Autor: Henry James
Demoledor retrato de la mujer del siglo XIX, la novela fue publicada primero por entregas, tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, y luego editada en 1881.
Henry James reconoció que el personaje de Isabel Archer estaba inspirado en su prima, Minny Temple, quien a pesar de morir muy joven, se convirtió en el centro de atracción del escritor y su entorno: una muchacha inquieta, curiosa, y con ansias de vivir. En efecto Minny pudo haber sido la excusa, pero a partir del recuerdo Henry James creó un personaje moderno, una chica norteamericana libre de prejuicios sociales que termina casándose en Inglaterra y teniendo que lidiar con una sociedad que le exige un compromiso matrimonial decimonónico.
Cuando desembarca en Londres, Isabel es una huérfana reciente, una chica atractiva pero pobre; sin embargo posee un gran capital: su inteligencia. Tiene la cabeza llena de ideas, aspira a conocer mundo, a viajar y a aprender, a desarrollarse como mujer independiente, y para ello necesita ejercer su libertad. Rechaza a todos los pretendientes que se le acercan, a pesar de ser tratarse de hombres ricos, porque el matrimonio significaría renunciar a sus ideales. Ella no quiere anclas, ni amarras, tampoco responsabilidades. Aunque en realidad, Isabel no acepta a sus pretendientes porque no está enamorada.
Un buen día, gracias a la generosidad de su primo Ralph, hereda mucho dinero y se convierte en millonaria. Esa variable hace de ella una mujer distinta: completamente independiente por un lado (ya no necesita a nadie para sobrevivir) y vulnerable por el otro: porque una mujer rica será motivo de interés para cualquier inescrupuloso que la enamore por su dinero. La herencia la libera, pero la convierte en una atractiva tentación.
La pregunta que plantea el autor, y que pone en boca de Ralph, es la siguiente ¿qué hará Isabel con su vida ahora que es auténticamente libre? Su energía e independencia auguran un desarrollo interesante, pero nadie contaba con que Isabel podía enamorarse de la persona equivocada. Ella, una mujer cerebral que reivindica constantemente su autonomía para tomar decisiones, se convierte en una chiquilla ilusa y engañada al conocer a Gilbert Osmond. El amor, como en tantos otros casos, produce ceguera, falta de perspectiva. Ella no ve lo que los otros sí pueden ver y juzga a Osmond sin objetividad, como cualquier joven enamorada. La novela recoge las opiniones de aquellos que la observan, y la postura inamovible de Isabel, dispuesta a entregar todo a su elegido: su vida, su dinero, su libertad.
Una heroína moderna
Todos los personajes femeninos que aparecen en El retrato de una dama tienen el perfil de una mujer independiente con ideas propias. Son muy fuertes, rayan en lo extravagante por exceso de originalidad, viven al margen de la sociedad europea. Este es un tema que se repite en la obra de James, el enfrentamineto de las cultura americana y la cultura europea. Aunque todas las mujeres que aparecen en la novela son norteamericanas -la Sra. Touchett, Isabel Archer, Henrietta Stackpole, Madame Merle, la Condesa Gemini- ellas representan un paradigma de mujer completamente distinto al de la mujer europea, fenómeno que resulta natural porque provienen de un contexto histórico distinto. Estados Unidos era un país nuevo, sin tradición de clases sociales, con ideas democráticas y geografía con límites que se modifican constantemente, un hervidero de razas, lenguas, culturas, un mundo distante, en donde estas señoras tienen mayor espacio vital. Frente a ellas, las europeas del mundo de El retrato de una dama son mujeres victorianas, sometidas a un sistema social rígido y a unas tradiciones inquebrantables, por lo tanto responden a otro esquema y tienen otro patrón de conducta.
