Autor: Juan Gabriel Vásquez
El escritor mexicano Carlos Fuentes, de quien he leído buena parte de su obra pero a quien no conocí personalmente, me regaló, sin sospecharlo, un valioso testamento: su lista de las mejores novelas latinoamericanas del siglo XXI, incluída en el ensayo La gran novela latinoamericana, publicado en 2011. En este canon -como llamó Fuentes a su lista- figuraba Historia secreta de Costaguana, del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, a quien yo no había leído todavía. Agradezco a Fuentes el dato ya que la lectura de esta ambiciosa novela me mantuvo en vilo durante un tiempo, disfrutando como hacía mucho no lo hacía con una historia interesante y unos personajes inolvidables.
Vásquez, por eso lo llamo ambicioso, centra su relato en varios ejes: la historia de Panamá, por un lado, y la historia de Colombia que corre paralela, ambas plagadas de guerras, violencia y corrupción; las historias de amor vividas por Miguel Altamirano y Antonia de Nárvaez y la de su hijo, José Altamirano con Charlotte, la Viuda del Canal, relaciones intensas que son, por ello, memorables; la naturaleza inhóspita del istmo que es un medio salvaje, difícil de domesticar, devorador de hombres y enemigo del progreso; y por último, la historia de Joseph Conrad, escritor y aventurero polaco quien escribe en inglés Nostromo, novela sobre un país sudamericano que sería -en términos de la ficción de Vásquez- un eco -o un plagio- de su relato: La historia secreta de Costaguana.
Debido a la variedad de temas, sorprende el despliegue vertiginoso de información que encontramos en estas páginas, y, aunque parezca increíble, éstas no llegan a 300. Quizá sea una dificultad, ya que el lector cuenta con mucha información que no puede registrar fácilmente, pero la prosa de Vásquez seduce y arrastra con una dinámica particular y un tono febril teñido por la pasión que emana de sus personajes.
Vásquez es intenso, barroco cuando quiere, irónico casi siempre, y su mirada abarca lo general y lo particular con el mismo interés y detalle. En efecto, son muchas las cualidades del narrador colombiano quien demuestra soltura y capacidad para establecer sintonía con sus lectores, apoyándose casi siempre en el magnetismo de sus personajes, seres que viven sin freno, apostando por sus ideales, equivocándose en la apuesta pero entregándose sin medida a ellos. Ese gusto por la vida y ese coqueteo con la muerte están presentes en casi todos, hay exaltación y desmesura, curiosidad y osadía, valor y hastío, ingredientes que convierten a estas creaciones literarias en personas reales que reclaman atención y cariño.
La historia de Panamá
El telón de fondo es la relación inestable entre Colombia y Panamá, desde la independencia de España en 1821, pasando por las cuatro separaciones y los múltiples intentos fallidos de otras abortadas, hasta la creación definitiva de la República de Panamá con el apoyo norteamericano en 1903. Para explicar esta relación, Vásquez señala la importancia estratégica de Panamá que permite la comunicación entre el Pacífico y el Atlántico, y la avidez de los países que intentan apropiarse de ese privilegio: Francia, primero, con el proyecto de Lesseps, y luego los Estados Unidos, que facilitan la ruptura con Colombia para quedar mejor situados respecto al manejo del Canal. Todos los hechos históricos corresponden a la realidad, permitiéndose el autor las licencias necesarias para armar su propia ficción. Para ello se apoya en esta frase de Julian Barnes extraída de su History of the World in 101 ½ Chapters, que Vásquez, con acierto, incluye en las Notas del Autor que figuran al final de la novela:
«Inventamos relatos para tapar los hechos que ignoramos o no podemos aceptar; conservamos unos cuantos hechos verdaderos y alrededor de ellos tejemos un nuevo relato. Nuestro pánico y nuestro dolor sólo se alivian con un fabulación tranquilizadora; la llamamos historia.»
¿Qué significa esto?
Significa, por ejemplo, que existió el señor Ferdinand Lesseps, pero no necesariamente el señor Gustave Mardinier, primer marido de Charlotte. A éste lo necesita Vásquez para introducir a la Viuda del Canal, y además para encarnar en el ingeniero idealista el drama de la fiebre amarilla que representa las muertes -que sí fueron reales- de tantos franceses y trabajadores de todas partes que no pudieron defenderse del rigor del trópico.
Significa, también, que existió Joseph Conrad, pero no necesariamente que Conrad se encontrara con José Altamirano, quien sólo existe en La secreta historia de Costaguana. Es una manera muy literaria de otorgarle credibilidad a la ficción, el testimonio de Altamirano (¿de Vásquez?) nutre la obra de un clásico, reconocido y celebrado. Podemos concluir que si hubo robo, fue porque era un excelente tema literario, al punto que Conrad tiene éxito con él y lo inmortaliza.
