Autora: Susan Sontag
Difícil encontrar un tema que haya quedado fuera de esta monumental novela escrita por una de las mujeres más notables de nuestro siglo. Nacida en Nueva York, la obra de Susan Sontag crece guiada por una curiosidad insaciable por el ser humano, reflejo de una mujer que es, por encima de los límites geográficos, una auténtica ciudadana del mundo. Todo le interesa a la autora en cuanto ese todo signifique vida, y consigue conectar a sus lectores, a través de la historia que narra, con la vida en concreto. Sean partes de ese todo Sarajevo en la guerra de los balcanes, Nápoles en el siglo XVIII, la fotografía contemporánea, la danza griega, o la mitología clásica. Si el mundo es amplio, la mirada debe ser vasta y envolvente; sumar y no restar: la tarea del creador.
Feminista por convicción, Susan Sontag intenta reivindicar el rol de la mujer en un mundo que arrastra siglos de machismo e intolerancia. La protagonista de El amante del volcán, Emma Hamilton, fue juzgada con rigor por la Historia: el mito favoreció al almirante Nelson, y rebajó el rol de Emma al de una vulgar cortesana. Sontag intentará humanizarla rescatando su atractivo y gran vitalidad, y para conseguirlo dirige su atención a la Europa del siglo XVIII y las circunstancias personales que la rodearon. Si una mente aguda se traslada, además, dentro de su personaje, y exhibe su complejidad y riqueza, conseguirá que nadie se crea capaz de tirar la primera piedra.
El prólogo
En general, no me gustan los prólogos. Siento que adelantan situaciones que prefiero descubrir leyendo a solas la novela, sin ayuda ni interferencias. Otras veces percibo en ellos detalles o conclusiones que pueden encauzar, de una manera determinada, mi mirada posterior e influenciarla.
Por eso creo que los prólogos deben leerse, siempre, al final. Entonces pueden valer como un saludable intercambio de ideas.
Sin embargo, debo reconocer que, en El amante del volcán, el prólogo, escrito por la misma autora, es una excelente síntesis de su propuesta. Lo que sucede es que quien no ha leído aún la novela, no percibe el por qué del juego entre el ayer de los personajes históricos, y el hoy de quien escribe. Tampoco sabe, necesariamente, que Lord Hamilton fue un gran coleccionista, y que Susan Sontag también lo será mientras se ocupe de sus personajes: acumula y almacena todos los objetos (datos) que le ayudarán a dibujarlos lo más fielmente posible.
Dos escenas se entremezclan: Sontag, en un mercadillo de Manhatan, buscando las huellas de Lord Hamilton, husmeando para detectar cualquier objeto que hable de él, que hable por él, que lo recuerde. Y en la otra, Lord Hamilton acompañado por su sobrino Charles, en una subasta en Londres, año 1772, intentando vender su Venus atribuida a Correggio.
Notamos en las dos escenas movimientos opuestos: primavera de 1992, en Nueva York, y otoño de 1772 en Londres. Ella, “con mis pantalones vaqueros y mi blusa de seda y mis zapatillas de tenis”, es una mujer moderna e informal; ellos “son delgados, de piel pálida y frías expresiones patricias”, dos elegantes aristócratas.
Mientras ella entra :
“Solo para jugar. Un juego de reconocimientos. Saber qué y saber cómo era, cuánto debió ser, cuánto será. Pero quizá no para hacer una oferta, para regatear, no para comprar. Solo mirar. Solo vagar. Libre de preocupaciones. Sin nada en mente.”
El, en cambio, no está relajado, sino lleno de preocupaciones, tiene que vender porque necesita el dinero, pero odia la idea de separase de su obra:
“Ya que me apenaba separarme de ella, supongo que debería alegrarme de que la venta no se haya consumado… pero la necesidad obliga…” (pág. 13).
Y para insistir con el tema de los opuestos, ella cierra la escena del mercadillo en Nueva York, con una orden que se auto impone:
“Entro”.
Esta postura dinámica dinámica está relacionada a su actividad creadora: con la información que tengo, agarro el toro por las astas y escribo: entro a mi tema. Él, sin embargo, despacha la situación con el movimiento contrario:
“Sí, es hora de irse, dijo el hombre mayor. Se fueron.”
Imagen del tiempo pasado que nos recuerda que están muertos, que pertenecen a otro mundo. Idos, ya no pueden hacer nada, lo que se pueda hacer, lo hará ella por ellos.
