Autora: Marguerite Duras
Hay heridas cuyas cicatrices no cierran jamás. Por eso, cuando uno escribe con esa herida abierta – como la hace Marguerite Duras en El amante de la China del norte – la intensidad de la narración es brutal, descarnada, casi insoportable. Cómo sufre quien narra, y cuánto, lo comparte quien lee, porque las palabras lanzadas desnudas, deshilvanadas, atropelladas, crean una complicidad inevitable y refrescan otras cicatrices, porque todos tenemos las nuestras. Imposible, pues, permanecer indiferente ante la desgracia cuando ésta irrumpe con una sonrisa en los labios pintados de rojo de una niña, ni cuando se silencia esa desgracia por el vacío emocional que le impone su madre.
Marguerite Duras escribió esta novela en 1991, cuando se enteró de la muerte real del amante chino de su adolescencia en Indochina, hoy Vietnam. Aunque había escrito «El amante» en 1984, en donde trata el mismo tema, sintió la necesidad de regresar a él, y completarlo:
«No había imaginado en absoluto que pudiera producirse la muerte del chino, la muerte de su cuerpo, de su piel, de su sexo, de sus manos. Durante un año reencontré los tiempos de la travesía del Mekong en el transbordador de Vinh-Long.
Esta vez al hilo del relato apareció de repente, en la luz deslumbradora, el rostro de Thanh, y el hermano pequeño, el niño diferente.
Permanecí en la historia con toda esa gente y sólo con ella.
Volví a ser escritora de novelas.»
Creo que hay dos fuerzas que se combinan en esta breve novela aparecida en el año 1991: la miseria de la familia, como punto de partida; y la relación erótica entre la niña y el chino, como huida, o como la única salida posible.
La primera – la miseria en su sentido amplio, no material exclusivamente – es una marca indeleble, compartida y cultivada en el núcleo familiar como una herencia indeseada, herencia que convierte a la madre y a sus hijos en unos seres agotados, abatidos.
La segunda, – el erotismo – es un bálsamo que le permite a la niña disfrutar de los placeres adultos, alejarse de los suyos y valorarse a sí misma al saberse deseada, seductora, atractiva. Eso, además de placer, le da poder: puede comprar el regreso a Francia de toda la familia.
La situación familiar
La primera imagen de la familia es contundente. Duras presenta, con austeridad y precisión, los conflictos entre sus miembros describiendo una escena doméstica estremecedora y brutal:
“… Mientras lavan, bailan con música europea, Ríen. Cantan.
Es una fiesta viva, feliz.
Es la madre, una señora francesa, quien toca al piano la música en una habitación contigua.
Entre los que bailan hay un joven, francés, guapo, que baila con una chica muy joven, francesa también. Se parecen.
Ella es la que no tiene nombre en el primer libro ni en el que lo había precedido ni en éste.
Él es Paulo, el hermano pequeño adorado por su joven hermana, la misma a la que no se nombra.
Otro joven llega a la fiesta: es Pierre. El hermano mayor.
Se sitúa a unos metros de la fiesta y la mira.
Largo tiempo la mira.
Y luego lo hace: aparta a los pequeños boys que huyen asustados. Avanza. Alcanza la pareja del hermano pequeño y la hermana.
Y luego lo hace: coge al hermano pequeño por los hombros, lo empuja hasta la ventana abierta del entresuelo. Y, como si lo obligara a ello un deber cruel, lo tira afuera como lo haría con un perro.
El hermano pequeño se levanta y sale huyendo, grita sin palabra alguna.
La joven hermana le sigue: salta por la ventana y le da alcance…” (pág. 11-2).
Encontramos varios elementos que perfilan la compleja situación familiar:
-La ausencia del padre: un gran amor perdido que enloquece a la madre y la deja abandonada a su suerte en una colonia francesa en donde los blancos pobres, como ellos, están marginados. No disfrutan de los privilegios de la Colonia, tampoco son recibidos por los nativos como seres iguales a ellos. Son unos parias. Y una vergüenza para los blancos ricos. Quienes, además, en este caso concreto, la estafaron.
