Fue una sorpresa descubrir este verano El poeta y el pintor de Ana Rodriguez Fischer (Asturias, 1957), novela que me transportó al siglo XVII y me permitió soñar con una época lejana y atractiva. El Greco y Góngora, extraña pareja de genios, son dos referentes culturales que yo creía manejar, inconsciente de mis limitaciones. ¡Qué lejos estaba de captar la esencia de sus afanes y la pasión por la búsqueda!, ignorancia que me impedía disfrutar de las creaciones que nos dejaron. Uno, porque su paleta de colores me disgustaba; el otro, porque siendo mala lectora de poesía, su verso me parecía oscuro y difícil. Superficialidad de mis opiniones, ahora y aquí me acuso, porque luego de leer El poeta y el pintor, he tenido que enmendar.
El relato es un encuentro imaginado, la escritora española asume un riesgo muy alto porque debe construir una situación concreta como si fuera una reconstrucción de la realidad histórica. No se trata del encuentro entre dos personajes de ficción, se trata de rastrear el vínculo espiritual entre dos grandes de la cultura universal. Pero la apuesta supera las expectativas porque la fantasía que guía a la narradora, está anclada en la realidad histórica que recrea con exactitud. En la NOTA FINAL, confiesa que no hay certeza de que este encuentro se hubiera realizado en la ciudad de Toledo, a excepción de la versión que deja Gerald Brenan quien lo sitúa en 1588. Apostando por esta versión y haciendo uso de la licencia literaria, el relato de Rodríguez Fischer transcurre en 1610. El Griego era 20 años mayor que el poeta andaluz y despierta en éste una gran admiración: este es el punto de partida.
El aprendizaje
La sintonía entre los dos artistas y las enseñanzas que Góngora recibe y procesa, son el eje de la novela. El poeta, que tendría 48 años siente la necesidad de conocer al pintor de casi 70, cuya obra conoce y valora. Pero sobre todo, lo que posee el Griego, y Góngora adivina, es una sabiduría desarrollada a fuerza de mucho esfuerzo y trabajo, y generosidad para compartirla.
Góngora le envía un mensaje apenas llega a la ciudad, iniciando el juego. La creación de atmósfera, a cargo de la escritora española, seduce al lector: una vez introducido el poeta en la casa taller, el narrador se detiene en aquellos elementos personales que van presentando al personaje aún ausente: sus libros, las anotaciones redactadas en lengua extraña, los utensilios, la visión del paisaje desde la ventana, las telas inacabadas, los bosquejos y grabados, etc. Todo ello contribuye a dibujar el perfil del pintor según el ojo del poeta: Góngora es como un animal olfateando huellas, buscando datos que lo orienten y le enseñen a admirar al que tendrá delante. La actitud del cordobés es la de una esponja inteligente que capta y reflexiona, pero como también es un hombre sensible, los elementos que tiene a la vista le sugieren el mundo interior del otro: ¿Por qué habrá elegido este libro, precisamente, cómo habrá influido en su formación artística? O ciertos detalles como el descubrimiento del uso de otro idioma, el italiano, lo cual implicaría un esfuerzo enorme para adaptarse al castellano. Inquietudes que afloran en la mente del observador y lo preparan para enfrentarse con el hombre:
“Tiene mucha curiosidad por conocerlo, pero su tardanza, lejos de impacientarlo, le resulta hasta cierto punto grata, pues así puede dejar que la mirada vague a placer por este auténtico locus genii, un ámbito que hacer estallar toda suerte de sensaciones y emociones, empapado como está del alma del genio que lo habita. Siente el poeta el orden superior, casi intemporal, que embarga y anima este espacio, al par que reconoce en los objetos y utensilios del oficio la huella íntima y personal.” (pág. 61).
Pero lo más interesante es la lectura de los lienzos, la profunda impresión que estos producen en Góngora, y cómo, a través de ellas, en un esfuerzo de introspección, intenta descubrir al alma del Griego:
“Con la mirada perdida en esos fondos vacíos, el poeta cuyo mundo es pura imagen y esplendor de la apariencia, el gran colorista al par que fervoroso entusiasta de los blancos y los negros y de los grises, sopesa los violentos contrastes que brotan del negro profundo de los vestidos y del blanco frío de los cuellos, y examina concentrado los toques de pincel y las tenues veladuras, preguntándose por el secreto de estos retratos tan depurados y armoniosos y diríase que también severos en su extrema sobriedad; casi secos y duros algunos, pero todos ellos ciertos, verdaderos y reales, por la acentuada expresión que emana de estos rostros ovalados, de frente despejada e incipiente calvicie o sombreada por un mechón rebelde; rostros de nariz aguileña o roma, de labios finos o carnosos; rostros de barbas negras y recias o de mejillas descarnadas y enjutas; rostros todos ellos iluminados por grandes ojos que lanzan miradas melancólicas o hipnóticas, febriles o gélidas. Y vuelve a preguntarse el poeta si en los ojos de todos estos caballeros españoles quedará reflejada el alma del pintor, pues que lo miraron fijamente mientras él los retrataba.” (pág. 70-71).
