Autor: Philippe Claudel
Hay novelas tremendamente seductoras, son novelas que entretienen y aunque nos obligan a reflexionar, no somos concientes de que esto suceda. Son pocas, pero se agradecen. En casos como éste nos deslizamos por la ficción sorprendidos, entregados al ritmo de la prosa, capturados por la historia., atraídos por el misterio. La buena literatura exige concentración; el placer de leer, en términos generales, depende del placer de descubrir y enterarse, de reflexionar o antagonizar, de captar las ideas expuestas y procesarlas. Una buena novela es un conjunto armónico entre lo estético, que obedece al plano formal, y lo intelectual, que depende del contenido.
Almas grises tiene la apariencia de novelita fácil, cercana al género policial, incluso al thriller. Sin embargo es un compendio de muchos temas, más bien diría yo que se trata de historias de amores y pasiones, pero es también una novela sobre la guerra y la paz en época de guerra, o, por qué no: una novela sobre la provincia francesa muy al estilo de Balzac. Hay un poco de todo, sin caer jamás en ninguno de estos géneros y encasillarse. Se desliza con soltura entre uno y otro, Claudel utiliza lenguajes distintos en cada caso y cuando entra en el terreno amoroso, detectamos algunas frases que en otro contexto podrían parecer relamidas, pero en Almas grises se diluyen. El acierto de Claudel es que no desciende al tópico, lo guía la libertad creadora para encontrar su propio camino.
El título que lleva el adjetivo «grises» es condescendiente con sus personajes, porque al terminar de leer uno tiene la sensación de haber conocido la negrura de ciertas almas, tanto que el tono gris parece generoso. Pero también es cierto que ésa es la conclusión que uno saca de este mundo que recrea Claudel en donde el ser humano aparece con sus limitaciones y pasiones. Y al mismo tiempo ese mismo ser se culpa y reniega, porque tiene también un lado bueno que sufre e intenta rectificar. Y con ese lado sabe dar lo mejor de sí mismo. La eterna contradicción. El ser humano en su definición gris. Allí donde se mezclan la luz y la sombra.
AL ESTILO DE BALZAC
La provincia francesa queda retratada minuciosamente, hay algo de pequeñez en estas páginas, de limites muy cercanos, de vida sin grandes sobresaltos. La mediocridad es la nota dominante, cada cual hace lo suyo, pero en pequeña dimensión: el sepulturero, la puta, la maestra, el tonto del pueblo, el dueño de la taberna, el policía, la criada, el dueño del restaurante, etc… Las excepciones son aquellos que ocupan lo más alto de la escala social: el coronel Matziev, el juez Mierck, el Fiscal. Para ellos todo está permitido, por lo tanto se exceden. Sin embargo es cierto que el cura Lurant es un hombre honesto, y también lo fue Clémence, y la enfermera Madame de Flers, por poner algunos ejemplos.
Las descripciones del paisaje, las calles, el clima, las comidas, las fiestas, nos transportan al pueblo sin nombre, cercano a V. Podría ser cualquier pueblo del norte de Francia.
El maestro Balzac se hace presente y su influencia se siente en ciertos pasajes como éste, que parece un eco de Eugenie Grandet:
«… un hombre al que sólo le interesaba el dinero y que jamás miraba a nadie no merecía que lo compadecieran. Había tenido todo lo que deseaba. No todo el mundo puede decir lo mismo. Quizá la razón de su vida fue ésa: venir al mundo para coleccionar monedas. En el fondo, es una idiotez como cualquiera otra. Le fue de gran provecho. Tras su muerte, todo el dinero fue a parar al Estado. Hermosa viuda: el Estado: siempre está alegre y nunca guarda luto.» (pág. 91).
