Con el título y el epígrafe de Joseph Brodsky: (“Los aspectos visuales de la vida siempre han tenido para mí más peso que el contenido”), tenemos información valiosa para acercarnos al mundo de la protagonista, una mujer centrada en el mundo del arte, en la pintura, concretamente; una voz que es el alter ego de la narradora argentina María Gainza (Buenos Aires). Los críticos coinciden en que es una novela difícil de clasificar: una mezcla de autobiografía, intercalada con crítica de arte, guía de los museos en Buenos Aires, y el retrato social de una clase burguesa venida a menos. Explosiva combinación que la narradora maneja con delicadeza, creando los vínculos narrativos entre los diferentes temas con sutileza y naturalidad, como si no hubiera sido posible contar esta historia de otra manera.
Pero quizá, el mayor logro de El nervio óptico, es la armonía entre lo visual y el mundo interior del personaje: el hilo conductor parece ser la mirada hacia fuera -ese afuera son las obras de arte y los artistas que las fabrican- y gracias a esa contemplación se produce el salto hacia el mundo interior. A la narradora se le impone la necesidad de buscar los referentes en la pintura para encontrar la vía que la lleve a hablar de su vida y su familia. El pudor se escuda en el arte, o en el arte encuentra cierto sosiego y comprensión que le ayudan a atreverse con lo personal. Esa es la química, ese su acierto. Estamos ante un relato original, atrevido, que obedece a su propia experiencia vital: María Gainza trabaje en ese medio, conoce los cuadros de los que habla, es una crítica de arte y vive en Buenos Aires, ciudad en donde ubica su novela.
LA PROTAGONISTA
La voz narrativa, en primera persona, es la de una mujer joven, inteligente y sensible, una suerte de esponja que capta con agudeza el mundo que la rodea: por un lado tenemos las descripciones de Buenos Aires que recrean su atmósfera, por el otro párrafos con tintes filosóficos que nos invitan a reflexionar sobre la creación, la amistad, las dificultades y alegrías de la vida, la enfermedad y el dolor. Se siente también una vena neurótica, la dificultad de adaptarse al medio, la insatisfacción ante la realidad, y el deseo, y temor, de darle la espalda.
El tema familiar que es una constante, se trata con ironía, con un amor sufriente que celebra la presencia de sus miembros, pero señala también sus debilidades y egoísmo. El dolor siempre va arropado por la dulzura, la voz que narra no es antagónica, no plantea abandonar, intenta buscar el camino para la convivencia sin romper. Y todo esto es posible porque el afecto está presente, facilitando la aceptación de la diversidad.
Esta voz femenina se afirma en un mundo de hombres, la única mujer entre tres hermanos. Por eso los amigos son importantes –Alexia, Amalia, Fabiolo. Y por supuesto la madre, el padre, el marido, la hija. Todos tratados con pinceladas, sin extenderse ni explicarlos, la brevedad es la pauta, pero las imágenes son contundentes y dejan huella. Por ejemplo, detengámonos en la madre el día del incendio:
“Estaba en lo que ella llamaría “paños menores”. Tenía una camisa blanca abrochada en un solo botón, que ni siquiera era el correcto, lo que hacía que de un lado le quedara la panza al descubierto y del otro le colgara el faldón como un baderín; abajo llevaba nada más que una bombacha blanca. Estaba descalza. El portero la había visto salir hecha una tromba en dirección de la embajada norteamericana, que quedaba a una cuadra. Vos te hundiste en el sillón; tres noches después anotaste en tu diario: “La bombacha de mamá. Triste visión.” (pág. 45).
Lo que ella reseña es lo visual: su desarreglo físico nos induce a pensar en su desarreglo interior, sugerido. El aspecto de la madre es suficiente para captar el grado de complejidad de esa mujer desadaptada, anclada en un mundo que ya no existe. La angustia la obliga a huir, no se queda en casa para proteger a su hija. Pero la hija no la culpa, simplemente la describe tal cual la ve.
Sin embargo, cuando se refirió al pintor de la decadencia, Hubert Robert, dijo esta frase que resume su sentir, el arte le facilita sacar conclusiones:
“Siempre que ves un Hubert Robert te acordás de tu mamá. Es el único pintor sobre el que están de acuerdo.” (pág. 43).
Otra característica de la narradora es su dificultad para identificarse con su clase social. Está incómoda, expresa su dificultad de vivir contra la corriente. Por ejemplo, reafirma su voluntad de no viajar, de quedarse en Buenos Aires, a pesar de que lo moderno es salir fuera, conocer, desplazarse. Más aún para una persona que vive del arte, para quien sería necesario o importante visitar museos de categoría, ver los originales en persona y no sólo en los libros. Su madre la increpa por ello, sin embargo, la protagonista defiende su postura y lo hace de tal manera, que nos invita a nosotros a valorar aquello que ella elige, esos cuadros que casi nadie conoce fuera de los argentinos. Es una postura respetable y además se aleja de la cultura enclavada en el sistema. Y lo hace con humildad, sin ondear una bandera ideológica: reconoce su dificultad para viajar, y al mismo tiempo, valoriza lo que ella ha encontrado en su propia ciudad.
