Confieso haber releído El Heredero por tercera vez, por razones de trabajo, y haber sentido el mismo escalofrío de la primera, a pesar de que recordaba el truculento final, los detalles de la intriga, la locura de los personajes; quiero decir que, como lectora, estaba advertida. Esta sintonía maravillosa con la ficción se debe a la prosa de François Vallejo, un texto potente y sugestivo que nos introduce en una atmósfera perversa de un medio aristocrático decadente. En El Heredero, lo formal funciona con precisión para acentuar las sombras y rescatar las luces de una historia tenebrosa, con personajes serviles y atemorizados, en donde el misterio se cuela para introducir la ausencia de certezas y señalar la oscuridad y la complejidad del ser humano.
La atmósfera
La historia se desarrolla en una zona rural del Oeste francés, concretamente en la propiedad del barón de l’Aubépine. Hay pocas descripciones de la región, pero basta con unas líneas para deducir que la geografía es inhóspita, el clima lluvioso y gris, el escenario natural se resume con dos palabras: bosques y pantanos. Lo que transcurre fuera de dicha propiedad queda fuera del mundo narrativo de Vallejo, y estos hechos son registrados como asuntos marginales (la vida en París, la revolución, el Imperio, Víctor Hugo, etc) aunque tengan mayor importancia y más transcendencia. Se intensifica, de esa manera, la sensación de encierro y el espacio se convierte en un lugar claustrofóbico, de una intensidad insoportable. Los pasos de los caballos y el ruido de las ruedas de los carruajes que entran y salen de la mansión, nos recuerdan que hay un mundo de fuera voluntariamente marginado y desdibujado. Excluido éste, el primer plano se fija en un territorio cerrado que se va cargando para acentuar así la locura y el delirio que se avecinan.
El narrador se encarga de recordarnos que es una región conservadora políticamente, clasista, en donde los beneficios de la Revolución Francesa no se perciben claramente. Esto es determinante para comprender la estructura social y el entorno, no estamos en un medio burgués, la industria no existe, la economía sigue siendo agrícola, y quien no posee tierras no tiene posibilidades de independizarse. Por eso el bosque funciona como una buena imagen de lo no civilizado, de un medio salvaje, atrasado, muy oscuro.
Es interesante señalar que hay muy pocas visitas de fuera: Faure y Duplessis, que son los contactos con el mundo político, las mujeres que trae el barón a su casa y que introducen el elemento erótico, un notario que aparece una vez, alguien que trae una carta y Chacan. Fuera de ellos sólo se presentan en la mansión los funcionarios locales que vienen a resolver el desenlace: con su presencia señalan la evidencia, definen la realidad, constatan lo sucedido. De los anteriores, sólo Duplessis entra y sale con naturalidad, el notario no regresa, Faure tampoco; Chacan entra pero no sale, o si salió, salió muerto; las mujeres se van despavoridas y Berthe Françoise sale cadáver. Los pocos lazos que se habían construido con el mundo de fuera se rompen y la historia se reduce el espacio que ocupan el barón de l’Aubépine y la familia Lambert. Es ahí, en ese lugar que es un infierno, en donde se alteran los roles y se trastocan los modelos tradicionales:
Amo, guarda de caza
La relación teórica entre los dos personajes, el barón de l’Aubépine y el guarda Lambert, es vertical: uno es el jefe, el otro un subalterno a su servicio. El jefe es un aristócrata, y aunque no lo sea en espíritu, ejerce el liderazgo. Ambos han heredado sus puestos, uno por ser hijo del dueño de la tierra, el otro por ser hijo del anterior guarda, brazo derecho del dueño anterior. Esto es significativo, porque están en el lugar en que se encuentran no por elección natural, si no por razones de herencia y destino: el nacimiento los ha situado en una estructura social y laboral que no pueden cambiar ni transformar. No existe otra opción para estos señores, estamos en el siglo XIX y las estructuras sociales y económicas funcionaban así, sobre todo en áreas rurales.
La relación entre ellos es de dependencia total: los dos se necesitan para sobrevivir: uno, por que no sería capaz de realizar las tareas del campo, el otro porque si no tiene el campo y los perros del amo, su vida no tendría razón ni él el derecho de vivir ahí.
