Autor: Stefan Zweig
Cuando leí El Último Encuentro de Sándor Márai, pensé que difícilmente me encontraría con otro escritor que fuera capaz de desmenuzar los sentimientos de sus personajes con tanta elegancia. El mundo del corazón suele ser un terreno fértil para ciertos excesos, como son el sentimentalismo o el abuso de lugares comunes. Pero tanto Márai –húngaro- como Zweig –austríaco- consiguen internarse en él sin quedar atrapados por la tentación de lo fácil. La prosa, en ambos casos, es una prosa inteligente, pulcra, sobria. Y la reflexión de los sentimientos que experimentan sus personajes avanza y retrocede de manera compulsiva, reflejando una actitud contradictoria en algunos momentos cuando la pasión los ofusca, y racional o casi metódica cuando ellos mismos intentan analizarlos.
La impaciencia del corazón comienza con un prólogo prometedor. Zweig anuncia a sus lectores que la historia que va a narrar es verídica:
«También el suceso que voy a reproducir aquí, me fue confiado casi en su totalidad y, es justo decir, de una manera completamente inesperada.» (pág. 5).
Un recurso literario que funciona muy bien: por un lado crea complicidad, por el otro expectativa: ¿qué es eso tan interesante que sabe el escritor y que necesita reproducir y comunicar? El hecho de que sea cierta o no la existencia de la fuente, no añade ni resta nada a la pretensión de veracidad, porque desde el prólogo, aunque esté firmado por Zweig, estamos ya en el terreno de la ficción.
Este recurso se repetirá más tarde cuando el Doctor Condor le cuente al teniente Hofmiller el pasado de Keskefalva:
«Pero esta última historia la sé por boca de él mismo. Me la contó la noche en que, después de la operación de su esposa, esperamos en una habitación del sanatorio desde las diez de la noche hasta el amanecer. A partir de aquí puedo responder de cada palabra, pues en tales momentos no se miente.» (pág. 140).
Ante una aclaración de esta naturaleza, la atención del lector se recompone y excita. Es un acierto añadir estos acentos en la narración mientras no parezcan forzados. Además, la elección de la primera persona crea una atmósfera de confesión al ser un testimonio directo, y otorga la subjetividad necesaria para que el punto de vista se mantenga en un personaje que, al mismo tiempo, funciona como el filtro de lo narrado. Lo que oiremos será la versión del teniente, versión que el escritor reproduce sin darnos su opinión personal al respecto. Aunque luego el lector atento no podrá ignorar la emoción que intenta sofocar el autor, aquella que lo inspira, a pesar de esconderse, discretamente, detrás de su personaje.
La credibilidad que depositamos en la voz del teniente es absoluta, confiamos en su relato, sufrimos con él, comprendemos lo que siente y lo compartimos. Sin embargo, hay algunos momentos en donde podríamos haberle retirado nuestra confianza: el caso de la pitillera de oro, por ejemplo. El no cuenta que le han regalado la joya, siendo un joven sin dinero ni relaciones, debemos imaginar cuán feliz lo han hecho con el regalo. Pero contarlo puede desmejorar su imagen, puede sacar a la luz su interés, entonces lo calla. Cuando invita un cigarrillo a su compañero, aparece la pitillera, nos enteramos de su existencia porque los otros la señalan. Incluso Hofmiller se cuestiona a sí mismo cuando ve lo que los otros pueden estar pensando:
«¿Es verdad que visitas a esta gente rica sólo por compasión y simpatía?, me pregunto con suspicacia. ¿No se esconde también en ello un poco de vanidad y sibaritismo?.» (pág. 85).
Los comportamientos humanos no tienen un sólo origen o causa. Los actos de todos nosotros son una mezcla de muchas cosas, y esa ambigüedad en el origen de la relación -entre el protagonista y Edith- hace que nos entreguemos a la lectura con avidez.