A veces tenemos la sensación de estar en una novela coral, en donde todos los personajes del pueblo participan. La lista de ellos, casi todos con nombre propio, forman un conjunto en donde cada uno cumple una función. Incluso los describe físicamente, acentuando sus características personales y sus gestos, porque ellos son importantes en la ambientación, no funcionan como extras:
«… Berfuche, un retaco con las orejas llenas de pelos, como los jabalíes, y Grosspeil, un alsaciano cuya familia se había expatriado hacía cuarenta años. Un poco apartado de ellos se encontraba Bréchut hijo, un mocetón barrigudo, con los pelos tiesos como como cerda de escoba, estirándose el chaleco sin saber qué hacer, si quedarse o marcharse.» (pág. 17).
En este contexto, la presencia de la Fábrica, así con mayúscula, es determinante. Cambia la faz del pueblo, y cambia la actividad de sus pobladores que dejan de ser campesinos para dedicarse a la nueva industria. Y lo más importante es que, por el trabajo en la fábrica, los campesinos, convertidos en obreros , evitaron la guerra. La Fábrica los protegió del frente.
EL EJE NARRATIVO
Hay una tensión entre el narrador, el innombrado policía, y el Fiscal, Ange Destinat (¿ángel del Destino?). Curiosamente, Claudel usa nombres para sus personajes que tienen una carga semántica determinada: Belle de Jour (Bella de día), Fracasse (Fracaso), el Contra, Clémence (Clemencia), etc. Y al narrador, que es la gran incógnita, lo deja «en blanco». El lector partirá de una postura favorable respecto al protagonista, camina a su lado, colgado de su brazo, diría yo, para terminar al final enjuiciándolo. Por eso quizá el nombre en este caso se mantiene secreto, así nos dejamos llevar por el relato sin tener una pista para la evaluación final que se basa en su confesión.
El origen del relato es el deseo, o mejor dicho, la urgente necesidad del policía de confesar el asesinato de su hijo cometido con sus propias manos. Sin embargo hay una antigua rivalidad entre él y el fiscal, un antiguo rencor alimentado por los celos, por las diferencias sociales, por el triunfo de uno y el fracaso del otro. El policía se mira en el Fiscal, se identifica con él, se reconoce en él, pero se sabe inferior. Le gustaría ser como el otro, es su héroe, aquel que habita el Palacio, el figurón que recibe las invitaciones, el funcionario que tiene estatus y poder.
¿Cuáles serían las similitudes entre los dos personajes? Los dos son pasionales en el tema del amor, obsesivos, demenciales. El policía no pudo recuperarse de la muerte de su mujer, enloquece; el Fiscal tampoco de la suya y se encierra en el mutismo.
Pero la obsesión del policía por el Fiscal está basada en el rol que tiene este último: es el señor que castiga por los crímenes cometidos, el funcionario frío y duro que determina las penas o concede el perdón sin parpadear. Conciente él de su crimen inconfeso, vive atemorizado por la imagen del inquisidor.
La credibilidad de esta historia depende de quien la narra. Es la magia de la literatura en estado puro, el poder de las palabras. El lector aparta el mundo que lo rodea y sólo presta atención a la ficción, que se ofrece como un tesoro. El policía es el filtro de todo lo que sabemos, la historia está sesgada, aunque no nos damos cuenta. El policía es un gran manipulador -y un gran personaje literario por conseguirlo- y Claudel un excelente novelista porque consigue llevarnos de la mano por donde quiere, sin que seamos cocientes de nuestra entrega. Al inicio de la novela, el policía nos seduce con sus palabras y nos induce a pensar que Destinat fue el asesino. ¿Pruebas? Ninguna, lo que dice Joséphine es que lo vio conversando con la niña en actitud cariñosa, pero no dijo jamás que lo vio matándola. Sin embargo, el policía necesita desesperadamente que creamos en esta versión porque como él confesará su crimen, estaría más tranquilo si Destinat también tuviera uno a sus espaldas. Sería un honroso empate.
La identificación casi patológica del policía con el Juez es un juego del inconciente no admitido concientemente, pero es la causa de la primera versión que nos formamos respecto al Caso:
«No sé muy bien por dónde empezar. Es realmente difícil… Pero aún así debo intentar decirlo. Decir lo que me roe el corazón hace veinte años. Los remordimientos y las grandes preguntas. Tengo que abrir el misterio con bisturí, como si fuera un vientre y hundir en él mis dos manos, aunque nada cambie de nada.