Cerrando el prólogo, Sontag evoca la imagen que será la constante en la novela: el volcán como símbolo de la pasión. Este fenómeno, montaña que erosiona, pertenece al mundo natural, objeto concreto que se rebela contra el orden, se manifiesta cuando quiere y es poderoso porque destruye. El volcán será la presencia constante de lo que puede suceder si entra en acción, ya que ha sucedido otras veces. Este fenómeno natural sugiere el peligro, la continua amenaza de lo que puede venir y no se puede evitar, la explosión de la fuerza y el dolor. Pero, al mismo tiempo, es mucho más que eso: el Vesubio es la vida y sus promesas, la vida y su equilibrio precario, las tentaciones que nos exponen una y otra vez:
“El peligro, cuando no es demasiado peligroso, fascina.” (pág. 15).
Hechos históricos, personajes ficticios
Recrear un espacio histórico determinado y personajes reales que tuvieron cierta trascendencia es, en El amante del volcán, un pretexto narrativo para ocuparse del ser humano y las pasiones que los mueven. Porque si bien es cierto que los datos coinciden con la Historia oficial, (fechas, lugares, actos que realizan, trabajos que los ocupan) Susan Sontag otorga a sus personajes una vida interior, subjetiva y compleja. Aquello que sentían, buscaban, amaban u odiaban, pertenece a la intimidad no revelada de cada uno. Para conseguirlo, Susan Sontag acentúa la licencia literaria que se toma estableciendo una distancia entre la realidad objetiva y la ficción. Este desmarcarse lo consigue gracias al uso de los pronombres: “él”, “ella”, o el uso de genéricos como “El Cavaliere”, “el Rey”, “la Reina”, “el Héroe”, “la esposa del Cavaliere”, etc., detalless significativos que nos recuerdan que estamos en el terreno de la ficción, liberan al texto del rigor oficial, y permiten que la la escritora aporte su visión personal recreando el alma de sus personajes. Con la libertad que le otorga la distancia, imagina lo que no ha quedado registrado en la historia oficial: sus fantasías, sus miedos, sus alegrías y tristezas, sus desgarros interiores, sus culpas y sus dudas, en pocas palabras: sus mundos interiores. De esa manera dejan de ser personajes y se convierten en personas de carne y hueso.
William Hamilton es un lord inglés, diplomático de profesión y coleccionista de arte por vocación. Su partida a Nápoles resulta significativa, detalle que pone al descubierto Sontag, porque Nápoles representa un mundo distinto y más abierto, un medio menos civilizado en donde puede actuar libremente, alejado del entorno social que le corresponde por nacimiento y status. En este lugar cálido y pobre se sentirá más cómodo, jugador en cancha ajena que se moverá a sus anchas y al mismo tiempo quedará colocado más cerca de los tesoros que se encontraban en las excavaciones de Pompeya y Herculano. Sin embargo, la narradora insiste en la curiosidad natural del Cavaliere por otros mundos, precisamente lee Candide de Voltaire, un espíritu interesado en otras culturas, en la aventura de lo desconocido y exótico. Su visita a Efrosina es un buen ejemplo de esta curiosidad. Hay algo en su mundo oscuro que necesita de un Nápoles para florecer:
“Pero su interés por el volcán descubría un nuevo aspecto de su naturaleza…
El Cavaliere había descubierto en su persona un gusto por lo moderadamente plutoniano.” (pág. 36)
Plutón, es el dios del inframundo para los romanos. Ese adjetivo que utiliza Sontag tiene un sentido concreto y se relaciona con su oscuridad, con ese espacio físico en el sótano de su palacio en donde guarda las piezas de su colección que no puede enseñar.
Además, el hecho de ser extranjero se convierte en una ventaja para alguien como él:
“Vivir en el extranjero facilita el considerar la vida como un espectáculo: ésta es una de las razones por las que la gente con recursos se traslada al extranjero. Allí donde los abrumados por el horror del hambre y por la brutalidad y la incompetencia de la respuesta del gobierno veían una inacabable inercia, letargo, una lava endurecida de ignorancia, el Cavaliere veía un flujo. La ciudad en danza del expatriado es a menudo una urbe inmóvil para el reformador o el revolucionario, mal gobernada, sometida a la injusticia. Diferente distancia, diferentes ciudades.” (pág. 32).
