la misma rabia, la mayor desolación.
¿Qué es, entonces, lo que aporta Intemperie? Sorprende que en pleno siglo XXI un narrador europeo decida elegir un mundo primitivo que lo creemos casi muerto, un fantasma del pasado que se hace presente para recordarnos la dimensión de la naturaleza humana. Y la persistencia de la violencia, de la injusticia y la pobreza a pesar del progreso que nos rodea. El lado oscuro del hombre es parte de la realidad, no importa si ésta se ubica en Nueva York, Bolivia o Dar es Salaam. ¿Acaso La piedra de la paciencia de Atiq Rahimi no habla de lo mismo en Afganistán? ¿Y La carretera de Cormac Mc Carthy en una hipotética catástrofe universal en Estados Unidos? Yo creo que, en esencia, todos estos relatos son variaciones sobre un mismo tema: la explotación del fuerte sobre el débil cuando la sociedad no es capaz de imponer las leyes básicas para el buen comportamiento.
Desde los primeros párrafos, la prosa aporta elementos para recrear el mundo rural:
“Desde su agujero de arcilla escuchó el eco de las voces que lo llamaban, y como si de grillos se tratara, intentó ubicar a cada hombre dentro de los límites del olivar. Berreos como jaras calcinadas. Tumbado sobre un costado, su cuerpo en forma de zeta se encajaba en el hoyo sin dejarle apenas espacio para moverse. “ (pág. 9).
Si observamos las analogías, ambas se refieren al mundo animal (grillos) y vegetal (jaras calcinadas). La medida de lo conocido es el campo y lo que allí existe. Si prestamos atención al refugio que busca, reparamos que es un agujero de arcilla, como si el niño fuera un animal que se esconde en una guarida. Y, en esas circunstancias, se convierte en una presa para los cazadores que lo persiguen.
El paisaje, escenario en Intemperie, es desolador: una tierra seca y pobre, una región moribunda en donde no existe belleza, nada resulta agradable en este lugar inhóspito y agresivo, no hay un rasgo acogedor en este llano, ni un detalle amable. Por eso el título de la novela me parece un hallazgo, porque tiene dos posibles lecturas: Intemperie -ésta es la más literal- porque transcurre en el exterior, bajo un sol abrasador, en plena sequía; e Intemperie porque el protagonista no encuentra la acogida que busca, el chico huye de su casa y de su pueblo pero, a parte del cabrero que lo ayuda, no hay refugio para él, nada ni nadie que lo cobije, ni un sólo espacio que lo reciba y lo proteja de la violencia sufrida. La desnudez del paisaje se corresponde con la desnudez de su vida, por eso está expuesto e indefenso ante el mundo que lo rodea. Intemperie de naturaleza existencial, en esta segunda connotación.
Hasta los animales en esta región parecen de mala calidad, desvalorizados por el entorno:
“Por suerte para él, el llano no daba para exotismos. Allí sólo había galgos. Carnes escurridas sobre largos huesos. Animales místicos que corrían tras las liebres a toda velocidad y que no se detenían a olfatear porque habían sido arrojados a la Tierra con el único mandato de la persecución y el derribo.” (pág. 10).
Las descripciones son exhaustivas, la prosa avanza sin prisa como si el narrador quisiera cincelar con palabras los objetos y los escenarios señalando hasta el más mínimo detalle. La mirada es certera, el resultado demoledor:
“Dos alisos exhaustos agitaban hojitas lacias a unos metros del carrizal, en la orilla de lo que debió ser una charca. Por un lado, una hilera de fronda pálida crecida a lo largo de un surco se alejaba del mazo principal como una púa sobre el llano. Por otro lado, sobre el lecho seco y quebrado de la laguna, se dibujaban líneas como isobaras formadas por restos vegetales. Testigos de los últimos estertores de la charca. Rastros deshidratados de suciedad que las olas habían alineado y que la evaporación había terminado de posar sobre el fondo. La brisa caliente del medio día hacía rozar los juncos entre sí, esparciendo por los alrededores ecos de frágiles cascabeles de madera. Ásperas melenas agitándose como banderas de oración, pero sin caballos briosos, ni joyas, ni mantras. Reclamos tendidos al cielo que, en lugar de esparcir bendiciones, parecían convocar al sol para inmolarse con la ayuda de un cristal o de un rayo.” (pág. 61).