El vínculo entre los dos personajes es el eje de El Heredero, una relación que sufrirá modificaciones de acuerdo a los hechos y las necesidades de cada uno ya que ambos se van acomodando a los cambios, poco a poco renuncian a sus señas de identidad y aceptan situación nueva que los corrompe y los precipita a un desenlace violento.
Desde las primeras páginas sabemos que todos los trabajadores de la propiedad del barón de lÁubépine deciden marcharse después de la muerte del padre, por temor quizá a depender del hijo que tiene mala fama. Este arranque es determinante en la historia porque es el inicio formal de la decadencia; por no aceptarla, parten los otros y renuncian a ser cómplices de la debacle; Lambert, en cambio, prefiere arriesgar y se expone y expone a los suyos. Por lo tanto, quedarse es el primer paso en falso de Lambert, y la primera concesión que hace. La primera de muchas. El barón detecta su punto débil y se lo indica en la primera conversación que tienen, de esa manera el señor le pone un pie por encima a su guarda señalándole su punto flaco, aquello que el otro quisiera ocultar:
«Resumiendo, sólo quedan usted y su familia. Esperaba que se fuera. ¿Qué le retiene? ¿El niño que está en camino?
Por supuesto, y también los animales. Una cocinera cambia de cacerolas. Siguen siendo cacerolas. Pero uno no abandona así como así a unos animales a los que ha traído al mundo, a los que ha adiestrado, alimentado.
¿Tengo que hacer matar a la jauría para que se decida?
El guarda debe haber puesto cara de pocos amigos: Haya paz, Lambert, veo que enseña los dientes tan deprisa como sus perros y como mi padre. Debe ser algo natural en sus funciones. Hay algo animal en usted, algo salvaje y eso no me desagrada. Me he informado sobre usted. Me han dicho que su padre fue asesino de blancos…» (pág. 23).
Lambert también encuentra rarezas o peculiaridades en el barón desde el principio, una mirada sucia sobre su hija y su mujer, o como mínimo indiscreción, falta de pudor y respeto, pero no lo increpa ni lo pone en su sitio, más bien intenta restarle importancia, detalle que el otro capitalizará más adelante:
«…Tiene la piel fina, qué curioso, y blanca. No parece de aquí. La mira un poco más de la cuenta, resulta violento, pero eso es todo. No, no es todo. Antes de salir, mira con insistencia el vientre de Eugénie: estaba embarazada del chico.» (pág. 18).
Este rasgo del barón, esa sordidez, se hace evidente cuando se instala en el parto como observador, hay algo perturbador en esa escena, algo indecoroso en su actitud, agresivo, y fuera de lugar su regodeo con el dolor de la parturienta y la sangre; y ese algo lo percibe Lambert:
«Desde luego, esa manera de disfrutar delante de una madre mientras da a luz no está bien, no, no, no está nada bien.» (pág. 36-7).
Es cierto que no hay mucho espacio para ventilar estos temas en el mundo de El Heredero, poner en su sitio al barón sería imposible sin llegar a la ruptura de la relación; pero al no protestar, Lambert va perdiendo terreno y dignidad, mientras el barón crece. La desaparición de Cachan es un buen ejemplo de esta dinámica: les molesta mi ayuda de cámara, de acuerdo, yo lo elimino pero que quede claro que lo hago por Uds. Otro punto a mi favor. Y ellos consienten, por aterrados que estén, no lo denuncian, prefieren la fiesta en paz. ¿Pero qué paz es ésta, de qué naturaleza es la fiesta? El silencio tiene precio. Magdeleine, la única que propone denunciar los hechos, los enfrenta con la realidad que no asumen.
En la relación del barón y la familia de Lambert se acumulan consecuencias después de esta silenciosa desaparición: en busca de huellas el guarda de caza penetra por primera vez en el ámbito doméstico de la propiedad, Eugénie asume las tareas de Cachan como ayuda de cámara, Lambert se encarga del afeitado del barón para evitar que sea su mujer quien lo haga, en fin, que realizan tareas que los circunscriben a la casa del señor, al espacio íntimo y privado. El círculo se va estrechando, los límites entre los Lambert y el barón se aproximan y los roles establecidos socialmente se confunden y desdibujan:
«Fui a quejarme de Cachan y el señor pareció tomárselo a mal, pero me da la razón por la espalda y echa a su ayuda de cámara, como para complacerme, como para aliviar a Eugénie, en resumen, como si él nos sirviera a nosotros.» (pág. 43).