Siguiendo esta línea, es interesante como la narradora se presenta en el primer capítulo, “El ciervo de Dreux”, con su vestidito amarillo chorreando agua y las zapatillas blancas peludas, un aspecto natural que opone al de la coleccionista –representante de la rigidez y lo académico- vestida de gris, con suéter de cachemira y boquilla de marfil. Los datos son suficientes para captar las diferencias entre la joven lista que se busca la vida frente a una mujer que se escuda en sus posiciones y las exhibe: “Sin duda ella era mejor que yo en el jueguito de sostener la mirada.”
LOS CUADROS, LOS PINTORES
En cada capítulo de El nervio ópticohay un cuadro, un pintor y una historia de época que contar. Estos son los hechos que yo he llamado exteriores, aquellos anzuelos que funcionan como trampas para luego internarse en el personaje. Ese recurso es la base de su narrativa, el eje alrededor del cual construye su novela. Veamos cómo funciona en cuatro capítulos que servirán de ejemplo:
1.- Refucilos sobre el agua: es el nombre de este capítulo dedicado a Courbet. Comienza con un recuerdo de la primera vez que fue a Mar de Plata con unos amigos adolescentes. El recuerdo parece importante por dos razones: la joven se impone a su madre a quien no le gustaba el novio que la acompañaba; y el descubrimiento de una prima que vivía en la casa de la familia, alejada del mundo. La prima es otra oveja negra del clan, una mujer que vive como una paria y que terminará ahogándose en el mar. Por un lado, la protagonista reivindica su independencia del modelo materno, por el otro se enfrenta con la tentación de la marginalidad, si uno se aísla definitivamente y rompe las amarras, como su prima, se expone al peligro. La presencia del mar en la casa familiar la lleva al cuadro Mar borrascoso,de Courbet. Nos deleita con un análisis deliciosa de la obra y el autor, su época, su lucha, su pasión por la materia. Algunas frases memorables:
“Los críticos no sabían cómo reaccionar, pero los pintores sí. Cuando se trata del mar, él es el rey” dijo Manet frente a sus marinas”, (pág. 69).
“Mar borrascoso es uno de los mejores. Frente a él el arte desaparece y otra cosa toma su lugar: la vida con todo su penacho estridente.” (pág. 70).
“Esa ola hecha de agua gruesa como la leche, como la crema, como un guiso, es algo salido de Courbet”. (pág. 71).
Courbet lo pintaba porque estaba obsesionado con él, su actividad era creativa; la prima lo intenta llevar a su vida (los collages) y luego, ¿frustrada? lo convierte en su tumba. La relación en este caso resultó destructiva.
2.- En las gateras: el capítulo comienza con el recuerdo de la casa de su amiga Amalia, cuando encontró entre sus libros un dorodango, objeto fetiche regalado por una alumna japonesa. Amalia la visitaba para impartirle clases a ella y a su madre en una casa frente al hipódromo. La historia de las japonesas le interesa a la protagonista por el barrio en donde vivían: adora los caballos y además, muy cerca, hay un museo. Es precisamente en ese museo en donde descubrió una obra de Toulouse-Lautrec: En observación. ¿El tema? Caballos. Entonces se remonta a la infancia y juventud del pintor, a su enfermedad e invalidez, a su arte inconfundible, tan personal, alejado de las modas europeas:
“Su arte económico absorbe del urkiyo-e japonés como una esponja; cuanto más sórdido, más sensual, inteligente y perverso, mejor. Áreas de color plano delineados en negro, ángulos oblicuos, la línea sinuosa de la estampa japonesa. En París, Toulouse es también un artista del mundo flotante, el burdel es tan esencial en su vida como las casas de té para Utamaro.” (pág. 83-4).
Miuki, la alumna japonesa que le regaló el dorodango a Amalia, una promesa de buena suerte, termina rechazada, solitaria, sin nada de suerte. Algo parecido le pasó a Toulouse-Lautrec, quien enferma de sífiles; su padre, desesperado, lo encierra en un asilo. Ambos personajes tuvieron mucho para ofrecer, pero la vida los trata con crueldad y los castiga injustamente. Curiosamente, ambos tienen problemas físcos: ella es coja de un pie, él tiene los huesos de cristal. Desplazarse, en ambos casos, es costoso. La frase del marido de Miuki es lapidaria:
“A su marido le irritaba que ella fuera más educada que las esposas de sus compañeros. “Te han pulido de más, Miuki, te han estropeado”, le decía durante las peleas”. (pág. 85).
Demasiado pulido… ¿no era ese el peligro del dorodango? ¿Una pieza de cerámica que parecía bronce?: “ si se pule demás, el dorodango se agrieta.” (pág. 78).