El señor Touchett, reconoce esa seña de identidad en su sobrina y lo relaciona con su mujer:
«… su conversación, que tenía mucho en común con la de las jóvenes de su país, a las que el mundo presta más atención que a sus hermanas de otras tierras. Como la mayoría de las jóvenes americanas, Isabel había sido alentada a expresarse; sus observaciones habían sido escuchadas; se había esperado de ella que tuviera emociones y opiniones… El señor Touchett solía pensar que le recordaba a su mujer de adolescente.» (pág. 155).
De joven Henry James viajó mucho con su familia, tuvo una educación cosmopolita, abierta, expuesta a un mundo amplio y diverso. Esta apertura producirá en él una gran curiosidad por las diferencias y por lo tanto se detiene en la comparación, le interesa el paralelo; lo lleva en la sangre, es parte de su experiencia vital. Su vida oscilará entre dos mundos, al punto que adquiere la nacionalidad británica un año antes de morir, en 1815, resentido con Estados Unidos por no entrer a la guerra.
Henrietta es la que mejor representa a la modernidad, por lo menos de manera más intensa y agresiva: es independiente y beligerante, una profesional que se gana la vida con sus reportajes, que viaja, que va y viene, que entra y sale, y sobre todo que opina, cuestiona y antagoniza con entera libertad, sin los límites que la delicadeza femenina, comprendida en el sentido clásico y tradicional, impone a las de su sexo. Tampoco piensa Henrietta que casarse es necesario, no lo persigue como un fin, ni como un medio de vida, y en esto radica su originalidad porque cuando finalmente lo hace busca a un compañero, a un igual con quien comparte las cosas buenas de la vida. No a un amo y señor.
Por momentos, Henrietta («cuya presencia es indudablemente excesiva», según admite James en el prólogo) resultará algo cliché para el lector, muy cercana a un manual ideológico, porque ella encarna a un modelo americano concreto que James desea presentar como una novedad en oposición a la mujer europea. El escritor necesita al personaje, quizá por eso es menos natural. Henrietta recuerda a las mujeres de Las Bostonianas, un tipo femenino de avanzada, sufragistas, liberales, provocadoras, mujeres que reclaman un espacio en el mundo para vivir dentro de la sociedad pero con el derecho a enfrentar sus normas.
Al lado de Henrietta, Isabel parece una chica candorosa, romántica, criada por un padre liberal y permisivo. Producto de su educación, ella valora su independencia y decide tomar las riendas de su vida, sin depender de un hombre. Al mismo tiempo es cortés, agradable de trato, le gusta gustar. No agrede con sus formas, como Henrietta, sólo exige que le permitan ser autónoma. En un diálogo con su tía, expone su sentir de esta manera:
– … Pero me gusta saber siempre lo que no se debe hacer.
– ¿Para hacerlo? -preguntó su tía.
– Para elegir – respondió Isabel. (pág. 169).
Por eso la incógnita de lo qué hará ella con su vida es el eje, ya que el personaje promete un camino distinto al que finalmente toma: una vez que se enamora, pisotea sus ideales. Su entrega la convierte en prisionera. Y a pesar de darse cuenta de su error, decide asumir la decisión que tomó libremente: porque ella, ante todos y ante sí misma, es una auténtica dama.
Celebro la contundencia de Isabel, su actitud coherente, el orgullo y la dignidad con que asume las consecuencias de su elección. Aunque reconozco que si ella fuera mi amiga, le diría «lárgate» y vuelve a empezar. Reconocer que uno se equivocó no es indigno, pero para ella sí lo es. No buscaba un camino fácil. Alardeó mucho respecto a su deseo de libertad y desenvainó la espada ante todos para defender a su candidato. No quiso o no pudo ver lo que otros veían; pero fue una libre elección y por eso paga:
«… En ningún momento había decidido oponerse directamente con sus actos a los deseos de su marido, que era su dueño designado y oficial. Algunas veces contemplaba este hecho con una especie de incrédula perplejidad. Sin embargo, sentía su peso en sus pensamientos. En su mente la imagen tradicional del matrimonio como refugio de la decencia y la santidad estaba siempre presente. La sola idea de violar esas virtudes la llenaba tanto de vergüenza como de temor, pues al entregarse en aquel matrimonio Isabel había apartado por completo esa eventualidad, convencida como estaba de que las intenciones de esposo eran tan generosas como las suyas.» (pág. 642).