Si me preguntaran cómo puedo conocer todos los hechos que voy a contar, respondería que los conozco, basta.» (pág. 11).
El narrador anuncia que será un relato subjetivo: el punto de vista es el suyo: «los conozco, basta». Y sólo suyo. Porque incluso cuando llama a otros personajes para que enriquezcan su versión o la apoyen -debido a lo cual aparecen otros puntos de vista y el lector tirar la ilusión de que es así: que hay más fuentes- es él quien las selecciona y las entrega, por lo tanto sigue siendo él quien decide lo que debemos saber, y sutilmente continúa sesgando la historia con gran dominio de la escena.
Luego de esta introducción anuncia:
«Voy a hacer desfilar muchas sombras. Una de ellas ocupará a menudo un primer plano. Pertenecía a un hombre llamado Pierre-Ange Destinat.» (pág. 11).
Quien de veras le preocupa, quien le obsesiona, es el Fiscal: es al primer personaje que nombra e inmediatamente trata de ensuciar su reputación. Es cierto que el crimen de Belle de Jour no queda resuelto, tampoco podemos estar seguros de que el asesino fuera el joven bretón. ¿Pero por qué el Fiscal? ¿Sólo por la cercanía del Palacio al lugar del crimen? Pudo ser cualquiera, claro. Pero buena parte de la novela, casi el leit motiv de la misma, es convertirlo en sospechoso. Sin pruebas objetivas.
Sin embargo al bretón lo acusan tres: el billete marcado, (es verdad que pudo encontrarlo), la carta en donde lo acusan de otro crimen similar y anterior, y el hecho contundente de que luego de su muerte no hubieron más niñas asesinadas. (Habían sido dos, por lo tanto estaríamos hablando de asesinatos en serie). Además hay otro dato velado, Joséphine dice que vio a la niña caminando por el canal, y cuando el policía pregunta que por qué la niña estaría en el canal a esas horas, Joséphine responde: «¡Lo mismo que yo, puñeta! Evitar a los soldados.» ¿No será, precisamente, que no pudo evitar al soldado desertor que era el bretón?
Encuentro apasionante el juego que propone Claudel, el gran logro de esta novela: la confusión que crea, cómo maneja el suspense, cómo engancha al lector y cómo lo hace dudar entre las dos alternativas posibles. La ambigüedad es total, en el mundo de «Almas grises» todo, absolutamente todo, es relativo. Nada ni nadie es blanco o negro, el tono es intermedio, incalificable.
Este efecto se consigue gracias a la sutileza de la prosa, el lector no se da cuenta de la manipulación. Veamos un ejemplo para ver cómo se articula la propuesta: la escena del encuentro entre el Fiscal y Lysia en el Palacio está contada como si el policía hubiera sido testigo ocular, y lo que hace realmente es recoger lo que el alcalde, quien sí fue testigo, le contó a él. En este caso lo supera la intención de demostrar que el Fiscal estuvo enamorado de la maestra, quizá para echar alguna sombra posterior sobre su muerte e irle colgando víctimas. Pero mi pregunta es: ¿sólo él estuvo fascinado con Lysia? En las cartas Lysia menciona a los dos, son las dos presencias que ella detecta a su alrededor, y quien queda mal parado es el policía. La carta es muy importante, es clave, porque es la primera opinión que tenemos del policía visto por alguien de fuera: y parece un personaje patético, poco atractivo, torpe. Intuimos entonces que así lo veía también el Fiscal, y que eso le dolía él.
