Autor: Joseph Roth
Joseph Roth fue, sobre todo, un cronista de su época. Nacido en una provincia del Imperio austrohúngaro, acostumbrado a convivir en una comunidad con gente de otras etnias, culturas y lenguas, no consiguió adaptarse a los cambios que ocurrieron en Europa Central entre las dos guerras. La intolerancia que se apoderó de Austria y Alemania después de la Primera Guerra, la alegre inconsciencia de una belle époque que se soñó eterna, el progreso acompañado de la fiebre armamentista, la ceguera ante los problemas sociales a pesar del apogeo cultural que tuvo como ejes a Viena, Berlín y Praga, terminarían cobijando al nazismo que luego desembocaría en la Segunda Guerra Mundial.
De origen judío, Roth murió en 1939, exilado en París, alcohólico y pobre. Debido a su muerte temprana no fue testigo del trágico fin de su familia: su mujer, internada en un hospital para enfermos mentales, fue asesinada por los nazis quienes propugnaban la eutanasia para mejorar la raza, y su familia fue exterminada en campos de concentración.
Fuga sin fin, escrita en 1927, se anticipa a la historia. Plantea una seria reflexión sobre el comportamiento de los europeos en esta época, incapaces de vivir el progreso y el desarrollo en el sentido amplio de la palabra, demasiado atentos a las formas, a la riqueza, al placer y al presente.
DE LA PLURALIDAD A LA UNICIDAD
Desde el primer párrafo de la novela se palpa la pluralidad cultural que fue una característica de la Europa Central antes de la Primera Guerra. Los personajes circulan en un mundo amplio:
“Era hijo de un comandante austríaco y una judía polaca; había nacido en una pequeña ciudad de Galitzia donde estaba la guarnición de su padre. Hablaba polaco y había servido en un regimiento galitziano. Le resultó fácil hacerse pasar por un hermano menor del polaco…” (pág. 7).
Otro ejemplo es el polaco, que vivía en Siberia:
“…se casó con una china, se convirtió al budismo, y se estableció en un pueblo chino trabajando de médico y herborizador…” (pág. 89)
Tunda salió para luchar por el Imperio, sin saber que nunca más volvería a verlo. La patria que dejaba no sobreviviría a la guerra. El nuevo orden europeo había borrado del mapa al Imperio de los Habsburgos, y ese desconcierto por la pérdida marca el espíritu de la novela. El viaje del protagonista, Franz Tunda, es un eterno caminar en busca de algo y de alguien, intentando situarse en un mundo que le parece extraño. Su desconcierto lo lleva a reflexionar sobre los cambios que le toca vivir y como él mantiene una perspectiva desde fuera, la distancia le permite analizar a sus contemporáneos con una mirada crítica.
El ánimo que lo impulsó a luchar, y por lo tanto a abandonar a su patria, era el ánimo de quien sólo contempla la victoria como posibilidad real. Quien sale victorioso y llega vencido, vuelve convertido en otro:
“Cuando se prometieron él era un oficial. Entonces el gran dolor del mundo lo hacía más bella, y la cercanía de la muerte lo engrandecía; la solemnidad de los difuntos se instalaba en los vivos, y la cruz que llevaba en el pecho haría recordar otra cruz sobre una colina…. Ahora, en cambio, Franz Tunda era un joven anónimo, sin importancia, sin título, sin dinero y sin profesión, apátrida y sin ningún derecho” (pág. 12).
Este párrafo es importante, porque sitúa al personaje en una situación crítica, situación que le permitirá convertirse en la conciencia que enjuicie al nuevo orden. ¿Valió la pena luchar para llegar a esto?, será la pregunta que tendrá en sus labios a lo largo de toda la novela.
Tunda opta por comenzar una nueva vida y para conseguirlo cambia de identidad. Adopta el nombre del polaco que lo protegió: Baranowicz. Este cambio responde a un deseo de protección, disfrazarse es volver a nacer y, en este caso, abandonar la camiseta del perdedor.
La primera sorpresa con la que se encuentra es la revolución rusa. Para él, militar austriaco formado en un mundo conservador y católico, las ideas socialistas no eran ideas a tomarse en cuenta. Tunda creció como parte de una élite, alejado del sentir popular:
“Las “barricadas” se las imaginaba como un montón de bancos negros de la escuela, colocados unos sobre otros con las patas hacia delante. El “populacho” era, más o menos, la gente que se amontonaba detrás del cordón policial en el desfile de Jueves Santo. De esa gente sólo se veían los rostros empapados en sudor y los sombreros abollados. Probablemente, tenían piedras en las manos. Esa gente, amante de la holgazanería, era la causante de la anarquía”. (pág. 13).
