Vasili Grossman (1905- 1964) nos dejó un testimonio espeluznante de la Rusia estalinista, país en el cual trabajó como ingeniero, como periodista en el frente de guerra y, finalmente, como escritor. Su vida fue una tensión constante entre el compromiso y la fe de un joven que creyó en la revolución y que, pasados unos años, se dio de bruces con un sistema demencial y absurdo, totalmente desvinculado de la clase obrera y de los campesinos por quienes, teóricamente, habían expulsado a los zares. Grossman, hijo de judíos educados, ambos profesionales formados en Suiza y Francia, depositó, como muchos rusos de comienzos de siglo, sus esperanzas de un cambio radical del sistema político en el movimiento bolchevique. Intentó mantenerse fiel a los avatares post revolucionarios hasta que en la década de los 30s fue testigo del exterminio de los judíos ucranianos dentro de cuyas víctimas estuvo su madre. Él, que no había sido educado como judío religioso, se convirtió, debido a esta masacre, en un gran defensor de su pueblo. Años más tarde, como periodista, estuvo en el campo de concentración de Treblinka, Polonia, al final de la guerra: su reportaje certero fue tomado en cuenta en los juicios de Nuremberg como un testimonio auténtico del horror y la locura.
Vasili Grossman no vio publicadas sus dos últimas obras: Vida y destino y Todo fluye, debido a la censura soviética. Existe correspondencia entre el autor y Nikita Jruschov sobre este tema, en donde Grossman apela a la verdad como el legítimo derecho para expresarse. El funcionario de turno le respondió que la libertad para escribir sobre cualquier tema, y de cualquier manera, es un asunto burgués y frívolo. Sólo después de que Gorbachov asumiera el poder y realizara cambios drásticos en la política, de la URSS, Vida y destino fue publicada y reconocida como un texto literario imprescindible en Rusia, al igual que Todo fluye, novela que vio la luz en 1989, treinta y cinco años después de que su autor falleciera por un cáncer de estómago.
Todo fluye es un texto más fácil de leer que Vida y destino, y mucho más breve; una novela valiente que no deja a nadie indiferente. El dolor atraviesa su prosa de principio a fin, sin llegar jamás a ser melodramático, característica de un texto en donde la autenticidad es su marca de fábrica, lo que Grossman escribe lo ha vivido en carne propia. Para conseguirlo, el escritor ucraniano se apoya en la ficción literaria e intenta que ésta lo guíe, de esa manera impide que lo ideológico invada el terreno literario y arruine el relato. Como buen narrador que conoce su oficio, introduce a Iván, el protagonista de la novela, y arma una historia a su alrededor, una historia que le dé sentido al proceso creativo, una historia que será la mejor de las excusas para expresar su rabia y su angustia.
Estamos frente a un hombre que regresa a casa después de haber pasado treinta años en campos de trabajo forzado. Este ex presidiario, prematuramente envejecido, decide volver sobre los pasos de su vida anterior para reencontrarse consigo mismo, pero lo que en efecto consigue con su regreso es convertirse, de manera involuntaria, en el odioso espejo de los que sobrevivieron sin tener que pagar por ello con la reclusión. El enfrentamiento entre Iván y su primo más otros conocidos que se cruzan en su camino, es un vibrante diálogo entre seres oprimidos por un sistema brutal, forzados a aparentar y mentir. En este intercambio, la lucidez de Grossman le impide caer en la reivindicación grotesca de lo obvio: el narrador analiza , paso a paso, las situaciones absurdas, las decisiones brutales y el dolor con que han pagado por cada una de las órdenes arbitrariamente impuestas al pueblo soviético.
El primer cuestionamiento viene de su primo Nikólai. Irritado por la culpa que lo devora por dentro, Nikólai se rebela contra la aparente pureza de Iván, como si con su actitud silenciosa y humilde el recién llegado lo estuviera juzgando, cosa que Iván ni insinúa ni pretende. El conflicto que se plantea es un de un orden interior, la dificultad de sobrevivir en un régimen insensato; gracias a estas dos historias personales, deducimos las opciones que tuvieron los primos de jóvenes: Iván luchó por sus principios y recibió castigo por ello, Nikólai se protegió en un sistema que premiaba al mediocre si callaba y aplaudía, y esto, como es lógico, pesa en su consciencia:
«-Amigo mío, amigo mío, no sólo para vosotros en los campos, la vida ha sido difícil; también lo ha sido para nosotros.
-¡Dios me libre! -se apresuró a decir Iván Grigórievich-, no te juzgo, ni a ti ni a nadie. ¿Qué clase de juez sería yo? Pero ¿qué te has pensado? Al contrario…
-No, no me refería a eso -dijo Nikólai Andréyevich-. Quería hablarte de lo importante que es, en medio de las contradicciones, de la niebla, del polvo, no estar ciegos, ver la inmensidad de nuestro camino, porque si te ciegas puedes volverte loco.» (pág. 64-5).
