Autora: Hiromi Kawakami
El cielo es azul, la tierra blanca es una novela sencilla publicada en 2001, rigurosamente minimalista, en donde el desarrollo de una historia de amor se centra exclusivamente en hechos pequeños y cotidianos, registrando lo básico como esencial, con un cuidado específico para evitar la tentación de cualquier adorno o complemento que ayude a presentar la historia y a los personajes de manera más atractiva, más arropada, menos natural.
Hiromi Kawakami, escritora japonesa nacida en 1958, con formación científica, apuesta por el tono de los haikus, por la belleza de la naturaleza, por la simpleza de un transcurrir cuyo único escape parece ser el sake y la cerveza, pretextos para desconectar en una ciudad moderna, pujante, despersonalizada.
¿Cuánto hay de reclamo en este breve relato, por la desaparición de una cultura tradicional que parece arrasada por el avance de la tecnología, por la cultura de masas, por las modas y la comodidad de la comida rápida y el teléfono móvil? Diría que mucho de esto subyace en el fondo de El cielo es azul, la tierra blanca y forma parte de la nostalgia que comparten los personajes, cierta tristeza y desilusión que se reflejan en una profunda soledad que combaten con alcohol y comida sana. Cuando el consumo de sake se hace en buena compañía, cuando entre trago y bocado se establece una complicidad afectiva y nacen emociones, se produce el encuentro de las almas. Entonces, el gris de la vida puede iluminarse.
La relación maestro-alumna
Tsukiko se encuentra con un profesor del colegio a quien no veía en muchas años, Harutsuna Matsumoto, y entre ellos surge una relación entrañable que derivará en un sentimiento amoroso.
Recuerdo dos bellísimas novelas japonesas, una de ellas, Lo bello y lo triste, de Yusinari Kawabata, en donde el vínculo maestra-alumna es también determinante en la estructura de los personajes; y la otra, Retrato de Shunkin, de Junichiro Tanizaki, en donde más importante aún que la pasión entre los amantes, es la relación de maestra y alumno que se establece entre ellos como un vínculo sagrado que excluye al resto de la humanidad. Todo esto me hace pensar que para los japoneses es un privilegio tener un maestro, y para éste, el buen alumno, o el alumno entregado, es el mejor de los regalos. Los lazos que los unen los enriquecen y acercan de tal manera, que la unión posterior es total.
Me sorprende y me atrae este tema porque en occidente valoramos poco a los mayores, los viejos -los que saben más- carecen de prestigio en la escala social, devaluados por carecer de energía, vigor y belleza; y en general, se les niega, con frivolidad el valor que poseen por la experiencia acumulada o la sabiduría adquirida. Como si el bagaje de una vida se pudiera también comprar con dinero y poder. Desde la explosión de los 60´s, la juventud se ha impuesto como un capital valioso, olvidando que es efímera. Aquello que queda, cuando los años pasan, carece de valor y contenido en una sociedad cambiante, en donde la rapidez demencial del desarrollo tecnológico nos deja boquiabiertos, descolocados, y a los viejos, fuera de combate.
La relación maestro-alumna funciona en esta novela como «el ejemplo» y «la lección aprendida». Estamos hablando pues, no sólo de una novela de amor, si no también de una novela de aprendizaje, Matsumoto emplea toda su energía para mostrarle a Tsukiko -alumna que fue, alumna que es, y alumna que será aún cuando él muera- el camino a la madurez.
El maestro la ve primero, e identifica en ella ciertas características que le indican que es una buena candidata: su soledad, su inconformidad con la cultura moderna, su independencia; y como consecuencia de esta falta de adaptación, los rasgos de excentricidad que le recuerdan a su primera mujer. La excentricidad es, en en este relato, sinónimo de energía.
Qué ve Tsukiko en su maestro? Al principio: un rostro amigo, un hombre que no es una amenaza, un curioso personaje que se impone con su sola presencia y a quien vale la pena escuchar:
«… Lo único que me llamó la atención desde el primer momento, fue su voz. No era muy grave, pero tenía un matiz profundo y vibrante. Al oír aquella voz, me fijé en el hombre del que procedía». (pág. 157).