Sin embargo, es capaz de analizar cuáles son los errores del Imperio, y de cómo quienes no se adaptaron a los cambios, fieles a valores y formas antiguas, cavaron su propia fosa:
“El padre de Irene, un fabricante de aquellos tiempos en los que aún honestidad de un hombre se medía por el tanto por ciento que obtenía en sus mercancías, perdió su fábrica por causa de los mismos reparos por los que Irene casi sacrificó su vida. No pudo decidirse a emplear mina de mala calidad, a pesar de que los consumidores no eran en absoluto exigentes. Hay un cariño misterioso y conmovedor por la calidad del producto propio, la autenticidad del cual repercute en el carácter del fabricante, una fidelidad al producto que equivale aproximadamente al patriotismo de los hombres que subordinan su propia existencia a la grandeza, la belleza y el poder de la patria”. (pág. 17)
Conciente de esa manera elegante pero impráctica de vivir, Tunda está listo para aceptar su rol de revolucionario. Natasha, será la responsable de su cambio, pero hay en él interés por la experiencia y dedicación a la causa. La casualidad lo llevó a la revolución: es una mujer quien lo introduce en la lucha, pero él se zambulle y es capaz de entregarse a la nueva ideología, sin dejar de observar lo positivo y lo negativo. Por eso, a diferencia de Natasha que pierde la perspectiva y se queda, él termina alejándose. Es revelador ese rasgo de Tunda: parece aterrizar por casualidad en las experiencias, pero cuando le tocan, las vive con inteligencia. No pierde su independencia de criterio para juzgar lo bueno y lo malo. Y eso lo enriquece. Natasha en cambio no tiene esa capacidad crítica, ella necesita de la revolución para sentirse viva, la convierte en su bandera y su razón de ser.
Tunda opina desde dentro de la Rusia bolchevique:
“… los vivos volvían y se sentaban de nuevo en sus oficinas hacían registros y estadísticas, solicitudes de ingreso para los nuevos miembros y juicios contra los expulsados.
«No es ningún consuelo pensar que probablemente no es posible crear un mundo nuevo sin escritorios ni plumas, sin bustos de yeso, sin escaparates con adornos revolucionarios, sin monumentos ni secantitas con la cabeza de babel or puño; no es ningún consuelo, ninguna ayuda!». (pág. 38).
Más adelante la revolución deja de motivarlo, y Natasha lo cansa con sus discursos fanáticos. Cuando parte, lo hará por una mujer que será el opuesto de Natasha: el silencio de Alja y la ausencia de demandas lo dejan libre para reencontrarse a sí mismo. Tunda recupera un espacio propio.
Pero al mismo tiempo la incomunicación y la soledad lo llevan a refugiarse en el mar. Contempla los barcos y fantasea con otros mundos, la posibilidad de una aventura lo mantiene alerta. Luego de la experiencia con la Señora G. recuerda su pasado, y desea volver al mundo elegante que había conocido, a la belleza y al placer. Listo para partir, decide recuperar su nombre, ya no necesita el disfraz.
Tunda escribe una carta al Roth de la ficción, intentando explicar su decisión de volver. Estos párrafos son una interesante reflexión sobre el mundo soviético:
“Lo peor es que te observan constantemente, y no sabes quién es el que te observa….. Para esa vida se necesitan nervios muy templados y una gran dosis de convicción revolucionaria, pues hay que suponer que la revolución está rodeada de enemigos y no tiene otra posibilidad de asegurar su poder que sacrificar, cuando es necesario, a cualquier individuo”. (pág. 65).
Al volver a casa encuentra todo cambiado, y él también está cambiado, se siente extraño. De aquí en adelante Tunda no cesará de hacer comentarios sobre todo aquello que le sorprende de la nueva Europa. Como viene de lejos, tiene la distancia necesaria y el criterio suficiente para mantenerse al margen y detectar los errores que, al no ser corregidos, propiciarán otra guerra más adelante.
Tunda es definido por el narrador como un hombre moderno. ¿Qué características definen a ese hombre?
“Si fuese absolutamente imprescindible caracterizarlo por algún atributo, diría que su propiedad más clara era el deseo de libertad…. En el fondo era un “europeo”, un individualista, como dice la gente culta…. Conozco a un par de personas de este tipo: viven como peces en el agua, siempre a la caza de la presa, y sin miedo a la caída. Son inmunes a la riqueza y a la miseria. No acusan las privaciones. Por eso están dotados de una dureza del corazón que no les permite sentir los pesares íntimos de los demás. Son los mayores enemigos de la caridad y de la tan cacareada conciencia social. Son pues, enemigos natos de la sociedad” (pág. 68-69).
Este párrafo es clave para entender el sentido de la novela. Entre las dos guerras europeas, surge un nuevo tipo social, el hombre se alejará de los intereses de la comunidad, y se centrará en los suyos. Ya no interesa tanto el grupo, como el individuo. La burguesía proclama las libertades individuales en un clima de belle epoque, en donde las costumbres se relajan para que el individuo pueda disfrutar.
