Autor: Philip Roth
Elegida por la crítica especializada como una de las mejores novelas norteamericanas publicadas en los últimos 25 años, este ambicioso relato elabora, sin concesiones, una radiografía de los Estados Unidos. Ganadora del Premio Pulitzer en 1997, Pastoral Americana es un exhaustivo trabajo de un escritor maduro, atractivo en sus planteamientos, lúcido en sus reflexiones, irónico y tierno al retratar a sus personajes perdidos en una realidad que se les escapa de las manos.
Philip Roth, uno de los representantes más importantes del grupo de escritores judíos norteamericanos, recrea una América que, a partir de la guerra de Vietnam, cambia su mirada complaciente sobre sí misma. Las nuevas generaciones se permiten cuestionar los valores que la convirtieron en una nación poderosa, producto de una sociedad orgullosa de sus logros, trabajadora, respetuosa de la tradición y la familia y sobre todo, programada para ser feliz.
El modelo americano exitoso generó el «sueño americano», un ideal a alcanzar que parecía estar a la mano de quien se dignara cogerlo, un sueño que prometía a los inmigrantes europeos una gran oportunidad. El trabajo y el esfuerzo serían las claves para integrarse y compartir la riqueza y el comfort, sumados a una estabilidad y seguridad incuestionables, tareas confiadas al gobierno y a las instituciones.
La guerra de Vietnam, desestabiliza este sistema, al final de los 60’s la sociedad se tambalea y busca, desesperadamente, adaptarse a los cambios. Esta dolorosa transición es la que sorprende al Sueco Levov, el protagonista de Pastoral Americana, ciudadano y marido amantísimo, convertido, a pesar de sí mismo, en el padre de una terrorista que pone bombas y mata a inocentes. El Sueco era, para todos los que lo conocían, la imagen de la América ideal, el modelo hollywoodense cargado de atributos innumerables, el chico que brilla por encima de todos porque, aparentemente, lo tiene todo.
Los dos niveles; el mundo objetivo y el mundo subjetivo
La novela tiene dos partes muy distintas: la primera es el relato objetivo de Nathan Zuckerman, un escritor de origen judío, quien recuerda su niñez y su juventud en un barrio judío de New Jersey, centrado en la imagen de su ídolo incuestionable: el Sueco Levov.
La segunda parte es una novela dentro de la novela: cuando Zuckerman se entera de que el Sueco vivió una vida distinta a la que él había imaginado para su personaje modélico, imagina lo que pudo haber sido esa otra vida, ese otro Sueco imperfecto, más real y más humano.
En la primera parte, Roth reconstruye una época, un barrio, una cultura del trabajo y el esfuerzo. La de Roth es una prosa realista, los datos sobre todo aquello que fue importante para estos jóvenes aparecen con lujo de detalle: la música que escuchaban, los deportes que practicaban, la atmósfera del barrio. Pero éste es un relato objetivo, frío, sin muchos sentimientos. Se atiene al mundo exterior y por ello se basa en un Sueco de una sóla pieza: inquebrantable, perfecto, sobresaliente en su corrección.
Zuckerman, que es la voz que narra, recuerda haber recibido una carta del Sueco para reunirse y conversar con él sobre temas personales. En esa oportunidad, Zuckerman pudo intuir algo que preocupaba a su ídolo, hubo un intento de confesión, pero el Sueco dio marcha atrás y se mantuvo hermético. Es en la reunión de los 50 años después de haber salido del colegio, en donde se encuentra con Jerry Levov, el hermano menor, quien le descubre a un personaje desconocido:
«Criado para ser tonto, hecho para las convenciones, y así por el estilo. Se atenía a las normas sociales y nada más. Un alma bendita. Pero lo que intentaba hacer era sobrevivir, manteniendo a su grupo intacto. Procuraba salir con su pelotón intactos de la refriega. Finalmente, fue una guerra para él. Tenía un lado noble, se sometió a numerosas renuncias, se vio envuelto en una guerra que él no había causado, luchó para salir a flote, pero se hundió.» (pág. 90).
