Días de infancia -primer tomo autobiográfico de una serie de tres escrito en 1913 por Máximo Gorki (1869-1936)- es el testimonio de un niño en un mundo brutal. El escritor se pone en la piel del chico que fue, pero la mirada y la cabeza que elabora, son del adulto. Lo que percibe el lector es la necesidad de narrar lo vivido, tarea que el narrador ruso realiza con elegancia, sin pontificar, menos aún dar lecciones, explicar, o juzgar. Gorki escribe este texto autobiográfico con lo mejor de sí mismo: se desnuda pero lo hace con humildad, huye del exhibicionismo utilizando un tono medido, alejado de la queja; acepta el sufrimiento como algo natural, un componente, otro más, de lo humano. Y con serenidad, celebra, también, los buenos sentimientos que se intercalan con aquellos que producen dolor.
Sorprende este desapego, esta objetividad y prudente distancia, porque sabemos que Gorki fue muy cercano al régimen soviético al punto que se convirtió en el maestro del Realismo socialista: la literatura al servicio de la revolución, exactamente lo opuesto al espíritu que lo guía en Días de infancia.
Citaré algunas características que hacen de esta texto algo especial, muy valioso:
El acierto del yo
Es un texto autobiográfico, por lo tanto, un relato confesional; sin embargo no hay egocentrismo, tampoco exhibicionismo, Gorki cuenta su niñez con naturalidad, como si la verdad de los hechos se le impusiera desde dentro: el único sentido posible para elegir el tema es comunicar lo vivido. Que se sepa, con eso basta y sobra. Acostumbrados a nuestro mundo contemporáneo, influenciados por Facebook, hoy reclamamos atención sobre nuestras personas como si fuéramos únicos e irrepetibles -siendo que no somos ni lo uno ni lo otro- por eso encuentro admirable la postura de Gorki narrador capaz de tomar distancia sin renunciar al yo.
El valor del arte
En diversos momentos de la historia, la palabra y la música aparecen como los únicos caminos para trascender, el gozo que produce la belleza convierte la vida en algo distinto: la creatividad lleva al éxtasis y cuando este se comparte, la atmósfera se engalana y el ser humano, dichoso, casi levita. Repasemos las escenas cuando la abuela, o el abuelo, recitan historias de héroes o de santos; y también, cuando la abuela organiza fiestas en casa con los amigos, familiares y vecinos. La música, la danza, y la palabra son los vehículos de la trasformación: apelando a la sensibilidad de las personas, y permitiendo que el espíritu fluya libremente, se consigue el cambio. Es tan potente la experiencia que el narrador registra al detalle los cambios de voz de la abuela, o sus gestos cuando baila y se convierte en un hada, la guitarra del tío, los cantos de los amigos. El alma de artista de Gorki detecta lo que la belleza es capaz de producir, un arma de redención, un instrumento maravilloso para escapar de la rutina y los pesares:
“Era como si la abuela, en vez de bailar, estuviese recitando algo. Se deslizaba lentamente, pensativa, balanceándose, esparciendo la mirada en derredor, por debajo de sus alzados brazos; todo su cuerpo grande vacilaba indeciso, mientras sus pies tanteaban cautelosos el camino a seguir. De pronto, se detenía, como asustada, aparecíale un temblor en el rostro, que se tornaba sombrío para iluminarse al instante con una sonrisa bondadosa, afable. Se hacía a un lado, oscilante, como cediéndole a alguien el paso, mientras apartaba a otro con la mano. Inclinada la cabeza, quedaba inmóvil, escuchando, sonriendo con creciente alegría, y de improviso, con súbito arranque, empezaba a girar como un torbellino; entonces se volvía más esbelta, más alta, y ya no era posible retirar los ojos de ella: ¡Eran tan arrebatadoras su belleza y su gracia en aquellos instantes de maravilloso retorno a la juventud.” (pág 39).
La lucidez como guía
A pesar de la brutalidad de los mayores, y las injusticias que causa la falta de educación, el texto no apunta al sistema social y/o político como los grandes culpables del sufrimiento. Comparado con Los miserables, de Víctor Hugo, en donde la clave es la denuncia de un sistema injusto que termina siendo la explicación de todas las desgracias, en Días de infancia la mirada de Gorki se dirige hacia dentro del hombre, no hacia fuera. Es él el que debe cambiar si quiere una vida mejor. En ningún momento se acusa a la autoridad civil ni religiosa, a nadie que represente al gobierno local, menos aún al zar. Los hombres son los auténticos responsables de sus actos y en ellos mismos está la posibilidad de convertirse en personas valiosas. Esta perspectiva me parece valiente, es una postura madura e inteligente.