Un elemento interesante en la novela son los párrafos en letra cursiva, al final de cada capítulo, frases de Góngora personaje, reflexiones sobre todo aquello que percibe y cómo lo proyecta, luego de haberlo interiorizado, en beneficio de su propio quehacer. A eso me refería cuando hablaba de aprendizaje:
“… Este es el encanto que tienen los retratos de Doménico, que gusta de poner al hombre en el lugar del héroe. Habré de aprender de él en adelante, que demasiado lisonjero es mi pincel con las marquesas y con otras: era Tisbe una pintura hecha en lámina de plata, un brinco de oro y cristal, de un rubí y dos esmeraldas.” (pág. 73).
Cuando aparece finalmente el Griego en escena, el relato recoge su voz y el texto se convierte en un largo monólogo. Lo que el poeta piensa o dice, casi no se exterioriza en el diálogo, queda registrado como una voz interior, atenta y respetuosa del maestro, temerosa de expresarse. El viejo habla, el joven escucha y toma nota. La dinámica es la siguiente: Góngora presta atención a las palabras del pintor y se deja inundar por las sensaciones que la obra le produce:
“Es un paisaje sobrenatural, todo él ungido de poesía y de misterio, pensó.
Y ante estas magias líquidas y aéreas al poeta lo invade una ebriedad nueva.” (pág. 93).
Conmovido por la fuerza que detecta en los lienzos y la belleza que descubre, Góngora reflexiona y luego concluye, el nuevo orden necesita ser expresarlo con palabras. ¡Y qué palabras! El texto se transforma, entonces, en una alturada crítica de arte, la pluma del poeta ensalza lo novedoso, aquello que rompe con la tradición, y celebra la desbordante energía que brota del Griego:
“Para él la pintura es verbo: hacer sentirlo todo presente. No es sólo imagen de la vida ni mero simulacro; no es algo hecho a semejanza del objeto real ni es tampoco un elemento más de la naturaleza. En su lienzo, nada se limita a estar. El Griego niega lo estático y anima lo inerte: todo lo pone en movimiento, todo lo hace vivir como si fuera un ser real. Sus figuras son formas vivas: espirales, elipses, arcos, sierpes… cada una de ellas late y ondea, se retuerce y agita, vibra. Nada hay en sus obras que no entre en convulsión. Dicen que hay fiebre y delirio donde yo sólo veo naturaleza y vida que estalla en un inmenso clamor. Doménico anhela eternizar el instante y por acentúa la dynamis, que es elevación y fuerza.” (pág. 123).
“El color a solas, sin ayuda de otros elementos, pues es tal su viveza y sensualidad, se dice, evocando algunos de sus versos: el rojo paso de la blanca Aurora… claveles del abril, rubíes tempranos… fuego que su humoenvía al ámbar y su llama al oro… oro bruñido el sol relumbra en vano… Hasta aquí todo era comprensible pero podía ir más allá, podía hacer como Doménico en sus colores desunidos o desatados, podía ser más audaz y en sus versos podía aspirar a entregar la sensación aislada, una nota hermética sin más vida que la de la propia palabra: mariposa en cenizas desatada, en campos de zafiro pace estrellas, cristal pisando azul con pies veloces” (pág. 130).
Lo que realmente atrae a Góngora es la libertad creadora del pintor, su rebeldía contra lo establecido y el gusto imperante. Comprende que la autenticidad es imprescindible para producir una obra genial. El artista debe escuchar a su propio corazón y centrarse en el trabajo sin pensar en cómo será recibido. Es aquí cuando se produce el cambio interior en Góngora: al comienzo del relato lo encontramos atento a las habladurías de la Corte, pendiente de sus pleitos con Lope, muy instalado en el mundo; luego de la visita al pintor terminará deseando recluirse para escribir, ajeno al mundanal ruido. La actitud vital del creador ha dado un giro radical. Cuando llega a la posada y comparte la cena con los otros huéspedes, se mantiene en silencio, mudo y distante, parece hastiado de lo que sucede a su alrededor. El mensaje ha calado hondo, la conversación con el pintor ha sido productiva:
“Viva yo sin conocer, y retirado en mi aldea, a quien la merced rodea y no la sabe hacer. Tengo amigos, los que bastan para andarme siempre solo. Saldré alguna vez al campo a quitar al alma el moho y dar verde al pensamiento, con que purgue sus enojos. Y gozaré en dulce libertad, ajeno a embustes, envidias, pompas, pullas y soberbias. Con mis libros, haré cortos los días se mayo, y breves las noches de enero. Desde mis soledades, encararé una realidad de la que sólo la poesía, con su fuerza, puede apoderarse, para hacerla más rica, más clara, más pura. Después que me conocí, estas verdades conozco. Que mucho puede la razón y el tiempo no puede poco.” (pág. 165).
