El Atentado

Harry Mulisch

Autor: Harry Mulisch

Publicada por Harry Mulisch en 1982, El Atentado es la desgarradora historia de un niño holandés que sufre los horrores de la guerra y que, marcado por el dolor, elige vivir de espaldas al recuerdo. Es, a mi juicio, uno de los relatos más agudos que haya leído jamás sobre el sin sentido de la violencia. Mulisch combina la interpretación de los hechos dependiendo del punto de vista de los implicados, por lo tanto los actos tienen lecturas múltiples, contradictorias a veces, complementarias otras, lo que nos lleva a pensar que, para el escritor holandés, la ambigüedad es la constante en el mundo y en los hombres que lo habitan.

Harry Mulisch nación en Haarlem en 1927, hijo de madre judía y padre pro nazi, dato que debe ser el origen de la contradicción que lo alimenta. Gracias a los contactos paternos, él y su madre se libraron de los campos de concentración, pero vivió de cerca la lucha entre los dos extremos al punto de llegar a declarar que la segunda Guerra Mundial era él. Realidad -biografía- y ficción -literatura- se nutren y se cuestionan a lo largo de este relato, en un diálogo inteligente, lúcido y sereno, que se amplía a otros contextos y a otros tiempos, más allá de la II Guerra Mundial. El protagonista escarba en la oscuridad para sacar a la luz datos que luego elabora y cuestiona. Estas reflexiones son el contenido de la obra del narrador holandés, prosista de largo alcance, polémico y admirado, fallecido el año 2010.

Estructura

La novela está dividida en un prólogo y cinco partes. Cada una de ellas amplía el recorrido del protagonista, Anton Steenwijk, a lo largo de su vida, desde el inicio trágico hasta el final liberador. La desintegración inicial del personaje -por el dolor de la pérdida y su desconcierto posterior- va transformándose en algo nuevo gracias a un largo proceso de maduración: se trata de una búsqueda personal con una dinámica integradora que se inicia en el momento en que Anton decide no huir del recuerdo y enfrentarse con su pasado.

Prólogo

En un desarrollo muy breve, y a manera de introducción, el narrador nos adelanta en donde se ubicará la historia y cuando sucederán los hechos. El tiempo histórico es la II Guerra Mundial y el lugar: Haarlem, un pequeño poblado de casas modestas, empobrecidas pero dignas:

“Los edificios aparecían despintados y en estado de cierta decadencia” (pág. 11)

Las casas, dato sorprendente, tenían nombres sugestivos que luego aportarán un valor simbólico al sintetizar, dichos nombres, la actitud de sus moradores el día del atentado. La casa que nos interesa es la de la familia Steenwijk, llamada Reposo Exterior. Al respecto, comenta el narrador:

“Ni siquiera antes de producirse la catástrofe había entendido Anton la expresión”Reposo Exterior” como el reposo que se goza al aire libre, en pleno campo, sino como algo exterior al reposo, como la exclusión del reposo”. (pág. 12).

Como punto de partida, la cita refleja la dureza de la vida que percibe el niño a causa de la guerra y la ocupación nazi: la falta de perspectivas, la rutina de hambre y miedo, la ausencia de placer. El nombre de su casa, que tiene una connotación pacífica (reposo exterior) es interpretado por el pequeño como todo lo contrario: la imposibilidad de esa paz. Notamos, entonces, que desde el inicio del relato, lo objetivo y lo subjetivo estarán en conflicto por una situación violenta que deforma la realidad: la guerra.

Primer episodio: 1945

La escena familiar, previa al atentado, destila tristeza: Anton tiene hambre, la familia tirita de frío, la luz es escasa, la madre tiene dolor de muelas y no hay más que un clavo de olor para aliviarla, pero sobre todo, los Steenwijk se sienten derrotados y oprimidos. Y de pronto, en el silencio de la noche, disparan al jefe de la Policía en la calle. Lo que sucede después se desarrolla con un ritmo galopante: los vecinos trasladan al muerto que estaba en frente de la casa de ellos y lo colocan frente a la casa de los Steenwijk; Peter, el hermano mayor, sale a mover el cadáver, se oyen tiros, llega la SS, y en ese momento, la tragedia se instala en la vida del pequeño Anton: desaparecen su padre, su madre y su hermano y reducen a cenizas su hogar. De un momento a otro no queda huella de su vida anterior, el terrible acontecimiento borra todo registro de su pasado: Anton vuelve a nacer al mismo tiempo que experimenta una lenta agonía.

