Autor: Roberto Bolaño
Son pocos los escritores para quienes la historia de una novela es irrelevante. Roberto Bolaño (Chile 1953, México 2003) es uno de ellos. En estos casos, el argumento sólo funciona como un pretexto para arrancar, a veces incluso para despistar, casi siempre para hacer literatura con absoluta libertad. Para estos narradores la historia es innecesaria como eje narrativo, porque finalmente no les interesa su desarrollo, ni la conclusión de la misma, menos aún si se resuelve o no la intriga planteada. El protagonista es entonces, de manera indiscutible, el lenguaje, y el despliegue que hace de éste, Roberto Bolaño, es magistral: elige la palabra correcta y precisa, maneja los matices semánticos con una intuición propia de un poeta, y como consecuencia de esta armonía, el ritmo de su prosa, gracias también a la sintáxis, es soberbio. Ahí, en su prosa, estará la fuente del placer para el lector, a quien no se le escaparán los hallazgos propios de un artesano de la lengua, la plasticidad de la forma, el juego verbal.
Cuando leí Los detectives salvajes -quizá su novela emblemática- no me gustó. Tuve la sensación de estar presenciando un discurso narcisista, en donde el narrador se escuchaba a sí mismo con cierto deleite y complacencia. Los dos personajes centrales (Arturo Bolaño y Ulises Lima) me parecieron, ambos, (sí, ambos, aunque Ulises Lima responda a un amigo de Bolaño, otro poeta de nombre Mario Santiago Papasquiaro) alter egos de Bolaño, recreaciones exhibicionistas de su persona y sentí que los lucía con cierto desparpajo casi en el plan de «mira qué listo soy». Obviamente, debo estar equivocada. O lo leí en un momento inoportuno, sin entrega, sin interés. Pero ahí quedó el recuerdo que ahora expreso. Insistí, porque soy terca, con 2666 -su novela póstuma- el verano pasado, un día que me encontraba hambrienta de lectura, y me exigí una mayor amplitud de criterio: ¿cómo era posible que no reconociera en el escritor chileno las virtudes que los críticos ensalzaban? Y se produjo la magia. Los crímenes de Ciudad Juárez me dejaron suspendida, y su no resolución, frustrada. Pero seguí avanzando en la maratónica lectura de las más de 1,100 páginas en donde admiré y me regodeé con el derroche verbal, con la lucidez del discurso, con la belleza. Finalmente, quedé fascinada.
Amuleto es una novela breve, pero llena de digresiones interesantes, plagada de humanidad, un buen ejemplo de lo que Bolaño sabe hacer. El escritor chileno se suelta la melena y nos invita a divagar de la mano de Auxilio Lacouture, una voz femenina que se auto proclama como la auténtica madre de los jóvenes poetas mexicanos. Ella es la consciencia que crea Bolaño para articular su mensaje político, su protesta por la masacre de Tlatelolco y las consecuencias que la represión produjo en una generación, que según sugiere, fue destruida y aniquilada. Los jóvenes de Latinoamérica fueron las víctimas de la masacre mexicana, un Mayo francés del 68 que se saldó con violencia y muerte. Bolaño, quien vivió en México algunos años, denuncia el hecho y rescata la huella que dejaron los muertos. Su obra –Amuleto– es su homenaje:
«Y aunque el canto que escuché hablaba de la guerra, de las hazañas heroicas de una generación entera de jóvenes latinoamericanos sacrificados, yo supe que por encima de todo hablaba del valor y de los espejos, del deseo y del placer.