Iván no ignora las dificultades de los que pactaron con el sistema. Este es un dato importante, Grossman reconoce las enormes tensiones de un pueblo sometido al capricho de un tirano y cómo, debido a la insensatez y a la fuerza amenazante, sobrevivir fue una tarea de titanes. Este punto de vista nos lleva a plantearnos la siguiente reflexión: si cualquiera de nosotros hubiéramos tenido que pasar por lo mismo, quizá nos hubiéramos visto forzados a firmar alguna falsedad, o a acusar injustamente a un vecino, porque, el miedo al castigo injusto o el terror a la muerte, convirtió a las personas en seres sin dignidad. En síntesis, el sistema sacó lo peor de cada individuo. La impiedad corrompió el corazón del pueblo y lo deshumanizó.
El capítulo que dedica a los delatores es el mejor ejemplo de esta terrible disyuntiva: para salvar el pellejo, había que ignorar el sufrimiento infligido al otro. Terrible situación de un pueblo acorralado, empobrecido espiritualmente. La ausencia de valores se explica en Todo fluye como el resultado de la violencia institucionalizada. Iván presenta cuatro perfiles de delatores: el aterrorizado por los interrogatorios, aquel débil e inseguro que vislumbra una posibilidad de convertirse en alguien reconocido dentro del partido, el de origen humilde que detecta una salida para su baja autoestima, y aquel pobre y miserable que intuye la posibilidad de poseer bienes materiales a cambio de acusar a inocentes. Los cuatro habrían actuado mal, pero siempre forzados por las circunstancias: violencia, pobreza, debilidad, miedo o codicia y eso los convierte en víctimas, a ellos que fueron verdugos de otros. La complejidad de la situación se resume en estas líneas:
«Él creía, o para ser más exactos, quería creer; o más exactamente todavía: no podía no creer.
En cierto sentido, esa ocupación sombría le resultaba desagradable pero era su deber. Y además le gustaba alguna otra cosa de esa actividad abominable, le embriagaba, le atraía. ‘Recuerda -le decían sus mentores- no tienes ni padre, ni madre ni hermanos ni hermanas: sólo tienes el Partido.’
Y una sensación extraña y penosa se reforzaba en él: en su fe irreflexiva, en su obediencia, no hallaba debilidad sino una fuerza temible.
En sus ojos malvados de general, en su imperiosa voz entrecortada, se revelaba la sombra de una naturaleza completamente diferente que en secreto vivía en él, una naturaleza estupefacta, a tontada, alimentada y abrevada durante siglos de esclavitud rusa, de despotismo asiático…
Sí, sí, en este punto también hay que pararse a reflexionar. Que terrible es condenar también a un hombre terrible.» (pág. 91).
Por ello la reflexión sobre la condición humana, la enorme complejidad del alma y las grandes contradicciones que encierra y que Grossman pone en boca del defensor de los delatores, palabras que son el fondo filosófico sobre el cual construye la ficción literaria de Todo fluye:
«…¿Acaso es la naturaleza humana la que engendra los delatores, informadores, espías, confidentes? ¿Acaso los engendran las glándulas de secreción interna, la papilla que chapotea en el intestino, el estruendo de los gases gástricos, las mucosas, la actividad de los riñones? ¿O bien nacen del instinto de conservación, de alimentación o de reproducción, de los instintos ciegos y sin olfato?
¿Y acaso no da lo mismo que los delatores sean culpables o no?
Culpables o inocentes, lo repugnante es que existan.Repugnante es el lado animal, vegetal, mineral, físico-químico del hombre. Es precisamente aquella parte mucosa y peluda del ser humano la que produce confidentes. Los confidentes nacen del hombre. El ardiente terror del vapor estatal ha humedecido al género humano, y los granitos que dormitaban se han inflado, han germinado. El estado es la tierra. Si en la tierra no se escondiesen los granos, no crecería ni el trigo ni la mala hierba. El hombre no debe más que a sí mismo la abyección humana.
Pero ¿saben qué es lo más repugnante en los confidentes y en los delatores? Lo que hay de malo en ellos, pensaréis.
¡No! Lo más terrible en ellos son sus cosas buenas; lo más triste es que están llenos de cualidades y virtudes.
Son hijos, padres, maridos, amantes cariñosos.
Son gente capaz de hacer el bien, de tener éxito en el trabajo.» (pág. 99).
Estas frases son demoledoras precisamente porque son verdad. La mirada de Grossman es aguda y penetrante, y tiene aún más valor porque es la mirada de quien vivió bajo el régimen que denuncia. Su experiencia vital lo revela y lo induce a escarbar en el interior del alma humana, detecta su vulnerabilidad, no pretende con ello exculparlo o justificarlo, sólo comprender por qué se comporta a veces como un despiadado cuando, al mismo tiempo, en su vida personal, puede ser una buena persona. ¿De qué naturaleza es esta duplicidad?, ¿por qué se transforma, y bajo qué circunstancias se convierte en un mal bicho?