Esta contradicción – renacer y morir -, será la clave en la historia personal del protagonista, marcada, de aquí para siempre, por los extremos. Este movimiento pendular se origina el día que mueren sus padres y su hermano, pérdidas que le producen dolor y un sentimiento de abandono, pero al mismo tiempo, sin buscarlo de manera consciente, experimenta sensaciones maravillosas que le son nuevas y que excitan sus sentidos adormecidos por la guerra, como por ejemplo, comer algo rico después de años de hambruna:

“El sargento-mayor acercó una silla y puso encima de ella un tazón blanco lleno de leche caliente y un plato con tres grandes rebanadas de pan, untadas con una sustancia que parecía vidrio esmerilado -respecto a la cual, años más tarde, al atravesar Alemania en dirección a su casa de Toscana averiguaría que era la manteca de ganso: Schmalz. Nunca más volvería a sentir el gusto con que la paladeó en aquella ocasión. Ni tampoco los platos más caros de los mejores restaurantes del mundo, Bocuse de Lyon, Lasarre de París, a los que acudió en su viaje de regreso, o de los lujosos Lafie-Rothschild o Chambertin, pudieron rivalizar con la leche caliente que bebió entonces.” (pág. 64).

“¡Chocolate! Solo de oídas y aproximadamente sabía que aquello existía -era algo así como el paraíso.” (pág 74).

“Por primera vez en su vida subía a un automóvil.” (pág. 42).

“Por primera vez en su vida viajaba en motocicleta.” (pág 62).

Dentro de las experiencias de este tipo, experiencias que deslumbran a Anton y lo elevan por encima de sus circunstancias, la más importante, sin duda, es el contacto físico con la mujer de la celda, miembro de la resistencia, que lo apacigua con su cariño y despierta en él el sentimiento amoroso propio de un adolescente. ¡Qué mayor contradicción que ésta! La mujer había sido la causante de su drama, ella disparó a Ploeg y aunque Anton en ese momento no lo supiera, supo que podía sentir cosas buenas, afecto y caricias que le dejarían una huella profunda y que se convertirían, en el futuro, en los elementos claves en su búsqueda de LA mujer.

Insistiendo en este tema de los opuestos, vemos como ella argumenta a favor de la violencia en casos extremos, de esa manera pretende explicarle la situación al niño, aunque en realidad lo que hace es explicarse y excusarse ella misma. Con un gesto de bondad y con mucha dulzura, la mujer intenta suavizar su acto violento, la mano que disparó ayer ahora acaricia, otra gran contradicción:

“El odio es oscuridad, y eso no está bien. Ahora bien, a los fascistas tenemos que odiarlos y eso sí está bien. ¿Cómo es posible esta contradicción? Es posible porque los odiamos en nombre de la luz, mientras que ellos odian en nombre de las tinieblas. Nosotros odiamos al odio y por eso nuestro odio es mejor que el suyo. Más, precisamente por eso, a nosotros odiar nos resulta más difícil que a ellos. Para ellos todo es sumamente sencillo, para nosotros, en cambio, sumamente complicado. Nosotros debemos transformarnos un poquito en ellos para combatirlos, dejar de ser un poquito nosotros mismos, mientras que a ellos todo eso les tiene sin cuidado; son capaces de destruirnos sin que a ellos los inquiete en lo más mínimo. Nosotros tenemos que destruirnos a nosotros mismos un poquito para poder destruirlos a ellos. Ellos no, ellos pueden seguir siendo ellos mismos como si nada, por eso son tan fuertes. Pero como no hay ninguna luz en ellos, a la postre acabarán perdiendo. Lo único que tenemos que hacer es tener buen cuidado en no convertirnos en ellos demasiado, porque, de lo contrario, serán ellos los que en definitiva habrán vencido…” (pág. 57).