Los pocos interiores que se presentan comparten la misma cualidad que el paisaje: decadencia, fetidez, abandono:
“El hombre metió con cuidado la cabeza por la puerta. Había excrementos de aves por todas partes. Los cadáveres resecos de dos pichones, cáscaras rotas de huevos y restos de un roedor descuartizado por alguna rapaz. El olor apergaminado de los excrementos enmascaraba el ligero aroma a orín infantil. El ayudante del alguacil se asomó al interior del tubo y miró hacia arriba. Sólo aguantaba intacto el primer peldaño de la antigua escalera de caracol. A partir de ahí, una línea espiral de piedras a medio empotrar ascendía por la pared del tubo como la rosca de un tornillo. Las palomas habían colapsado con una mezcla de mierda, plumas y ramas el agujero que daba acceso a la terraza superior. Sin esa fuente de luz, a tres metros por encima del suelo, la oscuridad era indescifrable.” (pág. 99).
El aspecto físico de los pueblos que atraviesan es igual de triste. Se trata de una región arrasada, una geografía sin vida, sólo quedan ruinas y despojos. Este escenario desolador es lo único que el chico conoce, no tiene otros puntos de referencia, sin embargo, a pesar de su edad, arriesga y se rebela porque la vida que le espera es igual o peor que este panorama. Los paisajes reflejan las almas que los habitan:
“A ambos lados de la calle de arena encontró por igual casas cerradas a cal y canto o puertas derribadas por las que se podía ver el mismo cuadro repetido: vigas de madera caídas del techo abriendo grandes lucernarios que iluminaban montones de escombros. Baldosas de barro hidráulico con motivos de colores apagados y sucios. Algún cuadro con la figura de los monarcas o almanaques atrasados con anuncios de nitratos. Había vigas de madera con cuerdas de pita enrolladas y trozos de falso techo de escayola armada con cañizo. De algunas fachadas colgaban canalones de hojalata cuyos fiadores se habían soltado de los muros, , dejando agujeros como impactos de bala. Los desconchones mostraban los esqueletos de las casas, vigas y tornapuntas de madera gruesa. Se acercó a una de las construcciones y asomó la cabeza. Olía a sombra y a aceitunas podridas. Escuchó el aleteo de las palomas en algún lugar de la techumbre y sus arrullos monocordes.” (pág. 132).
La violencia
El origen del drama en Intemperie es la violencia. El niño la sufre y la rechaza, se rebela contra ese destino, por eso escapa. Su situación era precaria: sus padres no lo defendían del alguacil, al contrario, eran sus cómplices, por lo tanto se sabe totalmente desprotegido, entregado, sin más, a los deseos del poderoso.
Pero el caso del niño no es un hecho aislado, la violencia es la forma de la opresión, el camino seguro para dominar. La padece el viejo por proteger al niño, el tullido la ejerce por codicia y la sufre por ineficiente, el niño es violento con el tullido por rabia, y al final el viejo también la utiliza para vengar al niño y liberarlo. El círculo se cierra en este doble crimen. Pero se cierra con violencia, como si fuera el único camino posible.
Sin embargo hay dos situaciones que debemos mencionar: el viejo se violenta cuando el Colorao le cuenta, borracho, los abusos del alguacil al niño. No los mata por lo que le han hecho a él, los mata por lo que le ha hecho al chico. Y cuando dispara al alguacil protege al chico de la visión violenta de la cabeza que revienta. Saber que el niño será testigo del horror no lo detiene, intuye que es inevitable, pero sí maquilla la situación para suavizar el trauma del acto cruento.
Al final, la novela se resume en una cacería: la presa se convierte en verdugo con la ayuda del viejo y la historia da un giro: si se quiere, y se lucha, se puede escapar. Aunque el precio a pagar sea la violencia contra los culpables.
Me gusta la última escena con las gotas de lluvia, agua que limpiará y borrará lo sucedido. La lluvia es un buen final, la atmósfera pierde tensión, el paisaje cambiará con el agua, la gente podrá vivir en un ambiente más sano. No es un final feliz obvio, pero es un buen cierre después de tanto dolor. Las ventanas se abren al mundo y se respira un aire nuevo.