Significa, también, que existió un tratado entre las fuerzas separatistas y los norteamericanos, pero la escena de la compra del coronel Torres con dinero americano y Altamirano de testigo presencial y luego comprometido, es literatura. Literatura necesaria porque representa el momento de la ruptura interior de José Altamirano y el impulso que lo lleva a abandonar Panamá, al haber sido partícipe del acto corrupto que da origen al nuevo país. Pero Vásquez no desperdicia ocasión para reflexionar sobre el lado oscuro del ser humano, y pone en boca del narrador esta frase lapidaria, que no sólo condena a Torres sino a cualquier hombre que se beneficia personalmente con dinero ajeno señalando la pobredumbre y la corrupción; por lo tanto, aunque no sabemos que fue tal cual la escena mencionada, el hecho en sí es verosímil, y eso es lo que cuenta e importa:
«Recuerdo que el coronel Torres impuso treinta días de calabozo a un subalterno por sugerir que en alguna parte del barco había dinero, dinero norteamericano que se había pagado a cambio de esa deserción, y que a los soldados les correspondía una parte. (pág. 279).
Y como último comentario en este sentido, quiero mencionar las versiones distintas que tienen padre e hijo sobre Pedro Prestán y el incendio de Colón -personaje real y hecho que ocurrió el 31 de marzo de 1885-. Esta disyuntiva nos permite comprobar que aunque la Historia sea una, las interpretaciones pueden ser variopintas y éstas originan, a su vez, historias distintas, a veces contradictorias. Vásquez se encarga de recalcar la ambigüedad y la incertidumbre que rodean a los acontecimientos, y la falta de objetividad en los juicios que se emiten sobre ellos ya que todas las versiones reclaman veracidad, a pesar de que se basan en ideologías y subjetividades:
«…Mi versión y la de mi padre coincidían en el comienzo de la historia: ambos conocíamos, como conocía todo colonense que estuviera al tanto de lo que ocurría en la ciudad, el origen del incendio de Colón. Pedro Prestán, aquel abogado mulato y liberal, se ha alzado en armas contra su remoto gobierno conservador, sólo para darse cuenta en seguida que no tiene armas suficientes; al enterarse que un cargamento de doscientos fusiles viene desde Estados Unidos en un buque privado, Prestán lo adquiere a buen precio; pero el cargamento es interceptado por una oportuna y nada neutral fragata norteamericana que ha recibido desde Washington instrucciones clarísimas de defender al Gobierno conservador. Prestán, como represalia, hace arrestar a tres norteamericanos, incluido el cónsul de Colón. Mientras tanto, tropas conservadoras desembarcan en la ciudad, y también obligan a los rebeldes a replegarse. Los rebeldes, replegados, se dan cuenta de que la derrota se acerca… Y aquí sucede el ataque de esquizofrenia de la política panameña. Aquí mi versión de los hechos subsiguientes se separa de la de mi padre. El inconsciente Ángel de la Historia nos da dos evangelios diferentes, y los cronistas seguirán partiéndose la cabeza hasta el final de sus días, porque es llanamente imposible saber cuál merece el crédito de la posteridad. Y así es como allí, en la mesa de los Altamirano, Pedro Pestrán se dividió en dos.
Al verse derrotado, Pedro Prestrán Uno, líder carismático y prócer antiimperialista, huye por mar hacia Cartagena para unirse a las tropas liberales que ahí combaten, y los soldados conservadores, por orden de su propio Gobierno y en connivencia con los Malvados Marines, prenden fuego a Colón y le echan la culpa al carismático líder. Prestán Dos, que al fin y al cabo es poco más que un asesino resentido, decide satisfacer su profunda piromanía, porque nada le parece más atractivo que atacar los intereses de los blancos y quemar la ciudad en la que ha vivido los últimos años. Antes de escapar, Prestán Uno alcanza a escuchar los cañonazos que la fragata Galena lanza contra Colón, y en cuestión de horas habrán dado comienzo al incendio. Antes de escapar, Prestán Dos da órdenes a sus macheteros antillanos de borrar la ciudad del mapa, pues Colón prefiere la muerte antes que la ocupación…» (pág. 154-5).