El niño acusa el dolor y el golpe infligido por los soldados, pero puede apreciar también los actos nobles de algunos nazis (enemigos de su familia y de su pueblo), como es el caso del comandante en jefe quien no sólo lo trata bien sino que le confiesa que él también es víctima de la misma guerra porque por ella ha perdido a su hijo; y la actitud casi maternal de Schulz que lo arropa y lo viste con afecto, al punto que el narrador no puede omitir este comentario:

“¡Si sus amiguitos le vieran ahora!” (pág. 68).

Finalmente Schulz (¡un nazi!) entrega su vida para salvar a Anton cuando el avión -enemigo de Schulz, aliado de Anton- dispara al camión. Otra de las grandes contradicciones de este primer episodio, ya que Anton se siente culpable por la muerte de un nazi. Las preguntas que surgen inmediatamente son éstas: ¿será posible lo que sucede?, ¿quiénes son los buenos y quiénes son los malos en esta absurda contienda?, ¿cuál es el criterio para calificarlos como tales?

La ambivalencia que experimenta el niño, ese movimiento constante entre la vida y la muerte, entre la crueldad y la bondad, entre el dolor y el placer, se presenta en todos los aspectos del mundo que lo rodea a partir del atentado, incluso en el aspecto físico: es recurrente el contraste de luz que irrumpe -el fuego de la casa, los faros de los vehículos de los SS, el brillo de los cigarrillos encendidos- y por otro lado la oscuridad que envuelve la noche, la celda; el silencio tenebroso y los ruidos y gritos que lo alteran; el frío que les cala los huesos y la temperatura sofocante del fuego, de la estufa en la comisaría, etc.:

“En medio de aquel profundo silencio que, después de todo, era el aspecto que la guerra ofrecía en Holanda, sonaron de súbito en la calle seis estridentes detonaciones…” (pág. 28).

“Todo era luz y oscuridad al mismo tiempo…” (pág. 62).

Siguiendo el juego de los opuestos, vale la pena señalar que el recuerdo que afloró en la mente de Anton luego del atentado es el del hijo de Ploeg en el colegio. Ante el horror del presente el chico se traslada al aula y evoca a Ploeg hijo como víctima, él también, de su propio padre, quien lo disfrazó de nazi; y como consiguió Anton resolver el conflicto creado eliminando las tensiones entre los dos bandos. Resulta muy interesante este recuerdo porque ante la provocación y la violencia, Anton- niño propuso la negociación y la conciliación como un medio válido y eficaz. Este vaivén entre opciones extremas es el eje central de la propuesta, la idea que recorre la historia y le da sentido: no hay certezas, existe una complejidad real que propicia la amplitud del alcance de cada uno de nuestros actos. Por eso, el narrador, colocándose en el lugar de Anton a raíz del atentado, dice:

“Lo cierto es, sin embargo, que todo aquel jaleo, aquellos acontecimientos trepidantes que tanto contrastaban con el silencio sepucral de los últimos meses, le producían a Anton, después de todo, una fruición ambigua. Acaso estuviera un poquito hipnotizado por aquellos haces de luz violenta que una y otra vez iluminaban su rostro, pero ¡por fin, por fin sucedía algo.” (pág. 42).

Esto es terrible, porque ese “algo” al cual se refiere el chico es lo peor que le podía suceder. Sin embargo es una manera intuitiva e inteligente de defenderse: anular el presente doloroso registrando aquello que produce alegría para modificar, así, el sentido final de la experiencia. Sin embargo Anton, de ahí en adelante, se repliega, se mete dentro de sí mismo roto por el trauma, e intenta ver el mundo de otra manera, desde el lado de los vencedores:

“Anton, demasiado joven todavía para poder pensar realmente en el pasado, experimentaba cada nuevo suceso como algo que venía a sustituir todo lo anterior e incluso casi lo anulaba.” (pág. 69).