La relación se basa en un orden vertical, en el sentido de la autoridad. El viejo sabe lo que yo no sé, por lo tanto, aunque sea a regañadientes, presto atención. Y prestar atención significa simplemente dejarse acompañar, escucharlo. Pero también, el maestro divierte a Tsukiko. Los diálogos son breves y aportan poco, pero, incluso así, resultan imprescindibles para que puedan estar conectados. Esos diálogos desnudos, sin grasa, destilan una cierta elegancia, un distanciamiento que significa respeto por el otro, una suerte de dignidad.
La independencia de Tsukiko, que se manifiesta en el rechazo de ciertas costumbres -como no permitir que le paguen las copas, o acudir de noche a un bar sola- la convierten a los ojos del maestro en una mujer atractiva. Su actitud inconformista y el manejo de sus propios espacios, la presentan como un ser interesante, por lo tanto, digno de su confianza. Para Matsumoto, sin autonomía no hay libertad, aunque su primera mujer terminaría abandonándolo por estas mismas razones, sin embargo, a pesar del dolor por la experiencia, el maestro mantiene su escala de valores intacta. La integridad se refleja en la ausencia de egoísmo y esta integridad emana de él como una aureola que le concede autoridad y prestigio.
La historia de amor en El cielo es azul, la tierra blanca, es una historia anticuada, y en ello, dirán algunos, radica su encanto. Mantienen las formas, respetan las buenas costumbres, pero al mismo tiempo se emborrachan como dos iguales. No hay machismo en el vínculo, como suele encontrarse en la cultura tradicional, a pesar de que el maestro se encargue de recordarle cómo debe comportarse una señorita. Porque cuando lo hace, parece burlarse de la costumbre y ensalzar la rebeldía de Tsukiko, no evocar las reglas incumplidas en un intento de defenderlas.
Cuando decimos que la relación maestro- alumna es el eje de la relación entre la pareja, nos referimos a la admiración, en un sentido, y al respeto, en el otro, que luego se transforma en un sentimiento mayor. Tsukiko lo expresa de esta manera:
«Un antiguo ex novio mío tenía la mala costumbre de no dejarse convencer nunca cuando teníamos opiniones opuestas, pero el maestro era bastante razonable. O quizás debería decir que era bueno. La bondad del maestro procedía de su estricto sentido de la justicia. No era amable conmigo para hacerme feliz, sino porque analizaba mis opinionessin tener ideas preconcebidas. Se podría decir que su bondad era más bien una actitud pedagógica. Por eso cuando me daba la razón me sentía mucho más feliz que si se hubiera limitado a decirme que sí para tenerme contenta. Aquello fue todo un descubrimiento. No me siento cómoda cuando me dan la razón sin tenerla. Prefiero mil veces que me traten con justicia.» (pág. 202-3).
Y por supuesto, el final maravilloso en donde ella reconoce la herencia que él le dejó, la inquietud por aprender, su gusto adquirido por la poesía y los haikus, reiterando de esa manera su rol de profesor:
«‘Desde que usted murió he estado estudiando’, susurró». (pág. 211).
El maletín vacío es elocuente: nada material será indispensable para su alumna. Aunque el vacío se puede interpretar de muchas maneras: está vacío para que tú entres, lo que tiene dentro es impalpable, lo vacié cuando nos convertimos en pareja y se llenó de ti, nada vale la pena como para estar ahí dentro, lo valioso no está ubicado en un sólo lugar, etc.
El karma y la reencarnación
Estos son dos temas que cobran significado cuando los expone el maestro:
«- De todos modos, hay una expresión que dice que, ´aún el encuentro más casual es karma´.
– ¿Quiere decir que nuestro encuentro ha sido cosa del destino?
– ¿Sabes qué es el karma, Tsukiko -me preguntó.
– ¿Una especie de destino que te une a otra persona? -aventuré, tras reflexionar detenidamente. El maestro sacudió la cabeza con expresión de disgusto.
– No tiene nada que ver con el destino, sino con la reencarnación.
– Ya – respondí -. Es que nunca se me han dado bien los refranes.