Al mismo tiempo tendrá acceso directo al poder, sin detentarlo. Disfruta del entorno monárquico, tiene un espacio amplio para el desarrollo de sus excentricidades (su amor al volcán, una de ellas) y se convierte en el personaje más cercano al Rey, sin grandes responsabilidades que asumir. Coleccionar será la actividad que lo defina, aquella que más le gusta al embajador. El atesora lo que otros han confeccionado, y al hacerlo se convierte en el árbitro del buen gusto.
Sontag intercala reflexiones brillantes sobre la actividad del coleccionista, analiza la obsesión por poseer, el gusto por lo bello, el placer de descubrir lo que vale, el olfato y la avidez. Lo hace para acercarnos al personaje en un intento de comprender sus inclinaciones y consigue que el lector se identifique con un punto de vista tan certero y profundo, que es a su vez un punto de vista contemporáneo.
Casado con Catherine, una rica galesa que aporta el dinero para sus colecciones, se siente acompañado y seguro. El vínculo entre ellos es frío, tienen gustos muy distintos, poca cercanía pero mucho respeto. Ella parece más enamorada que él, y se le sabe dispuesta a todo con tal de tenerlo cerca. Catherine le entrega su vida sin pedir nada a cambio.
Sólo cuando muere Catherine, Lord Hamilton se da cuenta cuán acostumbrado estaba a ella, cuánta falta le hace. Hasta aquí, las excentricidades de él se han reducido a ciertos temas como adoptar a Jack, el mono, como si fuera un hijo o un juguete; sus arriesgadas excursiones al volcán o la tendencia que tiene a coleccionar historias divertidas sobre el Rey y los nobles para luego contarlas y escandalizar a sus oyentes.
Pero aparece en su vida Emma Hart y el Cavaliere apuesta por ella como una joya más para su colección. Acaba de vender el jarrón romano, su pieza más valiosa que será reemplazada por esta mujer, su nueva adquisición. Es cierto que Charles se la pone en bandeja, pero él ya se había fijado en Emma cuando la vio en Londres, tanto que compró el cuadro de Romney en donde ella era la modelo de la Bacante. Su belleza lo había impactado. Siguiendo los dictados del buen coleccionista, tuvo paciencia y no le demostró gran cosa cuando la recibió en Nápoles:
“Aquel temblor cuando lo descubres. Pero nada dices. No quieres que el dueño actual sea conciente de su valor para tí; no quieres que aumente el precio, ni inducirle a decidir que no quiere venderlo bajo ningún concepto. En consecunecia, te comportas con frialdad, examinas otra cosa, sigues tu camino o te vas, diciendo que ya volverás. Representas la farsa de estar un poco interesado, pero no de forma inmoderada; intrigado, sí, incluso tentado; pero no seducido, embrujado. No dispuesto a pagar incluso más de lo que piden, porque debes poseerlo.” (pág. 86)
Rápidamente, decide convertirla en la joya más valiosa de su colección: le enseña idiomas, la culturiza y la refina, y finalmente la convierte en una suerte de actriz que se transforma en diversos personajes tomando sus “Actitudes”. De esa manera la expone, la exhibe, la muestra como un adorno suyo, alguien de su propiedad.
El amor de el Cavaliere por esta mujer se sustenta en la belleza: Emma lo deslumbra. Pero será también ella el origen de su decadencia, se ata a su posesión y no es capaz de alejarse cuando aparece el Héroe. Se encapricha con la pieza que posee y no quiere soltarla: sin ella ya no será el mismo.
Emma es puro nervio. Su magnetismo no se reduce a su belleza, sabremos que una vez que envejece y engorda, siguirá siendo atractiva, capaz de gustar. Creo que lo que más atrae de ella es su energía, su positivismo, su vitalidad. Una mujer enclada en la tierra, realista pero muy entregada, activa, cooperadora, dándose siempre. Y esa característica suya será, a mi juicio, la razón más importante para que se enamore de Nelson y viceversa. Frente al apático y distante Cavaliere, El Almirante es todo lo contrario: ejecuta, resuelve, lucha.
La huida a Sicilia para refugiarse de las tropas francesas, marca un quiebre entre marido y mujer, al mismo tiempo que nace un vínculo muy fuerte entre ella y el Héroe:
”Por vez primera ella no es suya. Es decir, por vez primera desea que él sea otro, no el hombre que es: un hombre viejo y quejumbroso, debilitado por tanto vómito, molesto por el hedor y la proximidad de demasiados animales humanos y la ausencia de todo decoro.