Cuando acude al Palacio llamado por el Fiscal para certificar la muerte de Lysia, el complejo de inferioridad del policía queda patente, se inhibe ante Destinat y no es capaz de ejercer su labor profesional:
«Tendría que haber interrogado al Fiscal. Es lo que se hace en caso de muerte violenta, de suicidio, porque hay que utilizar esa palabra, llamar a las cosas por su nombre. Sí, tendría que haberlo hecho. Era mi papel, pero no lo hice. ¿Qué podía contarme? Poca cosa, sin duda.» (pág. 80).
Corrobora también esta postura la mención que hace Josephine sobre la obsesión del policía por el Juez, detalle que lo manifiesta como algo natural y conocido. Es cuando le pregunta por qué no se volvió a casar:
«-Confiesa que también era para hacer como el Fiscal.
-En absoluto (responde el policía)
-Si tú lo dices… Con el tiempo que le llevas dándole vueltas a este asunto, es como si estuvieras casado con él. Hasta diría que, con los años, empiezas a parecerte a Destinat, como los matrimonios viejos.» (104).
Como al policía le resulta doloroso confesar su horrible crimen, se detiene en el «Caso», para ver si el crimen de Belle de Jour logra minimizar el suyo, por lo menos dejarlo en un segundo plano. Hablar del asesino de la niña hace que posponga el asesinato de su hijo, que lo deje para el final y de esa manera atenúa el golpe:
«Hurgar en el caso, como yo lo he hecho es seguramente un modo de no hacerme la auténtica pregunta, la que todos nos negamos a recibir en nuestros labios, nuestro cerebro y nuestras almas, que no son, ciertamente, ni blancas ni negras, sino grises, «rematadamente grises», como me dijo un día Josephine.» (pág. 218).
Y la similitud entre ellos, esa que tanto desea el policía, los convertiría a los dos en asesinos por amor. Sería una suerte de rehabilitación. Él mató a su hijo porque lo consideraba culpable de la muerte de Clémence; y el otro habría matado a Belle de Jour porque le recordaba a su mujer, Clélis. En su delirio, el policía quiere pensar que matar por amor es un crimen de otro nivel, superior a los otros crímenes, porque el asesino que ejecuta por amor es víctima al mismo tiempo:
«He vivido mucho tiempo con la idea de Destinat como asesino por error, por espejismo, por esperanza, por recuerdo, por terror. Me parecía hermosa. No atenuaba el crimen, pero lo hacía resplandecer, lo arrancaba de la sordidez. Asesino y víctima se transforman en mártires, cosa poco frecuente.» (pág. 214).
EL SUSPENSE Y LA PASIÓN
Hay muchas puertas que se van abriendo a lo largo del relato. Claudel maneja con maestría el misterio que no se resuelve de manera definitiva. El lector sigue las pistas que le propone el narrador- policía, se las cree, acusa al Fiscal y perdona al soldado bretón. Y luego queda sorprendido, sin poder reaccionar; sobrecogido por un final inesperado, a pesar de ciertas frases premonitorias, pero ambiguas. Al principio de la novela, el policía dice:
«Al principio, antes del Caso, para mí Destinat era un nombre, un cargo, una casa, una fortuna, un rostro al cual veía al menos dos o tres veces por semana y ante el que me quitaba el sombrero. Pero, de lo que había detrás, no tenía ni la más remota idea. Ahora, a fuerza de vivir con su fantasma, es casi como si fuera un viejo conocido, un compañero en la desgracia, una parte de mí mismo a la que, por así decirlo, intento resucitar y hacer hablar para formularle una pregunta. Sólo una.» (pág. 38).
Cuando más adelante tienen un último encuentro, el Fiscal le dice:
«-Nunca me has preguntado si…»
En ambos casos, lo primero que pensamos es en el asesinato de Belle de Jour y la pregunta que tenemos en mente es la siguiente: «Nunca me has preguntado si fui yo el asesino de Belle de Jour.» Pero hay otra pregunta muy distinta, que está entre líneas y que el policía oculta con los puntos suspensivos, pregunta que en una relectura tendría más sentido que la anterior: «Nunca me has preguntado si yo sé que tú mataste a tu hijo.»