Jerry será siempre el otro punto de vista para Zuckerman, aquel que enfrenta al Sueco y lo enjuicia. La postura del hermano es crítica, lo rebela la capacidad que tiene el Sueco para someterse a todo y a todos en función de cierta armonía, un control absoluto en aras de la paz, una contención voluntaria con la idea fija, casi obsesiva, de hacer siempre lo correcto:
«… Todo el mundo le quería, era una persona de lo más honrado, que podría haberse librado para siempre de un estúpido sentimiento de culpa. No había ningún motivo para que supiera de algo más que de guantes. Y sin embargo la vergüenza, la incertidumbre y el dolor, le acosan durante el resto de su vida. El interrogatorio constante a que se somete el adulto consciente nunca fue algo que estorbara a mi hermano. Obtuvo el significado de su vida de alguna otra manera. No quiero decir que fuese un hombre sencillo. Algunos le consideraban así, debido a la amabilidad que derrochó durante toda su vida. Pero Seymour no fue nunca un hombre tan sencillo. Sin embargo, tardó algún tiempo en hacer examen de conciencia, y si hay algo peor que hacer examen de conciencia demasiado pronto es hacerlo demasiado tarde. Aquella bomba hizo saltar su vida en pedazos. La verdadera víctima de la bomba fue él.» (pág. 92- 3).
«… Jerry sostiene la teoría de que el Sueco es una buena persona, es decir, un hombre pasivo que siempre procura hacer lo correcto, que se adapta a las convenciones sociales y nunca se sale de sus casillas, jamás cede a la cólera. Enfurecerse no será una de sus desventajas, pero tampoco es un factor de su activo. Según esta teoría, no enfurecerse es lo que al final le mata, mientras que la agresión limpia o cura.» (pág. 97).
«…¿Cómo iba a encajar aquel bombazo un hombretón dulce y amable como mi hermano? Un día la vida empezó a reírse de él y ya no dejó de hacerlo.» (pág. 99).
Enterado súbitamente de la cara oculta de su ídolo, removido además por la carta que éste le mandó intentando contarle algo, y no teniendo ya acceso a ninguna fuente de información dado que Jerry desapareció de la reunión y el Sueco estaba muerto, Zuckerman inicia su relato subjetivo sobre el Sueco:
«… Acompañado por las notas dulzonas de «Sueña»me separé de mí mismo, me aparté de la reunión y soñé… soñé una crónica realista. Empecé por contemplar su vida, no su vida como dios o semidios de cuyos triunfos uno podía regocijarse cuando era un muchacho, sino su vida como otro hombre atacable, e inexplicablemente, lo cual equivale a decir: «¡helo aquí!»» (pág. 118).
Aquí comienza la novela dentro de la novela, la ficción sobre la ficción. La narración se llena de sentimientos, las dudas y la incertidumbre de este hombre torturado por la pregunta sin respuesta: ¿qué pasó para que mi hija terminara asesinando a gente inocente?, enriquecen y descubren a un personaje sólido, generoso, ético. Mientras se resquebraja la envoltura del Sueco -su imagen compacta y perfecta del inicio, la imagen de un chico superficial- aparece un hombre que adquiere espesor y profundidad, el Sueco crece y conmueve.
Roth demuestra una soltura propia de un gran maestro para alternar en esta segunda parte, el relato realista que recrea con perfección y de manera exhaustiva aspectos de la vida americana -la fábrica de guantes, el concurso de belleza, la vida en la base de los marines, los partidos de béisbol, el día a día en el barrio judío antes y después de los cambios, etc.- con el relato subjetivo, interior, desgarrado de su protagonista.
Las descripciones, los diálogos, los pasajes filosóficos, el lirismo, todos los recursos se integran en esta prosa impecable que discurre con gran fluidez, lejos del tartamudeo de Merry.
El amor por su hija es un tema constante, la necesidad de comprenderla, recuperarla, perdonarla. La actividad terrorista de su hija lo lleva a cuestionar la validez de la familia como centro y motor, ya que la violencia de Merry no puede ser gratuita. Y para los Levov, la familia había sido el origen de todo lo bueno, el eje y la energía para emprender cualquier obra. En el proceso de indagar el por qué de la decisión de Merry, Zuckerman elabora conjeturas e imagina un beso perturbador entre el padre y su hija pequeña y lo propone como la causa del desorden posterior. Aquí se inicia el imparable sentimiento de culpa.