El tema de La impaciencia del corazón es la compasión. Se trata de un análisis exhaustivo de un sentimiento: cómo funciona, cuándo se da, qué implica, cómo se vive, etc. Sin embargo, es de llamar la atención que, a pesar de dar vueltas y vueltas sobre el mismo sentimiento, la lucidez que orienta la reflexión consigue que la prosa avance en profundidad y conmueva. El tema no se agota, al contrario, se enriquece y se multiplica en sus múltiples variables. Y por supuesto, Zweig despierta en nosotros la compasión hacia el teniente en muchas ocasiones, o hacia Edith, en otras.
Desde las primeras páginas, el teniente nos informa sobre su precaria situación económica y social. Este dato es importante para comprender la seducción que los Kekesfalva, que son los ricos del pueblo, comenzarán a ejercer sobre el protagonista. También se menciona el tedio de la vida en el cuartel, como otro detonante para que fluya la trama:
«Ay, conoces todas las caras, todos los uniformes, todos los caballos, todos los cocheros y todos los mendigos de la región y los conoces hasta la saciedad. ¿Por qué no salirse un día de la noria?» (pág. 23).
Excitado por la posibilidad de conocer a gente importante, Hofmiller acude a la casa de los Kekesfalva. Esa noche, precisamente, sucede un terrible mal entendido: el teniente, que ignora que la hija del dueño de casa es paralítica, la invita a bailar. La reacción de Edith es dolorosa y explícita, él, avergonzado y presa del pánico, huye. De esta manera se origina el enganche entre los dos jóvenes y el origen de la tragedia: él reconoce su falta e intenta repararla, pero esto se convertirá en una dependencia que no logra controlar:
«… Y en el instante que el sirviente descuelga el abrigo de la percha me percato de que, con mi fuga cobarde, cometo una nueva estupidez, quizás aún más imperdonable. Pero ya es demasiado tarde. Ahora no puedo devolverle el abrigo, no puedo volver al salón cuando me está abriendo la puerta de la casa con una ligera reverencia. Y así me encuentro de golpe fuera de la extraña y maldita casa, con el viento frío azotándome la cara, el corazón ardiéndome de vergüenza y el aliento entrecortado de alguien que se ahoga.» (pág. 34).
Consciente de su error, una de las preocupaciones mayores del teniente será la opinión de sus compañeros. Sufre por haber hecho el ridículo y lo atormenta la posibilidad de las burlas de sus camaradas. Este aspecto de su vanidad estará siempre presente, y lo induce a separar los dos espacios que frecuenta para evitar el conflicto: la casa de los Kekesfalva y el cuartel se mantendrán como dos mundos ajenos, siendo el teniente el único puente entre uno y otro. Así estará más cómodo en el nuevo mundo que él se construye.
Para excusarse por su comportamiento, Hofmiller envía a Edith, un derroche de acuerdo a su modesto presupuesto, un ramo de flores. Ella contesta con una carta y lo invita a tomar el té. En vez de dejarlo ahí –en cuyo caso nos quedábamos sin novela- Hofmiller regresa a la casa de los Kekesfalva, su vanidad ha sido recompensada:
«No se puede perdonar con más elegancia. Ni la menor nota de rencor. Se me quita un peso del corazón. Me siento como el acusado que se sentía condenado a cadena perpetua, cuando el juez se levanta, se pone el birrete y anuncia: «Absuelto». Por supuesto tendré que ir a darle las gracias. Hoy es jueves… pues el domingo le haré una visita. O no, ¡mejor el sábado!» (pág. 41).
Es tal la necesidad de aprobación y afecto que siente el joven solitario, que no puede esperar al sábado: va a verla ese mismo jueves. El contraste entre la inmovilidad que se respira en la casa y la libertad del exterior, se hace evidente en la escena en donde el teniente cabalga al aire libre, ejercitando sus músculos jóvenes y sanos. Aunque luego surja el remordimiento al recordar a la paralítica. Hofmiller recapacita sobre las diferencias, sobre la suerte de unos y las dificultades de otros, sobre la necesidad de reconciliar los extremos. Su enfrentamiento con el dolor ajeno engrandece las perspectivas del muchacho y lo convierte en un hombre sensible. Ahora estará más atento a los demás, receptivo, generoso.
