Publicada en 1925, El gran Gatsby lanzó a Scott Fitzgerald (Minnesota 1896- 1940) al nivel de los clásicos, auténtico representante de los años dorados de una sociedad norteamericana que se desplomó con el crack del 29. Acumular riqueza para ocupar un lugar destacado en la sociedad es el motor de sus personajes, seres inconscientes que se mueven en un mundo vacío y artificial.
La vida del escritor no estuvo lejos del escenario narrado. De joven tuvo que hacer muchos esfuerzos para acceder a Zelda Sayre, quien pertenecía a un nivel económico superior. Casados, la vida fue un continuo derroche: muchas fiestas, viajes a lugares de moda, lujo, excesos y glamour. Todo ello, mezclado con alcohol y la locura de Zelda , maldita enfermedad que la llevó de sanatorio en sanatorio, en donde terminó sus días a causa de un incendio.
La lectura de El gran Gatsby puede parecer ligera y hasta banal si se interpreta únicamente como una historia de amor frustrado. Pero entre líneas, con imágenes acertadas, el autor dibuja un mundo decadente, señalando la ausencia de valores en un sector privilegiado que vive aislado del resto de los mortales, cruel en su indiferencia, de espaldas a la realidad. Las descripciones son tan contundentes, que no queda duda de la intención: exponer la decadencia moral que se desplomó junto con la bolsa y los bancos. Ser rico no exime a nadie de la lucha por una vida decente.
El narrador
La historia está contada por un narrador que pretende neutralidad. Es una elección literaria que se apoya en una mirada personal, recurso que añade perspectiva y un punto de vista de fuera. Sin embargo el narrador no es objetivo: Gatsby lo seduce, y Nick Carraway –nombre del narrador- termina otorgándole cierta benevolencia porque detecta en él sentimientos, algo de lo que carecen todos los demás. Ese dato es importante: el amor redime a Gatsby , según la mirada del narrador, y lo convierte en un ser memorable. Lo que haya hecho en el camino para recuperar a Daisy, resulta menos malo de lo que objetivamente fue, porque la intención era buena. Esta visión idealista convierte a Gatsby en un héroe romántico, aunque sus métodos son francamente cuestionables.
Desde el inicio, Scott Fitzgerald dibuja con maestría los dos polos entre los cuales oscila la narración: lo bello (la riqueza) y lo feo (la pobreza). Hay que aspirar al primer nivel y cerrar los ojos al segundo porque la miseria es un ancla. Los dos primeros capítulos dedican algunos párrafos a estos escenarios opuestos con descripciones muy vitales, detallistas y bellas; y en ambos casos sabemos cuál es la postura del narrador: lo que le atrae, y lo que rechaza. La subjetividad tiñe las imágenes, el lector intuye el planteamiento de fondo, la cultura que soporta a esa sociedad de los años 20s y cómo funcionan las relaciones. Por eso, hasta el que presume de neutralidad –Carraway- está contaminado por la frivolidad reinante. Este punto es clave, porque de esa manera se expone la falta de hondura, falta que Fitzgerald transforma en denuncia: incluso un “outsider”, como el narrador, uno que no es rico y famoso (pero que ha sido educado en una universidad como Yale, cuna de la alta sociedad) adolece de una ética intachable. Ya decía Carraway, al comienzo de su relato, que aprendió de su padre a no juzgar a los otros, pero una cosa es ser tolerante y respetuoso, y otra es admirar lo que no es admirable.