La novela se convierte, de aquí en adelante, en el exámen de conciencia que Zuckerman le atribuye al Sueco: y en ese proceso, el escritor de la ficción va levantando capas para introducirse en el interior del personaje en una búsqueda del hombre de carne y hueso. Finalemente se aleja del Sueco hollywoodense que era sólo una bella máscara. Una lectura detenida de Pastoral Americana induce a pensar que este juego del personaje se extrapola al país: no era tan maravilloso todo lo que reflejaba esta sociedad americana pujante y poderosa. ¿en dónde estarían los fallos, cuál fue el origen? Pregunta similar a la que plantea Vargas Llosa en su novela Conversación en la Catedral respecto a su país: «¿Cuando se jodió el Perú?- Zavalita.»
Al principio de la novela el narrador ya sentía la necesidad de desenmascarar a su ídolo, de desnudarlo, pero no tenía datos para hacerlo. Todavía no sabía lo de la hija, sólo había recibido la carta, y en ella el Sueco no habla de sus problemas, hablaba de los problemas de su padre:
«Casi todo el mundo consideraba a mi padre indestructible, un hombre de piel dura y genio vivo que se irritaba fácilmente. Nada más lejos de la verdad.» (pág. 32).
Esta confesión no pasó desapercibida al admirador Zuckerman, que como buen escritor está atento, y es sensible, a los conflictos humanos:
«Pero… ¿qué hacia en cuanto a la subjetividad? ¿Cuál era la subjetividad del Sueco? Tenía que haber un sustrato, pero su composición era inimaginable.
Ese fue el segundo motivo por el que respondí a su carta: el sustrato. ¿Qué clase de existencia mental había sido la suya? ¿Había algo que hubiera amenazado jamás con desestabilizar la trayectoria del Sueco? Nadie pasa por la vida sin recibir las marcas de la cavilación, el pesar, la confusión y la pérdida. Incluso quienes lo han tenido todo en su infancia, antes o después participan del término medio de la desdicha, y a veces incluso más. En su vida tenía que haber habido conciencia e infortunio. Sin embargo no podía imaginar la forma que habría adoptado la una y el otro, no podía dejar de simplificarle incluso ahora, pues en el residuo de mi imaginación adolescente seguía estando convencido de que el Sueco tenía que haberse visto siempre libre de sufrimiento.
… No era la vida de su padre lo que quería revelar, sino la suya propia.» (pág. 35).
El personaje que construye Zuckerman es el de un hombre profundamente bondadoso. Bueno, pero no tonto. Su bondad le exige un alto precio a pagar: él intenta que todos sean felices, incluso es capaz de posponerse generosamente ante los otros para conseguirlo. En todos los ambientes en donde se mueve se comporta así: en la fábrica, en el deporte, con su familia. Con su hija, fue un padre abierto, dialogante, interesado. Un ejemplo de esta postura tolerante son las 59 hipotéticas conversaciones sobre Nueva York: en ellas pretende orientar a Merry, ayudarla, dejarla ir pero con ciertas condiciones. Y la ironía final de estas largas conversaciones es que cuando Merry deja de argumentar y se queda en casa con sus padres, entonces coloca la bomba y mata.
Roth cuestiona la cultura americana posterior a las revueltas estudiantiles del 68: los padres liberales que dialogan y no imponen, los psicólogos y terapeutas que recomiendan soluciones novedosas, la tolerancia y el respeto a la libertad por sobre todas las cosas. Incluso aparece el sentimiento de culpa freudiano que agobia a los padres modernos: el Sueco llega a culparse por un beso casto. Frente a esa actitud, Jerry propone la autoridad vertical y la imposición, él ha triunfado sin plantearse dudas, caminando recto y seguro sin temor a las fisuras, su postura es conservadora. En Pastoral Americana ser moderno supone un riesgo, una aventura.
La hija tartamuda
El primer síntoma de que las cosas no iban bien para Merry, fue su tartamudeo. En una familia que representaba el ideal y la armonía, de pronto la hija única manifiesta cierto desorden para expresarse. El tartamudeo es falta de fluidez, algo se atasca, no salen las palabras correctas, el ritmo se altera y la persona en cuestión no consigue comunicarse de manera natural.