En el caso colombiano, el bipartidismo es una constante desde que se independizó de España, con los consecuentes conflictos bélicos que ocasionan ambos bandos, desde siempre irreconciliables. La violencia, la pérdida de vidas humanas, la pobreza causada por la guerra, forman parte del absurdo de la política y el poder. Si uno no está familiarizado con la historia de Colombia, creerá que en La historia secreta de Costaguana hay excesos y exageraciones, pero no es así. La realidad carece de lógica y es violenta, los seres humanos no miden la extensión de sus odios y el alcance de su orgullo, y Vásquez, al exponerlos, nos invita a reflexionar.
La ironía es el arma que utiliza el narrador para subrayar este aspecto inmanejable con humana voluntad. José Altamirano pretende ignorar la guerra y vivir su paraíso personal al margen de las balas pero no lo consigue, la violencia irrumpe en su mundo de la mano de un desertor que huye de la guerra buscando la paz. En este sentido el asesino desertor coincide con Altamirano en su actitud vital de darle voluntariamente la espalda a la guerra y ahí está la gran ironía: un joven desorientado asesina a Charlotte, en un absurdo acto de defensa personal, o quizá sea más justo decir que lo hizo por puro miedo, un acto violento que terminará inculpándolo y colocándolo frente a un pelotón de fusilamiento, a él que buscaba la paz.
El uso de los términos como el Ángel de la Historia, o la Gorgona -para referirse a la fatalidad y la política- o la mayúscula para Gobierno, o para Malvados Marines, entre otras ocurrencias, son recursos que utiliza Juan Gabriel Vásquez para potenciar el lado negativo, por arbitrario y/o abusivo, que las palabras utilizadas connotan, convirtiéndolas en símbolos de fuerzas incontrolables que sobrepasan al ser humano. Esta ironía destila, también, cierto pesimismo o desencanto. Y en esta misma línea tenemos algunos párrafos que son dignos de mencionar, porque son la esencia del contenido de La secreta historia de Costaguana en donde el absurdo prima sobre cualquier lógica o sensatez, rayando con la caricatura:
«… un Poema Patriótico Producido Por Presidencial Pluma. Y esto para los bienaventurados que lo ignoran: el presidente de nuestra República, don Rafael Núñez, acostumbraba distraerse en sus ratos libres haciendo de bachiller aburrido. Seguía en esto una arraigada tradición colombiana: cuando no estaba firmando nuevos concordatos con el Vaticano para satisfacer la elevada moral de su segunda esposa -y para lograr que la sociedad colombiana le perdonara el pecado de haberse casado por segunda vez, en el extranjero y por lo civil- el presidente Núñez se empijamaba, con gorrito y todo, se echaba encima una ruana para el frío bogotano, pedía un chocolate con queso y se ponía a vomitar heptasílabos.» (pág. 174).
«… don Manuel Antonio Sanclemente, un viejo de ochenta y cuatro años que, poco después de jurar al cargo, recibió de su médico personal la orden inapelable de irse de la capital. «Con el frío que hace aquí, esto de jugar al presidente le puede salir caro», le dijo. «Váyase a tierra caliente y déjele esta vaina a los jóvenes.» Y el presidente obedeció: se mudó a Anapoima, un pueblito de clima tropical donde sus octogenarios pulmones le causaban menos problemas, donde bajaba la presión de su sangre octogenaria. Por supuesto que el país quedaba entonces sin gobierno, pero ese detallito no iba a intimidar a los conservadores… En cuestión de días, el ministro de Gobierno inventaba en Bogotá un sello de caucho con la firma facsimilar del presidente, y distribuía copias a todos los interesados, de manera que la presencia de Sanclemente en la capital dejó de ser necesaria: cada senador firmaba sus propios proyectos de ley, cada ministro validaba los proyectos que le diera la gana…» (pág. 202-3).
Las pasiones de los Altamirano
Miguel Altamirano deseó el progreso y el desarrollo tecnológico de Colombia por sobre todas las cosas. Un hombre aventurero, pero que tuvo desde joven una gran curiosidad científica -recordemos sus desvelos por la medicina- termina dedicando su vida a un proyecto en donde creyó ver la salida para su país en un futuro mejor: la construcción del Canal. Como no era ingeniero, centró sus esfuerzos en sus dotes periodísticos, pero no supo mantener el equilibrio ni la objetividad, vendiéndose a la empresa de Lesseps. Su pasión lo ciega, al punto de enloquecerlo, lo transforma en un mequetrefe obcecado:
«Aclarémoslo de una vez: no es que mi padre escribiera mentiras. Sorprendido y al mismo tiempo admirado, me fui percatando a lo largo de los primeros meses de vida con mi padre de la curiosa enfermedad que unos meses para acá había comenzado a regir su percepción y, por lo tanto, su pluma. La realidad panameña entraba por sus ojos como una barra de medir en las aguas de la orilla: se doblaba, se quebraba, se doblaba al principio y se quebraba después, o viceversa…
…En las primeras crónicas de Miguel Altamirano , los muertos del ferrocarril habían sido casi diez mil; en alguna de 1863 los cifra en menos de la mita, y hacia 1870escribe sobre «los dos mil quinientos mártires de nuestro actual bienestar.» (pág. 106).