Pero al mismo tiempo que se amplían sus horizontes afectivos y se enriquece como ser humano, el teniente desarrolla un ego importante al sentirse querido y aceptado por gente que él considera muy importante. Esta dependencia emocional de los Kekesfalva estará basada en un dar y recibir que lo traslada a un mundo desconocido hasta entonces, el mundo del éxito:
«Quisiera cantar, cometer alguna locura, llevado por esta sensación de ligereza alada. Sólo cuando uno sabe que es algo también para otros, descubre el sentido y la misión de su propia existencia.» (pág. 68).
Mientras Hofmiller da rienda suelta a la compasión que le despierta Edith, despliega ante ella una actitud que luego será malinterpretada, pero que él, ingenuamente, no asume con responsabilidad. Su ego, recompensado por la cálida acogida en el seno de la familia, le impide ver con claridad las consecuencias que su comportamiento puede provocar en una chica joven con ganas de vivir y ser feliz.
La compasión será entonces el origen de la tragedia. La pregunta que formula Zweig, entre líneas, será ésta: ¿es correcto dejarse arrastrar por la compasión? Difícil respuesta. El escritor plantea una idea interesante al respecto: la compasión no es buena ni mala, es un sentimiento hacia alguien que tiene una necesidad frente a otro que puede ofrecerle algo a cambio. Lo interesante del planteamiento, sugiere el escritor austríaco, es la sospecha de que hay dos maneras de vivir la compasión: como el teniente, de manera irresponsable, sin medir las consecuencias; y como la asume el doctor Cóndor, con generosidad. En este último caso, el que tiene más lo da todo para compensar al más débil: la entrega es total.
Dice Zweig, y ésta será su tesis:
«Hay dos clases piedad. Una, débil y sentimental, que en realidad sólo es impaciencia del corazón para liberarse lo antes posible de la penosa emoción ante una desgracia ajena, es una compasión que no es exactamente compasión, sino una defensa instintiva del alma frente al dolor ajeno. Y la otra, la única que cuenta, es la compasión desprovista de lo sentimental, pero creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá. Sólo cuando uno llega hasta el final, hasta el final más extremo y amargo, sólo cuando uno tiene la gran paciencia, puede ayudar a los hombres. ¡Sólo cuando se sacrifica a sí mismo, sólo entonces!» (pág. 239).
El doctor será entonces el paradigma o modelo para Hofmiller, maestro y ejemplo de buena persona. Por eso los diálogos entre los dos son productivos y francamente interesantes: Cóndor es generoso, pero también es realista. El romanticismo inexperto del teniente será censurado por el hombre mayor que señala, en todo momento, la responsabilidad que se debe asumir ante una situación de esta naturaleza. Todo acto pasa factura, es claro el mensaje, y las facturas tienen que pagarse.
Cóndor está casado con una ciega, una antigua paciente a quien no pudo curar. La frustración por no haber sido capaz de ayudarla, lo llevó a entregar su vida, haciéndola feliz de esa manera: se convierte en sus ojos. Cóndor renunció a muchas cosas y no vaciló en el intento, tampoco se lamenta por haberlo hecho y asume su gesto, que fue voluntario, como una decisión madura. El teniente, en cambio, es irresponsable de las consecuencias de sus actos. No se mide. Juega con fuego, pero cuando Edith exige, se rebela y huye:
«Por primera vez empiezo a sospechar que no se puede conectar y desconectar la verdadera compasión como si fuera un contacto eléctrico y que todo aquel que se interesa por un destino ajeno se ve privado de una parte de libertad del suyo propio.» (pág. 86).
Cuando el teniente percibe que este sentimiento nuevo le resta libertad, se enfada. Lo quiere todo: quedar bien con sus amigos en el cuartel, ser querido por los Kekesfalva, ser recibido por el mundo como un ser adorable, y estar en todo momento en control de la situación. Y cuando decimos control, queremos decir que se convierte en un gran manipulador: conoce el poder que ejerce con su sola presencia en la casa de Edith, sabe que es como la varita mágica que convierte la tristeza en alegría, el dolor en gozo.