Hija de un atleta convertido en exitoso hombre de negocios y una ex mis de belleza dedicada a la cría de ganado, Merry no da la talla respecto a sus padres y rompe con el molde familiar. La chica no es el ideal de nada, ni tampoco un modelo a imitar, como eran sus padres, ni siquiera es una estudiante exitosa: su tartamudeo la margina .
Sus padres la llevan a los especialistas: médicos, terapeutas del lenguaje, psiquiatras, y no consiguen aminorar la falta. El tartamudeo es un estigma, un defecto que la convierte en una chica indigna de su medio. ¿Será esa la causa de su activismo político?
Ante el problema, padre y madre reaccionan de manera distinta. Dawn, la madre, presa de la desesperación, termina internada en el manicomio, pero un buen día decide cerrar el caso y salir, aunque sólo sea ella, del hoyo: recurre a una cirugía estética para recuperar su imagen bella, vende la casa, las vacas, construye una casa nueva y se relaciona con gente distinta, más sofisticada, con una educación más elitista y algo snob. La respuesta de Dawn, agotados los recursos conocidos, consiste en dar un paso hacia delante y renuncia al peso del pasado.
El Sueco quiere demasiado a su hija para dar ese paso:
«El Sueco tal como siempre le había conocido, aquel Seymour Levov bien intencionado, de conducta intachable, ordenado, se evaporó, y sólo quedó en su lugar el examen de conciencia. No podía dejar de lado la idea de que era responsable, como no podía recurrir a la idea tentadoramente diabólica de que todo era accidental. Había tenido acceso a un misterio todavía más desconcertante que el tartamudeo de Merry: ya no había fluidez en ninguna parte. Todo era tartamudeo. Por la noche, en la cama, imaginaba la totalidad de su vida como una boca tartamudeante y un rostro que hacía muecas: la totalidad de su vida sin causa ni sentido y desperdiciada por completo. Ya no tenía ningún concepto de orden. No existía el orden, de ninguna clase. Imaginaba su vida como el pensamiento de un tartamudo, frenéticamente fuera de su control.» (pág. 122).
El padre no descansa jamás. Se pregunta hasta el agotamiento qué pudo suceder para que su hija se convirtiera en una terrorista. Al principio quiere creer que es un error, que ella no fue la causante de la muerte. Luego cuando se entera por los medios de comunicación la existencia de atentados posteriores, desea secretamente que fuera Merry la autora porque de ser así, su hija fugada estaría viva. Luego tendrá que pasar por el calvario que le inflinge Rita Cohen, acude a Nueva York esperando recuperarla. Y cuando, más tarde, recibe la carta de Rita con los datos de Merry, acude sin demora al reencuentro con su hija para darse de narices con una chica sucia, dueña de un discurso absurdo, convertida a una secta de fanáticos, prácticamente loca.
Este encuentro lo trastorna, es la vuelta de tuerca porque Merry le confiesa que no sólo mató a uno, sino que cometió tres asesinatos más. Le cuenta lo que ha sido su vida huyendo, violada, perseguida; sin embargo no se muestra arrepentida. Si hubiera algún rasgo de arrepentimiento éste se manifiesta en una actitud pasiva, de abandono total, apática hasta la locura para no matar ni a los bichos que están en el ambiente. Merry se ha convertido en el horror. Sin embargo, a pesar de lo que ve y oye, el Sueco no renuncia: sigue amando a su hija.
Cuando llama a su hermano pidiéndole consejo, Jerry le plantea que actúe de manera drástica, pero él se queda paralizado por temor a ofenderla. Esta es la corrección característica del Sueco: mantener la calma, no reaccionar para no crear más problemas, estar alerta y no abandonar. La escena es conmovedora:
«Se deshacen en llanto. El padre responsable cuyo centro es la fuente de todo orden, que no podría pasar por alto o sancionar la menor señal de caos, para quien mantener el caos a raya había sido el camino elegido por la intuición hacia la certidumbre, la rigurosa entrega cotidiana de vida, y la hija que es la encarnación del caos.» (pág. 287).