El barco no se hundirá, dijo ella. No con nuestro gran amigo al timón.
Ven y siéntate a mi lado, dijo el Cavaliere.
Volveré en una hora. La Reina…
Tu vestido está manchado.
Antes de una hora habré vuelto. ¡Lo prometo!” (pág. 252).
El embajador, lejos de sus comodidades y ante la adversidad, empequeñece y se refugia en sí mismo. Ella resulta indispensable a todos, sabe que necesitan de su fuerza: la Reina, el Héroe, los pasajeros, y por tanto se muestra dispuesta a todo: intérprete, enfermera, consoladora. Ante la adversidad, se convierte en lo que haga falta. La actividad une a los amantes, ambos se entregan a la misma dinámica y caen en brazos uno del otro. A pesar de tener un físico muy mermado (él tuerto y manco, ella muy gorda) el volcán entra en erupción. La narradora insiste mucho en este aspecto como queriendo subrayar la autenticidad del encuentro.
En El amante del volcán aparecen varios tipos de amor, como en el mundo real en donde el abanico de posibilidades es infinita: el amor espiritual entre Williams y Catherine; el amor generoso que no pide nada a cambio: de Catherine a su esposo; el amor sereno y agradecido: de su esposo a Catherine; el amor a su posesión: el del Cavaliere por Emma; y el amor pasional entre dos seres entregados: aquel que sienten Emma y el Héroe.
Emma será el símbolo de la pasión en esta historia de amores y guerras, ella será el volcán hecho carne, su melena roja recuerda el fuego de la montaña:
“Ella está desplazando al volcán.
Se está convirtiendo en una maravilla local con reputación internacional, como el volcán. El embajador ruso, conde Scavronski, debió de considerar que su belleza valía una descripción en un despacho a su soberana, porque Catalina la Grande ha pedido que le manden a San Petesburgo un retrato de la muchacha.” (pág. 158)
Los párrafos más poéticos están dedicados a la pareja de amantes. Son ellos quienes encarnan el verdadero amor, aquel que se expresa en la armonía física y la alegría:
“A ella le encantaba desvertirle, como si fuera un niño. Tenía la piel más bonita que cualquier hombre de los que ella había conocido, suave como la de una muchacha. Apretaba sus labios contra el pobre muñón seco del brazo de el. Él retrocedía. Ella lo volvía a besar. Él suspiraba. Ella besaba su ingle y él reía y la tendía en la cama, en su posición: ya tenían hábitos. Ella recostaba la cabeza en el hombro derecho de él, él la sostenía con su brazo izquierdo. Siempre se acostaban así, era reconfortante. Es tu lugar. Tu cuerpo es mi brazo.
Ella le acariciaba el cabello ondulado, acomodando la cabeza de él hacia ella para recibir en la cara su aliento. Le acariciaba la mejilla, la bella barba hirsuta. Lo apretaba contra su cuerpo, sus dedos garabateando en la espalda de él, su palma deslizándose para abajo como para borrar lo escrito. Su lánguido yacer uno junto a otro comenzaba a agitarse. Ella pasaba una pierna sobre la cadera de él y la aferraba contra sí. Él gemía y caía dentro del cuerpo de ella. Empezaba la labor del placer: caída y empujón de pelvis, hueso hincado en carne que se disuelve, que florece en puro desplome…
Peso contra peso; fluido contra fluido; interior contra exterior, lleno, abarrotado de exterior. Sentía que ella le engullía y él quería vivir dentro de ella.” (pág. 198-9).
Los borbones de Nápoles resultan, fuera de su época, reyezuelos ridículos: Fernando IV parece un niño por su inconsistencia, caprichoso y tonto. Sin embargo el pueblo lo quiere en la novela tanto como dicen que lo quisieron en la realidad, por eso es importante trasladarse al siglo XVIII.