Será Edith, la enferma, quien mejor perciba el juego. Es una chica inteligente, por eso reprocha al teniente su actitud:
«¡Pero yo no quiero sacrificios! ¡No quiero que se sientan obligados a servirme la ración de idea de compasión! ¡Si quiere venir, venga, y si no quiere, pues no venga y en paz! ¡Pero sea sincero entonces y no me venga con historias de remontas y pruebas con caballos! ¡No puedo… ya no puedo soportar por más tiempo las mentiras y su asquerosa piedad!» (pág. 101).
El ir y venir del joven dependiendo de cómo se presentan las cosas, obedece a un movimiento que sigue la pauta de la primera visita: ofende pero manda flores, ritmo que se prolonga en forma de avances y retrocesos a lo largo de toda la novela, como si fueran pasos de baile que ejecuta la pareja. La imagen es significativa, porque precisamente es la imposibilidad de Edith para bailar el motivo del drama. Ante la incapacidad de ella, él no para de moverse como si bailara: se acerca y se aleja, dinámica que él imprime a su antojo guiado por la compasión, temeroso de hacer daño a Edith y dar al traste con su nueva vida: sí pero no: un paso para aquí y dos pasos para allá.
Este movimiento, imparable a estas alturas, se percibe cuando Kekesfalva le pide que pregunte al médico por el futuro de su hija. El accede por compasión ante el pobre anciano, pero una vez que pregunta (un paso hacia delante) exagera la noticia y la respuesta que da a Keskefalva no corresponde con lo que el médico realmente dijo (dos pasos para atrás).
Zweig, conciente de la ansiedad de su protagonista, describe sus sentimientos con agudeza, escarbando, penetrando en el interior del personaje y en su conciencia. En ocasiones señala el lado vanidoso del teniente, ese narciso que crece y que tiene relación directa con la sensación de poder:
«Cada vez que me preguntaba ansioso: «¿De veras lo cree?» o «¿De veras ha dicho eso? ¿Lo ha dicho él?», y yo, débil e impaciente, respondía con un sí apasionado, la presión de su cuerpo sobre el mío parecía disminuir. Sentía cómo crecía su seguridad con mis palabras y por primera vez en mi vida intuí, en aquel momento algo de aquel placer embriagador que es inherente a todo acto creador.» (pág. 205).
Si mentir a Edith renueva las esperanzas de la enferma y le alegra la vida, Hofmiller se siente satisfecho consigo mismo, se justifica. Compensa falsear la realidad para hacerla sonreír. Pero lo que Hofmiller no reconoce, es que verla contenta a causa de su osadía, no es lo correcto, ni lo verdadero, ni siquiera lo justo. En realidad él construye castillos en el aire para experimentar el poder de disfrazar las cosas.
Otra vez será el doctor Condor quien lo ponga en su sitio y lo baje a la realidad:
«¡Un adulto tiene que pensar, antes de inmiscuirse en un asunto, hasta dónde está dispuesto a llegar! ¡No se juega con los sentimientos ajenos. Lo admito, Ud. encandiló a esa buena gente llevado por los motivos más nobles y honrados, pero en nuestro mundo no importa si uno actúa con dureza o con timidez, sino sólo lo que al final se consigue o se provoca.» (pág. 239).
Las enseñanzas del sabio doctor no llegan a cuajar en el joven teniente porque éste no posee la generosidad del médico. En realidad el teniente no comprende en profundidad lo que el médico intenta trasmitirle, se queda en la superficie del mensaje, piensa que con acompañar a la enferma es suficiente. Y que eso, además, lo convierte en un hombre bueno. Lo que Condor propone se mueve en otra dimensión, se trata de sacrificar TODO por una persona. Eso es lo que él ha hecho, renunciar a sus planes para hacer feliz a su mujer, entregarse desnudo y entero.