Isabel es inteligente, y según opinan todos es más inteligente que el promedio. Su cabeza es su capital, más importante que su dinero, y la convierte en alguien especial, admirable:
«Ella era inteligente y generosa; era de natural noble y abierto; pero ¿qué iba a hacer consigo misma? La pregunta era peculiar, porque con la mayoría de las mujeres uno no tenía ocasión de formularla. La mayoría de las mujeres no hacían consigo mismas nada en absoluto. Esperaban, en actitudes pasivas más o menos airosas, a que pasara un hombre y les proporcionara un destino. La originalidad de Isabel consistía en que le daba a uno impresión de tener intenciones propias.» (pág. 164).
Pero su inteligencia resultará también su perdición:
«La verdadera ofensa, como ella acabó comprendiendo, era tener un intelecto propio. Su mente habría tenido que ser la de su marido, estar unida a ella como una pequeña parcela ajardinada contigua a un extenso coto de caza. Él pasaría el rastrillo con suavidad y regaría las flores, arrancaría la mala hierba de los arriates y de vez en cuando juntaría un ramillete de flores. Sería una bonita propiedad en manos de un propietario que tuviera ya grandes posesiones. No esperaba que fuera estúpida. Por el contrario, era precisamente que fuera inteligente lo que lo había cautivado. Pero esperaba que su inteligencia funcionara completamente a su favor y, en la misma medida que no había querido que su intelecto estuviera en blanco, se había imaginado que sería profundamente receptivo. Había esperado que su esposa sintiera con él y para él, que compartiera sus opiniones, sus ambiciones, sus preferencias; e Isabel se veía obligada a confesar que no era una gran insolencia por parte de un hombre tan completo y un esposo, por lo menos al principio, tan cariñoso.» (pág. 606).
Isabel exige el derecho a decidir por sí misma repetidas veces. Este reclamo se convertirá en una obsesión, en la razón de su vida. Por eso será luego una mujer consecuente:
-¡Cualquiera diría que va a cometer usted una atrocidad! -dijo Caspar Goodwood.
-Quizá lo haga. Quiero ser libre para hacer incluso eso si se me antoja.» (pág. 278).
La tía, Madame Merle y la Condesa, son todas mujeres mal casadas, mujeres que viven y mueren sin amor. Isabel intenta escapar a ese destino, pero se unirá finalmente al grupo, hastiada y desilusionada. La cuestión que plantea la lectura de El retrato de una dama es la siguiente: ¿existía realmente alguna posibilidad de ser feliz dentro del matrimonio en la europa del siglo XIX, con todas las limitaciones que la sociedad imponía a la mujer casada?
Resulta aterrador comprobar que el matrimonio era la «jugada» más importante en la vida de una mujer, no sólo para ella, sino también para la familia. El matrimonio era una de las pocas maneras de hacer dinero. Casar bien a la hija (casarla con alguien con fortuna) era la mayor de las ambiciones. El amor no era un criterio válido para esta unión.
Los personajes masculinos
En realidad, el único que merece atención es Ralph Touchette, quien se lleva todas las simpatías. Lo veo como el alter ego del escritor, quien también se mantuvo célibe, un hombre que observa y se muestra generoso, sin exigir nada a cambio.
Con inteligencia, Henry James sitúa a Ralph fuera del juego amoroso: por su enfermedad y lass limitaciones que ésta le impone, es el único en la novela que no está inmerso en la carrera para conseguir pareja. Eso le da una perspectiva más amplia para ver y juzgar, y permite que Isabel se equivoque porque la base de su relación, que es el respeto, está en dejarle hacer lo que ella cree conveniente. Opina, pero no ordena. Ralph le dice a Isabel lo que el autor quiere que Isabel oiga, aunque luego la deja optar. Es su buena conciencia.