Segundo episodio: 1952

Acogido por su tío, Anton estudia Medicina en Amsterdam. Es un buen chico, cumplidor, agradecido, pero vive desconectado de la realidad política de su país. La guerra lo ha insensibilizado, no muestra interés por el pasado reciente de Holanda, menos por el suyo, sólo intenta vivir sin causar problemas. Cuando recrimina a su tío por no haberle informado sobre la inauguración del monumento a los caídos en Haarlem, su tío le dice que sí lo hizo pero que fue él quien no quiso escuchar, una prueba concreta de lo impermeable que era al exterior, sordo a cualquier recuerdo incómodo. Sobrevivir era eso:

“Su familia había sido relevada a un domino en el que rara vez pensaba, pero del que, a veces, en momentos inesperados emergía un retazo: cuando en la escuela miraba al exterior a través de la ventana o cuando iba en la plataforma posterior del tranvía: un paraje en donde reinaba el frío y el hambre y los disparos de amas de fuego, la sangre, las llamas, el griterío, las cárceles, todo ello situado en las proximidades de sí mismo y enclaustrado allí casi herméticamente. En aquellos momentos tenía la impresión de que estaba recordando un sueño, pero menos lo que había soñado que el haber tenido una pesadilla. En el corazón de aquella oscuridad hermética sólo brillaba a veces un deslumbrante punto luminoso: las yemas de los dedos de aquella muchacha de la celda palpando su rostro. Si había tenido algo que ver con el atentado o qué había sido de ella ulteriormente, no lo sabía, ni quería saberlo.” (pág. 82).

Un día decide regresar a Haarlem y se encuentra con unos ex vecinos. La conversación con la sra. Breumer es altamente aleccionadora y pone su visión del mundo de cabeza, Anton oirá una segunda versión de los hechos: ella sostiene que Peter -el hermano muerto- fue muy bueno al querer auxiliar a Ploeg. Anton sabe que no fue así, si salió de casa y se acercó al cadáver no fue para ayudarlo, lo hizo precisamente para trasladarlo y colocarlo en frente de la casa de los Beumer, exponiéndolos a ellos ante la venganza nazi y liberando a su familia de las represalias. Peter no tuvo éxito. Pero con la opinión de la ex vecina, Anton percibe un punto de vista distinto respecto al mismo hecho, porque ella tiene, como todos tenemos, una visión limitada de las cosas. La sra. Beumer alaba una actitud de Peter que, objetivamente, debió maldecir.

Esta conclusión abarca también a las posturas políticas de los otros estudiantes: ¿cómo es posible que después de haber sufrido las consecuencias de una guerra y haber sido invadidos por los nazis, los mismos jóvenes quieran ahora luchar en Corea?, se pregunta Anton ¿No se aprende de la experiencia y el dolor? La tolerancia no parece una cualidad humana, las ideologías producen ceguera, el ser humano olvida aquello que prefiere no recordar y el hombre se tropieza en la misma piedra una y otra vez.

Tercer episodio: 1956

Anton, al final de su carrera, elige la especialidad de anestesista. Esta elección no es gratuita, en realidad es una metáfora de su vida, una imagen que encaja con su actitud defensiva y negadora:

“Tenía, por otra parte, el barrunto, más o menos místico, de que la narcosis no insensibilizaba al paciente tanto como se creía, sino que lo único que producían las sustancias químicas era que el anestesiado no podía expresar su dolor y luego, eso sí, borraban el recuerdo de lo que se había sufrido, mientras el paciente experimentaba, después de todo y debido a ello, una transformación.” (pág. 113).

Sin embargo, precisamente en un acto político de protesta, se encuentra con su ex compañero de colegio Ploeg, hijo del jefe de la Policía asesinado. El encuentro los enfrenta y lo interesante es que Anton puede oír una tercera versión de los hechos, desde el punto de vista de otra víctima. El diálogo entre los dos muchachos es una de los momentos más interesantes de la novela, ambos esgrimen argumentos, exponen sentimientos, reclaman razones, acusan, señalan, pero siempre desde su propia pérdida. Los dos se consideran víctimas, y lo son, del bando al que pertenecía la familia del otro, y en ambos casos sostienen que el atentado fue el origen de su tragedia personal. Sin duda lo fue, pero jamás había pensado Anton que Ploeg mereciera piedad. Su padre era un fascista. Pero un “buen fascista, por convicción”, aclara el hijo, redimiéndolo. ¿Qué significa ser un buen fascista, es una combinación posible?, ¿otra contradicción? Este planteamiento es nuevo para Anton, sorprendente por su alcance, desconcertante por su contenido.

