Cansada de la moda de las auto ficciones, llegó misteriosamente a mis manos El colgajo -relato que entraría en esta clasificación- y tengo que confesar que el descubrimiento me fascinó: el brutal atentado narrado en primera persona por una de las víctimas, las profundas reflexiones de un hombre herido pero con una cabeza potente y el espíritu sereno, de espaldas al rencor; la valoración de los vínculos afectivos como parte sustancial del retorno a la vida, la información de los procedimientos médicos y los logros de la cirugía reconstructiva acompañados de una mirada de gratitud y admiración por aquellos profesionales que sanan; el intento de trascender el nivel del dolor zambulléndose en la belleza que emana de la literatura, la pintura, el teatro y la música… en fin, tantos y tantos temas desarrollados con lucidez, que hacen de El colgajo una novela admirable, obra del escritor Philippe Lançon (Francia, 1963).
El relato comienza con la descripción de la noche anterior al atentado: el narrador se recrea en ese momento, símbolo del paraíso perdido, lo desmenuza con delicadeza, insiste en el bienestar que se disfruta cuando ocio y profesión se mimetizan: él era –hasta esa noche- un periodista de 51 años, que luego de haber sido corresponsal en países en guerra o situaciones de peligro, estaba centrado en la vida cultural: asistía a las representaciones teatrales y conciertos, visitaba exposiciones y entrevistaba a escritores, para luego reflexionar sobre la experiencia y escribir una crítica. Una vida que le daba muchas satisfacciones: amistades interesantes, compañerismo en la búsqueda y el placer de una labor intelectual que exige análisis y conclusiones. Lançon insiste precisamente en esta escena, porque considera que a partir de esa noche, dejará de ser la persona que fue. El atentado rompe su cuerpo, pero también interrumpe el devenir de su historia. Esta fractura, sumada a su problema físico, será la razón de su proyecto literario: integrar el pasado que se esfuma ante el presente –arduo e injusto- y el futuro incierto: las balas detuvieron el fluir de su tiempo, lo paralizaron.
EL ATENTADO
La descripción del atentado es austera, Lançon tiene una pluma elegante, su prosa carece de truculencias o excesos, a pesar de que el hecho aparece insuflado de dramatismo por la violencia salvaje de los asesinos. Philippe queda desfigurado, la mandíbula destrozada por balas asesinas, pero al lado suyo hay doce cadáveres de sus compañeros bañados en sangre. Estamos en la sede de Charlie Hebdo, un semanario irreverente y provocador en donde se habían publicado caricaturas ofensivas al islam. Como respuesta, los yihadistas cometen una masacre. El hecho sucedió en París, el 7 de enero de 2015. La reacción mundial en contra del atentado fue masiva y la frase que se utilizó para apoyar la causa fue: Yo soy Charlie. La mayoría de los lectores recordarán esta carnicería, pero recordarla escuchando el testimonio de uno de los testigos, que fue una víctima y encima escribe bien, es una experiencia hipnótica:
“… De repente sentí su presencia casi encima de mí y cerré los ojos, volví a abrirlos en seguida, como si para verle algunas partes del cuerpo y asistir a la continuación de la historia, estuviera dispuesto a correr el riesgo de experimentar el fin de la misma: no pude evitarlo. Allí estaba, como un toro que olfatea al torero inmóvil al que acaba de dar una cornada, las piernas negras, el fusil apuntando como unos cuernos hacia el suelo, preguntándose quizá si había que insistir o no. Lo oía respirar, flotar, tal vez dudar, me sentía vivo y casi ya muerto, lo uno y lo otro, lo uno en lo otro, atrapado en su mirada y en su aliento; luego se alejó lentamente, atraído por otros cuerpos, por otros capotes, por otras cosas, en realidad hacia la salida, como supe mucho más tarde, porque todo duró apenas algo más de dos minutos. Y luego se hizo el silencio.” (pág. 69).
