La prosa de Chimamanda Ngozi Adichie (Nigeria 1977) derrocha frescura. En sus frases se detecta una chispa, característica propia de un espíritu juguetón que termina por encontrar siempre el lado amable de la vida; un detonante que favorece la explosión de los sentimientos, y al mismo tiempo celebra lo cotidiano, a pesar del dolor que asoma en cada esquina. Hacer esto, sin frivolidad, es tarea importante. Alegría es la nota dominante, a pesar de que, en esencia, Americanah se centra en la lucha de una inmigrante negra en un mundo hostil blanco. Ifemelu, la protagonista, posee gran vitalidad, esto no excluye los momentos de depresión que la golpean y la sensación de derrota que experimenta cuando las cosas no salen como esperaba. La lucha es su fuerte, y algo inherente a ella, que yo llamaría encanto personal, le abre muchas puertas.
Ifemelu nace en Lagos, Nigeria, en donde transcurren su niñez y su juventud, sin grandes sobresaltos. Hija única de una pareja de clase media, pocos datos son rescatables de esta época cuando su país era gobernado por un régimen militar autoritario. A raíz de una huelga universitaria, Ifemelu decide inmigrar a USA, en donde vive su tía Uju. Aquí termina la primera parte del relato, que es, a mi juicio, la menos interesante. Lo mejor de este periodo, es la relación entre ella y Obinze, su primer novio, su mejor compañero. Ifemelu describe su arrebato amoroso con la palabra “Techo”: una imagen acertada y original que luego se convierte en una metáfora que enlaza con el final de la historia:
“La primera vez que ella le permitió quitarle el sujetador, tumbada de espaldas, gimió suavemente, sus dedos extendidos en la cabeza de él, y después dijo: “Tenía los ojos abiertos pero no veía el techo. Eso nunca me había pasado. “ Otras habrían fingido que nunca se habían dejado tocar por otros chicos, pero ella no, ella jamás. La caracterizaba una sinceridad intensa. Empezó a llamar “techo” a los que hacían juntos, sus cálidos enmarañamientos en la cama de él cuando su madre no estaba, en ropa interior, tocándose y chupándose, moviendo las caderas en simulación. “Me muero de ganas de techo”, escribió ella una vez en la tapa trasera del cuaderno de geografía de Obinze, y a partir de ese momento, durante mucho tiempo, él no pudo mirar ese cuaderno sin un creciente estremecimiento, una sensación de excitación secreta. En la universidad, cuando por fin dejaron de simular, ella empezó a llamarlo “Techo” a él, en broma, con tono insinuante, pero cuando reñían o a ella se le torcía el humor, lo llamaba Obinze”. (pág. 32-3).
La llegada a USA es una experiencia desconcertante y se convierte en el sueño americano contado al revés. Al enfrentarse con una realidad desconocida, Ifemelu adquiere un punto de vista racial: por primera vez se sabe negra porque se mira en el espejo de los blancos, elemento que no había en su Nigeria natal. La presión de una sociedad que discrimina a toda persona que escapa al modelo standard de los WASP (White, Anglo-Saxon, Protestant), es un impacto brutal para ella. Y una toma de conciencia. Las reflexiones que surgen le permiten adoptar una nueva identidad, identidad que la convierte en la consciencia de las africanas inmigrantes. Estos pensamientos son lo más interesante de Americanah y se convertirán en el eje ideológico de la novela: me refiero a los post que ella colgará en su blog, elementos narrativos imprescindibles por su contenido.
Ifemelu, y la mayoría de jóvenes nigerianos que sueñan con inmigrar a Estados Unidos, tienen en su cabeza una imagen idealizada y falsa de ese país. Desde el calor espantoso el día que aterrizó en Nueva York cuando ella imaginaba que fuera de África todo sería frío y nieve, hasta los temas importantes como la educación mediocre educación que recibe su primo Dike en el colegio, la pobreza del apartamento de su tía, lo destartaladas que están las calles de su barrio. Nada era el paraíso que esperaba encontrar:
“…. eran los anuncios lo que las fascinaban. Anhelaba las vidas que mostraban, esas vidas llenas de dicha, donde todos los problemas encontraban rutilantes soluciones en champús y coches y alimentos envasados, y se convirtieron para ella en el verdadero Estados Unidos, el estados Unidos que sólo vería cuando se trasladara a la universidad en otoño. Al principio el noticiario de la noche la desconcertaba, una letanía de incendios y tiroteos, acostumbrada como estaba a las noticias de la NTA, donde oficiales del ejército muy ufanos cortaban cintas o pronunciaban discursos. Pero a fuerza de ver, un día tras otro, imágenes de hombres desposados, familias angustiadas frente a casas calcinadas y humeantes, restos de coches destrozados en persecuciones policiales, videos borrosos de atracos a mano armada en tiendas, su desconcierto fraguó en preocupación. Le entraba el pánico cuando se oía un ruido junto a la ventana, cuando Dike se alejaba demasiado en su bicicleta calle abajo.” (pág. 151).
