Entre el mundo y yo es un texto de gran valor por su contenido, pero también una pieza literaria por el uso del lenguaje: mezcla de periodismo de opinión con una prosa vibrante, precisa y eficaz. En este caso, tratándose de un ensayo, el envoltorio es igual de importante que las ideas que lo sostienen. Elegido libro del año en el 2015 (Book Award) en la especialidad de no ficción, este relato en primera persona está escrito en forma epistolar: Ta-Nehisi Coates (Baltimore 1975) redacta una carta a su hijo para prevenirlo sobre el racismo en los Estados Unidos.
La obsesión que da origen al relato, es el miedo a perder el cuerpo. ¿Qué quiere decir el escritor con esta imagen de pérdida física? Esta idea de cuerpo amenazado intenta explicar el temor crónico a la muerte causada por la violencia que ejerce la policía y algunos ciudadanos en las calles de las ciudades norteamericanas, específicamente con los hombres y mujeres de raza negra. Son muchos los casos de homicidios disfrazados de defensa personal, lo hemos leído muchas veces en la prensa, motivo, en algunas oportunidades, de violentas protestas y profundo malestar en algunas ciudades de ese país. El valor de Entre el mundo y yo es la denuncia de la injusticia que vive un sector importante de la población, agravado por el hecho de estar en un país que se supone que es el abanderado de la democracia y las libertades.
La Ley de los Derechos Civiles que terminó finalmente con las leyes segregacionistas, es del año 1964. Hizo falta otra ley en el 65 para otorgar el voto a mucha gente negra que no tenía acceso a ese derecho. Estábamos en la segunda década del siglo XX. Parece increíble este recuerdo que avergüenza a cualquiera, una herida muy grande en una sociedad que lideraba, con aires de modernidad, el mundo occidental. Coates nace en 1975, y por más resuelto que estuviera en esos años el tema legal en este aspecto, su experiencia vital está marcada por el terror a ser herido, mutilado o asesinado debido al odio que se respira contra su grupo racial. Conoce de primera mano a gente que lo ha padecido. A ese miedo, que es parte de su esencia, un terror que lo define, lo llama “perder el cuerpo”. Veamos cómo explica esta sensación a su hijo:
“… el racismo es una experiencia visceral, que hace saltar los sesos, bloquea tráqueas, desgarra músculos, extrae órganos, parte huesos y rompe dientes. No has de perder nunca esto de vista. Has de recordar siempre que la sociología, la historia, la economía, los gráficos, los diagramas y las regresiones siempre impactan con gran violencia sobre el cuerpo.” (pág. 23).
Este miedo no es gratuito, y genera más violencia. La cadena es imparable, el daño difícil de valorar porque todo, absolutamente todo, se contagia de violencia:
“Y yo sabía que mi abuelo paterno estaba muerto y que mi tío Oscar estaba muerto y que mi tío David estaba muerto y que ninguno de ellos había fallecido por muerte natural. Y lo veía en mi padre, que te quiere, que te aconseja, que me daba dinero para que yo cuidara de ti. Mi padre tenía muchísimo miedo. O sentía en el daño que me hacía su cinturón de cuero negro, que él aplicaba con más ansiedad que furia; mi padre me pegaba como si alguien me fuera a llevar, porque eso era precisamente lo que pasaba a nuestro alrededor.” (pág. 28-9).