“Le tendí el móvil a Coco, y fue entonces, mientras se lo daba, cuando vi el reflejo de mi cara en la pantalla. El pelo. La frente, la mirada, la nariz, las mejillas, el labio superior, todo estaba en orden e intacto. Pero en lugar del mentón y la parte derecha del labio inferior había no exactamente un agujero, sino un cráter de carne destrozada que colgaba y que parecía puesta ahí por la mano de un pintor infantil, como un borrón de gouache sobre un cuadro. Lo que quedaba de encía y dentadura estaba al descubierto, y el conjunto –esta unión de un rostro de tres cuartos intactos y una parte destrozada- hacía de mí un monstruo. Hubo unos segundos de abatimiento, pero no duraron mucho. Me llevé la mano debajo de la mandíbula, para aguantarla y repararla, como si manteniendo todo apretado las carnes fueran a soldarse, el agujero a desaparecer y la vida a continuar.” (pág. 79-80).
LA RECONTRUCCIÓN
Apenas despierta en el hospital, a Philippe lo tranquiliza la visión de su hermano. Arnaud será un puntal en la larga etapa de recuperación, una presencia incondicional, una figura amorosa. Él y sus padres, lo acompañan en silencio y lo arropan, al punto que recupera la sensación de ser un niño que necesita cuidado y protección. Los vínculos familiares lo sostienen, le recuerdan quien es y cuánto significa para ellos, ellos tres serán su mejor medicina. Philippe sabe cuánto lo quieren, sentimiento que será un poderoso estímulo para luchar y darles el gusto de verlo recuperado, de esa manera terminará el sufrimiento que adivina en sus caras expectantes.
El trabajo de reconstrucción será liderado por Chloé, cirujana jefe del departamento de estomatología, entregada y muy eficiente. Para Philippe ella se convertirá en su salvadora, la única capaz de reconducir su vida y otorgarle una nueva identidad. Con el tiempo y la cercanía se desarrolla una relación estrecha, comparten gustos musicales, literarios, artísticos, y la convivencia de tantos meses y la complicidad en la lucha dará lugar a una dependencia peligrosa que Chloé manejará con buen criterio para no invadir territorios ajenos a la situación hospitalaria. Herido y vulnerable, Philippe se obsesiona con ella, sospecha que su nuevo rostro depende exclusivamente de sus manos:
“Todo lo que venía de Chloé me fortalecía especialmente. No se trataba de amor sino de dependencia. Gabriela tardó poco en sentir celos de ese vínculo. Se equivocaba, por cuanto lo que me unía a mi cirujana era de orden vital, no sentimental; pero tenía razón en la medida en que este vínculo se había convertido por entonces en prioritario. Chloé pasaba por delante de cualquier otra persona, por delante incluso de mis padres y mi hermano. Era la única persona de la que dependían mi mandíbula y mi vida futura.” (pág. 303).
“Al día siguiente volví a escribir a Chloé, esta vez recuperando un tono de más confianza. Su respuesta del domingo me había calmado, pero acababa de enterarme de que se había ido de vacaciones. ¿Cómo no me lo había dicho? Me creía con unos derechos que no tenía y me sentía desvalido al notar que no se me sometía a mi abuso.” (pág. 390).
Es interesante la amplitud de registros: la mirada del narrador abarca la experiencia de su sanación desde muchos ángulos, capta todo lo que se agita a su alrededor -el dolor no lo bloquea, al contrario: lo alerta- procesa la situación con cierta frialdad pero no excluye el sentimiento, siempre presente, a flor de piel. Lançon tuvo que llegar al final de su proceso para poder comunicarlo, imagino que la escritura fue una liberación, una catarsis, un auténtico renacer. La sobrevivencia -más aun cuando los muertos son tus compañeros de trabajo, tus amigos- implica sentimiento de culpa, desconcierto y mucho dolor. Todo esto afecta la situación anímica del paciente, sin embargo percibimos en Philippe una voluntad férrea para salir adelante, ayudando en todo lo posible para que el proceso termine bien, cuidando hasta el último detalle con actitud positiva; buscando construir armonía alrededor suyo para fortalecer su espíritu y evitar la caída. Con esta perspectiva afronta su relación con Gabriela, su novia de aquella época, ella viaja desde NY para estar a su lado pero, con su comportamiento nervioso, lo que hace es incomodarlo; Gabriela ocupa mucho espacio, su sufrimiento lo expone como un trofeo y lo iguala al sufrimiento de Philippe, no consigue serenarlo y él la rechaza por eso: ha llegado a la conclusión que todo elemento tóxico debe ser expulsado de su vida, reúne valor para defenderse y establecer sus prioridades, su mirada está centrada exclusivamente en su recuperación:
“…La mujer a la que amaba se había convertido en la mujer que sobraba.” (pág. 298).