Precisamente porque lo ha vivido, el doctor comprende la encrucijada en la que está el teniente. Sin embargo, cuando le exige sacrificio, el militar no capta la magnitud de la demanda. Deseoso de agradar, se compromete a ayudarla para que parta al tratamiento con el mejor ánimo (un paso adelante). Inmediatamente ella le pide que la acompañe, entonces se niega (dos pasos para atrás). Las razones económicas que esgrime son verdaderas, pero ella entonces lo cuestiona y lo centra: si no tiene dinero, ¿por qué me compra flores tan caras? Edith es realista, el mensaje que deduce de ese gesto es obvio: si hace un gasto excesivo por mí yo le gusto. Sin embargo la respuesta de Hofmiller la desilusiona: yo vengo aquí por compasión. Nada más cruel que esa respuesta verdadera después de tantas mentiras.
La confesión del teniente la trastorna y, ofuscada, cae al suelo delante de él. Otra vez el teniente intenta, culposo, de reparar su falta, y entra a su cuarto para apaciguarla. Cuando ella, arrepentida, juguetea con él y le pide un beso, él se presta al juego hasta el dramático desenlace: Edith lo besa apasionadamente.
La reacción del joven militar es tremenda, la situación toca fondo, sus palabras son muy duras, el rechazo total:
«Mi espanto era indescriptible. Me sentía como alguien que se inclina sin recelo sobre una flor y le sale al encuentro una víbora. Si aquella sensible muchacha me hubiera pegado, insultado, escupido…, todo esto me hubiera dejado menos atónito, pues conociendo sus nervios inestables, estaba preparado en todo momento para lo imprevisible… excepto para esto: que la enferma, postrada, fuera capaz de amar y quisiera ser amada; que aquella niña, aquel medio ser, aquella criatura incompleta e impotente se atreviera (no sé expresarlo de otro modo) a amar, a desear con el amor conciente y sensual de una verdadera mujer. Había pensado en todo, menos en que un ser truncado por el destino, que no tenía fuerzas siquiera para arrastrar su propio cuerpo, pudiera soñar con otro como amante y como amado, en que me hubiera interpretado tan mal, a mí, que iba a verla con frecuencia únicamente por compasión. Pero acto seguido, comprendí con nuevo espanto que nada sino precisamente mi apasionada compasión era la principal culpable de que esa muchacha abandonada y aislada del mundo esperara de mí, el único hombre que la visitaba asiduamente día tras día en su cárcel, que esperara de este loco, presa de su compasión, un sentimiento distinto, un sentimiento de ternura.» (pág. 275-6).
El paso adelante que ella da al besarlo, produce otra vez el deseo de huir en él (paso para atrás). Finalmente el teniente se quita el velo, horrorizado acepta su culpa pero se sabe incapaz de ofrecer el sacrificio sugerido por el doctor Condor:
«Supe que nunca tendría la fuerza salvador para amar a la inválida como ella me amaba, y probablemente ni siquiera la compasión suficiente para soportar aquella pasión enervante. En aquel primer momento de retirada ya intuí que no había salida ni vía de compromiso. Uno de los dos tenía que acabar siendo infeliz por este amor absurdo, y quizá los dos.» (pág. 288).
En el baile ficticio que los dos personajes ejecutan en La impaciencia del corazón, ella vuelve a dar el paso hacia adelante: le escribe dos cartas pidiendo perdón por su exabrupto. Una vez que ha captado la dimensión del lío en el que se ha metido, el teniente, presa de la desesperación, se equivoca en los ejercicios de una maniobra militar y es cruelmente reprendido por su superior. Cuando un buen compañero intenta, compasivamente, aliviar su falta, él reacciona con ira:
«En este instante experimento por primera vez en mi propia carne cuan torpemente se puede herir con la compasión. Por primera vez y demasiado tarde.» (pág. 312).
Un buen día, sin haberlo buscado, Hofmiller presencia la relación entrañable entre el doctor y la ciega, y se da cuenta de muchas cosas. Percibe cómo ella se ilumina y se transforma gracias a él, y entonces comprende finalmente los alcances de la compasión generosa y creativa del médico, diametralmente distinta a la suya. Este es el eje de la novela: la compasión no es ni buena ni mala en sí misma, pero hay que ser creativo y generoso si uno la cultiva como la base de una relación.