Un momento clave en su vida fue una escena traumática que vivió en la calle: en el aparcamiento de un centro comercial vio a un niño de su edad amenazado por unos chicos mayores, uno de ellos le apuntaba con un arma. El joven Coates fue testigo, pero se dio cuenta que pudo haber sido la víctima. Esto agravó su miedo, se sentía vulnerable, consciente de que todo esto le pasaba por ser negro. Los chicos blancos vivían en otro mundo, protegidos, seguros, como los personajes de la televisión, una galaxia desconocida para él. En el Baltimore de su juventud, estaba rodeado por bandas peligrosas y abusivas que ejercían su poder con violencia; para sobrevivir entre ellas tenía que adoptar poses y gestos simulando valentía. Y al mismo tiempo crecía con la sensación de ser una víctima también de las escuelas, recibía una educación en donde la obediencia era la norma, no se aceptaban cuestionamientos ni preguntas para entender ni analizar los problemas. A los jóvenes se les exigía bajar la cabeza y aceptar la realidad, una actitud que él rechazaba. Su postura era más bien crítica, los inundaban de imágenes y él no entendía la intención de los educadores cuyo mensaje era: tienes que ser el doble de bueno que un blanco:
“Daba la impresión de que a la gente negra que aparecía en aquellas películas le encantaban las mejores cosas de la vida; le encantaban los perros que hacían pedazos a sus hijos, el gas lacrimógeno que les aferraba los pulmones, las mangueras que les hacían jirones la ropa y los tiraban al suelo de la calle. Parecía que les encantaba los hombres que los violaban, las mujeres que los insultaban, los niños que les escupían y los terroristas que les ponían bombas. ¿Por qué nos están enseñando esto?” ¿Por qué nuestros héroes eran los únicos que no estaban usando la violencia? No cuestiono la moralidad del pacifismo, sino la idea de que a los negros les hacía una especial falta esa moralidad. (pág. 48).
Me parece muy significativa la mención a la liberación que significó para el joven insatisfecho la escritura, ejercicio que le enseñó su madre como un medio para la introspección. Obviamente es el origen de su profesión, pero en aquella etapa de búsqueda, en donde no encontraba referencias, la tarea solitaria de reflexionar favorece su desarrollo intelectual escarbando en su propio interior, utilizando el lenguaje como valiosa herramienta:
“Tu abuela no me estaba enseñando a comportarme en clase. Me estaba enseñando a examinar exhaustivamente el tema que me suscitaba más compasión y racionalización: yo mismo. Y ahí estaba la lección: yo no era inocente. Mis impulsos no estaban llenos de virtud infalible. Y sabiendo que yo era igual de humano que cualquiera, aquello debía de poder aplicarse también al resto de la humanidad. Si yo no era inocente, tampoco lo eran los demás. ¿Acaso esta mezcla de motivaciones afectaba también a las historias que contaban? ¿A las ciudades que construían? ¿Al país que afirmaban que les había dado Dios?
De pronto las preguntas me empezaron a quemar por dentro.” (pág. 46-7).
Luego vendrán los años en la Universidad de Howard en donde finalmente descubre una cultura negra pujante, una comunidad de gente inquieta, heterogénea e interesante cuyo intercambio lo enriquece y le da, al mismo tiempo, señas de identidad y sentido de pertenencia. Es una experiencia nueva: la integración a un grupo en donde se siente bien, entre iguales. Ese es el sentido de La Meca. Y el disfrute de la vida intelectual, el conocimiento que le abre puertas, amplía su visión del mundo en la misma línea de las enseñanzas de su madre. Pero a lo grande. El campus era un mundo más amplio.
La segunda parte del texto nos enfrenta a experiencias más personales respecto al abuso de la policía. Un día, en una carretera, la policía del condado de PG, tristemente célebre por sus abusos con los negros, detiene a Ta-Nehisi Coates para pedirle documentación. Lo dejan ir sin explicaciones, pero en muy pocos días, esa misma policía mató a un compañero suyo de Howard. Así como la escena del niño a quien amenazaban con pistola lo hizo consciente de que pudo ser él el niño amenazado, esta vez la sensación era parecida, pero más terrorífica: al compañero de Howard no lo habían amenazado, lo habían asesinado. Otra vez irrumpe el miedo y lo domina todo. Los detalles son innecesarios en este análisis, pero la muerte de este chico fue injusta y abusiva. Sin embargo este homicidio pasa desapercibido en el país porque es así como se ha institucionalizado la defensa de la mayoría que importa: a punto de balas. La terrible experiencia la resume el autor en un planteamiento político que exige una seria reflexión:
“Los abusos resultado de estas políticas –el gigantesco estado policial, la detención arbitraria de gente negra y la tortura a los sospechosos- son producto de la voluntad democrática. De forma que cuestionar a la policía es cuestionar al pueblo americano que la ha mandado a los ghetos armada con esos mismos miedos generados a sí mismos que han llevado a la gente que se cree blanca a huir de las ciudades y refugiarse en su Sueño. El problema de la policía no es que sean cerdos fascitas, sino que nuestro país está gobernado por cerdos antiminorías.” (pág. 106).