Hay que ser valiente para apartar a los que, intentando ayudar, crean problemas. Fue lo mismo que le pasó con su amiga Toinette, quien acude inmediatamente al hospital, aparece como una exhalación, sin embargo Philippe no agradece sus mimos:
“¿Lo entendió? Lo ignoro, pero no me siento culpable de nada. Hice lo que pude, aquel 8 de enero, en la tierra de nadie en que me encontraba, fue liquidar a Toinette, su mano, su mirada y su genuflexión, al parecer soñada. La sacrifiqué a favor de quien, en adelante, había de simplificar todo. Lo hice sin dudarlo, casi sin pensarlo. Más tarde la volví a ver con una alegría que ninguna vergüenza ni ningún remordimiento lograron contener. El sentimiento de culpa sobrevivió muy poco al atentado.” (pág. 128).
Encuentro muy interesante la información del proceso médico/quirúrgico: las diferentes etapas por las que hubo que pasar, el tiempo transcurrido, la gente involucrada, los avances de la medicina para reparar aquello que fue destruido, los dolores en cada paso, la desilusión por cada injerto que no prende, las múltiples dificultades del proceso, la diferencia entre los dos hospitales y la variedad de pacientes que conoce, el amor y la paciencia de sus padres, la generosidad de los amigos, la incondicionalidad de su hermano. El recorrido es corto, pero la profundidad de las reflexiones expresadas con humildad, hacen que El colgajo cale hondo y conmueva.
SU POSTURA
Siendo el tema del atentado un tema político/religioso, sorprende la objetividad de Lançon y su sangre fría. Controla sus emociones y no juzga a los musulmanes, juzga a los asesinos. Mantener objetividad cuando se es víctima, debe ser tarea difícil. Lo más rescatable es que no percibimos impostura en esta actitud tolerante, incluso respetuosa; tampoco encontramos rastros de un ego que está por encima de los deseos de juicio y/o venganza porque se sabe superior –o pretende aparecerlo-, menos aún la pose políticamente correcta para la galería. Philippe Lançon consigue transmitir autenticidad, por eso la novela funciona y es potente. Lo político y religioso no merecen su atención, no es su tema, lo que lo mueve es comunicar el dolor y la ardua reconstrucción, aquello que él conoce de primera mano: la terrible experiencia que lo destroza y le exige cambiar de vida de la noche a la mañana. ¿Cómo pudo, me pregunto, mantener la cabeza fría y la mirada sin contaminar?:
“Como para el teniente Colombo, el primer principio de civilización sigue siendo para mí el mandamiento “No matarás”. Nada puede disculpar la transgresión cuyas consecuencias vi y sufrí. No siento rabia por los hermanos K, sé que son producto de este mundo, pero me resulta simple y llanamente imposible encontrar una explicación. Todo hombre que mata se define por su acto y por los muertos que se quedan tendidos a mi alrededor. En ese punto, mi experiencia supera mi capacidad de pensar.” (pág. 244).
LA LITEARATURA Y LA MÚSICA LIBERADORAS
El arte lo eleva a un nivel en donde el dolor se diluye, o pasa a un segundo plano. Otras veces lo ayuda a comprender su situación precaria recordando palabras que atesora en su mente. Desde luego su nivel cultural es de gran ayuda, multiplica sus recursos, pero el mérito es suyo por saber aprovecharlos, pocas veces nos encontramos con un personaje tan positivo. Algunos ejemplos:
“… la sensación de asfixia se acentuó. Por primera vez desde el atentado me dije que estaba muriendo, pero como se trataba de una visión física de la mente, ésta se puso en marcha y recité mentalmente la última estrofa de “El viaje” de Baudelaire:
¡Oh, Muerte, viejo capitán! ¡Ha llegado la hora! ¡Levemos el ancla!