La denuncia de una cultura nefasta
Lo único que cuestiona Gorki es la educación, y la cultura que es consecuencia de ésta: los golpes no educan, las costumbres no pueden mantenerse si causan daño a los hombres, la falta de libertad asfixia y aleja de la felicidad. Un buen ejemplo en Días de infancia es el tema de la dote, una obligación inevitable, la ciega demanda de una cultura que exige sin considerar las consecuencias del esfuerzo. La rigidez de la costumbre no contempla excepciones, tampoco matices. En el caso de los abuelos, la dote requerida por la segunda boda de la madre, los deja en la calle. Curiosamente, cuando se casó por primera vez no hubo dote de por medio, era un matrimonio por amor, se unieron sin condiciones económicas, los enamorados eran lo único importante; como debería ser siempre y en todas partes.
Otro ejemplo en esta misma dirección: el niño se entera por la abuela del odio de los tíos contra su padre, el intento de ahogarlo y como luego lo hirieron a patadas y le destrozaron las manos con las que se sujetaba, etc. ¿Y qué sostiene la abuela como disculpa? Dice que eran tontos, no que fueran malos. Esto es injustificable: a los ojos de la abuela la falta de cultura exime a los hermanos de culpa.
El ritmo
La mirada del narrador oscila entre el interior de los personajes y el mundo exterior que los rodea creando una armonía natural entre los dos polos. Las descripciones de la naturaleza son muy poéticas, señalan la belleza y producen bienestar, y en la mayoría de los casos funcionan como catarsis, una huida del medio opresor. El narrador se detiene en la naturaleza como quien si abriera una ventana para dejar que penetre el aire puro, y con ese movimiento -hacia fuera- encuentra sosiego, una cura temporal al dolor. Este vaivén es clave en el sentido de aquello que apuntábamos al principio de nuestro comentario: la aceptación de la realidad con sus dos caras, sin renegar de ninguna de ellas ni mucho menos intentar maquillarlas. La vida es así, todos damos fe de esta dualidad.
Un párrafo como ejemplo de estos giros hacia el exterior:
“A veces, cuando el sol se pone, unos ríos de fuego corren por el cielo y se apagan, vertiendo unas cenizas grana y oro sobre el terciopelo de la hierba y la fronda del jardín; luego, todo en derredor se oscurece a ojos vistas, se ensancha, se hincha como empapado en cálidas tinieblas, inclínanse las hojas, saturadas de sol, la hierba se pega a la tierra, todo se vuelve más suave, más exuberante, exhala diversos y delicados aromas, acariciadores como la música; y la música llega también flotando, desde el campo: tocan a silencio en los campamentos.” (pág. 186-7).
La presentación de la complejidad del ser humano
Así como el abuelo puede ser un sádico que pega al nieto con inquina (moja los látigos para que duelan más), al mismo tiempo es un viejo capaz de asumir su educación y cuidarlo como un padre. Esta combinación aparece también en los otros personajes que se muestran siempre contradictorios, con muchos matices, desconcertantes muchas veces. Recordemos al tío Yákov, el animador de las fiestas con su guitarra, es el mismo que mató a golpes a su mujer. Quizá, la abuela es la única que escapa a esta dualidad, ella siempre, siempre, hace el bien.
El niño recibe castigos, y los registra con dolor, pero también sabe apreciar el cariño y los momentos de ternura que son parte importante de su desarrollo emocional:
“Cuando hube tomado asiento junto a él, me pasó el brazo por los hombros y me estrechó con fuerza contra sí…
… En tales instantes, surgen pensamientos de una pureza y sencillez singulares, pero tan sutiles y transparentes como telas de araña, y no es posible encerrarlos en palabras. Se encienden y extinguen con rapidez, como estrellas fugaces, quemando el alma con la nostalgia de algo impreciso; la acarician, la inquietan, y en ese instante el alma hierve, se funde tomando la forma que ha de tener para toda la vida; entonces es cuando se moldea su verdadera faz.” (pág 110- 1).
Cuando su madre muere, el compañerismo con los amigos del barrio será el eje que lo sostenga. Se siente parte de un grupo, son sus amigos con quienes comparte alegría y tristezas, esfuerzo y penurias: son muy pobres pero se tienen los unos a los otros y eso es lo único que cuenta.