“Aquel episodio me llevó del miedo a una rabia que empezó a arder en mi interior, que me mueve hoy en día y que seguramente me tendrá en llamas durante el resto de mi vida. Todavía me quedaba el periodismo. Así que mi reacción en aquel momento fue escribir.” (pág. 111-2).
Una de las mejores partes del relato/carta es cuando recuerda lo bien que se sintió al salir de su mundo asfixiante, el beneficio de ampliar su propio horizonte. Coates señala el cambio de mirada, una nueva perspectiva: primero la mudanza a Nueva York, luego su visita a París en donde descubre que puede despegarse de su “contexto” y arrancar las cadenas que lo agobian, esa maldita carga emocional que implica un miedo crónico. Al alejarse de una sociedad en donde se sabía marcado, descubre su liberación, la alegría y satisfacción al moverse en un ambiente no contaminado por las leyes sociales que conocía, alejado de los prejuicios y odios que le eran familiares y lo atenazaban. Las descripciones de sus recorridos parisinos son conmovedoras, escenas muy plásticas, derrochan vitalidad: finalmente es capaz de captar la belleza del mundo que lo rodea, respira un aire fresco en donde no hay opresión, ni temor a ser maltratado. Este cambio se lo debe a su mujer, ella siempre buscó lejos, su mirada era ambiciosa, aventurera. Y por supuesto lleva a su hijo luego a Paris para que él descubra estas maravillas. Sin embargo no hay inocencia en sus conclusiones, reconoce que Francia también tiene los mismos pecados y ha cometido los mismos abusos, pero estos no lo tacaban de manera tan directa:
“No éramos su “problema” particular, ni su culpa nacional. No éramos sus negros.” (pág. 164).
A lo largo del relato, Coates menciona muchas veces el Sueño, así con mayúsculas. Se refiere al sueño americano de los blancos, un ideal que para sostenerse, reclama la marginación de los negros: los que están arriba, precisan saber que hay otros que están abajo, porque sólo así pueden definir su posición y su fuerza. Es una situación de superioridad que les otorga, a cambio, seguridad y riquezas. Este Sueño es el eje de la denuncia: un sistema injusto que los blancos, quienes se consideran demócratas, no quieren cambiar porque, de darse la igualdad en la vida real, perderían su poder.
En la última parte, a manera de epílogo, Ta-Nehisi Coates cuenta la visita que hizo a la madre de su compañero de Howard asesinado por el policía. Esta inmersión en la realidad americana implicó recuperar los parámetros de los cuales se había librado cuando estuvo fuera de los Estados Unidos: otra vez sintió los temores, la angustia y el miedo paralizante. Lo que la madre cuenta de su vida es terrible, ella era un ejemplo de una mujer negra que se había acercado al Sueño. Era médico, tenía un magnífico trabajo, una posición económica envidiable, y de pronto la realidad del país la dejó sin nada:
“Me pasé años haciendo carrera, adquiriendo activos y asumiendo responsabilidades. Y entonces vino un solo acto racista. No hace falta más.” (pág. 187).
Hay desesperanza en las conclusiones, el encuentro con la realidad es demoledor. Con estas reflexiones, Coates termina su carta:
“No creo que podamos detenerlos, Samori, porque en última instancia son ellos los que deben detenerse a sí mismos. Y aún así, te animo a que luches.” (pág. 193).
Me parece que Entre el mundo y yo es una lectura imprescindible. Ta-Nehisi Coates consigue que el lector se meta en la piel de un negro norteamericano y de esa manera, en la simbiosis que produce la identificación, renace, una vez más, el deseo de justicia y el respeto por la enorme variedad del género humano.
Los textos han sido tomados de la edición de Seix Barral, traducción de Javier Calvo.