-La incoherencia de la madre: incapacitada para educar sola a sus hijos, protege en exceso al hijo mayor a quien adora y lo convierte en un monstruo. Un complejo de Edipo muy fuerte distorsiona los vínculos entre ellos, pero esta malsana preferencia hace que no pueda ver a los otros hijos, su amor no los alcanza. Ellos se saben huérfanos y abandonados, la ñnia increpa a la madre:
«- ¿Pero por qué le quieres así y no a nosotros, nunca…?
La madre miente:
– Os quiero igual a mis tres hijos.
La niña grita una vez más. Como para hacerla callar. Para bofetearla.
– No es verdad, no es verdad. Eres una mentirosa… Responde por una vez…
¿Por qué le quieres así y no a nosotros?
Silencio. Y la madre contesta en un soplo:
– No sé por qué
Largo tiempo. Añade:
– Nunca he sabido…
La niña se tumba encima del cuerpo de la madre y la besa llorando. Le cierra la boca con la mano para que no siga hablando de ese amor.
La madre se deja insultar, maltratar. Sigue en esa región de la vida, la de esa preferencia ciega. Aislada. Perdida. A salvo de toda ira.» (pág. 21)
-La niña se convierte en la madre protectora del hermano menor, un niño «diferente», débil, extraño. Pero la protección que le brinda excede las expectativas en una relación fraternal y se mete a la cama con él. Lo que la
niña intenta es ofrecerle placer, como una forma de cariño, para hacerlo feliz.
-La violencia: el hermano mayor es un adolescente cruel y abusivo. Sabe que tiene dominada a su madre, conoce y teme a su hermana porque intuye que el despertar sexual es más fuerte en ella que en cualquier otra chica, y sospecha del incesto entre los dos menores. Su reacción ante la situación que no le gusta es golpear a ambos, humillarlos, a ver si consigue amansarlos con patadas. De una manera equivocada, él asume la autoridad del padre muerto. Sa madre, que lo ama con locura, no vacila en definirlo:
«… pero sobre todo cruel, sabe Ud… Sobre todo eso, esa cosa, tan terrible… la crueldad, ese placer que siente de hacer daño, es tan misterioso, y también cómo sabe hacerlo, el conocimiento que tiene de eso: del mal.» (pág. 140).
-El adoptado Thanh es el elemento bueno que los cuida y protege. Curiosamente, es el único que no pertenece, por nacimiento, al núcleo familiar: se trata de un niño que la madre recogió en Siam. Quizá por ser un hijo «postizo» tiene aquello de lo que la familia adolece: armonía. Cuando la niña quiso acostarse con él, se negó, a pesar de quererla tanto como el chino. El trae valores que lleva dentro, no se contagia de la decadencia que lo rodea, se sabe distinto.
Pero siendo mejor persona, actúa como un subalterno. Than depende de ellos, se debe a ellos.
Lo que resulta realmente conmovedor es que, a pesar de lo disfuncional que es la familia, los vínculos entre ellos son muy fuertes, todos están conectados.
Forman un grupo compacto y se buscan, se necesitan, se reconocen en el dolor que experimentan y comparten. El chino es capaz de detectar la fuerza de este vínculo y le dice a la niña:
«- Cuando están ellos ahí, tú no me quieres.
Ella le coge la mano, la besa. Dice:
– No puedo saberlo. He querido que lo vieras una vez en tu vida. Es verdad, tal vez, que su presencia me impide verte a tí.» (pág. 132).
Por lo tanto, la partida del hermano mayor, a pesar de haber sido considerada como una medida para proteger al resto, y en ese sentido es deseada, al mismo tiempo causa un gran pesar. No sólo se entristece la madre, también los otros hijos sufren, y mucho, quizá por ver el dolor de la madre:
«La niña y el hermano pequeño lloran el uno junto al otro, sellados por una desesperación de sangre que no pueden compartir con nadie. Thanh los mantiene abrazados, acaricia sus rostros, sus manos. Llora por sus llantos, llora también por el llanto de la madre. Por amor a la niña.