Quien mejor resume la dureza de la vida es la madre de Gorki: se casó por amor con un hombre humilde con quien descubre un mundo sin violencia ni malos tratos, un mundo distinto al de su familia. Pero por desgracia se queda viuda muy joven y, por falta de opciones, tiene que regresar a la casa de sus padres. La escena que inicia el relato, en donde la preparación del cadáver del marido para el entierro y el parto de la viuda son actos simultáneos, realizados ambos por la misma mujer, es una de las escenas más bellas que haya leído jamás. Los gritos de dolor de la parturienta son los mismos gritos de dolor que emite la viuda, la habitación se convierte en el centro del mundo, de pronto la vida y la muerte se dan la mano sin que nadie lo hubiera programado, sin ritos ni ceremonias, como la cosa más natural. Y también como la más bella y la más triste. Lo narra el niño que observa aterrado porque no entiende lo que sucede, dato que añade textura y profundidad al texto:
“La madre me anonada; sus lágrimas y alaridos han despertado en mí un sentimiento nuevo, de zozobra. Es la primera vez que la veo así; siempre ha sido severa, de pocas palabras, limpia, lustrosa y grande como un caballo; tiene un cuerpo duro y unas manos terriblemente fuertes. Pero ahora su aspecto es desagradable, está hinchada y con el pelo en desorden, tiene las ropas desgarradas; sus cabellos, antes bien recogidos sobre la cabeza, como un gran gorro claro, se han esparcido sobre un hombro desnudo, le caen sobre la cara, y la mitad de ellos, enlazados en una trenza, se balancean tocando el dormido rostro de mi padre. Aunque llevo ya bastante tiempo en la habitación, no me ha mirado ni una vez siquiera, peina al padre y no cesa de gemir, las lágrimas la ahogan…
… Sentía espanto; las dos se removían por el suelo, cerca del padre, tropezaban con él, gemían y gritaban, mientras él permanecía inmóvil y parecía reírse. Aquel ajetreo en el suelo duró largo rato; la madre se puso en pie varias veces y volvió a caer, la abuela salía lanzada de la habitación, como una bola grande, negra y blanda; luego, de pronto, rompió a llorar en la oscuridad un niño.” (pág. 8-9).
Luego del parto y el entierro, la madre, con el bebé muerto y su hijo mayor, recorre el camino de vuelta a la casa paterna, en donde comienza su decadencia. Se reencuentra con un tipo de vida que no le gusta, abandona a su hijo en casa de los abuelos, pero queda embarazada de otro niño y, aunque lo entrega en adopción, debe regresar con el sentimiento de haber quemado sus naves. El padre quiere casarla con un viejo pero ella se resiste. Hasta ese momento, vemos a una mujer llena de energía, que lucha por encontrar su propio camino, que no se acepta la imposición de sus mayores, que sabe lo que quiere. Pero se equivoca eligiendo a un nuevo marido, este exige una dote que luego despilfarra, la relación entre ellos es nefasta. Ella, que estaba en contra de la violencia física, termina recibiendo golpes del marido: ha perdido su vitalidad, su capacidad de reacción, su dignidad, la madre a estas alturas, es un guiñapo.
Lo terrible en este personaje es su derrota. En el contexto de Días de infancia, lo dramático es que hasta ella -la que no tenía miedo, la que sabía defenderse- termina maltratada por su hombre. La madre aspiraba a otra cosa que no pudo ser. Una vez que muere su gran amor, todo se tuerce. La presión por encontrar una salida de la casa de su padre la conduce al fracaso: no elige bien a su pareja, sacrifica a sus hijos, y termina muriendo muy joven, sin fuerzas, abatida como un perro apaleado.
La madre y la abuela son los personajes más interesantes, dos mujeres cuyas posturas vitales son diametralmente opuestas: una lucha contra el medio, quiere cambiar su destino; la otra se entrega a los suyos e intenta hacer el bien dentro del orden establecido, pero en ambos casos, y eso es lo terrible, la vida golpea sin misericordia y para ellas no hay salida.
Para terminar, me gustaría recordar la escena cuando Gorki, al ver a su padrastro pateando a su madre, hace esta reflexión que da un sentido de trascendencia a Días de infancia: concluye que no es sólo su historia, o su madre; si no la historia de todos los rusos:
“Yo, con entera sinceridad y dándome perfecta cuenta de lo que decía, afirmé que mataría al padrastro a cuchilladas y me degollaría yo también. Creo que lo habría hecho, o al menos lo habría intentado. Incluso ahora, veo ante mí la pierna aquella, canalla y larga, con una tresilla clara a lo largo de la pernera; veo cómo oscila en el aire y golpea con la punta del pie al pecho de una mujer.
Al recordar esta infamia de plomo de la salvaje vida rusa, a veces, me pregunto: ¿vale la pena hablar de esto? Y, con renovado convencimiento, me respondo: vale la pena; pues ésta es una verdad canallesca, que se aferra a la vida y perdura hasta el día de hoy, una verdad que es preciso conocer hasta en sus raíces, para arrancarla, también de raíz, de nuestra memoria, del alma del hombre, de toda nuestra vida agobiadora y bochornosa.” (pág. 201).
Los textos han sido tomados de la edición de Siglo XXI editores, 2007.