Cuarto episodio: 1966

Anton se casa con Saskia, hija de un miembro de la resistencia, convertido más adelante en político y embajador. Es lo más cerca que Anton está del poder. El mundo avanza y la política resulta cada vez más absurda: los norteamericanos, salvadores de los europeos en la II Guerra Mundial, ¿serán los mismos norteamericanos que ahora están peleando en Vietnam?, preguntan desconcertados los hombres que sobrevivieron a los nazis en Holanda. Sin embargo Anton sigue al margen de la escena política, negándose a involucrarse, hasta que conoce a Takes: otro miembro de la resistencia que disparó contra Ploeg aquella noche trágica. En este cuarto episodio Steenwijk escucha de los labios de Takes una versión nueva de los hechos y, curiosamente, Takes también se entera de los acontecimientos posteriores a su huida gracias a la versión de Anton, quien presenciaba todo desde otro ángulo, escondido en su casa. Los dos puntos de vista son complementarios en cuanto a la información objetiva, pero para ambos la muerte de Ploeg no tiene el mismo significado ni las mismas consecuencias. En lo que coinciden es que los dos sufrieron pérdidas irreparables esa misma noche: uno, sus padres y hermano; el otro, su gran amor, quien era, nada más ni nada menos, que la mujer herida en la celda, el origen del AMOR para Steenwijk.

La re aparición de aquella mujer trastorna la vida de Anton al irrumpir, de manera intempestiva, el mejor de los recuerdos de aquella noche. La desconocida lo había marcado con fuego, esos dedos acariciando su cara… inconscientemente la había buscado una y otra vez y la creyó encontrar en Saskia, eso creía. De pronto ahora acepta volver la mirada hacia atrás y escarbar en la oscuridad para recuperar una imagen o una huella, manifestándose un cambio de actitud en Anton, producido por el deseo intenso. A partir de este momento, el hombre encapsulado comienza a romper su envoltura, a salir del encierro afectivo para recuperar sensaciones iniciáticas, es preciso conocer la identidad de la mujer, su aspecto, a pesar de que sabe que fue ella la que remató a Ploeg en la calle, hecho que es el origen de su calvario personal. El impacto de la reaparición de esta mujer es tan fuerte que termina con su matrimonio, Anton sentirá muchas cosas que lo superan y acepta, finalmente, que no se puede ni se debe huir del pasado, por ingrato que éste haya sido:

“El mundo es el infierno, pensó, el infierno. Aunque en el futuro el cielo se instalara en la tierra, debido a todo lo ocurrido en el pasado, no podría ser el cielo. Nunca más podrá haber reparación. La vida en el universo en un fracaso, un fraude enorme, y mejor hubiera sido que jamás se hubiese organizado. Sólo si dejara de existir y con ello se borrara el recuerdo de todos aquellos gritos de angustia, volvería el mundo a su debido estado.” (pág. 200).

Último episodio: 1981

Casado por segunda vez, Anton lleva una vida aparentemente tranquila, pero las cicatrices de la guerra y un pasado no resuelto siguen causándole problemas que, finalmente, se manifiestan en una crisis de ansiedad. Sandra, su hija mayor, le pide ir a Haarlem con él para rescatar la historia de sus abuelos. Estando en Haarlem, Anton consigue rellenar los vacíos que tenía de la noche que cambió drásticamente su vida, recuerda las palabras que la mujer dedicó a Takes y con el recuerdo, también emerge otro Anton: un hombre liberado, capaz de asumir su pasado y colocar cada cosa en su sitio con serenidad:

“… Sandra no comprendió que hablara de Truus con tanta simpatía. ¿Es que no había sido por culpa suya, precisamente, el que hubiese ocurrido todo aquello? Anton sintió que le invadía un gran cansancio. Sacudió la cabeza y dijo:
-Cada cual ha hecho lo que ha hecho, y no otra cosa.” (pág. 217).