El ambiente
Pondremos sólo dos ejemplos para señalar la habilidad de Fitzgerald para crear los escenarios en donde se mueven sus personajes y con ello sugerir el mundo que late bajo las paredes que los protegen, o los exponen:
“Su casa era aún más suntuosa de lo que había imaginado, una alegre mansión colonial en rojo y blanco, del estilo rey Jorge, que dominaba la bahía. El césped empezaba en la playa y corría hacia la puerta principal, situada a unos cuatrocientos metros, saltando sobre relojes de sol, senderos enladrillados y jardines encendidos; y cuando por fin alcanzaba la casa ascendía por la pared en brillantes enredaderas como llevado por el impulso de la carrera. La fachada quedaba interrumpida por una hilera de miradores, resplandecientes con oro reflejado y abiertos por completo a la tarde ventosa y cálida…
…Cruzamos un vestíbulo de paredes altas hasta llegar a un espacio de un luminoso color rosado, unido a la casa por los extremos mediante dos miradores, que creaban una sensación de fragilidad. Las ventanas estaban entreabiertas y su blancura resplandecía sobre el césped del exterior, muy bien cuidado, que daba la impresión de abrir un poco la casa. La brisa atravesó la habitación, hinchando los visillos, semejantes a banderas descoloridas, en un lado hacia el interior del cuarto y en el otro hacia fuera, y luego los retorció para levantarlos hacia el techo, que parecía una barroca tarta nupcial; después agitó un tapiz color vino, creando ondulaciones como las del viento sobre el mar.
El único objeto completamente inmóvil que había en el cuarto era un enorme sofá en el que dos jóvenes estaban encaramadas como si se tratara de un globo cautivo. Ambas iban de blanco, y sus vestidos se agitaban y flameaban como si la brisa acabara de devolverlas al punto de partida después de un breve vuelo en torno a la casa. Debí permanecer inmóvil unos momentos escuchando el restallar de los visillos y el chirrido de un cuadro contra la pared. Luego se oyó el ruido violento de las ventanas traseras al cerrarlas Tom Buchanan, con lo que el viento aprisionado perdió su fuerza, y los visillos y los tapices y las dos muchachas descendieron lentamente hasta el suelo.” (pág. 19 y 21).
Creo que todos sospechamos que en los párrafos anteriores se describe el paraíso. Por lo menos, una situación de bienestar que permite el ocio y se apropia de la belleza. Nada en estas líneas habla de tensión, necesidad o dolor. En realidad, es un lugar idealizado, pero ¡cuidado!: es Nick Carraway quien lo ve, son sus ojos deslumbrados los que ponen palabras a ese espacio de ensueño ya que él no pertenece a ese mundo; lo contempla con admiración, no con familiaridad. Quizá por eso lo percibe con mucho detalle, hay un brillo nefasto que lo ciega y el narrador experimenta cierta codicia disfrazada de amistad. En esta línea comprenderá a Gatsby quien sacrificó su vida para ser parte de todo esto, si no se nace ahí, y eso no depende de uno, ¿podría ser posible comprar con dinero eso que se anhela?
Pero existe el otro lado de la moneda, un lado que produce rechazo.; un espacio en donde no hay nada que sea atractivo, más parece un lugar cercano al infierno:
“Hacia mitad de camino entre West Egg y Nueva York la carretera se acerca de repente a la línea del ferrocarril y corre a su lado por espacio de unos cuatrocientos metros, para evitar así cierta desolada extensión de tierra. Se trata de un valle de cenizas, de una granja fantástica donde las cenizas, como si fueran trigo, crecen formando crestas y colinas y jardines grotescos; donde las cenizas adoptan la forma de casas y de chimeneas y del humo que sale por ellas y, finalmente, mediante un esfuerzo trascendental, también de hombres que se mueven confusamente, para desmoronarse al instante en el aire polvoriento. De vez en cuando una fila de grises vagonetas se arrastra por una vía invisible, deja escapar unos crujidos lúgubres y se detiene: inmediatamente los hombres de color gris ceniza salen en todas direcciones con pesadas palas y levantan una nube impenetrable que oculta a nuestra vista sus oscuras operaciones.” (pág. 37).
Creo que una lectura detenida nos lleva a comprobar cómo la subjetividad guía la mano que describe. En realidad, las imágenes parecen metáforas de los dos extremos que se enfrentan en El Gran Gatsby. Por eso el accidente sucederá en el lado del mundo en donde lo feo es lo cotidiano. No es casualidad que se produzca ahí, y que la muerta, Myrtle, sea una mujer que pertenece a ese lugar, oscuro y temible. Ya antes, Tom le había reventado la nariz de un manotazo. Los lamentos del marido, el señor Wilson, estarían fuera de lugar en la casa de Daisy en donde sólo escuchamos pájaros, música o las olas del mar. Como si ambas partes tuvieran barreras infranqueables. Por eso insisto en la subjetividad, el mundo real no es así, es complejo, contradictorio, no excluyente. El dolor, la rabia y la violencia surgen en cualquier parte. No hay protección posible contra el mal. Menos aún contra el dolor.