Otro detalle loable de Ralph es que la convierte en rica sin exigir nada a cambio, detalle que sorprende incluso a su padre. En el mundo de El retrato de una dama no se hacen estos gestos altruistas: por cada movida hay un precio a pagar. Ralph será la excepción. Y un hombre muy humano. Los diálogos con Isabel son soberbios. Derrocha generosidad y le da los mejores consejos:
«Tienes demasiada capacidad para pensar. Y, sobre todo, demasiada conciencia. Es increíble la cantidad de cosas que te parecen mal. Relájate. Purga tu fiebre. Abre las alas y levanta el vuelo, que nada hay de malo en ello.» (pág. 351).
Porque la quiere bien, será Ralph el único que luego sufra con la infelicidad de Isabel. Mira a su prima y se sorprende del cambio, a pesar de que ella no lo confiesa. El cariño que él le profesa le permite ver a través de su dolor, escuchar en los silencios y trascender la máscara social que ella se coloca por orgullo, en defensa personal. El verdadero afecto no necesita de palabras.
Lord Warburton era el mejor candidato: lo tenía todo: belleza, dinero, aristocracia. Y la quería a Isabel. Pero ella no siente nada por el Lord, más allá de una simple amistad. Esto convierte a El retrato de una dama en la negación de la novela romántica: la unión del guapo y la bella, pura, buena y pobre no se hace realidad. El personaje de Lord Warburton es una posibilidad truncada, un espejismo, una sombra. Y no hace más que fortalecer a Isabel quien crece a nuestros ojos porque no se deja seducir por las apariencias.
Osmond en cambio, tiene gran poder de seducción, a pesar de haber sido el peor candidato. Conocida la trama con Madame Merle, este personaje queda al descubierto como una mala persona. No le basta con conquistar a Isabel, pretende humillarla y destruirla. Es capaz de sugerirle a Isabel que seduzca a Lord Warburton para traerlo cerca de su hija. Cualquier medio es válido para sus fines, sólo le interesa el dinero. Osmond es el anti héroe, no tiene nada que lo redima.
Los personajes se perfilan cuando dialogan entre ellos. Las relaciones entre unos y otros son el foco de interés, las reflexiones previas a los diálogos los definen. No interesa nada que sucede fuera de ellos: ni cómo se visten, ni qué actividades desarrollan, ni qué les gusta hacer en sus ratos libres, si es que hacen algo. Contrariamente a la novela del XIX, James no describe los espacios, salvo la casa de los Touchette, en cuyo caso interesa porque es una casa con historia, casa que Touchette no tendría en América.
Vemos a los personajes sentados conversando, en el jardín o en el salón, de a dos o en grupo; inmutables, sonrientes, manteniendo siempre las formas, inalterables, hieráticos. Cuando pasean por las galerías en donde cuelgan sus obras de arte, la mirada no se detiene en los cuadros que ahí se exponen, sólo interesa lo que ellos se dicen. El realismo psicológico de James no tiene igual en el siglo XIX, excepto la obra de Dostoievsky en Rusia. La novela, género que cobra importancia en este siglo, trataba los temas desde fuera de los personajes, sin introducirse en ellos, los hechos se contaban, se narraban. James cambia el enfoque:
Los puntos de vista
A pesar de elegir a un narrador en tercera persona, la narrativa de James aporta una novedad literaria: ese narrador no es dios, no lo sabe todo. Desconoce algunas parcelas del alma de los personajes porque su mirada es oblicua, no directa. Y ese «desvío» en la percepción está marcado por los mismos personajes. La «limitación» responde a la complejidad de los seres humanos que están llenos de matices y contradicciones y escapan a la posibilidad de ser descritos de manera tajante y simple. Son de una manera pero no lo son del todo, o no lo son siempre. Y eso lo detecta el narrador quien necesita tomar sus puntos de vista para acercarnos a ellos. De esa manera, son los personajes los que conducen la narración sin necesidad de una primera persona.