– Será porque no dedicabas suficiente tiempo a estudiar -me espetó el maestro-. ´Karma´es un término budista. Es la energía que todos nos llevamos de nuestras vidas anteriores y que condiciona nuestras vidas futuras.» (pág. 84-5).
Dentro de este planteamiento, Tsukiko es una nueva versión de su ex mujer. Se sugiere la posibilidad de que Tsukiko sea la reencarnación de la otra. Para producir esta asociación, el texto insiste constantemente en la simetría entre ambas: las dos excéntricas, las dos originales, las dos inconformes respecto a lo que la sociedad esperaba de ellas. Takashi Kojima, el amigo del colegio, insiste también en este aspecto de Tsukiko:
«Siempre has sido muy sarcástica, Omachi.» (pág. 98).
«Eres tan huraña como en el instituto…» (pág. 112).
En la borrachera mayor que comparten en el bar de Satoru, el maestro aprovecha la ocasión para contarle dos anécdotas de su ex, en donde aparece como una alumna desaprovechada: ligera de cascos y falta de sintonía con el hijo. La imagen corresponde con la que había presentado de ella en la recogida de setas cuando, contó las incomodidades que pasaron, su hijo y él, cuando su mujer comió la seta de la risa. ¿Será, pues, Tsukiko, la reencarnación de la alumna que se convertirá, esta vez, en la alumna aprovechada? O, dicho de otra manera: ¿necesitaba el maestro encontrar a Tsukiko para morir tranquilamente habiendo cumplido su misión en este mundo?
Para comprender esto es interesante recordar la visita a la isla. El maestro quiere que Tsukiko lo acompañe al cementerio en donde está enterrada su mujer. El acto es simbólico, porque al ir allí con Tsukiko, el viudo efectúa el relevo con la venia de la muerta. Tsukiko no comprendió el significado de la visita, más bien la enfureció y la hizo rabiar de celos, pero para él era un paso obligado en su nueva relación: significaba formalizar el entierro de una en aras a la aparición de la otra. O sea, la identificación de Tsukiko como una extensión (¿reencarnación?) de su ex.
Más adelante, el maestro le pide perdón por haberla ofendido con la visita al cementerio, calificándose de obtuso por su comportamiento. Luego de esta aclaración, comprendemos que era imprescindible para él cumplir con ese ritual, necesitaba cerrar un ciclo de esa manera y abrir el siguiente, sólo así estaría listo para dar el paso adelante y formalizar – finalmente – la relación con Tsukiko en términos propios de un galán a la antigua usanza:
«- ¿Querrías iniciar conmigo una relación basada en el amor mutuo?» (pág. 198).
Sociedad tradicional y sociedad moderna
El maestro representa la tradición japonesa: cuidado de las formas, contención, y mucha paciencia. Hay algo muy zen en este misterioso personaje. Maneja el tiempo con gran delicadeza, convencido de la importancia del aprendizaje que exige pasar por las etapas necesarias sin prisas, comprendiendo el significado de cada una de ellas como parte de un proceso en la creencia budista de que la vida es un camino. De esa manera guía a su alumna, pasito a paso -y entre sake y sake- convencido del remate inevitable que será la unión de la carne, reflejo del abrazo interior que ya se ha consolidado.
Todo esto en un envoltorio muy a la moda occidental, un señor mayor con la espalda siempre recta, este maestro parece un lord inglés caminando por la City, un banquero que no se separa jamás de su maletín como si éste fuera el equivalente a la bóveda de su banco personal en donde guarda lo más valioso que posee. Hasta para ir a coger setas va vestido de manera peculiar:
«… El maestro era el único que estaba tieso como un palo. Llevaba una americana de tweed y zapatos de piel. Era de estilo anticuado, pero parecía ropa de calidad.
– Se va a ensuciar -le advirtió Toru.
– No me importa -replicó el maestro.
– ¿Por qué no deja el maletín en el coche? -le propuso Satoru.
– No creo que sea necesario -rechazó el maestro tranquilamente.» (pág. 49-50).
