Autor: Mario Vargas Llosa
Mario Vargas Llosa (Perú, 1936) y su contemporáneo, Carlos Fuentes (México, 1928), son los maestros del realismo moderno dentro del grupo de los escritores del boom latinoamericano
Hombre violento, sociedad violenta, país violento, mundo violento. Así es la realidad: abusiva, injusta, humillante. Y para retratar un mundo con estas características, lo formal tiene que reflejar esa odiosa violencia. Cualquier intento de ordenar el caos falsearía la realidad, por lo tanto el narrador no debe maquillar, ni tampoco organizar, porque estaría restando fuerza y veracidad. La sintaxis y la estructura de la novela deben ser un espejo de esa realidad inestable, cambiante, fragmentada, caótica.
Realismo
Con una prosa impecable, yo diría que hermosa – por su trasparencia, por su precisión, por su elegancia – Vargas Llosa recoge todos los matices del mundo que recrea y los expone sin adornos. Las descripciones en Conversación en la Catedral – pocas pero necesarias – son visuales, el ojo del lector registra aquello que aparece como si fuera una película, nada queda a la imaginación, abundan los detalles, aderezados, además, con olores, sabores, y texturas.
Este mundo miserable y decadente, en donde hay «rocas color moco» (pág. 17), «adobes color caca» (pág. 21), depósitos «despintados por la grisura inexorable…» (pág. 27), «cielo ceniza» (pág. 26), «caras color betún o tierra o paludismo de los postulantes» (pág. 88), y en otro orden sensorial: «cigarrillos que olían a guano» (pág. 57), «un galpón que huele a orines» (pág. 22), «huele a sudor, ají y cebolla, a orines y basura acumulada» (pág. 28), «El olor a fritura, pies y axilas revolotea, picante y envolvente» (pág. 29), es un mundo que debe cambiar, exige renovación, mejoría. Tal cual se presenta, es insoportable, inhumano, feo, indecente.
La tarea del escritor es exponer, señalar y develar. Porque esta característica de cosa putrefacta, maloliente, no define exclusivamente al mundo exterior, abarca un nivel más profundo:
«El corpulento río de olores parece fragmentarse en ramales de tabaco, cerveza, piel humana y restos de comida que circulan tibiamente por el aire macizo de la Catedral, y de pronto son absorbidos por una invencible pestilencia superior: ni tú ni yo teníamos razón, papá, es el olor de la derrota, papá.» (pág. 30).
Escritor comprometido
Vargas Llosa reconoce en la dedicatoria – llamándose a sí mismo «sartrecillo valiente» – la influencia de Jean Paul Sartre en su obra. Existencialista francés (1905- 1980), Sartre fue el ejemplo de escritor comprometido, creador que debe asumir, en todo momento, su responsabilidad política.
La denuncia será para ellos uno de los motores de la creación, un estímulo y un arma. Señalar las heridas aspira a producir en el lector una reacción, un deseo de cambio, de recuperación, o de rebeldía. El realismo – al desnudar – aparece, en este contexto, como la mejor elección.
En esta línea, Zavalita (¿alter ego de Vargas Llosa?), justificando su propia búsqueda, confiesa a Carlitos, su amigo y confidente, lo que persigue con sus artículos:
«Cada vez que escribo sobre algo que me repugna, hago el artículo lo más asqueroso posible. De repente, al día siguiente un muchachito lo lee y siente arcadas y, bueno, algo pasa.» (pág. 180).
Dialogando o conversando
La novela se arma con múltiples diálogos que se entrecruzan, se sobreponen, y se alternan con admirable agilidad. Es impresionante la velocidad de la prosa, el ritmo caótico, el avance y los retrocesos espaciales y temporales que reproducen -como una explosión de fuegos artificiales- la vida en el Perú bajo la dictadura del General Odría.
La fragmentación es la tónica, pero la totalidad es el logro. Vargas Llosa consigue que el lector vaya uniendo las piezas poco a poco, y que ate -al final de la lectura- los cabos bien atados, con dificultad pero con gusto.
¿Cómo se estructura la novela?
El primer capítulo es la síntesis de la primera historia: Zavalita va a la perrera para recuperar a su perro, horrible lugar en donde se encuentra casualmente con Ambrosio, antiguo chofer de su padre. Charlan durante cuatro horas en un bar próximo -llamado La Catedral-, y en medio de la charla irrumpen fragmentos de numerosos diálogos que van narrando la otra historia: el gobierno de Odría y los abusos de su Director de Gobierno; la vida de la familia Zavala y los señorones que viven del poder; la política y la universidad, los bajos fondos y la prostitución, el periodismo, los empleados domésticos y sus familias, los militares y sus matones, etc.