Esta cercanía entre ellos también implica una pérdida de respeto, las formalidades se dejan de lado y desaparece el pudor: Lambert se ve forzado a compartir la intimidad de su jefe, detalles de la vida del otro que hubiera preferido ignorar. Al no alejarse o protestar por la confidencia, se convierte en cómplice, el guarda se rinde ante la provocación:
«El señor de l’Aubépine coge los restos de la enagua, los huele, mira a Lambert con expresión burlona. Los agita un poco estirando el brazo, y ese gesto remueve dudosas aromas. Hunde de nuevo la nariz en ellos, una aspiración profunda, otra mirada de reojo al guarda de caza, como una invitación. ¿Quiere tal vez forzarlo a acercar la nariz?
Me gusta cuando pierde el aplomo ante mí, Lambert… ¿A usted qué más le da?
No temo nada, señor, pero gasta usted unas bromas que no están hechas para personas como nosotros.
¿Quién habla de bromas?» (pág. 72- 73).
La constatación de la crueldad y el gusto que la sangre produce en el barón la tiene Lambert cuando presencia una escena cruenta de cacería: el alma del señor de l’Aubépine se desnuda infrigiendo las normas básicas de la caza. Y como están en el territorio de Lambert, practicando la actividad que él conoce y domina, ya no tendrá más dudas sobre el desvarío de su señor. Ha presenciado sus excesos, el placer que le produce la carnicería, herir y matar.
Cuando aparece Berthe François, Lambert es capaz de fantasear con ella al imaginarla víctima de las torturas del barón, como si el erotismo del dueño de la propiedad estuviera contagiando al guarda, una extraña sintonía, el morbo compartido, la relación vertical se ha modificado, ahora son dos amigotes que podrían beberse varias cervezas juntos hablando de mujeres.
Lo que no imagina Lambert son las intenciones de su señor respecto a su hija Magdeleine. Después de la huida frustrada, el aristócrata se venga de la niña e incita a Rajá para que la hiera. En esa escena hay otra vez manipulación del acosador: te cuido, te defiendo, te ayudo porque te deseo lo mejor. Cuando la verdad es otra: te hago daño porque eso me gusta a mí. La sordidez comienza a invadir todos los rincones, disimulada siempre con finas maneras y buenas palabras.
«Lo más sorprendente es la extrema cortesía actual entre el señor de l’Aubépine y Lambert. No es que antes se hablaran mal, pero ahora todo son ceremonias y reverencias, como dos embajadores venidos de Oriente, atenciones a diestro y siniestro cada vez que se cruzan el el patio o en un camino forestal. Que si estoy preocupado por su salud, que si yo estoy de su estado de ánimo,; que si la temporada ha sido buena, que si los ingresos del año superarán los gastos. Fruncen el ceño como budas. Vuelven a representar el papel del señor barón y sus sirvientes.» (pág. 151).
Y justamente porque el veneno está escondido, los Lambert adultos deciden no verlo, es más sencillo así, ya le pasará, no hay razones mayores para desconfiar. ¿No las hay? ¿Dónde está Berthe François? Los únicos que denuncian la presencia del cadáver son los perros, ellos huelen la sangre pero no pueden hablar, Lambert y Magdeleine reciben el mensaje, la chica quiere delatarlo pero su padre tiene miedo: él o nosotros, ¿a dónde iríamos? Cuando finalmente el guarda decide buscar otro empleo, el barón lo chantajea, y de esa manera ruin lo tiene atrapado. Además, por si no es suficiente el chantaje verbal, paga para seguir dominando, compra el silencio de sus sirvientes:
«Tenga ese candelabro de bronce, sí, sí, un regalo. Y más adelante, otro día: Este espejo con marco dorado es para usted, sí, sí, cuélguelo en su casa. Pero nosotros no podemos, un espejo de la mansión… Él insiste, yo no necesito nada de lo que hay en la mansión; ellos se ven obligados a aceptar… A Magdeleine no le gustan todas esas ceremonias; ni sus padres que se prestan a ellas demasiado fácilmente. En una ocasión, pese a ser todavía una chica tan joven, se atreve a decirlo: Os agradece el haberos quedado en vuestros puestos sin perjudicarlo.» (pág. 152).