Los abusos del poder quedan expuestos, y también las venganzas, las crueldades, la violencia a la hora de imponer su verdad y sus derechos cada una de las facciones que lucha en esta crisis política. Se trata de la formación y destrucción de la breve República Napolitana. El marco socio político que elige Sontag es interesante, y está descrito desde el presente con ironía y cierto cinismo. Este procedimiento me recuerda a Memorial del Convento de Saramago, en donde la acción transcurre en Portugal, siglo XVI, a pesar de que el narrador se encuentra también inmerso en el siglo XX y se encarga de recordarlo. Algo parecido sucede en el El gatopardo de Lampedusa, novela que se sitúa en la Sicilia que recibe al exitoso Garibaldi, y nos entrega la frase célebre: “Que todo cambie para que nada cambie”, un recordatorio de la inviabilidad de las mejoras significativas porque al final, sea quien sea quien gobierne, el hombre es inalterable en sus errores y el poder corrupto.
Habría que señalar, sin embargo, que en El amante del volcán hay varios párrafos dedicados a la misericordia. Sontag reprocha a los personajes históricos el poco uso de esta virtud, virtud que considera la mejor vía para la reconciliación. Si el Amirante Nelson hubiera escuchado, si el Cavaliere hubiera tendio más empeño en salvar a sus amigos, si Emma hubiera intentado calmar las aguas… entonces, otra historia se habría escrito: menos cruel, menos vengativa, menos dolorosa. Y esto se aplica, bien lo sabe el lector, a cualquier momento de reajuste en la vida de los pueblos:
“Misericordia es lo que nos lleva más allá de la naturaleza, más allá de nuestras naturalezas, que siempre están abastecidas de sentimientos crueles. Misericordia, que no es perdón, quiere decir no hacer lo que la naturaleza, y el interés personal, nos dice que tenemos derecho a hacer. Y quizá tenemos derecho, como también poder. Cuan sublime no hacerlo, de todas formas. Nada hay más admirable que la misericordia.” (pág. 356-7).
Técnica
Lo que llama la atención, y se convierte en la marca de esta novela, es la presencia de la narradora en cada escena, como una conciencia que opina, señala, reflexiona y nos recuerda, de esa manera, que es ella la directora del drama. Sus intervenciones le dan profundidad a la novela, la amplían y enriquecen, transformándola en una historia personal del comportamiento humano.
Hay momentos de notable lucidez, como la visita de Goethe al palacio del Cavaliere, en donde la escritora aprovecha la ocasión para emitir una opinión interesante sobre la diferencia entre el poeta que es un creador (produce, cuestiona) y Lord Hamilton que es un coleccionista (almacena, reune). Y por supuesto, aplaude la sabiduría del poeta.
O la comparación que presenta entre el arte clásico y el contemporáneo que rebela capacidad de análisis y agudeza:
“Lo que la gente admiraba entonces era un arte (cuyo modelo era el clásico) que minimizaba el dolor del dolor. Mostraba a personas capaces de mantener el decoro y la compostura, incluso en medio de un sufrimiento monumental.
Nosotros admiramos, en nombre de la veracidad, un arte que exhibe la máxima cantidad de trauma, violencia, indignidad física. (La pregunta es: ¿sentimos estas cosas?) Para nosotros, el momento significativo es el que más perturbador nos resulte.” (pág. 336).
Otro comentario digno de mencionarse es el de la metáfora de “el sur”:
“Cada cultura tiene su gente del sur: gente que trabaja tan poco como puede, prefiere bailar, beber, cantar, chillar, matar a sus cónyuges infieles; que tiene ademanes más vivaces, ojos más brillantes, vestidos con más colorido, vehículos adornados con más fantasía, un maravilloso sentido del ritmo, y encanto, encanto, encanto; seres sin ambición, no, perezosos, ignorantes, supersticiosos, personas desinhibidas, nunca puntuales, conspicuamente más pobres (¿cómo podría ser si no?, dice la gente del norte); que a pesar de la pobreza y la desidia viven vidas envidiables… envidiadas, es decir, por la gente del norte obsesionada por el trabajo, sensualmente inhibida, gobernada con menor corrupción. Somos superiores a ellos, dicen los del norte, claramente superiores. No eludimos nuestros deberes ni contamos mentiras por hábito, trabajamos duro, somos puntuales, llevamos cuentas dignas de crédito. Pero ellos se divierten más que nosotros.” (pág. 256-7).