Con destreza, el narrador hilvana las conversaciones que se sobreponen al diálogo que Zavalita y Ambrosio sostienen La Catedral. El reencuentro los fuerza a recordar situaciones ocurridas en el Perú alrededor de la dictadura de Odría, y las imágenes surgen por asociación de ideas. Hay un tema central sobre el cual Ambrosio no está dispuesto a hablar: es la relación homosexual que tuvo con Fermín Zavala – padre de Zavalita – cuando era su chofer, y el crimen que cometió para liberar a su amo de los chantajes de La Musa. Zavalita lo sabe, pero le cuesta creerlo. Ambrosio es el único que podría resolver la incógnita, o ratificar el veredicto. Pero no lo hace: lo hacen los otros personajes involucrados que pululan alrededor de ellos como fantasmas vivos, fantasmas que ellos mismos conjuran.
Hay dos ejes importantes en Conversación en La Catedral:
- La pregunta, sin respuesta, de cuándo se jodió el Perú; y como eco de ésta: cuándo me jodí yo, o cuando se jodieron los otros. Interrogantes que son intentos de analizar el por qué del fracaso, intentos de rastrear el momento del quiebre sin retorno, la causa de la decadencia, del abandono, de la equivocación.
- La conversación entre Ambrosio y Santiago que es el hilo conductor. Un diálogo afectuoso y emotivo por parte del ex chofer, con auténtico interés por la familia que fue su sostén, a pesar del abuso. Por parte de Santiago, en cambio, es un diálogo motivado por la curiosidad, él necesita conocer la verdad sobre el pasado de su padre. Por eso, cuando lo fuerza a hablar, Ambrosio se retira indignado.
Muchas veces los diálogos no se marcan como tales, no están precedidos por guiones de diálogo, sino que aparecen como parte de la narración, disfrazados, pero imprescindibles porque son la mejor (o la única) manera de contar:
«La movían, te está esperando, abrió los ojos, el chofer del señor de la otra vez, la cara burlona de Carlota: ahí en la esquina te estaba esperando. Apurada se vistió, ¿había estado el domingo con él?, se peinó, ¿por eso no había venido a dormir?, y oía atontada las risas, las preguntas de Carlota. Cogió la canasta del pan, salió y en la esquina estaba Ambrosio: ¿no había pasado nada aquí? La agarró del brazo, no quería que lo vieran, la hacía caminar muy rápido, estaba nervioso por ti, Amalia. Ella se paró, lo miró, ¿y qué podía pasar, de qué estaba nervioso?, pero él la obligó a seguir caminando, ¿no sabes que don Cayo ya no es ministro? Estás soñando, dijo Amalia, ya se había arreglado todo, anoche la señora pero Ambrosio no, anoche lo habían sacado a don Cayo y a todos los ministros civiles…» (pág. 385).
Esta es la magia de Conversación en La Catedral: la fuerza narrativa, la intensidad y la fluidez con que surgen las conversaciones. Porque todo ello produce en el lector la sensación de estar presenciando las escenas en vivo y en directo, en el momento preciso en que sucedieron, y por lo tanto lee con una actitud de voyeur igual a la de Cayo Bermúdez cuando contempla las caricias entre Hortensia y Queta.
Los hechos del pasado se intercalan con el presente de La Catedral y comparten simultaneidad. Para todos el mismo plano, la misma cobertura. Parece un cuadro cubista en donde los ojos aparecen de frente y de perfil, uno al lado del otro: estos diálogos producen el mismo efecto y tienen la misma intención: son facetas distintas de la realidad, tan válida una como la otra.