El narrador en tercera persona suele ser infalible, objetivo, un gran director de orquesta que maneja todos los hilos de la narración. En James hay un cambio: el narrador no está por encima de todo: sabe sólo lo que el personaje deja entrever en ese momento, porque la subjetividad tiñe el espacio narrativo y lo transforma. Y como resultado de este cambio, se crea la ambigüedad total. Dice Isabel en una carta a Lord Warburton:
«Contemplamos nuestras vidas de nuestro propio punto de vista; ésta es la prerrogativa de hasta el más débil y humilde de nosotros; y yo nunca podré ver la mía de la manera que usted propone.» (pág. 227).
Gilbert Osmond percibido por Isabel enamorada y percibido por los otros, es diametrialmente opuesto. O Madame Merle, que para Isabel es la mejor de las amigas y un modelo a imitar, resulta poco fiable para el resto, o por lo menos muy misteriosa.
El final contribuye a esta sensación de ambigüedad porque deja muchas hipótesis en el camino: ¿qué sucede realmente? ¿Isabel volverá con Osmond?, ¿aceptará a Goodwood como parece esperar Henrietta?, ¿decidirá otra cosa a su regreso a Londres? Las puertas quedan abiertas a cuaquier posibilidad, dependerá de lo que Isabel quiera hacer en el futuro y eso ni ella misma lo sabe, ¿cómo lo va a saber entonces el narrador?
Si relacionamos esta novela con Madame Bovary de Flaubert o Ana Karenina de Tolstoi, vemos que en los otros dos casos la muerte es el castigo que ellas se imponen. Pagan con la muerte por sus errores, por la osadía de haberse equivocado. Ni siquiera esperan que la sociedad las condene, ellas mismas lo hacen. En el mundo del XIX, lo bueno y lo malo estaba definido, no habían dudas respecto a un buen o mal comportamiento. Los personajes literarios también respondían a una división rotunda: eran buenos o malos; no había términos medios. Henry James es más sutil, baraja los matices, los límites se entremezclan, los personajes se confunden, dudan, avanzan y retroceden. Isabel es inteligente y muy tonta al mismo tiempo.
Además, los finales eran cerrados, los hilos de la trama quedaban atados.
En 1881 Freud no había escrito aún La interpretación de los sueños que fue publicado en 1900, por lo tanto el inconsciente no era un tema conocido ni explorado. Los mundos interiores no tenían protagonismo literario, los deseos ocultos se intuían sólo a través de las obras que realizaban los personajes, no tenían un nivel de realidad. Henry James se lanza dentro de sus criaturas, desmenuza sus almas, ausculta desde el interior: por eso toma sus puntos de vista. Cuando se detiene en un personaje, le cede la narración, pone la cámara dentro de él. Y ese juego es novedoso, sobre todo cuando reconoce que tampoco puede ver todo lo que hay. No puede, porque el interior es oscuro.
La riqueza que aporta la narración de este escritor americano es difícil de evaluar para un lector contemporáneo, acostumbrado a todo tipo de inmersiones en el inconsciente y a un tratamiento más sofisticado de la psicología. El realismo psicológico de Henry James permite que la historia se desarrolle a través de las mentes de los personajes. Los estados anímicos son más importantes que sus acciones. Y mucho más importantes que sus corazones. Y es el narrador quien pone a reflexionar a los personajes cediéndoles el micro por turno, auque él sostiene el micro, modera, trascribe lo que dicen, y organiza el debate.
Los textos han sido tomados de la edición de bolsillo de Cátedra, 1a. Edición 2007. Traducción de María Coy.