En paralelo a la violencia, que es el tema de fondo, hay una historia de aprendizaje que protagonizan el cabrero y el chico: el viejo como el padre que no tuvo, el chico como el hijo que quiere ser. Hay una conección my fuerte entre ellos, originada, quizá, por la necesidad. Pero luego, en la convivencia, se estrechan los vínculos, se ayudan, se acompañan, forman un equipo. Mientras el viejo se apaga, el niño va creciendo y asumiendo las tareas que ha visto realizar. Hay un traspaso de sabiduría popular, una suerte de herencia.
Enterrar al cabrero es la forma de honrarlo, de agradecerle lo que hizo por él. Para el viejo era importante descansar bajo tierra con una cruz de madera encima y el chico se lo concedió, intuyo que era importante ese gesto de agradecimiento, una ofrenda como pago de una deuda.
El Suspense
Es para mi, lo más logrado en Intemperie. Jesús Carrasco maneja bien sus tempos, sabe dosificar el ritmo narrativo y a lo largo de toda la obra uno lee con cierta inquietud, intuyendo que algo tremendo va a suceder en cualquier momento. En donde mejor se percibe este recurso es en la escena dentro de la posada, cuando llega el alguacil para castigar al chico y el narrador, consciente, ralentiza el desenlace: primero el Colorao pide que le pasen las salchichas, cuando el alguacil se las entrega el narrador se detiene en el cierre de las contra ventanas; luego registra el toque del Colorao que pide que le pasen el vino lo cual implica otra operación de abrir y cerrar las contra ventanas por segunda vez; después saca al perro del lugar, luego prepara su cena, y cuando termina abre las nueces y las recolecta, entonces comienza a abusar del niño pero se detiene para hacer fuego y alumbrar la habitación… En fin, que el lector no puede más de los nervios intuyendo lo que puede venir, acompañando al niño en su desasosiego, humillado de pie, maldiciendo su destino, deseando que algo ocurra para detener el abuso. Esta sensación está presente en la novela de principio a fin, se anuncia la tragedia aunque no se sabe exactamente cuál será el guión.
El lenguaje
Respecto al lenguaje, encuentro en Intemperie, aciertos y desaciertos. El narrador omnisciente en tercera persona no es un personaje, está fuera de la historia, sin embargo narra con el punto de vista de un lugareño, él también es un hombre del llano, o por lo menos conoce el mundo del campo con precisión, de ahí el manejo del vocabulario propio de esa gente. Esto es un logro, porque utiliza palabras que muchos desconocemos por vivir alejados de ese mundo, palabras que no sólo son correctas si no que añaden belleza. Las descripciones del paisaje son preciosas, a pesar de que los objetos o los ambientes descritos estén arruinados, incluso feos o malolientes, en la prosa hay poesía y las frases tienen ritmo.
Pero también hay algunos excesos. La narración del sueño del niño, por ejemplo:
“En su delirio, una red de curvas gomosas se mece sobre un lecho aceitoso. No hay un horizonte propiamente dicho, pero una fuente de luz rojiza se desvanece en algún lugar de la escena. La oscuridad gana la batalla. Los matices se van perdiendo y los poros cerebrales se van colapsando. En algún momento, dentro de su cabeza, hay una circunvalación que despierta y la alerta cobra una forma embronaria. Su voluntad se abre camino como un Laocoonte a través de la penumbra húmeda de su cerebro hasta que su consciencia es total. En la silla turca de su cráneo se sienta él o alguien que vive en su interior y que toma el mando de su cuerpo…” (pág. 45).
Por el lenguaje utilizado, este párrafo no se integra en el conjunto de la novela. Es demasiado elaborado, resulta artificial y se sale del tono del conjunto. Lo mismo sucede en otras ocasiones en donde el narrador se convierte en alguien distinto, utilizando giros que no encajan en el mundo rural, y resultan, por lo tanto, pretenciosos o académicos. Doy algunos ejemplos:
“El dialecto del cancerbero que habría de recibirle a las puertas del Hades.” (pág. 155).
“Hachas que se deslizaban sobre hachas, hasta llegar al fondo de la sima donde algunas de ellas fracturaban costillas prístinas. Huesos en todas las etapas posibles de degradación. Sedimentos de polvo cálcico, hileras de vértebras vacunas, poderosas pelvis. (pág. 68).
Intemperie tiene muchos méritos, es una historia interesante y tiene fuerza narrativa. Nadie que la lea podrá olvidar la lucha por sobrevivir dignamente de ese niño.
Los textos han sido tomados de la edición de Seix Barral.