La madre. Se ha girado hacia el barco. No le vemos la cara. Da media vuelta. Va hacia las rejas, se apoya en la reja al lado de los hijos que le quedan. Llora sin ruido, bajito, ya no tiene fuerzas. Ya está muerta. Al igual que Thanh
acaricia el cuerpo de sus dos hijos separados del otro, su hermano mayor, ese hijo perdido por el amor de su madre, un error de Dios». (pág. 165)
La relación amorosa enter la niña y el chino
Desde que lo ve dentro de su coche negro, la niña decide seducirlo. La imagen de ella en ese instante es patética, parece una criatura disfrazada de mujer fatal. Precisamente en la manera de vestirse se nota la voluntad de conquista que la guía, el deseo de conseguir una pareja:
«Ella, la niña, va pintada, vestida como la joven de los libros: con el vestido de seda indígena de un blanco amarillento, con el sombrero de hombre «de la infancia y la inocencia», con el ala plana, en
fieltro-flexible-color-palo-de-rosa-con-larga-cinta-negra, con esos zapatos de baile, muy usados, con el tacón completamente gastado, en-lamé-negro-por-favor, con motivos de estrás.» (pág. 29).
Sabemos que hay una señora en el pueblo que es una referencia para la niña, un modelo por lo que ella representa: Anne-Marie Stretter «una mujer con un vestido largo rojo oscuro», de quien se cuentan historias de amantes, de jóvenes que mueren por ella… Pienso que es una niña precoz, y – aunque la reflexión de lo que siente lo hace la narradora adulta, recordando su infancia – la niña se mueve con soltura, toma iniciativas, sabe discernir lo que siente y lo que busca. También es cierto que uno lee con ojos occidentales, quizá el desarrollo sexual de un niño o niña en el oriente es distinto: y eso que para nosotros la convierte en una lolita o niña precoz, pudiera ser normal, en el sentido de común a un grupo humano de cierta edad en otra cultura. No olvidemos que la niña de El amante de la China del norte es oriental en esencia, o por lo menos mestiza, a pesar de ser blanca.
Sin embargo Duras insiste en el término «niña» para nombrarla, por lo tanto pienso que existe la necesidad de marcar el final de la infancia, un aprendizaje que, al mismo tiempo, la llevó de regreso a Francia. De haberse
quedado, la situación era complicada, la niña estaba públicamente deshonrada: lo dicen en el liceo, en el internado, en todas partes.
Además, el amante era chino. Y rico. Por lo tanto inviable la posibilidad de matrimonio: el racismo del padre del chino se lo impide. Y la situación de la familia también: había que elegir esposa con criterio económico para aumentar la riqueza. El choque entre culturas es un elemento determinante que aumenta la sensación de paria que tiene la niña: no sólo los chinos la ignoran, los franceses también. Recordemos cuando ella le habla al chino con admiración de su ídolo Anne-Marie Stretter, como si fuera una persona conocida a quien su madre frecuenta en el Círculo, él le recuerda:
«Tu madre no va al Círculo porque tiene vergüenza por culpa de tu hermano mayor. Y a Madame Stretter no la conocéis ni tu madre ni tú… Cuentas cualquier cosa…» (pág. 93).
La niña, quizá de manera inconsciente, se deja deslumbrar por el dinero del chino desde el primer momento. Ella mira todo: el traje, el coche, el anillo. Pero también mira el cuerpo del chino: sus manos, su elegancia, su belleza. Ese hombre es precisamente lo opuesto a lo que ella conoce: un hombre rico, que no hace nada más que disfrutar de los placeres de la vida: juego, mujeres, y opio. Su situación económica le impide desarrollar cualquier actividad, el dolor le resulta ajeno, la lucha desconocida. Por lo tanto obedece al padre y no se rebela. Es un personaje bello pero menos complejo que la niña y los suyos. Sin embargo la quiere bien y la protege: le da más de lo que la madre pide, tampoco le hace daño ni abusa de la niña.
El erotismo
El erotismo, para la niña, es una huida de la pobreza; es un refugio a su situación familiar y social, un escape. Lo que sucede en el compartimiento es su riqueza. Pero para el chino también es una huida, él se refugia de la
riqueza que le impone una pareja no deseada ni elegida libremente. Los dos están condenados socialmente, pero intentan hacerle un quite al destino.