¡Esta tierra nos hastía, oh, Muerte! ¡Zarpemos!»
Otro más:
“… el carácter colérido de Bach obtenía su genio y su paz de la confianza en un dios. Hossein acercó el dermatomo al muslo; cerré los ojos e intenté refugiarme en la fuga, que en ese momento desarrollaba sus distintas líneas y obraba aquel milagro: cuanto más compleja era, más fácil se me hacía. Noté una ligera quemazón. El paisaje se despejaba. Los contrapuntos se sucedían y Hossein se puso a trabajar en el rostro que había anestesiado.” (pág. 337).
LA FORMA
Hay varios aciertos en el aspecto formal. El más fácil de destacar es el uso de la primera persona: todo lo narrado nos llega con un impacto especial por ser un testimonio veraz, no hay otro filtro más allá de la voz de la víctima. La urgencia por compartir su dolor, su desconcierto, su lucha después de una amarga experiencia que lo sobrepasa, es un magnífico pretexto literario: la veracidad está asegurada.
El manejo del lenguaje propio de un periodista es otro recurso que Lançon utiliza: la prosa es correcta y muy elegante; avanza y retrocede según conviene al desarrollo de la historia, el tono es confesional pero nada dramático. A veces, unas notas de humor ayudan a relajarse:
“¿Cómo acoger y sentir esta piel insensible de la pierna en el mentón, esta piel de muslo en la pantorrilla, estos pelos de pierna en la boca esta mucosa invertida y mal vascularizada que me sirve de labio, este compuesto a base de carne de caballo o de cerdo que se fija a lo largo de un sustituto de encía que irrita al menor contacto? A veces me despierto con un diente de leche en la narina, con una uña en la oreja derecha o con una cejas en el segundo ombligo que forma la gastronomía.” (pág. 360).
Hay imágenes muy logradas, desde una frase cargada de significado por una potente metáfora:
“… pisar su moqueta azul, con más manchas que un babero…” (pág 55).
Hasta la percepción plástica de una situación grotesca y cruenta:
“Los muertos se cogían de la mano. El pie de uno tocaba la barriga del otro, cuyos dedos rozaban el rostro del tercero. Que a su vez se inclinaba hacia la cadera del cuarto, que parecía mirar al techo, y todos, como nunca y para siempre, se convirtieron en esta disposición en mis compañeros. Podría haber sido una figura de una danza macabra como aquella que desde hace veinte años iba a ver de tarde en tarde a la iglesia de la Ferté-Loupière, de camino a casa de mis abuelos en la región de Nivernais, o una guirnalda de personajes recortados en papel por un niño, una especie de corro bajo arresto o un descendimiento de la Cruz hecho en horizontal, o incluso una versión inédita y negra de La danza de Matisse.” (pág. 70).
O la aguda reflexión sobre una situación cotidiana que nos deja perplejos:
“Los baños de la Salpêtrière me recordaban hasta que punto el cuarto de baño es el lugar de todas las vergüenzas y de algunas revelaciones, el lugar en el que, de las heridas a las pajas y de las muecas a las cacas, uno tiene bajo una luz en general fría las experiencias más sensibles del propio cuerpo.” (pág. 201).
La historia de su reconstrucción está plagada de reflexiones, de pronto el acontecer de su vida se detiene y la mirada del narrador penetra en el interior, allí en donde el pensamiento procesa la experiencia y saca sus conclusiones con sabiduría y serenidad. Recomiendo leer la crónica que Philippe escribe para explicarse, titulada “El culpable y sus cicatrices”, está en la página 400. La descripción que hace de su momento es inmejorable. Como señala el periodista cultural Bernard Pivot, El colgajo es una pieza de “gran literatura”.
Los textos han sido tomados de la 1ª. Edición de Anagrama, traducción de Juan de Sola. He encontrado varios errores de traducción que desmerece el conjunto, como la presencia incorrecta de reflexivos: “Se me llevaron con cuidado…”, por citar uno. (pág. 92).