Lo que fuerza la reacción de Lambert es el pedido que hace el barón de viajar con Magdeleine como dama de compañía. Ya había advertido el padre la naturaleza de su deseo cuando su señor intentó forzar la ventana de Magdeleine; en esa ocasión reforzó los barrotes, pero no cogió sus bártulos ni se largó con los suyos como correspondía. Ante el peligro del viaje, Lambert se resiste, pero no sabe cómo impedirlo. La propuesta de usar la fuerza como arma es una idea de Eugénie, ella, desde el ámbito doméstico, siempre aporta el aspecto práctico.
Una vez tomada la decisión de usar la fuerza contra el amo, la historia se sumerge en el absurdo total: la familia del guarda encierra al barón en su propia casa y lo amenaza con sus perros y sus armas. ¿Un eco de la Revolución Francesa, una imitación, una farsa? ¿Los subalternos deteniendo a los aristócratas? Una vez más, en otra vuelta de tuerca, el espacio narrativo se estrecha, los personajes se encuentran en un escenario reducido, falta el aire y la luz: el enfoque de la narración se limita a la habitación del barón que se ha convertido en una celda. Magdeleine, en vez de viajar, sin haberse desplazado fuera de su territorio, está más cerca que nunca del señor, y más expuesta. La víctima reclama cariño de su carcelera, otra vez los roles se trastocan, hay confusión y se alteran los límites naturales.
En la escena de la seducción se percibe la mente perversa del barón: sale a relucir el viejo mañoso, todo lo que toca es sucio, hasta el vestido con el que pretende deslumbrar a la chica campesina que no es más que un deshecho en mal estado, un trapo usado. Sin embargo el miedo de la joven es auténtico, ella sabe cosas que sufrió Berthe François, ella teme lo peor, no sabe si dándole algo de gusto lo conseguirá apaciguar. Además, como parte de su juego, el barón la humilla cuando la acusa de ser más cruel que él en su trato con los animales que caza, haciéndola perder piso y dignidad.
Al no conseguir lo que buscaba, el señor de l’Aubépine arremete contra Lambert, antes de que su hija diga algo contra él, es una actitud cobarde pero lo mantiene en una posición de poder. La acusación es falsa, pero no puede ser probada porque el padre no va a preguntar a Magdeleine si fue así. Herido en su dignidad, Lambert no puede soportar la presencia de su señor. Aprovechará la búsqueda del cuerpo del barón para organizar una cacería personal, y esta vez Magdeleine será su cómplice. El final de la relación es el final de todos, ya que sólo existían en función del vínculo que los unía, ni los perros se salvan.
Pienso que el sentido final de El Heredero queda claro en el desenlace: el barón, desbordado por sus miedos y por su enfermedad, se pone en bandeja frente a Lambert porque realmente deseaba morir, quería que terminaran con su vida miserable, como un suicida que reclama ayuda. Y es en ese momento cuando se trastocan de manera radical los roles iniciales en su última versión: el verdugo -que era el señor de l’Aubépine- termina siendo la víctima, y la víctima -Lambert- el verdugo, personaje que se convierte en el asesino de blancos, identidad que le había atribuido el barón, a su guarda de caza, desde que lo conoció.
Duelo entre dos cazadores
Cazador de animales:
El guarda es un profesional de la caza. Mantiene una relación especial con los perros de la propiedad, como si fueran una prolongación de sus propias manos. Trabajan juntos, se entienden, se conocen y son efectivos. Pero ese conocimiento lo llevará a cazar al hombre que sospecha que ha abusado de su hija. La carnicería final, es el reflejo de la brutalidad de Lambert, su venganza por el honor herido. Disfraza su actuación y responsabiliza a los perros por oler la sangre del herido, hasta en la manera de resolver la situación a favor suyo actúa como un profesional, no deja huellas.