Hay una fuerte conexión física entre ellos. Y una gran elegancia y sensualidad en la manera de narrarla. Me gustan mucho los silencios, las frases cortas, las pausas. Lo que no se dice es tan elocuente como lo que se dice, el ritmo lento y fragmentado intensifica la sugerencia, y a pesar de ser lento el discurrir se percibe la aceleración interior, el fluir desbocado de la sangre.
La oposición placer/dolor, eros/tánatos, vida/muerte es una constante en la obra de Marguerite Duras. Si no puedo amarte, piensa el chino, prefiero verte muerta. Y ella, a pesar de su edad, se da cuenta y tiene miedo. Es el chino quien encarna este conflicto, quien lo sufre y lo aborrece. Al mismo tiempo es el guía, el maestro que la introduce en el mundo de la pareja, quien le enseña a pasar por el dolor para luego gozar:
«El dolor llega al cuerpo de la niña. Al principio es vivo. Luego terrible. Luego contradictorio. Como ninguna otra cosa. Ninguna: es en efecto el momento en que ese dolor se hace insoportable cuando empieza a alejarse. Cuando cambia, cuando se vuelve tan bueno como para gemir, como para gritar, cuando se apodera de todo el cuerpo, de la cabeza, de toda la fuerza del cuerpo y de la cabeza, y también la del pensamiento, vencido.
El sufrimiento abandona el cuerpo delgado, abandona la cabeza. El cuerpo queda abierto hacia el exterior. Ha sido franqueado, sangra, ya no sufre. Ya no se llama dolor, se llama tal vez morir.
Y luego este sufrimiento abandona el cuerpo, abandona la cabeza. Abandona imperceptiblemente toda la superficie del cuerpo y se pierde en una felicidad todavía desconocida de amar sin saber.» (pág. 67).
También el chino parece el más enamorado de la pareja, abrasado por un sentimiento no previsto, desbocado e irreparable:
«Podría haberse dicho, sí, que él la había amado hasta el punto de perder la vida. Y ahora ya no amaba sino el conocimiento estéril de ese amor, el que hacía sufrir.» (pág. 155).
El amante no deja de sufrir por el amor que siente, porque sabe que tendrá que verse separado de ella. El desgarro lo vive con intensidad, con un dolor constante por la pérdida que intuye; en cambio la niña parece mejor dispuesta para aceptar las tragedias de la vida, y se alegra, al mismo tiempo, por la compensación económica que recibirá su familia: su reacción es ambigua, su sentir más complejo. Ella sabe que la vida no se reduce a blanco o negro, conoce, desde siempre, que la vida es dura, difícil, injusta, y que los pobres tienen desventaja:
«… Nunca se consigue vender un diamante cuando se es pobre. Con sólo mirarnos, ellos se creen que lo hemos robado.» (pág. 123).
La frase tiene múltiples lecturas, y es un reflejo del abismo que los separa: ni siquiera si me regalas tu diamante yo podría disfrutarlo. Hay una parcela del mundo a la cual no tendré nunca acceso. Es terrible este pensamiento expresado por una niña: se trata de una criatura que no sueña, ni idealiza, tampoco espera cambios en su vida, como si supiera de antemano lo que puede y no puede tocarle en suerte. La visón del mundo que tiene está moldeada por un realismo crudo y proviene del mundo de la miseria, que es el de su familia.
La voz que narra
La niña – convertida en adulta, afincada en Europa – recuerda su infancia en Indochina.
La voz narrativa le pertenece a la mujer madura, y el punto de vista también. Las reflexiones son creíbles porque las hace la mujer, no la niña. Y como están en primera persona, la autora se identifica con ella: son la misma.
Pero el yo se desdobla, intenta abarcar al mismo tiempo dos momentos de la vida de la protagonista, e introduce también al lector en el relato, como un testigo presencial situado al lado de la voz:
«Delante de nosotros camina alguien. No es la que habla. Es una chica muy joven, o una niña tal vez.» (pág. 14).
Tenemos entonces el yo del presente, el nosotros (yo más lector) y el ella – niña del pasado. Y también la proyección de la niña que fue en la mujer escritora que será, pero el futuro está asumido en el pasado como un hecho constatable y ya realizado:
«Para ella, la niña, esta «cita de reencuentro», en este lugar de la ciudad, había quedado siempre como el del inicio de su historia, aquel por el cual se había convertido en los amantes de los libros que había escrito.» (pág. 52).