Y ese canto es nuestro amuleto.» (pág. 154)
Sin embargo, yo no diría que Amuleto es una novela política, a pesar de tener un alto contenido político, diría más bien, que es una obra literaria que plantea cuestiones políticas, mitológicas, históricas, de género, y lo hace con mucho humor. Que al final del relato, Auxilio Lacouture se volatilice, se sumerja en un sueño, o sobrevuele a los humanos en un ascenso celestial, da lo mismo. Que el encuentro con Lilian Serpas se produjera en la realidad, o fuera una fantasía de Auxilio, o un deseo expresado, no cambia nada. Que visitara a Remedios Varo o no, resulta intrascendente. Sólo interesa el discurso mental del personaje, la mirada que posa sobre las personas que se cruzan con ella y las situaciones que plantea. Sobre todo cómo las plantea. Porque en Amuleto nos movemos en el terreno del lenguaje y nos alejamos de las certezas:
«Tal vez fue la locura lo que me impulsó a viajar. Puede que fuera la locura. Yo decía que había sido la cultura. Claro que la cultura a veces es la locura, o comprende la locura. Tal vez fue el desamor lo que me impulsó a viajar. Tal vez fue un amor excesivo y desbordante.. Tal vez fue la locura.» (pág. 13)
Auxilio le canta a la vida porque se nutre de literatura, ahí está el elemento que le da su esencia. Su amor a la poesía y a los poetas que la producen, es su sustento. Por esa razón es importante, en este contexto, el detalle de resistir -en el lavabo- leyendo poemas de Pedro Garfias. En Amuleto la literatura no es huida ni evasión, como suele ser tantas veces. Para Auxilio Lacouture es la mejor manera de pasar el tiempo, la única opción para sobrevivir.
Bolaño ha creado el mito de la mujer que entiende lo que nadie entiende, la que se quedó en el baño de la Facultad de Letras cuando entraron los militares al recinto universitario en 1968. Ese hecho: quedarse en el baño como único testigo del atropello, le otorga lucidez y le concede mandato. El hecho de resistir, es lo que la define y la eleva a una categoría especial. De ahí al mito sólo hay un paso. Auxilio es como el Aleph de Borges: puede verlo todo, trascender los límites naturales del espacio y del tiempo, proyectarse con una facilidad de ave rapaz y al mismo tiempo anclarse en la tierra como si tuviera cuatro patas con garras y no dos piernas enclenques de mujer delgada y casi vieja. A pesar de la humanidad que desprende Auxilio, Bolaño la convierte en una diosa con poderes de oráculo, en una consciencia que observa, analiza, denuncia, diosa que se proyecta con el alma maternal de una mujer que abraza a todos los seres humanos que quieran ser abrazados.
«Mi aspecto, para los que recién me conocían, era el de una conspiradora o el de un ser extraño mitad sulamita y mitad murciélago albino. Pero eso a mí no me importaba. Allí está Auxilio, decían los poetas, y allí estaba yo, sentada a la mesa de un novelista con delírium tremens o de un periodista suicida, riéndome y hablando, secreteando y contando habladurías, y nadie podía decir: yo he visto la boca herida de la uruguaya, yo he visto las encías peladas de la única persona que se quedó en la Universidad cuando entraron los granaderos, en septiembre de 1968. Podían decir: Auxilio habla como los conspiradores, acercando la cabeza y cubriéndose la boca. Podían decir. Auxilio habla mirándote a los ojos. Podían decir (y reírse al decirlo): ¿cómo consigue Auxilio, aunque tenga las manos ocupadas con libros y con vasos de tequila, llevarse siempre una mano a la boca de manera por demás espontánea y natural?, ¿en donde reside el secreto de ese juego de manos prodigioso? El secreto, amigos míos, no pienso llevármelo a la tumba (a la tumba no hay que llevarse nada). El secreto reside en los nervios. En los nervios que se tensan y se alargan para alcanzar los bordes de la sociabilidad y el amor. Los bordes espantosamente afilados de la sociabilidad y el amor.» (pág 37).
Divina compañía humana: acompaña, protege, se ríe a carcajadas, aprende, ayuda y ama a los jóvenes y a la poesía con desinterés, por Bondad, así con mayúscula, por el placer de vivir para acunar las cosas buenas de la vida y contribuir a que la energía positiva siga circulando a través de los tiempos. Para conseguirlo, ella es capaz de convertirse en murciélago, duende y hada al mismo tiempo:
«Por las noches, sin embargo, me expandía, me convertía en un murciélago, dejaba atrás la Facultad y vagaba por el DF como un duende (me gustaría decir como un hada, pero faltaría a la verdad) y bebía y discutía y participaba en tertulias (yo las conocí todas) y aconsejaba a los poetas jóvenes que ya desde entonces acudían a mí, aunque no tanto como después, y yo para todos tenía una palabra, ¡qué digo una palabra!, para todos tenía cien palabras o mil…» (pág. 26).