La velocidad del desarrollo, impone a la narración un ritmo galopante, un ritmo que seduce: el lector quiere más, y más, y más. Veamos un ejemplo: en el capítulo en donde Cayo Bermúdez sofoca la revolución de Espina contra Odría, la velocidad es tal que resultaría imposible de reproducir de otra manera. Los saltos de perspectiva, al cambiar Cayo de interlocutor, son inesperados: a uno le promete una cosa; al otro, otra. Pero Cayo, a pesar del juego, no pierde de vista el fin que persigue y su propio interés. Es un derroche de poderío el que define a Cayo, y un derroche de poderío el que demuestra el narrador. Todo esto combinado con los saltos del punto de vista, cuando los revolucionarios hablan entre ellos, por ejemplo, a espaldas de Cayo, una manera de completar el panorama y exponer el alcance de lo que está en juego. Una manera de abarcarlo todo:
La novela total
La búsqueda de la novela total, una constante en la obra de Vargas Llosa, se nota claramente en esta novela que consigue ser un gran mosaico del Perú. Los personajes se mueven por todo el país, en un afán de abarcar la geografía: capital (Lima), provincia (Chincha), sierra (Arequipa, Cajamarca), selva (Pucallpa). Lo mueve el deseo de integrar la mayor cantidad de variables para conseguir que el mundo esté reflejado en su totalidad, por ello la necesidad de ampliar fronteras y barrios; clases y razas; grupos e individuos . Y lo consigue, no sólo en el plano geográfico: está presente el mundo universitario, el mundo de los políticos, el mundo de los periodistas, el mundo de la prostitución, el mundo de los matones, el mundo de los hacendados, el mundo de los ricos, el mundo de los sirvientes, el mundo de los campesinos, el mundo de los blancos, el mundo de los cholos, el mundo de los negros. En ese sentido es más ambiciosa que «La ciudad y los perros», por ejemplo, que se limita al mundo de la capital, y dentro de Lima a una escuela militar que es «Leoncio Prado».
Quizá, el mayor logro de Vargas Llosa es que la sintaxis, en Conversación en La Catedral, también intenta la totalidad, al abarcar, e integrar varios planos en un sólo párrafo, convirtiéndolo en una frase larga envolvente. De esta manera se logra una armonía total entre el fondo y la forma. Pondré un ejemplo:
«Amalita por su mamá, y Hortensia por una señora donde había trabajado Amalia, niño, una a la que quería mucho y que también se murió: claro que después de lo que hiciste tienes que salir de aquí, infeliz, dijo Don Fermín.» (pág. 112).
Con los dos puntos (:) la narración se desliza a otro nivel de realidad: esa que se murió fue asesinada por el que habla -Ambrosio-, y como consecuencia del asesinato, tanto Amalia como él se fueron a Pucallpa en donde muere Amalia. Toda la información de pronto está ahí, sin vínculos aparentes, en un sólo párrafo que se desdobla. El vínculo está fuera del texto, está en la cabeza de Ambrosio quien es el que habla y recuerda al mismo tiempo, el que cuenta lo que sucedió (las dos muertes) y lo que le sucedió a él por lo sucedido, aunque a estas alturas el lector no tiene ni idea de lo que pasó entre Hortensia y Ambrosio. Estos datos que se adelantan contribuyen a crear tensión dramática.
Otro ejemplo:
«Apareció un mozo con un vaso de agua y él tuvo que callar unos segundos. Bebió un trago, tosió: el gobierno les estaba reconocido a todos los cajamarquinos, muy en especial a los señores del comité de recepción, por su empeño en que la visita constituyera un acontecimiento, y alcanzó a decidir y ver bajo los tules una cadena de súbitas sustituciones: pero todo esto demandaría gastos y no sería lógico que, además de la pérdida de tiempo, de las preocupaciones, el viaje del Presidente les ocasionara también desembolsos. El silencio se acentuó y él podía oír la suspendida respiración de los oyentes, entrever la curiosidad, la malicia de sus pupilas, fijas en él: ella y Hortensia, ella y Maclovia, ella y Carmincha, ella y la China. Tosió de nuevo, arrugó a penas la cara: de modo que tenía instrucciones del Ministerio para poner a disposición del comité una suma destinada a aliviarlos y la figura de don Remigio Saldívar dominó bruscamente la sala, ella y Hortensia: alto ahí, señor Bermúdez. Pieles que se confundían entre ellas y con las sábanas y tules, pelos tan negros que se enredaban y desenredaban y sintió en la boca una masa de saliva tibia y espesa como semen. Ya cuando se instaló el comité el prefecto había indicado…» (pág. 367).
En este caso intenta unir en una sola frase dos situaciones: la objetiva, que es la reunión política en la cual está Bermúdez de cuerpo presente, y la subjetiva que son su fantasías sexuales motivadas por la esposa de uno de los presentes. Pero nada anuncia al lector la simbiosis, otra vez los vínculos están fuera del texto: en la cabeza de Bermúdez que se abandona y vuela lejos; luego, forzado por las circunstancias, regresa. Ese ir y venir aparecen como simultáneos, y tienen el mismo peso narrativo, sin subordinación ni dependencia: son tan reales e importantes el uno como el otro, y de esa manera se transmiten: entrelazados y confundidos.