Tsukiko, por edad, debería representar a la juventud, una chica independiente, desapegada de la tradición y las viejas costumbres. Pero se encuentra distinta a los miembros de su generación, no se identifica con ellos, recela de las costumbres de sus contemporáneos. Cuando intenta salir con su amigo Takashi Kojima no disfruta de lo que él le ofrece, como si el escenario atractivo y el menú no tradicional (tortilla de queso, ensalada de lechuga aliñada con especies y vino, en vez de atún con soja fermentada, raíz de loto salteada y sake en la barra de la taberna de Satoru) le produjeran cierto rechazo:
«… Siempre que iba al Bar Maeda con Takashi me sentía fuera de lugar. De fondo se oía música de jazz. La barra estaba limpia y reluciente y los vasos, impolutos. El ambiente olía ligeramente a tabaco. El murmullo de voces era prácticamente inaudible. No había nada que llamara la atención, y me sentía incómoda.» (pág. 131).
En ambos hay nostalgia, nostalgia por un mundo que creen amenazado. Los une la búsqueda de autenticidad y una escala de valores tradicionales, el rechazo del mundo de las apariencias, la vida al aire libre. Es significativo observar el itinerario que traza el maestro: primero la lleva a un mercado, luego a coger setas, al pic nic para celebrar la primavera, al salón de juegos, a la isla, al museo de arte, y al acuario. La última escena juntos será en el cuarto de él, directamente en el futón. Los lugares elegidos son símbolos que representan etapas en la ruta del aprendizaje, el maestro introduce a su alumna en distintos espacios y en cada uno de ellos le señala la manera correcta de actuar para alcanzar el equilibrio -cuya imagen será la rectitud de su espalda- y el ejercicio de la libertad -sintetizado en la ligereza del equipaje, ese pequeño maletín del cual no se separa.
La narradora
La novela está narrada en primera persona. Tsukiko se encarga de contar su historia con el maestro en un lenguaje sencillo, directo, desnudo, casi plano: sin sugerencias, ni metáforas elaboradas. El tono es el mismo de principio a fin, un tono menor, y adolece de tensión dramática: lo que se narra es una experiencia interior que fluye como un hilo de agua que se proyecta al infinito, como fluye el amor entre ellos que no se termina con la muerte del amante.
La narración es cronológica, ordenada en el tiempo, pausada.
Los momentos más bellos son las descripciones del mundo exterior. Las imágenes se tiñen de color, la música de los pájaros o los insectos llenan el vacío, los límites humanos se desvanecen en un mundo abierto, lleno de energía, a pesar de que el lenguaje mantiene, incluso en estos párrafos, su sencillez, su transparencia. Veamos un ejemplo:
«La humedad impregnaba todos los rincones. La tierra no era lo único que estaba empapado: las hojas de los árboles, la maleza, los hongos, los innumerables microbios que habitaban el subsuelo, los insectos que se arrastraban por la superficie, los bichos alados que volaban en el cielo, los pájaros que descansaban en las ramas y los animales más grandes del interior del bosque llenaban el ambiente de vida y de rebosante humedad.
Entre las copas de los árboles se vislumbraban pequeñas manchas azules. El follaje parecía una red extendida a lo largo del cielo. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, detecté muchas formas de vida entre la maleza: musgo, pequeñas setas de color naranja y unas nervaduras blancas que probablemente pertenecían a una especie de moho. Vi escarabajos muertos, infinitas variedades de hormigas, insectos de toda clase y mariposas que dormían en los reversos de las hojas.» (pág. 55).
Hay una estructura determinada a lo largo de la novela, un modelo que se repite y que marca un ritmo parejo:
casi todos los capítulos comienzan con una frase referida al maestro, quien es el motor de la narración, la razón de ser del yo que narra; y casi todos también terminan con una mirada a la naturaleza que rodea a los amantes: la luna, las estrellas, una colonia de setas, el crepúsculo, los insectos, la lluvia, las gaviotas, la oscuridad, las primeras luces del alba. Y, siguiendo esta pauta, el último capítulo cierra de manera magistral, al enfrentarnos con la eternidad:
«En noches como ésta, abro el maletín del maestro. En su interior no hay nada, sólo un vacío que se extiende. Un enorme espacio vacío que crece sin parar.» (pág. 211).
Los textos han sido tomados de la edición de Acantilado, 2001. Traducción de Marina Bornas Montaña.