Todo ello contribuye a crear una atmósfera intimista, envolvente, misteriosa. Y muy plástica. El lenguaje en general es poético, se narra con imágenes sugerentes y no se explican los hechos, no necesitan explicación, la verdad es contundente y los sentimientos verdaderos no requieren un narrador que los avale.
La sensualidad de la prosa de Duras se percibe en varios frentes, siendo el visual y el auditivo los predominantes. La novela funciona como guión de película, campo en el cual Marguerite Duras trabajó con éxito en varias ocasiones: entre ellas señalaremos “Hiroshima, mon amour”, película dirigida en 1959 por Alain Resnais con guión de Duras; y “El camión”, guión que escribió y protagonizó junto a Gérard Depardieu.
Las imágenes se presentan como si estuvieran captadas por una cámara, tanto que en algunos casos la palabra resulta innecesaria. Ciertas constantes como el río, la lluvia, el calor, recrean un ambiente tropical, asfixiante, pegajoso, otorgándole a la narración textura y movimiento.
Y desde el punto de vista auditivo, la música es un elemento imprescindible en El amante de la China del Norte. Desde la primera escena se mencionan tres músicas que coexisten: la del piano que toca la madre, el Vals Desesperado que es un “disco olvidado que gira” en torno a la “mujer de rojo”, y la canción de la vieja pordiosera que va hacia el río “una tercera música, entrecortada de ataques de risa locos, estridentes, de gritos”: tres mujeres que expresan su soledad, su tristeza, su rebeldía, a través de las notas musicales. Melodías que aparecen intercaladas con el silencio de la niña, vacío que produce un efecto auditivo de contraste.
Al final de la novela se retoma esta idea cuando en el barco que pone rumbo a Francia, los llantos y aullidos producidos por el suicidio del joven, son silenciados por la música del piano de algún irreverente que inunda el ambiente anunciando un nuevo ciclo. Resulta significativo que la niña se vaya a cobijar ahí, huyendo del dolor y de la pérdida, e intenta consolarse con la música, que es aquí un canto de esperanza:
“La niña se ha acostado en el suelo debajo de una mesa contra el muro. El que tocaba el piano no la había oído, ni visto. Tocaba sin partitura, de memoria, en el salón apagado, ese vals popular y desesperado de la calle…
… La música había invadido el trasatlántico parado, el mar, la niña, tanto al chico vivo que tocaba el piano como al que se mantenía con los ojos cerrados, inmóvil, suspendido en las aguas pesadas de las zonas profundas del mar.” (pág. 201)
Las descripciones están cargadas de subjetividad y por eso son bellas, guiadas por el afecto al objeto descrito. El sentimiento otorga a la mirada de una luz especial, un brillo desconocido. Pondremos algunos ejemplos:
«La ciudad china llega hasta ellos con el estruendo de los viejos tranvías, con el ruido de las viejas guerras, de los viejos ejércitos derrengados, los tranvías van sin dejar de tocar el timbre. Hace un ruido de matraca, como para salir huyendo. Agarrados a los tranvías hay racimos de niños de Cholen. En los techos hay mujeres con bebés embelesados, en los estribos, las cadenas de protección de las puertas, hay cestos de mimbre llenos de aves de corral, de frutas. Los tranvía ya no tienen forma de tranvía, van embotijados, abollados hasta no parecerse a nada conocido.» (pág. 59).
«Ella se ha acostado en una tumbona. Podría creerse que se ha dormido. No. Mira. En los suelos de la cubierta, en las paredes del barco, en el mar, con el recorrido del sol en el cielo y el del barco, se dibuja, se dibuja y diluye con la misma lentitud, una escritura ilegible y desgarradora de sombras, de aristas, de trazos de luz rasgada remendada en los ángulos, triángulos de una geometría fugitiva que se desmorona al capricho de la sombra de las olas del mar. Para después, otra vez, incansablemente, volver a existir.» (pág. 192).
Los textos están tomados de la 2a. edición en Fábula, editorial Tusquets, 2008.
Traducción de Beatriz de Moura.