Cabe destacar también su feminismo, que aparece en rescate de la mujer incomprendida a través de los años, juzgada por una historia escrita por hombres:
“La influencia de las mujeres sobre los hombres siempre ha sido denigrada, temida, por su capacidad para hacer que los hombres sean apacibles, cariñosos… débiles; lo cual significa pensar que las mujeres constituyen un especial peligro para los soldados. La relación de un guerrero con las mujeres se supone que debe ser brutal, o por lo menos insensible, a fin de que él pueda continuar dispuesto a la batalla, presto a la violencia, vinculado a la fraternidad, resignado a la muerte. A fin de que pueda ser fuerte.” (pág. 268).
Y es este feminismo el que la anima cuando se dispone a rescatar a Emma de la censura a la cual fue sometida:
“Ellos eran una familia, una familia que iba por el mal camino, en la cual la influencia de una mujer se había hecho predominante. Parte del escándalo de sus fechorías era que una mujer desempeñase un papel tan visible en ellas. Se convirtió en otro drama doméstico del antiguo régimen, que mostraba a una mujer poderosa (es decir, una mujer que ejercía inadecuadamente el poder) quien, después de aventurarse a salir de la esfera propia de las mujeres (hijos, deberes domésticos, alguna inteligente incursión amateur en el arte), estaba hambrienta de poder, era depravada y a través de sus encantos sexuales esclavizaba a un varón débil y corrompía a otro varón virtuoso.” (pág. 339).
La narradora omnisciente se cuela constantemente en la narración, ya sea para explicar, añadir, corregir, o anotar algún detalle que considere oportuno, y lo hace de manera contundente:
“El Cavaliere se consideraba a sí mismo -no lo era- un representante del decoro y la razón. (¿Acaso no es esta la lección que aprendemos del estudio del arte antiguo?)” (pág. 69).
Para armar esta ambiciosa novela, Sontag se convierte en una narradora versátil y utiliza las tres personas narrativas: yo, tú y él o ella, según le convenga. Esto produce acercamientos y alejamientos del objeto narrado, un tono confidencial que se transforma de pronto en un tono neutro, y luego encuentra un tono secreto e imperativo utilizando el “tú” para referirse directamente a sus personajes, como si les estuviera susurrando verdades en la oreja. El dinamismo que consigue con estos cambios de voz produce inquietud e interés. ¿Dónde está quién narra, en dónde se sitúa?, se pregunta curioso el lector. Y es que ella está en todas partes, aquí y allá, ahora y en el ayer, con los vivos y con los muertos.
Veamos un ejemplo del uso de la segunda persona cuando aparece Emma bailando ante los invitados en una fiesta en honor del Héroe. La decadencia del personaje, mal recibido por los ingleses, duramente juzgado, es puesto en evidencia por la manera como la increpa la narradora:
“Pero esto es lo que ellos querían. Esto es lo que ellos piensan de ti de todos modos. Te gustaría rasgarte las vestiduras de arriba abajo y mostrarles tu pesado cuerpo, las manchas y cicatrices de tu vientre, tus pesados, pálidos y venosos pechos, el eczema de tus codos y rodillas. Tiras de tu ropa, tiras de la ropa de Fátima. Esto es lo que ellos creen que eres verdaderamente, una peonza, un grito, un chillido. Toda boca, toda pechos, toda muslos, vulgar, irrefrenable, obscena, lasciva, gorda, boba.” (pág. 396).
Una cuarta parte innecesaria
La cuarta parte de la novela -un conjunto de monólogos en boca de los personajes femeninos de menor importancia- me parece innecesaria. Creo que todo lo que aparece en esta cuarta parte, está dicho anteriormente o al menos insinuado, y que estas intervenciones en primera pesona resultan explicativas, sentimentales, carentes de atractivo o magia. Francamente no entiendo qué hacen ahí, la fuerza de la novela decrece, están llenos de concesiones al público: como si al final “alguien” quisiera insistir en ciertos temas, por si no quedó muy claro…
El monólogo de Eleonora de Fonseca Pimentel es demasiado evidente como bandera política, su valiente actuación y su manera de pensar, podría estar incluida en el cuerpo de la novela. Al cerrar con ella como heroína, encuentro que se percibe un tinte un poco panfletario. Como si la escritora quisiera dejarnos claro que es, sin lugar a dudas, su alter ego y que representa las ideas liberales que ella también defiende, su deseo de lucha, de cambio, de justicia. Todo esto está muy bien, pero no es novedad, la novela nos había trasmitido ese sentir sin ser por ello explícita.
Los textos están tomados de la Edición de Bolsillo de Random House Modadori, 2008. Traducción de Marta Pessarrodona.