Observando esta elección narrativa que acentúa la subjetividad del discurso, tenemos que señalar las descripciones de los diferentes personajes. Todos aparecen en escena, o -en realidad debo decir que todos irrumpen en la vida de Nick Carraway- como si fueran personajes de teatro. Para él, lo son, personajes de su drama. Con dos ejemplos quedará claro este punto, si recordamos además el párrafo reseñado antes en donde el narrador introduce a Daisy y su amiga vestidas de blanco, ¿cómo dos ángeles?, casi levitando:
“… a unos veinte metros de la sombra de la mansión de mi vecino había surgido una figura que permanecía de pie con las manos en los bolsillos, contemplando la plateada multiplicidad de las estrellas. Algo en sus pausados movimientos y en la firme posición de sus pies sobre el césped sugería que se trataba de Mr. Gatsby en persona, que había salido a investigar qué parte de nuestro firmamento local le correspondía.” (pág. 36).
“… Luego oí pasos en una escalera, y al cabo de un momento la silueta de una mujer algo entrada en carnes tapó la luz que salía por la puerta de la oficina. Tenía unos treinta y tantos años y era algo rolliza, pero movía su exceso de carne con toda la sensualidad con que algunas mujeres saben hacerlo. Su rostro, por encima de un traje de crespón de seda azul marino, con lunares, no contenía ni rasgos ni destellos de belleza, pero había en ella una vitalidad que se advertía inmediatamente, como si todos los nervios de su cuerpo estuvieran continuamente al rojo.” (pág. 40).
La decadencia moral
Los Buchanan son de una banalidad tal, que la buena prosa de Scott Fitzgerald los libra de convertirse en caricaturas. Incluso Jordan Baker, la amiga de Daisy, a pesar de ser golfista profesional –quiero decir que tiene una actividad seria y una responsabilidad- no puede sustraerse a la frivolidad reinante. Las conversaciones entre ellos son superficiales y tontas. Nada tiene peso, hasta los comentarios que hace Daisy sobre su hija pequeña son superfluos y necios. Lo más relevante en este grupo humano, es la ausencia total de sentimientos. Nada conmueve a estos señorones que no perciben al prójimo, que no se interesan por otra cosa que no sea el ocio y las fiestas, el poseer y enseñar sus posiciones, el lado material de la vida. Un buen ejemplo de esta cultura absurda, racista y equivocada, es el comentario que hace Tom sobre un libro:
“-Bueno, es un libro excelente, y debería leerlo todo el mundo. La idea es que, si no tenemos cuidado, la raza blanca en su totalidad se verá… quedará completamente desbordada. Son todo argumentos científicos; cosas que están probadas.
-Tom se está volviendo muy profundo –dijo Daisy-, con un gesto de tristeza que parecía perfectamente espontáneo-. Lee libros muy serios con palabras de muchas sílabas. ¿Cuál es la palabra que…?
-Bueno, se trata de libros totalmente científicos –insistió Tom, mirando molesto a su mujer-. Ese tipo ha estudiado la cuestión a fondo. Nosotros, que somos la raza dominante, hemos de estar alerta; de lo contrario, esas otras razas acabarán controlándolo todo.” (pág. 27).
Si consideramos que Tom fue a una buena universidad del Este americano, estas opiniones parecen salidas de una obra satírica, no son propias de un hombre de su educación. A menos que haya perdido todo criterio, que es lo que parece que el autor quiere señalar: un hombre que es parte de una élite estúpida, que se mira el ombligo, y que carece de sensibilidad.