Todo esto nos lleva a concluir en una historia de amor y de pasión. O en una historia de amor y muerte. El policía mata y se suicida.. Destinat tampoco supera la muerte de Clélis, menos aún la de Lysia -su reencarnación- y derrotado se jubila sin tener edad para ello: una especie de autodestrucción, una huida, una muerte simbólica. Lysia se mata por amor y le confiesa a su novio que, por recuperarlo, sería capaz de matar a otros como el policía. La pasión es una fuerza que destruye. El amor no da la vida, la quita.
RASGOS ESTILÍSTICOS
El lenguaje tiene mucho ritmo. Las palabras se suceden como si ejecutaran una danza, tienen un movimiento rítmico que se percibe a pesar de que las frases sean cortas. Posiblemente esto se deba a una constante en la sintaxis que es la enumeración de tres elementos, como si fueran tres disparos que marcan el compás. La referencia al número tres puede tener su origen en las tres mujeres del Fiscal, aquellas que se parecen tanto: Belle de Jour, Lysia y Clélis. El efecto que produce es la reiteración de una idea: lo digo de una manera, de otra y de otra. Abundan los ejemplos:
«No tenía vicios. Ni lujos. Ni caprichos.» (pág. 90).
«… Días perdidos, años muertos, dramas olvidados.» (pág. 97).
«De mi edad. De mi época. Del mismo pueblo que yo.» (pág. 101).
«Los platos limpios. La mesa vacía. La tripa llena.» (pág. 129).
«Vecinas. Viejas. Jóvenes.» (pág. 137).
«… un energúmeno, un asesino, un demente.» (pág. 137).
«… hinchado, voraz, muerto de hambre.» (pág. 137).
«… su cabeza de nabo, su tez gris, sus ojos de perro apaleado…» (pág. 175).
«… sin recuerdos, sin pasado, sin eco.» (192).
«Ni un libro, ni un papel, ni una pluma.» (pág. 193).
«… cerca del corazón, contra el cuerpo, sobre la piel…» (pág. 203)
«Belle de Jour, Clélis y Lysia… una misma sorisa, una dulzura, un fuego…» (pág. 212).
Ya mencionamos la elección de los nombres de los personajes, que es otro rasgo formal de Almas grises.
Otro elemento importante a resaltar es el lenguaje gestual de los personajes. Claudel describe con precisión los gestos que realizan porque reflejan sus interiores. Moverse de una manera u otra, califica, el cuerpo representa el espíritu que lo anima:
«El Director comprende, tose, deja la taza, vuelve a toser, vuelve a coger la taza, y por fin se lanza…» (pág. 32).
«El alcalde se palmeó el estómago para disimular. Lysia Verhareine salió del aula con un garbo digno de un paso de baile.» (pág. 48).
«El militar daba caladas a su cigarrillo. El juez se agarraba la panza.» (pág. 116).
«… Arsène Meyer, el jefe de personal, miró el lápiz que tenía en la mano y empezó a darle vueltas en todas las direcciones.» (pág. 172).
La prosa de Claudel intercala constantemente reflexiones filosóficas que aportan complejidad a la historia contada. Pero por profundas que éstas sean, el lenguaje mantiene su tono coloquial y directo, con frases cortas y directas:
«Era su forma de reducir a la nada a su interlocutor. No le hablaba ni de tú, ni de usted, se refería a él o a ella en tercera persona, como si no estuviera delante, como si no existiera, como si nada indicara su presencia. Lo anulaba con un pronombre. Como ya he dicho, sabía servirse del idioma.» (pág. 117).
«Cada día, si ni siquiera darnos cuenta, matamos a mucha gente, de pensamiento y de palabra. Bien mirado, al lado de todos esos crímenes abstractos, los asesinatos reales son escasos. El equilibrio entre nuestros deseos culpables y la realidad absoluta sólo se da en las guerras.» (pág. 117).
Los textos son tomados de la edición de bolsillo Quinteto de la editorial Salamandra. Traducción de José Antonio Soriano.