Tampoco sospechó que tendría tantas dificultades para encontrar trabajo, lo intenta todo sin éxito, la agobia la falta de dinero y un buen día, desesperada, termina por aceptar un trato que la ensucia. Después de este hecho se produce la ruptura con su vida anterior, asqueada por haberse vendido, no es capaz de enfrentar lo que ha hecho ni contarle a Obinze, su novio en Nigeria, lo que había pasado. Enfurecida consigo misma, dolida, opta por el silencio y se derrumba: descuida su aseo, se aísla. Llega el golpe de suerte cuando su amiga Ginika le consigue un empleo de canguro, con una actividad propia, recupera el rumbo. Pero no vuelve a comunicarse con Obinze. Encapsula su pasado y los recuerdos compartidos con su novio son sellados herméticamente.
Un buen día, aparece Curt, un blanco guapo, culto, rico, que se enamora de ella. Viven juntos un tiempo, ella accede de su mano, a una vida placentera: viajes, cenas lujosas, mejor trabajo gracias a sus contactos:
“Una sensación de satisfacción se había adueñado de ella. Eso era lo que Curt le había dado, el regalo de la satisfacción, del desahogo. Con qué rapidez se había acostumbrado a esa vida, el pasaporte lleno de sellos, la solicitud de las azafatas en la primera clase de los aviones, las sábanas ligeras en los hoteles donde se alojaban y los pequeños objetos que ella acumulaba: tarros de mermelada de la bandeja del desayuno, pequeños frascos de acondicionador, zapatillas tejidas, incluso toallitas para la cara si eran especialmente suaves. Se había desprendido de su antigua piel. Casi le gustaba el invierno, la brillante capa de escarcha en el techo de los coches, el exuberante calor proporcionado por los jerséis de cachemira que Curt le compraba…” (pág. 261).
Pero Ifemelu no era feliz. Sentía un vacío y una falta de pertenencia que ella misma no podía definir. Aturdida, cometió una falta, que yo interpreto como una excusa inconsciente para romper con él. Un paso en falso que la expone y le indica el camino hacia adelante:
“Algo fallaba en ella. , no sabía qué era, pero algo fallaba. Una avidez, un desasosiego. Un conocimiento incompleto de sí misma. La sensación de algo remoto, inaccesible.” (pág. 372).
Me gusta la incursión en la narración de los blogs, espacios muy actuales que sirven de intercambio de ideas, una suerte de periodismo directo y ágil, una manera contemporánea de exponer las cosas que afectan a la sociedad en la que uno se mueve. Como lo dije al principio, insisto en que el blog es lo mejor de Americanah. Los post aportan frescura formal, un lenguaje moderno, y sobre todo ideas; sin ellos, la historia se reduciría a una novela rosa. Algunos ejemplos:
“Todas las minorías raciales de Estados Unidos -negros, hispanos, asiáticos y judíos- soportan putadas de los blancos, putadas de distintas clases, pero putadas al fin y al cabo. Cada grupo cree para sus adentros que es a él al que le toca soportar las peores putadas. Así que no, no existe una Liga Unida de los Oprimidos. No obstante, todos los demás se consideran mejores que los negros porque… en fin, no son negros. Pongamos a Lili, por ejemplo, la mujer hispanohablante de pelo negro y piel del color café que limpiaba la casa de mi tía en un pueblo de Nueva Inglaterra. Exhibía una gran altivez. Era irrespetuosa, limpiaba mal, se andaba con exigencias. Mi tía opinaba que a Lili no le gustaba trabajar para negros. Antes de despedirla, por fin, mi tía dijo: “Se cree que es blanca, la muy estúpida. Así pues, hay que aspirar a lo blanco. No todo el mundo lo hace, claro (por favor, comentaristas, no digáis lo obvio), pero muchas minorías sienten un conflictivo anhelo por la blancura del anglosajón protestante o, más exactamente, por los privilegios atribuidos a la blancura de anglosajón protestante. Puede que en realidad no les guste la piel clara pero ciertamente sí les gusta entrar en una tienda sin que un guardia de seguridad los siga. Eso es “odiar a tu judío y comértelo, también”, como lo expresó el gran Philip Roth. Así que si en estados Unidos todo el mundo aspira a ser un anglosajón protestante, ¿a qué aspiran los anglosajones protestantes? ¿Alguien lo sabe?” (pág. 267-8).