Cazador de mujeres:
El barón es un personaje excéntrico. Y depresivo. En realidad, es un pobre hombre marcado por una educación sin afectos, abusado por un padre autoritario y brutal que no lo respetó ni lo quiso. Su primera mujer fue una imposición del padre quien, aparentemente, se entendía con ella, ¿la mataría el hijo como se insinúa, cuando descubrió el enredo entre los dos? El perfil psicológico del personaje es rico en matices, pero se manifiesta de manera concreta en dos aspectos de su vida: el sexual y el político.
En su vida sexual el señor de l’Aubépine caza mujeres y las elige siempre de condición modesta: las acorrala, las persigue, las cerca, las trata como carne, según dice Berthe François. Lo mismo que hace el día que sale de cacería con Lambert, escena clave en la novela. Está claro que el personaje tiene un lado sádico: le gusta la sangre, infringe dolor y disfruta con el sufrimiento de su pareja, cumple con el papel de verdugo. Confiesan las chicas, y en lo que dicen aparece esta particularidad:
«Esto es lo que hay: el barón la ha llevado al último piso en plena noche, la ha hecho quedarse completamente desnuda, con ese frío; ha apagado las velas, le ha pedido que corra en la oscuridad, y él corría detrás de ella; todo eso por unos pasillos interminables, con recodos inesperados que la hacían chocar contra las paredes, y luego más pasillos y no era posible retroceder , el hombre estaba allí, jadeando detrás de ella, riendo un poco, obligándola a avanzar. Y una oscuridad… una oscuridad como ella jamás había visto, ni siquiera en su granja de Bretaña, y su miedo a la oscuridad… ha estado a punto de asfixiarse de miedo. El señor se acercaba, la cogía un poco del pelo, la soltaba, le tocaba un brazo, la empujaba, la hacía avanzar con la voz, con la respiración, le cerraba el paso si notaba que retrocedía.» (pág. 66-7).
El contexto político
François Vallejo nos sitúa en una Francia que ha pasado por una Revolución. Sin embargo, los cambios se revierten y los franceses terminan con un nuevo Emperador, una ironía de la historia, que nos hace pensar en lo difícil que es abolir los desvaríos del poder. Volviendo a nuestro personaje, en lo político el barón es un ser delirante, inmaduro, que sueña con cambios pero no trabaja de manera consciente ni responsable para conseguirlos. Es republicano de corazón, pero aristócrata de comportamiento. La superficialidad de su juego político lo convierte en un ser patético, un niño que aspira a poseer un juguete nuevo para divertirse y mostrarlo. Vallejo aprovecha para cuestionar la validez de los cambios producidos por la Revolución Francesa. ¿No siguen siendo clasistas los franceses, conservadores y defensores cada uno de sus propios intereses? ¿Se consiguió alguna mejora social en el campo, o los campesinos siguen en el siglo XIX manteniendo una relación de vasallaje con sus amos? El mejor ejemplo de esto es cuando Lambert vota por primera vez:
«Se siente abrumado: en el momento de expresar su voluntad, lo único que no se le ocurre preguntarse es: ¿a quién prefiero yo?, ¿quiénes son mejores, los legitimistas o los republicanos’ Está un poco perdido, no conoce a ninguno. Su única pregunta es: si el señor de l’Aubépine estuviera aquí, ¿por quién querría que yo votara? Así que vota pr una lista de hombres de ideas avanzadas, y de inmediato se siente descontento de sí mismo: te conceden el derecho de votar libremente y tú te sometes a tu señor, es él quien te dicta votar por la libertad, muy complicado todo esto, nada bueno.» (pág. 50-1).
La mirada es irónica, pero invita a la reflexión. ¿Tantas muertes en la guillotina, para esto? Creo que el contenido político en El Heredero es un elemento importante, redondea la novela y la sitúa en un contexto más amplio que trasciende a la propiedad de l’Aubépine, al Oeste, a Francia, a Europa y conecta la historia con un mundo más amplio y conocido por el lector.