3.- Una vida en pinturas: en la sala de espera del oculista, porque su ojo derecho late desenfrenado, ve un poster de Rothko:
“La gente no se cansa de decir: hasta que no ves un Rothko en vivo no ves ni la mitad. A mí me sorprende todo lo que se puede ver en una reproducción. Incluso ahí Rothko no te entra por los ojos sino como un fuego a la altura del estómago. Hay días en que creo que sus obras no son obras de arte sino otra cosa: la zarza ardiente de la historia bíblica. Un arbusto que arde pero nunca se quema. Hay algo que no se gasta en un Rothko, a pesar de su creador, a pesar de su creador, a pesar de la retórica inflamada que desde hace años lo pintó como un creador de iconos del Más Allá, un detalle que lo hizo encajar en esa tradición del arte abstracto como trip espiritual que disparó Kandinski. Pienso esto cuando la secretaria me anuncia que el doctor Adelman está listo para verme”. (pág. 90).
La crítica de arte aparece en El nervio ópticoalejada del academicismo. Se percibe una visión muy personal, producto de un ojo entrenado, pero también de una sensibilidad que explora y saca conclusiones de su propia experiencia estética. No pretende aleccionar, pretende compartir sensaciones e ideas que surgen en la contemplación de lo bello.
Sigue un resumen de la biografía de Rothko, señalando las dificultades personales para adaptarse a un mundo desconocido en América. La búsqueda de un lenguaje propio, la dificultad de ser aceptado por la sociedad consumista, la angustia por la existencia terrenal… esta mezcla explosiva lo condujo a un agujero negro: la depresión. Creo que la vuelta de tuerca de María Gainza, cuando sitúa otra reproducción de Rothko en la cabecera de la cama de su marido, enfermo de cáncer, y la visión que de ésta tiene la puta del hospital, es un excelente cierre. Ella, desde su mundo (“burguesita del arte, turista de hospital, antropóloga de gabinete fascinada con lo exótico”), pretende conectar con una mujer que conoce, de manera intuitiva o vivencial, las tormentas de un Rothko. Consciente de ello, la describe como un personaje salido de una tela del pintor:
“Su vestido fue lo último que vi, el momento exacto en que el rojo se disolvía en el negro”. (pág. 97).
4.- El cerro desde mi ventana: es este, quizá, el capítulo más íntimo, en donde la protagonista confiesa su fobia a volar. Pero no es sólo su miedo al avión, es aceptar las consecuencias que eso implica: vivir en un mundo reducido, renunciar a ver obras de talla universal, someter la curiosidad que despiertan otras tierras y otros paisajes, otras gentes. Para reafirmarse, piensa en Rousseau: pintor de nubes y globos aerostáticos, quien jamás estuvo en el aire, usó su imaginación y consiguió pintar como si estuviera volando:
“Era su desapego terrenal lo que lo hacía despreciar tanto el éxito como el fracaso de este mundo. Rousseau no era un artista naíf sino un tipo elevado con una buena razón para mantenerse a distancia: se había dado cuenta de que el aire de su vida mental era más puro que el vaho enrarecido que circulaba por los salones de vanguardia.” (pág. 116).
La postura indulgente frente al pintor, insinúa su propia defensa. Son opciones, tan válidas como cualquiera otra, parece que quiere decir:
“Las selvas de Rousseau parecen venidas de otro planeta. Hasta que caemos en la cuenta de que ese otro planeta es también el nuestro”. (pág. 117).
EL LENGUAJE
Otro ingrediente importante de El nervio ópticoes el lenguaje: fresco, contemporáneo, vigoroso. La vitalidad del personaje está presente en sus frases. Pero lo más importante es que María Gainza usa las palabras como cuchillos que cortan la grasa y dejan sólo el hueso. Así como el ojo de su mirada es agudo, el oído también lo es: nada sobra en este relato, la precisión está concebida de tal manera que el efecto que produce es estético, reparador. Esto se aprecia desde el título de la novela, los nombres de los capítulos, y ciertos detalles como la elegancia de no nombrar a su protagonista pero insinuar -cuando dice que su prima se llama como ella- la presencia del mar en su nombre. La narradora avanza con pies delicados pero firmes, una buena combinación de talento y trabajo.
Una característica de su prosa es que las sensaciones se expresan con la materia, de esa manera las sitúa en el mundo físico:
“Mer orageuse se dice en francés, y la garganta rasposa que producen las consonantes replica el rugir de las olas”. (pág. 66).
“Parecía una niebla londinense pero sin su misterio acuoso; era opaca, seca, del color del granito sin pulir”. (pág. 21).
“La niebla deforma curiosamente la acústica: el golpe suena como acolchado”. (pág. 26).
“El pelo, del color de las plumas mojadas del cuervo”. (pág. 77).
Originales son también las analogías que usa para describir:
“Cuando le agarro la mano noto que las almohadillas de sus dedos, que antes parecían rellenas como capitonés de silloncito Chesterfield… (pág. 135).
“…está mascando chicle y cuando me ve se lo saca de la boca y lo estira hasta formar un puente colgante que balancea de un lado al otro”. (pág. 90).
“Parecía un paleontólogo que sale de una excavación subterránea y se dispone a reconstruir a su criatura con los tres huesitos locos que lleva en su riñonera”. (pág. 22).
Todo esto hace de El nervio ópticouna novela original, sugerente, muy bella; recomendable para toda persona que disfruta con la buena literatura.
Los textos han sido tomados de la edición de Anagrama.