Otro recurso que utiliza el autor con gran habilidad es el siguiente: mezcla los diálogos y a la pregunta de un personaje contesta con la frase de otro -a veces presente, a veces no- cuya respuesta, además, pertenece a otro diálogo. De esa manera va ensamblando la historia, sobreponiendo escenas, tiempos y espacios, juntando las piezas en un gran todo. Veamos:
– Y yo me puse a hablar de política -dice Santiago-. ¿Te das cuenta, ves?
– Claro que sí – dijo don Fermín-. Salir de la casa, de Lima, desaparecer. No estoy pensando en mí, infeliz, sino en ti. (pág. 138).
(Santiago hace la pregunta a Ambrosio, la respuesta es de don Fermín a Ambrosio y pertenece a otra época).
– No creía nada, no sabía nada -dice Santiago-. Salir, escapar, desaparecer.
– ¿Pero adónde, don? -dijo Ambrosio-. Usted no me cree, usted me está botando, don». (pág. 138).
(Al enunciado de Santiago, responde Ambrosio, pero no es una respuesta a Santiago sino a don Fermín, dada en otro momento cuando le pide que huya. Pero el contenido coincide, como en el ejemplo anterior, por lo tanto despista. Ambrosio asocia lo que le dice Santiago con otra conversación que tuvo en donde se sentía igual a como se sintió Santiago en aquel momento.)
Zavalita
El protagonista de Conversación en La Catedral se ha convertido en todo un símbolo en la literatura peruana. Su famosa pregunta: «¿en qué momento se había jodido el Perú?» es parte de la cultura cotidiana que los peruanos manejamos, una situación que nos preocupa, nos avergüenza, nos define. Y no es sólo el país el que se ha jodido, es Zavalita también, y Ambrosio, y Bermúdez, y Hortensia, y Carlitos. «Hasta la lluvia andaba jodida en este país.» (pág. 18-9). La decadencia parece una constante, el abuso la manera de hacerle frente, la única salida.
Zavalita, consciente de los privilegios que tiene por haber nacido en una familia acomodada y poderosa, y disconforme con el uso que de esos privilegios hacen los suyos, decide abandonar su casa para intentar una vida distinta, libre y responsable. En realidad lo que hace se traduce en un intento de desclasarse (como Jimmy Herf en Manhattan Transfer de John Dos Passos (1925)), de ser él sin su contexto social. Desgraciadamente, su movida tampoco le depara grandes éxitos. Abandona la universidad y se dedica al periodismo. Visto a posteriori, este es su comentario:
– «Era tan puro y tan cojudo que me fregaba tener la vida tan fácil y ser un niño decente.» (pág. 193).
Lo que Zavalita no evaluó, fue el coste que la renuncia tendría en su vida. Porque emocionalmente, él sigue ligado a su padre. Amar y estar de acuerdo no son la misma cosa.
A Zavalita le cuesta salir adelante, no es fácil vivir sin ganar dinero. Tampoco es fácil vivir sin hacer concesiones de ningún tipo: al dejar sus estudios de Derecho él dice que lo hace porque porque tiene que trabajar, pero la realidad es que duda de la ética del Derecho, porque su experiencia le dice que la justicia está al servicio del poder:
«Y toda la vida queriendo creer en algo -dice Santiago-. Y toda la vida mentira, no creo». (pág. 129).
Así como Zavalita es el símbolo de la mediocridad, Ambrosio lo es del servilismo, de la esclavitud. Su actitud es de entrega total, sin cuestionar nada de lo que su amo le exige: si él lo pide, entonces será bueno. Defenderá a don Fermín cueste lo que cueste, asume el abuso sin considerarlo como tal porque su visión del mundo es clasista, paternalista, dependiente. Como si hubieran éticas distintas para los que mandan y para los que obedecen.
La gran cuestión -en esta larga novela- es la dificultad del ser humano para asumir su vida con dignidad en un mundo que es injusto. ¿Cuáles son las limitaciones, cuáles las ventajas, cuánto se debe exigir, cuánto se debe ceder? Nadie parece contento, excepto el Chispas y la Teté, que son unas marionetas del destino. Aunque ambos son personajes desdibujados, están ahí sólo para recordarle a Zavalita lo que no quiere ser. Estoy segura que si el narrador se hubiera detenido un poco más en ellos, descubriríamos sus lados oscuros. De eso no hay duda. Nadie se libra en esta novela:
«-Lo que pasa es que nadie está contento con su suerte -dice Ambrosio-. Ni usted, que lo tiene todo. Qué diré yo, imagínese.» (pág. 98).
Los textos han sido tomados de la edición de bolsillo de Punto de Lectura, 2009.