“Nos dicen que la raza es una fantasía, que existe más variación genética entre dos negros que entre un negro y un blanco. Luego nos dicen que las negras tenemos una clase peor de cáncer de mama y más fibroides. Y las blancas tienen fibrosis quística y osteoporosis. ¿En qué quedamos, pues, médicos aquí presentes? ¿Es la raza una fantasía o no?” (pág. 388).
“En Estados Unidos existe el racismo pero han desaparecido todos los racistas. Los racistas son cosas del pasado. Los racistas son los blancos malévolos de labios finos que salen en las películas sobre los tiempos de los derechos civiles. He aquí la cuestión: la manifestación del racismo ha cambiado, pero el lenguaje no. Por consiguiente, si no has linchado a alguien, no se te puede tachar de racista. Si no eres un monstruo chupador de sangre, no se te puede tachar de racista. Alguien debe poder decir que los racistas no son monstruos. Son personas con familias que los quieren, gente corriente que paga impuestos. Alguien tiene que encargarse de decidir quién es racista y quién no. O tal vez simplemente ha llegado el momento de descartar la palabra “racista”. Buscar algo nuevo. Como Síndrome del Trastorno Racial. Y podrían definirse distintas categorías para quienes padecen ese síndrome: leve, mediano, agudo.” (pág. 404).
Mientras ocurren todas estos cambios en la vida de Ifemelu, Obinze llega a Inglaterra e intenta conseguir trabajo y estabilidad. Las experiencias en este sentido para él son nefastas: suplanta la identidad de un inglés para obtener un empleo y luego pacta un matrimonio de pago para tener sus papeles en regla. Pero su visa estaba vencida y Obinze termina deportado. Lo rescatable del recorrido de Obinze es que nos permite ver la situación del inmigrante africano en Europa, en comparación con la situación de Ifemelu en Estados Unidos. En general, son muy parecidas, pero las particularidades de cada cultura quedan expuestas y el panorama de la inmigración se trata con detalle, concluyendo que el camino en ambos continentes es difícil, exige esfuerzo y valentía para resistir.
Volviendo a Estados Unidos, Blaine aparece en la vida de Ifemelu: un profesor universitario, un norteamericano negro políticamente correcto que sabe lo que se debe comer, el ejercicio que es adecuado para la salud, los ideales que se deben defender, en fin, un hombre aparentemente intachable. Para ese entonces, ella vivía de su blog, era una mujer conocida por sus acertados y atrevidos post sobre temas raciales. La relación con Blaine, teóricamente, era perfecta: compartían color de la piel, inquietudes, atractivo y un mundo universitario. Pero tampoco funcionaba. Algo muy fuerte los separaba, y ese algo era el deseo de Ifemelu de volver a Nigeria. Ni el silencio, ni el tiempo transcurrido, consiguieron sofocar los sentimientos por Techo. Con el regreso, termina la segunda parte: la búsqueda de una vida fuera de África en sus dos versiones.
La vuelta a Nigeria es la parte final y la más crítica con una cultura y sus consecuencias. Sin explicar mucho los cambios operados en Nigeria en la primera década del siglo XXI (crecimiento económico debido al petróleo) , Ngozi Adichie señala una gran corrupción a todo nivel y ausencia de valores en la clase más educada. Lo que sugiere entre líneas Americanah es tremendo, porque la corrupción se presenta como un hecho natural, una situación inevitable. Obinze, que pudo haber sido un joven honrado y luchador, acepta trabajar para un mafioso como su testaferro, una renuncia radical, una claudicación. Que no pudiera encontrar trabajo a su regreso de Londres, no justifica que se vendiera tan bajo. Esto resulta devastador. La opinión de la escritora sobre su propio país es aguda y descarnada, no hace concesiones de ninguna clase: el dinero se convierte en la única motivación, se mira a occidente para copiar modas, la superficialidad reina en una sociedad en donde todo se resuelve por interés. Habrá quien diga que es así en muchas partes del mundo, pero creo que lo que aquí se subraya es que Ifemelu regresa a su país deseosa de recuperar una vida afectiva y emocional, y se da de cara con una cultura frívola y banal que le repele. Desde el trabajo que acepta: la revista parece tener sentido sólo como una venganza social, lo profesional no importa, la competencia es pura vanidad. O detalles de su nueva vida como que la primera cita de trabajo se realiza en la casa de la jefa, y no en una oficina, circunstancia que la sorprende, acostumbrada a cierta seriedad y rigor en el medio laboral. Es frecuente que cuando un inmigrante regresa a su país después de una larga estadía, tiene la mirada cambiada sobre las costumbres y usos locales, luego de la experiencia maneja otras medidas y se permite comparar. Tomar distancia enriquece la percepción, agudiza el enfoque.