Entonces, presionado por su amigo dentista, va a la manifestación en contra de las armas atómicas, y, en ese acto, emerge finalmente de la cápsula que lo retenía, se integra con los manifestantes, con sus hijos y las nuevas generaciones que están ahí; el ritmo de la marcha se cuele por sus poros y él sintoniza con los seres que lo rodean porque se siente parte de una comunidad. La escena es magnífica y parece una catársis. De pronto, de la masa de gente surge la última versión de la noche del atentado. Se encuentra con otra ex vecina de Harleem y ella, temerosa, le cuenta cómo Peter fue, con la pistola de Ploeg, a matarlos por haber sido ellos quienes movieron el cadáver y lo dejaron en frente de su casa. Pero Peter no disparó, dice ella, los soldados le dispararon a él y murió en ese momento. También le explica por qué movieron el cadáver (por los lagartos) y por qué razón lo dejaron frente a la casa de los Steenwijk y no en frente de los otros vecinos (por los judíos escondidos):

“Era todo el mundo culpable e inocente al mismo tiempo? ¿Era el culpable inocente y el inocente culpable? Los tres judíos… Seis millones de ellos habían sido exterminados, un número doce veces mayor que el de las personas que iba en la manifestación. Pero debido a que corrían peligro sus vidas, aquellos tres judíos habían salvado a otras dos personas y a sí mismas y, en vez de ellos, habían muerto su padre, su madre y Peter, todo en definitiva a causa de unos lagartos.” (pág. 249).

El narrador

Mulisch utiliza un narrador omnisciente en tercera persona. Los hechos sucedidos en Haarlem el día del atentado son narrados con intensidad, la violencia se palpa, el dolor se convierte en protagonista. Después de la noche trágica, el tono se vuelve distante, como si el protagonista estuviera lejos del resto del mundo, metido dentro de un caparazón, traumatizado por su experiencia. Conforme se desarrollan los episodios, y de acuerdo a la evolución del personaje, el tono cambia otra vez, gana en calidez gracias a la armonía que recupera el protagonista cuando sale de la burbuja que lo protegía.

La casa

Una imagen recurrente en los cinco episodios es la casa. En el prólogo, el narrador se detiene para describirla detenidamente, como si ésta fuera un personaje. Le da hasta un nombre que la individualiza e identifica.
En el primer episodio los alemanes queman la casa de su familia, las cenizas son el símbolo de la muerte. En el segundo episodio Anton se recupera en la casa de los tíos, quienes le brindan un hogar pasajero. En el tercer episodio, “alquiló un pisito en el centro” (pág. 111) al dar los primeros pasos para independizarse. En el cuarto alquila, primero, “un piso más espacioso, con mucha luz natural” (pág. 135), y luego “con la ayuda financiera de De Graaff compraron la mitad de una casa…” (pág. 139). En el último episodio “Como Saskia y Sandra se habían quedado a vivir en su antigua casa, compró otra en Amsterdam-Sur, que tenía jardín…. A partir de aquellas fechas pasaba las vacaciones en la Toscana, en una espaciosa casa situada cerca de una aldea en las proximidades de Siena, que había adquirido por poco dinero y que había hecho rehabilitar…” (pág. 207). ¿Significan algo estas casas en la vida de Anton?

Pienso que sí, que la casa es un símbolo en El Atentado. La guerra arrasa con todo: familia y casa. Luego Anton intenta sobrevivir de la mejor manera posible, no puede recuperar a la familia pero sí puede cobijarse en otras casas. Cada mudanza marca una etapa en su vida y, algo muy importante es que estos cambios se producen en sentido ascendente. Cuando se muda elige un lugar mejor que el anterior. Por lo tanto, deducimos que el protagonista consigue resolver primero su necesidad de casa, que es la imagen del mundo exterior, aunque dentro de él quede todavía mucho dolor y mucho silencio.

Estas mudanzas de casa coinciden con los cambios del punto de vista que se producen cada vez que una nueva versión del atentado irrumpe en la vida de Anton, como parte de un movimiento integrador. Esta dinámica originará también la integración de Anton Steenwijk en su medio, en su país y en el gran mundo: imagen utópica de la casa mayor.

Los textos están tomados de la 2a. edición de Tusquets, 1987, traducción de Felip Lorda i Alaiz.