Dado el interés de Zweig por el tema, encontramos que la compasión es un sentimiento que aparece en esta novela como el punto de partida en las tres parejas: el viejo Kekesfalva la sintió por su mujer luego de haberla desplumado económicamente, y en este caso se convirtió en una relación feliz. De la misma manera que aparenta ser armoniosa la relación del médico y la ciega. ¿Hubieran sido el teniente y Edith felices de haber superado el rechazo inicial del joven? ¿Hubieran conseguido darle un giro positivo a la relación y convertir la unión en una relación serena y estable?
Por lo menos el teniente lo intenta y regresa a casa de los Kekesfalva. Esta vez el médico insiste y logra comprometerlo. El ejemplo del doctor y su mujer ha calado hondo en este joven sensible que confunde los buenos deseos con la realidad:
«… En realidad, ¿por qué había querido huir? ¿Por qué un superior gruñón me había insultado? ¿Por qué alguien, una criatura lisiada, se había enamorado de mí? ¿Por qué alguien quería apoyarse en mí para levantarse? Sin embargo, era maravilloso ayudar, lo único que en realidad recompensaba y valía la pena. Y esa toma de conciencia me impelió a hacer, ahora por propia voluntad, lo que ayer todavía me había parecido un sacrificio insoportable: mostrarme agradecido a un ser que siente un amor tan grande y tan ardiente por otro ser.» (pág. 361)
Relajado, podrá sentir la ternura de Edith cuando lo acaricia. La escena es conmovedora, pero la dinámica no se altera: ella da unos pasitos para adelante al buscar su mano, él sigue su ritmo al dejarla hacer, luego se arrepiente y da dos pasos para atrás; entonces ella amenaza con detener la música y él, derrotado por la compasión, la besa: un paso adelante y venia final.
Los avances y retrocesos se prolongan: deciden aplazar la terapia de Edith, Hofmiller, que se había comprometido por ocho días, se enfurece. El retraso supera el límite de su paciencia. Entonces el padre le ruega de rodillas y él vuelve a retroceder, pero en realidad da un gran paso hacia adelante:
«… En este momento sólo importa una cosa…, que se cure…, que se restablezca de verdad.
-¿Y después, cuándo esté curada?
Se había vuelto de pronto hacia mí. Sus pupilas, hacía un momento inmóviles, muerta, brillaban en la oscuridad.
Me sobresalté. El instinto me advertía del peligro. Si ahora comprometía algo, quedaba comprometido. Pero en aquel momento se me ocurrió: todo lo que ella espera es un engaño, en ningún momento se curará pronto, puede durar años y años; no hay que pensar a largo plazo, había dicho Condor, ahora sólo se trata de calmarla y consolarla. ¿Por qué no darle un poco de esperanza, por qué no hacerla feliz, al menos por un tiempo. Y por eso dije:
-Sí, cuando se haya curado, entonces naturalmente… yo mismo vendré a hablar con usted.» (395).
Esta vez será Edith la que se muestre sensata: acepta la oferta sólo si finalmente se cura. Con los límites claramente establecidos, el teniente se siente tranquilo y se entrega, sabe que no tendrá que mantener su palabra si Edith se queda inválida. En realidad, esto e lo más cercano a sus propia fantasía: me gustaría casarme con ella, si ella no fuera la enferma. La dicha es total, no tiene que esforzarse por aceptar lo que rechaza, Hofmiller se declara plenamente feliz. Su alma se desnuda, conciente del poder que ejerce en esa familia, sus palabras demuestran cierta arrogancia por el triunfo:
«Aquella noche fui Dios. Había creado el mundo, y he aquí que estaba lleno de bondad y justicia. Había creado a un ser humano y su frente brillaba pura como la mañana y en sus ojos se reflejaba el arco iris de la felicidad. Había puesto la mesa y la había colmado de riqueza y abundancia, había sazonado la fruta, el vino y los manjares… Había hecho la luz en el corazón de los hombres…
Aquella noche fui Dios. Pero no contemplé desde el elevado trono con mirada fría mis obras y mis actos; afable y clemente, me senté en medio de mis criaturas y divisé rostros borrosos como a través del humo plateado de mis nubes… Con el aliento de mis labios la había salvado del infierno de los temores y ascendido al cielo del amor, y su anillo resplandecía en mi dedo como el lucero del alba… Porque yo y sólo yo era el principio, el centro y el origen de su felicidad; cuando se alababan mutuamente, me ensalzaban a mí y, cuando se amaban, pensaban en mí como el creador de todo su amor, y ví que era bueno haber sido bondadoso con mis criaturas. Y bebí generoso el vino junto con el amor y los manjares gocé de su felicidad.