Auxilio pierde los dientes, por una situación económica precaria, pero no pierde la sonrisa, porque su alma es más potente que su bolsillo. Se cubre la boca con la mano por delicadeza, pero no permite que sus limitaciones -que son muchas y variadas- le impidan llegar a donde quiere, a donde sólo se cuelan los elegidos. La rapidez y picardía de su discurso mental son un buen recurso para suavizar al personaje y hacerlo cercano y simpático. El lector termina por querer a Auxilio, y por querer auxiliarla, si hiciera falta. Le gusta escucharla, reír con sus gracias y su ironía femenina, inteligente pero nunca cínica. Maravilloso equilibrio el que consigue Bolaño con su personaje: su osadía conmueve porque ejerce su libertad como una bandera. Auxilio es una extraña mezcla entre lo conceptual y lo carnal, una mujer que se convierte en mito:
«Yo perdí mis dientes en el altar de los sacrificios humanos.» (pág. 37);
Y al mismo tiempo es una inmigrante uruguaya. Más aún: una risueña consciencia que también llora:
«Y mi mirada rielaba como la luna por aquella intemperie y se detenía en las estatuas, en las figuras sobrecogidas, en los corrillos de sombras, en las siluetas que nada tenían excepto la utopía de la palabra, una palabra, por otra parte, bastante miserable. ¿Miserable? Sí, admitámoslo, bastante miserable.»
(pág. 43).
Algunas escenas son dignas de elogio: una de ellas es la alucinación que sufre Auxilio contemplando el florero del poeta Pedro Garfias, que se convierte -para ella- en el horror, en el más terrible de los infiernos. La sensibilidad del personaje trastoca la realidad y transporta al lector a su mundo interior, intenso y perturbador. El objeto (florero) sugiere (el infierno) porque ella asocia los elementos con la mirada triste y melancólica del poeta (propietario) y con el hecho de ser poeta. Otro buen ejemplo es el capítulo del rey de los putos: la sordidez de la escena es desgarradora y contundente, a pesar de las pocas pinceladas que nos da la narradora, escueta en detalles. Pero esas imágenes, aunque pocas, lo dicen todo.
Para terminar, me gustaría citar algunas frases, a manera de ejemplo, para dejar constancia de la belleza y la poesía que contiene Amuleto:
«… oí un florear de aire y agua, y levanté (silenciosamente) los pies como una bailarina de Renoir» (pág. 33).
«Y entonces la sombra que buscaba mi aflicción se detuvo, miró hacia atrás y luego siguió avanzando, y pasó a mi lado, un tipo común y corriente de mexicano salido del tártaro, y junto con él pasó un aire tibio y ligeramente húmedo que evocaba geometrías inestables, que evocaba soledades, esquizofrenias y carnicerías, y ni siquiera me miró el perfecto hijo de la chingada.» (pág. 61).
«… aquella noche carente de todo, hasta de aire, aceptaba como una hostia de carne amarga, esa hostia que nadie tiene derecho de tragar.» (pág. 79).
«… y ella llega, cmo siempre, envuelta en humo, y su humo y el humo del interior del café se contemplan como arañas antes de fundirse en un solo humo, un humo en donde prima el olor a café…» (pág 105)
«La luna entonces cambió de baldosa.» (pág. 141).
Por todo ello, Amuleto es altamente recomendable. La prosa de Bolaño es la mejor recompensa para cualquier lector dispuesto a sintonizar con la buena literatura. Qué mejor invitación que esta frase de Auxilio Lacouture que sintetiza su espíritu:
«El amor nunca trae nada bueno. El amor siempre trae algo mejor.» (pág. 51).
Los textos han sido tomados de la edición de Anagrama, Colección Compactos, 2009.