Miguel Altamirano sacrifica todo al proyecto: su vida personal se convierte en una ruina y envejece marginado del mundo, la mirada clavada en una sola idea: la máquina abrirá el Canal y el Canal nos abrirá al gran mundo. Es patética la manera cómo la obsesión lo limita, cómo le impide crecer, el Byron Criollo y el Último Renacentista se convierte en un pobre hombre, así: con minúsculas. La causa de su descomposición será la pasión que domina su vida y lo consume.
Su hijo, José Altamirano, por esas asimetrías que son tan comunes al ser humano, decide apostar por lo contrario: excluye de su vida la política, la ciencia, el desarrollo, todo aquello que se centre en el mundo exterior, lo que él busca, con el mismo empecinamiento de su padre, es construir un entorno familiar en donde los lazos afectivos sean su alimento y su contento, el sentido y la razón de su vida, un mundo personal pacífico y armonioso. Su pasión por Charlotte se convierte en el eje de este proyecto y esa pasión produce, al mismo tiempo, algunos de los párrafos más bellos de la novela: el sentimiento que los une ilumina la prosa como si se tratara de fuegos artificiales. José Altamirano no soporta la muerte de Charlotte, la tragedia lo transforma en un pobre hombre -¡otro!- un ser desorientado que avanza, o tropieza, dando tumbos, incapaz de atender ni a su hija.
Al haberse manchado las manos contando el dinero americano que entregaron los separatistas, José Altamirano decide huir: no puede aceptar la partición de Colombia en estos términos. Y parte sin su hija, porque percibe la diferencia esencial entre ellos: ella pertenece a Panamá, ha nacido en el istmo, no merece el exilio ahora que su tierra se independiza y apuesta por el progreso. Sorprende el gesto de no despedirse de la joven, ni alertarla sobre su decisión, sin embargo es el mismo que tuvo con su madre cuando partió en busca de su padre, coincidencia que ayuda a dibujar el perfil del personaje: unidimensional e impetuoso.
Conrad, escritor de su obra
El paralelismo entre José Altamirano y Joseph Conrad es un juego literario, un artificio de la ficción que se convierte en un elemento añadido al mundo narrativo de La historia secreta de Costaguana. Vásquez maneja esta relación con acierto, hay un desarrollo cronológico en el recorrido de los dos personajes y al final de la novela se produce el encuentro que termina por sellar el vínculo, y darle sentido al juego planteado: lo que este escritor famoso dice en su novela sobre un país americano –Nostromo– es lo que Altamirano le contó de su vida y de su tierra, llevado a la ficción. Lo doloroso para Altamirano es que queda excluido de la posteridad:
«-¿De verdad cree que su patética vida pinta algo en este libro?» (pág. 286).
Por lo tanto, también en el campo literario es un perdedor Altamirano: el otro se apodera de su relato, la transforma y la firma. Pero ojo, hay algo importante que cambia la perspectiva: el que sea precisamente Conrad quien inmortalice su historia, es un honor para José Altamirano porque siendo Joseph Conrad un coloso, que sea él quien detecte que el material del colombiano es bueno, lo convierte a Altamirano en un Narrador -con mayúscula-. Conrad, que tiene olfato y talento, no duda del valor del testimonio que escucha porque sabe que la fuente es auténtica. El alma de Gran Novelista que hay en Conrad -también con mayúscula- le permite intuir que Altamirano narra con el desgarro de quien ha pasado por ese calvario, que este señor es alguien que conoce la oscuridad y la bajeza del poder, que ha palpado la injusticia de las guerras, que todo lo que cuenta lo ha vivido en carne propia. Y ese capital no lo tenía Conrad, tenía la pluma pero le faltaba el contenido que aportó Altamirano.
El discurso como una defensa
El relato en primera persona está dirigido a los Lectores del Jurado (un grupo ficticio que es su público hipotético) y, sobre todo, a su hija Eloísa:
«Ya oigo las preguntas que resuenan en la platea: qué pueden tener en común un novelista famoso y un pobre colombiano anónimo y desterrado? Lectores: tengan paciencia, no quieran saberlo todo desde el principio, no investiguen, no pregunte, que este narrador, como un buen padre de familia, irá proveyendo lo necesario a medida que avance el relato… En otras palabras: déjenlo todo en mis manos. Yo decidiré cuándo y cómo cuento lo que quiero contar, cuándo oculto, cuándo revelo, cuándo me pierdo en los recovecos de mi memoria por el mero placer de hacerlo.» (pág. 14).