Aquella noche fui Dios. Había calmado las aguas de la inquietudy apartado la oscuridad de los corazones. Pero también me había liberado a mí mismo de temores, mi alma estaba tranquila como nunca lo había estado en toda mi vida. Sólo cuando la velada declinaba y me levanté de la mesa, despuntó dentro de mí una ligera tristeza, la eterna tristeza de Dios en el séptimo día, cuando había concluido su obra, y mi tristeza se reflejó en sus rostros vacíos.» (405-6).
El lenguaje cambia bruscamente y las imágenes nos recuerdan escenas religiosas de la historia sagrada: la última cena, la multiplicación de los panes y de los peces, Jesús calmando las aguas, y el fin de la creación. El ego del protagonista llega a su clímax. Esta escena es el núcleo de la historia: se escenifica la situación ideal para todos y el triunfo de los esfuerzos reunidos, la coronación del baile: el teniente y Edith se deslizan al compás de la música como personajes alados en el paraíso.
Desgraciadamente, fruto de la euforia, la chica decide ofrecerle a su novio un regalo: intenta caminar: al caerse, volvemos al baile frustrado: el patetismo del momento tiene el efecto de dos pasos para atrás: Hofmiller huye.
Los amigos se enteran del compromiso, él, avergonzado, lo niega. Entonces se da cuenta que al mentir ha sido deshonrado públicamente. Su honor no podrá ser restituido: ya no le vale la huida, ahora recurre al suicidio.
Gracias a la intervención de su superior se soluciona el presente: no suicida, lo mandan en misión fuera de la ciudad. Sentado en el tren piensa en lo mal que se ha portado con los Kekesfalva por partir sin avisar, quiere dar unos pasos para atrás y seguir manejando la situación a su antojo, quedando bien con todos y siendo el único que toma decisiones finales: pasa por casa del doctor para enviar mensaje a Edith y se encuentra con la ciega. La presencia de esta mujer lo culpabiliza: promete que si Edith lo perdona por haber mentido, se dedicará en exclusivo a hacerla feliz y le dedicará su vida entera. Sólo que estos dos pasos para atrás los da el teniente en el aire.
Hasta este momento ha sido él quien ha manejado los hilos de la historia: si ofendía, mandaba flores; si el padre le rogaba de rodillas, él se comprometía; si se arrepentía del compromiso, lo negaba; si….
Ahora estalla la guerra, y la guerra se convierte en la gran manipuladora. Porque al estallar la guerra el mensaje enviado a través de la ciega no llega a tiempo, el telegrama tampoco, la llamada telefónica de Condor se interrumpe. Hofmiller pierde el control de la situación y ya no podrá reparar nada: la guerra es más poderosa que el teniente, Hofmiller ya no es Dios, ya no tiene poderes para dirigir la música: Edith muere.
Hay muchas referencias a la enfermedad en La impaciencia del corazón. Algunas desde el punto de vista del médico, otras desde el punto de vista del paciente, y y unas cuantas desde la perspectiva del hombre sano. Los comentarios sobre la dificultad de asumir las diferencias o las incapacidades ajenas son realmente aleccionadores y los planteamientos profundos.
En La impaciencia del corazón nos introducimos a un mundo en donde el dolor es un hecho real, inevitable, y la guerra se convierte en la causa mayor del dolor irreparable.
Los textos han sido tomados de la edición de Acantilado, 2006, traducción de Joan Fontcuberta.