El “hombre moderno”, estará en oposición al antiguo terrateniente, que con mentalidad conservadora, ejerce su poder con paternalismo. Sin embargo se cree moderno porque es condescendiente con el pueblo:
“De su padre, el rico terrateniente, Klara había aprendido y heredado la sensibilidad social. La sensibilidad social es un lujo que se pueden permitir los ricos, y que, además, tiene la ventaja práctica que ayuda a conservar la propiedad…. En ningún lugar de la vecindad se trataba mejor a los sirvientes. Klara tenía que plancharse sola sus camisas. En resumen el viejo era lo que se llama un caballero de buena cepa, un virtuoso terrateniente, un baluarte viviente contra el socialismo, muy admirado y que, cuando fue elegido para el Reichstag, demostró, como miembro de un partido conservador, que la Reacción y la Humanidad no están en contradicción irreconciliable”. (pág. 75).
Otro tipo, que también se opone al “hombre moderno” es Georg, hermano de Tunda. Hombre culto, director de orquesta, prefiere no antagonizar: es el gran conciliador. Los hombres como él sacrifican su libertad individual para no ir en contra de la corriente. Prefieren estar cómodos y no desgastarse:
“Hubiera preferido decir la verdad. Pero, en el último minuto su lengua anulaba la decisión de su cerebro , y a veces, para asombro del propio Georg, en lugar de la verdad sonaba algo redondo y pulido , de una naturaleza misteriosa, agradable, melodiosa,. A orillas del Danubio y del Rhin, los dos ríos legendarios de Alemania, suelen darse hombres de este tipo: poco queda de los duros nibelungos”. (pág. 76).
Franz Tunda hubiera querido ser músico, sus padres cambiaron su identidad con la de Georg: lo eligieron a Georg para la música porque era cojo. Y a Franz lo hicieron militar, contra su voluntad. Ahora, que Franz asume su propia identidad y recupera su nombre, quiere descubrir su verdadero yo. Por eso su continuo vagabundear. Necesita buscar, viajar, conocer, aprender. La búsqueda inagotable lo va a convertir en un hombre crítico, en un inconformista, en un solitario.
Por un lado señala, gratamente sorprendido, el progreso de las ciudades alemanas después de la Primera Guerra. Pero señala también la arrogancia de los alemanes para juzgar al resto del mundo. El diálogo con el fiscal en el tren, quien se extraña con el comportamiento de Tunda y le pregunta si es extranjero, es un buen ejemplo de ello:
“Naturalmente, también habría piojos en Liberia-
-Naturalmente, también hay piojos en Liberia- dijo Tunda deferente.
-¿Y dónde más sino?- preguntó entonces el señor, con una voz aguda que llegaba de una laringe de vidrio a caja.
-Bueno, en cualquier sitio donde vivan seres humanos- contestó.
-Pero no donde vivan personas limpias- dijo el señor.
-También en Liberia hay personas limpias- objetó Tunda”. (pág. 81).
La pluralidad que era una característica en el pasado (Imperio austrohúngaro) ya no existe. Cuando aparece tiene un tinte de snobismo, se acumulan objetos extranjeros como si fueran trofeos de guerra, de una manera superficial y frívola, no hay un sentido integrador:
“Resultaba que en aquella ciudad, donde vivían familias judías muy antiguas, se podían conseguir casi “regalados” preciosos objetos de valor artístico. En otras habitaciones había también Budas, aunque en todo el Rhin no hay un solo budista, y también antiguos manuscritos de Von Hutten , una Biblia de Lucero, objetos religiosos católicos, , vírgenes de ébano e iconos rusos un solo budista”. (pág. 86-7).
Su hermano da una fiesta en su honor y Tunda no puede dejar de percibir las nuevas conductas sociales, los estereotipos, los temas de conversación, las modas. Lo revela la rigidez de las normas y de la manera de pensar que se oponen a la pluralidad, característica de la sociedad abierta que él recordaba. El mundo de los alemanes se va estrechando y no es permeable, alerta Tunda..