Respecto a su blog, el tema racial pierde vigencia, en Nigeria encuentra otros temas: la pobreza, el caos de la ciudad, los abusos del poder. La bloguera descubre que en su país la injusticia tiene otras caras, observa lo que hay a su alrededor y desarrolla un fino olfato político:
“Es por la mañana. Un camión, un camión oficial, se detiene cerca del alto bloque de oficinas, junto a los tenderetes de los vendedores callejeros, y del interior salen hombres en tropel, hombres que golpean y destruyen y arrasan y pisotean. Destruyen los tenderetes, los reducen a tablones de madera, Hacen su trabajo, vistiendo la palabra “demoler” como impecables trajes. Ellos mismos comen en tenderetes idéntico a esos, y si en Lagos desaparecen todos los tenderetes, se quedarían sin almuerzo, porque no podrán pagar otra cosa. Pero aplastan, pisotean, golpean. Uno de ellos abofetea a una mujer porque ella no coge su cazuela y utensilios y se echa a correr. Se queda ahí plantada e intenta dialogar con ellos. Más tarde le arde la cara a causa del bofetón mientras contempla sus galletas enterradas en el polvo. Su mirada traza una línea hacia el cielo inhóspito. Aún no sabe qué hará, pero hará algo, se reorganizará y recuperará y se irá a otra parte y venderá sus alubias y su arroz y sus espaguetis hervidos hasta conseguir casi la consistencia de un puré, sus Coca Colas y sus dulces y sus galletas.
Es última hora de la tarde. Frente al alto bloque de oficinas, se desvanece la luz del día y los autocares de las empresas esperan. las mujeres se dirigen hacia ellos, calzadas con zapatillas sin tacón, contándose lentamente anécdotas intrascendentes. Llevan los zapatos de tacón en los bolsos. Del bolso sin cerrar de una mujer asoma un tacón semejante a un puñal romo. Los hombres caminan más deprisa hacia los autocares. Pasan por debajo de unos árboles que, hace solo unas horas, albergaban el medio de vida de los vendedores de comida. Ahí los chóferes y mensajeros compraban su almuerzo. Pero ahora los tenderetes han desaparecido. Han sido erradicados, y no queda nada, ni el envoltorio perdido de una galleta, ni una botella que antes contuvo agua, nada que indique que en otro tiempo estuvieron allí.” (pág. 599-600).
Pero no es Ifemelu la única que se transforma: su llegada produce una catarsis en Obinze. Acomodado al status quo del poder, la presencia de su ex novia le recuerda su juventud, los ideales perdidos, otra manera de vivir en donde lo importante no era acumular. Finalmente se produce el reencuentro y un final prometedor.
El pelo, y el peinado, como metáforas
La novela comienza cuando Ifemelu va a un salón de belleza para trenzarse el pelo antes de regresar a Nigeria. Este dato se convierte en una imagen cultural en Americanah. El pelo de los negros se presenta como un elemento que sirve -en Estados Unidos- para calificarlos como personas que pertenecen a una escala inferior, por ello el deseo mayoritario de enmascararlo: un laciado puede cambiar ese aspecto sospechoso y ofrecer garantías de seriedad.
Hay saltos en el tiempo constantemente, y la narración vuelve una y otra vez a la peluquería en donde Ifemelu se hace trenzas. El hecho de volver a peinarse como se peinaba en Nigeria es un eje narrativo, el acto que define a la protagonista como persona: se lo había laciado para conseguir trabajo, se lo había cortado y dejado libre cuando se hartó de aparentar, pero cuando finalmente decide tomar las riendas de su vida, y elige su propio destino, regresa a las trenzas.
Ngozi Adichie alarga innecesariamente algunos capítulos, la narración es, a veces, excesiva; y la abundancia de situaciones resta fuerza al conjunto. Por ejemplo: el fanatismo religioso de la madre de Ifemelu, las experiencias de los amigos de Obinze en Londres, la historia de la tía Uju con Bartholomew, no merecen tanto espacio. La tensión se dispersa con hechos marginales que podrían haberse sintetizado. Sin embargo, y aunque parezca contradictorio, la lectura de Americanah es amena, pero es mucho más que una lectura amena: plantea la inmigración desde varios puntos de vistas y nos ofrece una mirada curiosa e inteligente sobre los temas culturales y las sociedades que los producen.
Los textos han sido tomados de la edición de Penguin Random House, 2014. Traducción de Carlos Milla Soler