Esta es la teoría literaria de Vásquez, los fundamentos de la novela histórica, la proclamación de su libertad como creador y el derecho al uso en la práctica de la licencia literaria para sus fines. El lector, a estas alturas, debe entregarse, porque ha sido alertado, de que es éste un relato subjetivo: la credibilidad depende de esta entrega.
Creo que es un acierto la elección de la primera persona permite una sintonía mayor con el lector, tiene el tono de la confidencia, o de la confesión en este caso, y apela directamente al placer de escuchar y comprender.
¿Por qué se dirige a Eloísa? Porque Altamirano necesita explicar el abandono del padre que huye y deja a su hija sola para no contaminarla, para no convertirla en una exiliada y, que de esa manera, siga teniendo un lugar en la historia:
«Supe que mucho tiempo después, cuando los años hubieran dejado atrás mi conversación con Joseph Conrad, seguiría recordando esta tarde que por arte de magia desaparecí de la historia, seguiría percatándome de la magnitud de mi pérdida pero también del daño irreparable que los hechos de mi vida nos habían causado, y sobre todo seguiría despertándome por las noches para preguntarme, como me pregunto ahora, dónde estarás Eloísa, qué tipo de vida habrás tenido , qué lugar habrás ocupado en la desgraciada historia de Costaguana.» (pág. 288-9).
El lenguaje de Vásquez tiene fuerza, el discurso es vibrante, sonoro, colorido, con imágenes que imprimen una gran vitalidad. El lector se deja envolver por la sensualidad de la prosa y por un ritmo casi festivo, no hay duda de que el caribe es el escenario natural:
«…Korzeniowski alcanza a divisar tres islas deshabitadas, tres caimanes echados en medio del agua, disfrutando del sol y persiguiendo el rayo que atraviesa el velo de nubes en esta época del año. Después preguntará y le responderán: sí, las tres islas, sí, tienen nombre. Le dirán: el archipiélago de las Mulatas. Le dirán: Gran Mulata, Pequeña Mulata, Isla Hermosa. O sea, por lo menos, es lo que recordará Koseniowski años después en Londres, cuando intente revivir los detalles de ese viaje… Y entonces se preguntará si su propia memoria le ha sido fiel, si no le ha fallado, si en realidad vio una palmera desgreñada sobre la Pequeña Mulata, si alguien le dijo que en la Gran Mulata había una fuente de agua fresca rompiendo el costado de un barranco. El Saint-Antoine sigue acercándose a Bahía Limón; cae la noche y Korseniowski siente que los juegos de luz del mar empiezan a burlar sus ojos, pues Isla Hermosa le parece poco más que una roca gris y plana humeante (¿o es un espejismo?) por el calor acumulado a lo largo del día. Después, la noche se traga la tierra, y a la costa le han salido ojos: las hogueras de los indios cunas son lo único visible desde el barco, faros que no orientan ni ayudan, sino que confunden y asustan.» (pág. 72).
«Mi primera impresión fue la de una ciudad demasiado pequeña para el caos que albergaba. La serpiente de la línea férrea descansaba a unos diez metros del agua de la bahía, y parecía dispuesta a deslizarse en ella y hundirse para siempre al menor temblor de la tierra. Los cargadores se gritaban sin comprenderse y, al parecer, sin que eso los preocupara: la Babel que mi padre había evocado, lejos de haber sido derrotada, seguía viva y coleando en los muelles que separaban el ferrocarril de la orilla. Pensé: esto es el mundo. Hoteles que no recibían al pasajero, sino que salían a su caza; saloons americanos donde se bebía wisky, se jugaba al póquer, se dialogaba a tiros; tabucos de jamaiquinos; carnicerías regentadas por chinos; en medio de todo, la casa particular de un viejo empleado del ferrocarril. Yo tenía veintiún años, querido lector, y la coleta negra y larga del chino que vendía carne por encima del mostrador y licor a los marineros por debajo, o la casa de empeños de Maggs & Oates y su vitrina de la calle principal con las joyas más gigantescas que jamás había visto, o la zapatería antillana donde se bailaba la soca, eran para mí como intimaciones de un mundo desordenado y magnífico, alusiones a pecados sin cuento, bienvenidas cartas desde Gomorra.» (pág. 73).
Los textos han sido tomados de la edición de Alfaguara, 2007.