La pobreza del pensamiento de los ricos, ofende. Pero lo que más ofende es su falta de conexión con lo que sucede fuera de sus casas. Mundo pequeño, miserable y falto de ética. Lo único que los protege es la acumulación de bienes materiales. Las escenas de las fiestas en casa de Gatsby, resumen estos falsos valores. Siendo él un chico pobre que fue rechazado por Daisy en su juventud, la ambición que lo guía es hacer dinero rápido y mostrárselo para volver a enamorarla. La idea es macabra, porque lo que intenta es borrar su pasado para acceder a su corazón. Nada más lo distrae de su fin: no importa ni cómo hace el dinero, ni el marido que ella tiene, ni la hija. Su preocupación es borrar la imagen de hombre pobre, como si pobre fuera sinónimo de perverso. Fijémonos en la exposición que hace de sus posesiones cuando le enseña su casa: muestra sus camisas, la calidad de la tela, la hechura inglesa, etc., como datos de peso en la seducción. Produce cierta tristeza este patético enamorado.
En esta clase social , sólo se valora el dinero. La sorpresa de un invitado al comprobar que los libros de la biblioteca de Gatsby son auténticos ejemplares de papel, resume esta postura. Como si lo normal fuera la falsedad, pura fachada, porque suponen que nadie intentaría leerlos, la función de estos libros es puramente decorativa, contribuyen a crear una imagen distorsionada de la cultura.
Pero lo más importante es que estas carencias se dan también en lo afectivo. Cuando Gatsby muere, nadie va a su funeral. Mucha fiesta, mucho ruido, pero ante la muerte demuestran que no lo querían. Un gran vacío es la característica común en sus vidas, y a la hora de la muerte. Y ese es el grito que lanza el autor: la falta de conciencia e integridad. No sucede igual en el otro lado del mundo: Michaelis acompaña a Wilson en su dolor, intenta distraerlo, lo acompaña con sentimiento verdadero a pesar de no ser más que un vecino. Esta escena conmovedora es una lección de humanidad, el único momento del relato en donde alguien muestra ternura. Igual debemos mencionar la dignidad de la hermana de Myrtle, que respetó el honor de la muerta y su memoria al callar sus devaneos amorosos ante la policía. Ambos pertenecen al escenario de las cenizas, tosco y feo, pero auténtico.
Es interesante, a nivel de argumento, cómo el clímax se precipita por una falsa percepción de la realidad. Hasta en eso, la falsedad se inmiscuye. Myrtle ve el coche en donde estaba su amante Tom con Jordan y piensa que ella es su mujer, su contrincante. Esto le produce un ataque de celos, y cuando el vehículo regresa de Nueva York se acerca a pedirle cuentas. Lo que no sabía Myrtle es que ya Tom no conducía ese coche, sino su mujer, quien la mata sin saber siquiera a quien atropella. La vengadora natural del amante de su marido no es consciente de su rol. Un juego que refleja la liviandad. Wilson mata a Gatsby creyendo que él conducía el coche: dato falso; pero Tom se lo puso en bandeja a Wilson, ignorando que fue Daisy la verdadera “asesina”. Apariencia y realidad se mezclan distorsionando la visión de las cosas.
Y para terminar, Daisy no se detiene, no se interesa por su víctima, como si no ésta existiera, totalmente encerrada en sí misma. Gatsby, que estaba en el mismo coche, tampoco la obliga a parar, sólo tiene ojos para ella. El amor de este hombre es obsesivo. Ambos pertenecen a un grupo de personas que se sitúa por encima del bien y del mal. Por eso la frase de Carraway resume esta frivolidad nociva, excelente síntesis de una novela notable:
“… Tom y Daisy eran personas sumamente descuidadas… dañaban las cosas y a las personas y, entonces se amparaban en su dinero o en su enorme apatía, o en lo que fuera que los mantenía uno al lado del otro, y dejaban que los demás limpiaran los regueros que habían dejado…” (pág. 187).
Los textos han sido tomados de la edición de Alfaguara, bolsillo, traducción de José Luis López Muñoz.
Luego de haber analizado en mis talleres la novela Buenos días tristeza de Françoise Sagan, no puedo dejar de hacer mentalmente una comparación entre el relato de la escritora francesa y el del narrador norteamericano.