La crueldad del régimen, señala el escritor ruso, fue un disparate institucionalizado, convertido en ley inflexible que sólo provocó infelicidad. ¿Cuánto dinero, cuánta energía, cuánto tiempo y mano de obra se gastaron los gobernantes para oprimir a los rusos y evitar que se revelaran contra su destino político? Estamos ante una de las críticas más agudas al devenir del Estado ruso después de la Revolución, Todo fluye es un grito a la intolerancia, al abuso del poder, a la locura de unos líderes ciegos y despiadados:
«No hace mucho tiempo, poco después de la Gran Guerra Patriótica, se instalaron peines de acero bajo el fondo de los vagones de cola. Si durante el trayecto un detenido desmonta el suelo y se lanza de plano sobre las vías, el peine lo agarrará, lo estirará, y lo arrojará bajo las ruedas. ¡Ni para ti, ni para mí! Para los que después de romper el techo del vagón se encaraman a él, han instalado proyectores que, como puñales, atraviesan las tinieblas, desde la locomotora hasta el último vagón; y la ametralladora que vela el convoy sabe qué tiene que hacer si un hombre corre sobre el techo… Sí, todo evoluciona. La economía del convoy ha cristalizado. Está todo: el valor añadido, el bienestar de los oficiales del convoy en su vagón de estado mayor, la reducción de las raciones de los detenidos y de los perros, la compensación del traslado calculada en función de los sesenta días de trayecto del convoy hacia los campos de la Siberia Oriental, la circulación de mercancías en el interior de los vagones, la feroz acumulación primitiva y la pauperización paralela. Sí, todo fluye, todo muta, nadie entra dos veces en el mismo convoy.» (pág. 133).
La hambruna forzada en el campo, maniobra de Stalin para industrializar a la Unión Soviética, es una de las leyendas negras de su gobierno. Grossman dedica un capítulo exhaustivo a la abusiva situación impuesta a los campesinos por unos funcionarios alejados de la realidad, funcionarios sometidos a un tirano obsesionado con un plan. Las escenas sobre la tragedia de los agricultores son conmovedoras y causan un profundo pesar, nadie puede justificar una matanza de esta naturaleza, menos aún por un capricho del poder. Iván se pregunta cómo se pudo llevar a cabo un programa demencial como éste; las imágenes que dibuja su pluma para describir la situación son muy plásticas, como si la belleza del lenguaje o la poesía que destila pudieran suavizar el dolor, o por lo menos dignificarlo:
«El pueblo gemía al ser testigo de su propia muerte. Todos gemían, no con el pensamiento, no con el alma, sino como las hojas que susurran al viento la paja que cruje. Y entonces estallé de rabia: ¿por qué gimen tan lastimosamente? Ya no son hombres, y sin embargo emiten aquel grito tan lastimoso. Hay que tener el corazón de piedra para comer una ración de pan escuchando aquel aullido. A veces me voy al campo con mi ración, aguzo el oído: gimen. Me alejo un poco más, y ahí, ahí parece que no se oye nada; sigo avanzando y de nuevo los oigo: es el pueblo vecino el que gime. Parece que toda la tierra gima junto con la gente. Pero si Dios no existe: ¿quién los escuchará?» (pág. 185).
Estamos ante una consciencia que cuestiona tanto sufrimiento, la novela no se escribe sólo para contar los hechos, eso lo hace cualquiera, lo valioso de Todo fluye es la reflexión sobre lo sucedido, y como esa reflexión crece y escarba en sus raíces para comprender las causas de tanto crimen. Esta dinámica aumenta, se multiplica y acelera, cuando Iván se queda solo después de haber encontrado a una mujer con quien compartir su vida, el dolor por la pérdida y lo inevitable lo transforman en un hombre ensimismado. En ese momento la novela se aleja de la ficción inicial, hay un quiebre y el relato se convierte en un ensayo político sobre la dictadura y el poder absoluto:
«Ya nada de eso queda. ¿Dónde fue a parar esa vida? ¿Dónde están aquellos sufrimientos horribles? ¿Es posible que no haya quedado nada? ¿Es posible que nadie responda por todo aquello? ¿Que todo se olvide, sin una palabra? La hierba lo cubrirá todo.
Ahora te hago una pregunta: ¿cómo ha podido pasar todo esto?» (pág. 192).
Es aquí cuando Iván, como alter ego de Grossman, comienza a analizar la personalidad de Lenin y la de Stalin, la historia de servilismo del pueblo ruso a través de los siglos que explicaría la sumisión, la crudeza del clima, la diversidad geográfica, y la religión cristiana que los aleja de lo racional. La última parte de Todo fluye es producto del dolor acumulado a lo largo de toda una vida, la frustración de Iván y la lógica incapacidad para aceptar la injusticia tan grande en contra de todo un pueblo, su deseo inagotable por la libertad frente a cualquier totalitarismo. Por eso se pone en marcha y regresa a la casa de su infancia en busca de vínculos afectivos pero se encuentra con su pasado hecho trizas, no queda más que piedra sobre piedra, el único inalterable seguirá siendo él -a pesar de todo el padecimiento, a pesar de la pérdida de su amor y la constatación del fracaso de la Revolución Bolchevique- porque Iván es un hombre libre. No importa el precio a pagar: soledad, vejez, marginación, pero es dueño absoluto de su vida, el único bien que posee, aquel que le otorga humana dignidad.
Los textos han sido tomados de la edición Debosillo, Galaxia Gutenberg, 2010. Traducción de Marta Rebón.