Toledo
Las descripciones de Toledo, en El poeta y el pintor, merecen un comentario. La pluma de Ana Rodríguez Fischer dibuja con delicadeza los contornos de la ciudad. El punto de vista -cuando Toledo es el sujeto de la narración- es casi siempre el de Góngora aunque la voz pertenezca al narrador omnisciente; es él el viajero que observa, aprecia y elogia las características de esta ciudad; los ojos del poeta captan la belleza, su sensibilidad la desmenuza e interpreta:
“Edificada sobre un cerro de granito que el Tajo abraza casi por completo, Toledo produce en el viajero una primera impresión extraña y oscura. Es una fortaleza en un desierto, piensan algunos al ver una ciudad que se alza sobre una desnuda colina rocosa, cercada por una muralla de torretas insomnes construidas en tiempos de los árabes. Es una pirámide con las aristas rotas, opinan otros viajeros al divisar el abigarrado macizo que a lo largo de la historia fue encaramado por una sucesión de pueblos: dinastías empotradas en otras dinastías, árabes envainados en cristianos y judíos viejos superpuestos a judíos nuevos, evocan al recorrer las siluetas de los tejados encaramados unos sobre otros entre los que se yergue esbelta la aguja de la catedral, recortándose contra la luz. Después los viajeros extienden la mirada más allá, donde se dibujan unas cimas azul oscuro entre las brumas del horizonte, y por todas parte vuelven a toparse con la sierra dura y seca, de riscos y collados pedregosos y peñascos del color del hierro, y con montes aún más elevados y ásperos que aquel en que se asienta la ciudad y que parecen oprimirla hasta el ahogo. Toledo es un cristal sediento, una lámina angosta y brillante en la que reverberan los tejados de las casas y los campanarios de los conventos e iglesias con su ajedrez de azulejos verdes y blancos: un alborotado oleaje bajo el cielo azul.” (pág. 31-2).
“Es mediodía y la ciudad arde porque la mucha luz ahoga los matices, que son más propios de países de niebla y de horas de crepúsculo. Tras el remolino de tejados cárdenos, la llanura anaranjada va a fundirse a lo lejos en un horizonte violeta. Abajo, en la vega, el verde nuevo de la primavera resucita los pastos. En lo alto se perfila un cielo azulísimo que algunas nubes caprichosas desflecan. No son masas de nubes macizas, no tienen la gravidez ni el espesor de las que el Griego pintaen sus Crucificados o en sus Oraciones en el huerto.No son nubes preñadas. Son nubes huecas, vacías de dramatismo: nubes etéreas y ligeras, nubes que vagan y parecen perdidas como lienzos borrosos del sueño.” (pág. 85-6).
¿Novela histórica?
“Nunca pretendí hacer una novela histórica”, dice la autora en la NOTA FINAL, en un arrebato de humildad. Pero creo que lo ha conseguido. Desconozco los elementos imprescindibles para que una novela sea considerada parte del género. Pienso que lo primero será la elección del tema: tratar un período determinado y dar a conocer sus características, utilizando a la ficción como un buen pretexto. Segundo: el rigor respecto a los datos y a los hechos narrados. Y por último, un trabajo formal para articular el discurso: cómo se cuentan los sucesos, cómo se describen los personajes, cómo se modulan las palabras y se recogen las formas propias de la época, creando, desde el punto de vista literario, la atmósfera característica. Pero en resumen, nada es tan estricto ni excluyente: estas variables pueden alterarse, lo importante es que una novela histórica sea potente en la creación de los escenarios en un intento por reconstruir un mundo que ha quedado archivado en el pasado. Y eso es exactamente lo que hace Rodríguez Fischer en El poeta y el pintor. Si el encuentro entre los dos artistas no fue real, poco importa para que la novela sea una novela histórica: de haberse encontrado Góngora y el Greco, sospechamos que el encuentro hubiera sido tal cual. La verosimilitud es lo que determina el género, y en este caso, el hecho es verosímil.
No soy historiadora ni lingüista, por lo tanto me falta información para asegurar lo que intuyo. Pero como lectora he sentido que me transportaban a Toledo de principios del XVII, siendo Rey de España Felipe III, años de crisis, de Inquisición y de pobreza. Años en que los artistas, tanto los poetas como los pintores, se debían a sus mecenas. ¿Cómo hizo el Greco para rebelarse contra el gusto arraigado e imponer su estilo, lo que significó una ruptura? ¿Cómo hizo Góngora para escribir sus Soledades en donde ensalzó la vida sencilla frente a las falsedades de la Corte, lo cual implicó una denuncia? Ambos proyectos artísticos hicieron historia, y Ana Rodríguez Fischer se ha encargado de recordarnos lo que es importante.
Los textos han sido tomados de la edición de Alfabia, 2014.