Ya que no encuentra lo que busca, mantiene viva una ilusión: Irene. Viaja a París para verla. Irene será un símbolo, o un ideal al cual se agarra como su última oportunidad. Espera que una mujer sepa la respuesta a su vagabundear. Camino a París, pasa por Berlín:
“De todas las ciudades que he visto hasta ahora, Berlín es la única que de la falta de tiempo y otras consideraciones de tipo práctico, ha sabido crear humanidad. Muchas más personas morirían en ella si no hubiera mil instituciones preventivas y benéficas que protegen su vida y su salud, no porque lo ordene el corazón, sino porque un accidente implica una perturbación del tráfico, cuesta dinero y altera el orden”. (pág. 119)
El punto de vista de Tunda es agudo, inteligente, revela a un gran observador que emite una opinión ácida y acertada. París es descrito con el encanto y la gracia que caracterizan al “chic” francés:
“Por la tarde anduvo por calles grandes y pequeñas, estrechas y anchas, en las que florecían cafés al aire libre con mesas redondas de finas patas; los camareros se movían como jardineros, y cuando servían café y leche en las tazas era como si regaran flores blancas. En los bordes había árboles y quioskos, era como si los árboles vendieran periódicos”. (pág.. 125).
Abundan en el texto comentarios de este tipo que obedecen a una fina percepción del mundo. Roth intenta darle sentido a lo que ve, las cosas suceden por algo, y ese algo es importante porque es la causa de ciertos comportamientos.
Es el caso de las mujeres, por ejemplo: Klara es simple por un lado, y no resulta atractiva a Tunda porque no tiene misterio. Pero al mismo tiempo Klara, heredera de los valores de su padre, es una mujer que se da, que sabe estar, que funciona en su entorno.
En cambio la señora G., la señorita Pauline, e Irene, son huecas: viven para mantener una imagen, se deben a su belleza, al encanto, al glamour de esos años. Dice el narrador de la Señora G.:
“Y ella, que era el resultado de esta catástrofe, no sabía nada, no podía saber nada, no podía ni siquiera sentir una gran pasión, porque la pasión va en merma de la belleza…. Una riqueza que mata, que mata embelleciendo, mata prestando gracia y encanto, mata dándonos felicidad y plenitud”. (pág. 143).
“Lo que más extrañaba a Tunda era que a pesar de presumir de entusiasmo por la naturaleza y de sentirse compenetrados con ella- y además de creérselo- , no les afectara en absoluto su ánimo cambiante, que mostrasen el mismo espíritu en días nublados y fríos que en días cálidos y despejados, que, tanto en el bochorno como en el frescor que sigue a la lluvia, al mediodía, a la salida o a la puesta del sol, se encontraran siempre en esa disposición alegre y festiva, precipitada y algo acalorada que domina a los jugadores y a los recogepelotas en los campeonatos de tenis”. (pág. 157).
La ironía para expresar lo superfluo, acerca a estos personajes al mundo decadente de la costa este de los Estados Unidos que retrata Scott Fitzgerald: son bellos, son ricos, son los mejores.
Las debilidades de los hombres, como por ejemplo los cambios que percibe Tunda en el Presidente francés cuando le solicita ayuda, son dibujados con precisión: los temores, las inseguridades, los miedos. Tunda no juzga, pero registra con ironía. No condena, pero no perdona. Este es quizá el valor de esta novela: Fuga sin fin es una crónica inteligente:
“Porque los poseedores, los tranquilos, los despreocupados, incluso los que están medianamente asegurados, desarrollan un instinto de defensa contra tosa invasión de su mundo protegido, temen el menor contacto con alguien que les pueda pedir algo, y presienten la proximidad de la falta de recursos con la seguridad propia de los animales de la pradera ante un incendio”. (pág. 148).
Para completar el panorama, también se interesa por la clase media, describe con maestría a la recepcionista y al criado del hotel, sus reacciones, sus mundos:
“El criado del hotel fue el primero que se dio cuenta de que Tunda ya no tenía dinero. En el curso de su larga vida había convertido en don profético su instinto innato para descubrir la situación financiera de los cambiantes pasajeros. Había visto enromarse millones de hojitas de afeitar, empequeñecerse millones de jabones y aplanarse millones de tubos de pasta de dientes. Había visto miles de trajes desaparecer de los armarios. Había aprendido a reconocer si alguien vuelve hambriento de un parque o satisfecho de un restaurant”. (pág. 141).
Luego de este recorrido por el mundo europeo, Tunda no encuentra nada que lo ancle. No funcionó Irene como redentora, “había un muro en la profundidad de sus ojos”, y Tunda no hubiera podido amar a una mujer como ella. Llega al final de su viaje, y no aparece un objetivo a la vista. La vida ya no tiene sentido para este hombre que no cree, no ama, no desea. Sin embargo, como cuando miraba la llegada de los barcos en Bakú, mantiene la ilusión de un sueño y Roth se identifica con su personaje:
“Conservaba la fotografía de Irene tal cual la llevaba durante años. La tenía contra su pecho. Iba con ella por las calles… En la Plaza frente a la Madeleine se detuvo y miró a la rue Royale.
En ese momento encontré a Tunda.” (pág. 166).
Los textos han sido tomados de la edición de la Editorial Acantilado, año 2003. Traducción de Juan Luis Vernal, revisada por José Vivar.