Para conseguir este efecto, el humor es un recurso que utiliza el escritor francés con gran acierto. A pesar de las barbaridades que suceden la sonrisa está presente, las bajezas de cada cual resultan familiares, conocidas en diferentes variables. El humor resta dramatismo a la prosa. Algunos ejemplos:
«Y es posible que ni siquiera pague a esas mujeres, lo cual es todavía más increíble. No es que sea feo, es un hombre de apariencia bastante agradable, aunque no muy corpulento, pero ese gorro rojo en la cabeza, eso da un aspecto raro. ¿Se deja puesto el gorro de zuavo cuando…?» (pág. 64).
«Pero ¿hacerse afeitar desde la barbilla hasta los dedos de los pies, con una navaja bien afilada? ¿Es que no teme que una u otra aproveche para vengarse y cortarle una buena vena? Rassss… O incluso, Dios no lo quiera, para arrancarle… en fin, para rebanarle el… rasss… No hay que imaginar cosas así, no, no. A lo mejor, piensa Lambert, es eso lo que busca. No, no, ningún hombre sensato, ni siquiera uno insensato, metería miedo a unas chicas en la oscuridad dándoles motivo para cortarlo en rodajas.» (pág. 68).
«Si coges la escopeta te escuchará.
¿Eres tú Eugénie, quién tiene semejantes ideas? ¿Apuntar con la escopeta a nuestro señor? ¿Y si no atiende razones, ni siquiera con una escopeta contra la barriga.
Entonces disparas, Lambert.
¿Te das cuenta, mujer, de lo que dices?
Quizá no sepa lo que digo, pero te lo digo.» (pág. 178).
La ausencia de guiones de diálogos contribuye a crear un efecto de ambigüedad, siempre queda la duda de si las frases han sido verbalizadas o si, por el contrario, son parte del discurso interior de los personajes. El texto gana en riqueza, los significados se multiplican al tener varias lecturas, añade misterio y una nota de ironía.
El narrador
¿Quién narra esta truculenta historia?
En el primer capítulo tenemos una voz que se dirige a la segunda persona del singular:
«Usted las mira sin prestar demasiada atención…» (pág. 9).
Y es ese narrador, que intuye el sentido de la historia y el trágico final, quien hace las comparaciones entre el guarda y sus perros y las escenas de Abu Ghraib, prisión en Irak que fue un escándalo político contemporáneo. Esta deducción nos interesa porque actualiza la historia: no sólo en el campo francés del XIX sucedían estas crueldades, en pleno siglo XXI también. El paralelo entre la época lejana y la contemporánea, subraya la idea de que las barbaridades siguen siendo una constante en la historia del hombre, aunque las formas hayan variado.
¿Pero a quién se dirige ese narrador que hace esta reflexión? Lo sabremos en el siguiente capítulo cuando surge una primera persona narrativa, se trata del dueño de la foto, un familiar moderno de Lambert:
«El guarda de caza mal encuadrado es Lambert. Su territorio, circunscrito por la foto, me resulta conocido, procedo de allí: es la región del Oeste.» (pág. 12).
Este señor, heredero de Lambert, será quien nos cuente la historia. ¿Pero cómo sabía tantas cosas y detalles de algo tan lejano? Al final de la novela, tenemos un guiño en este sentido, un artificio literario determinante para la credibilidad: será el espíritu del mismo Lambert que se proyecta a través del tiempo e ilumina a su pariente para que nos informe, de otra manera sería imposible que alguien supiera lo que jamás se supo, no hubieron testigos de la cacería final, a parte de Lambert y Magdeleine. Y, al mismo tiempo, los detalles del compartimiento sexual del barón, no eran tema de conversación fuera de la propiedad. Sólo los Lambert lo conocían a fondo:
«Lambert no la ayuda, se ha metido en un intersticio del tiempo, sostiene entre los dedos esa foto en blanco y negro. Sabe que se ha convertido en otro hombre.» (pág. 253).
¿Ese otro hombre sería el narrador contemporáneo, el heredero de Lambert? Creo que sí, es un recurso literario que utiliza el escritor francés, ganador de un Premio Goncourt, en esta intrigante novela que atrapa de principio a fin. Un fino trabajo sobre la perversión escrito con gran elegancia, un retrato complejo del hombre que vive con sus miedos, su dolor, y sus pasiones.
Los textos han sido tomados de la edición de Salamandra, 2009. Traducción de Teresa Clavel Lledó.