La Pastoral Americana
Otro aspecto interesante de esta novela es la visión del país a través de las distintas generaciones. Estados Unidos ha sido tradicionalmente una nación que ha acogido a los inmigrantes para sumar fuerzas e integrarlos en su cultura. La inmigración europea, concretamente, después de la primera guerra, encontró en la joven nación una oportunidad para surgir. La oferta de progreso estaba basada en el trabajo. Recuerda Zuckerman su niñez y juventud de esta manera:
«Creímos sin reservas en la vida, nos conducían sin vacilar en la dirección del éxito: nuestra existencia iba a ser mejor. La meta consistía en tener metas, el objetivo en tener objetivos. A menudo este edicto formaba una maraña con la histeria, la histeria fortificada de aquellos a quienes la experiencia les ha enseñado cuán poca hostilidad se requiere para arruinar irremisiblemente una vida.» (pág. 60).
Estos inmigrantes llegaron en busca del sueño americano, y muchos de ellos lo encontraron a consta de esfuerzo y tesón. Irlandeses católicos, judíos europeos, americanos con historia y tradición, todos se unen en la Pastoral Americana. Respetan sus diferencias y buscan un ideal común para luchar. Ejemplo de esta postura es el diálogo entre Dawn y su futuro suegro: ambos negocian la educación de los hijos que vendrán, entre el catolicismo de ella y el judaísmo de él buscan un acuerdo. Finalmente sabemos que consiguen cierta armonía, hay consenso, un reflejo de la cultura integradora del país.
Los inmigrantes que llegaron de Europa y sus hijos, la generación del abuelo de Merry y la de su padre, trabajaron sin descanso, dando lo mejor de sí mismos en industrias de corte doméstico –en el caso de los Levov fueron los guantes- que fueron creciendo y convirtiéndose en fábricas importantes. La recompensa económica llegó en pago al esfuerzo y ellos, en respuesta, apoyaron el sistema y asimilaron la cultura:
«¿Odiar a Estados Unidos? ¿Por qué? El vivía en Estados Unidos como vivía dentro de su piel. Todos los placeres de sus años jóvenes fueron placeres norteamericanos, su éxito y su felicidad fueron norteamericanos, y no tenía necesidad de seguir manteniendo la boca cerrada sólo para reducir el odio de su hija ignorante. Qué solitario se sentiría sin sus sentimientos norteamericanos. La nostalgia que sentiría si tuviera que vivir en otro país. Sí, todo cuanto daba significado a sus logros había sido norteamericano. Todo lo que amaba estaba allí.» (pág. 265).
La ruptura vino con la generación posterior: la hija del Sueco crece en un ambiente acomodado. La vida para ella no es esfuerzo, su actitud es menos complaciente y encima enfrenta una guerra que le exige, a ella y a todos los jóvenes americanos, tomar partido y pelearla. Ya no tienen el ánimo que impulsó al Sueco a enrolarse en los marines al final de la Segunda Guerra Mundial. Han dejado de creer. El amor por su Estados Unidos no anida en el corazón de Merry reniega de los logros, los cuestiona, y arremete contra ellos. Y al agredir a su país agrede a su padre, a su abuelo. La bomba explota en la cara del Sueco, la guerra de Vietnam se prolonga en su casa.
Pero al Sueco le cuesta aceptar que su hija odie aquello que él ama, y precisamente ahí, encontramos otra vez su grandeza: a pesar del dolor que ella le produce, él sigue amándola. E intenta protegerla. Al final de la novela su angustia mayor es haberla delatado ante su abuelo y su terapeuta de lenguaje: si él no les hubiera confesado que Merry había matado a tres personas más de manera voluntaria, nadie lo sabría y nadie podría delatarla. Esta idea lo tortura, nunca hubiera querido exponerla, aunque detesta lo que su hija ha hecho.
A pesar de haberla visto convertida en una fanática jainista, el padre reacciona con tolerancia. Nunca pierde de vista la posibilidad de la reconciliación. El amor por su hija es ilimitado, él sigue luchando. Pero la vida le da otra cruel lección: la violencia explota otra vez en su casa, ya no de la mano de su hija: una amiga suya, alcohólica, ataca a su padre con un tenedor y lo hiere: el caos arremete, una vez más, contra el orden establecido:
«… No podía evitar nada, nunca había podido, aunque sólo ahora parecía dispuesto a creer que fabricar espléndidos guantes de señora en un surtido de tallas no era ninguna garantía de que lograría llevar una clase de vida perfectamente adaptada a todos sus seres queridos. Las cosas no eran así, ni mucho menos. Uno cree que puede proteger a una familia y resulta que ni siquiera puede protegerse a sí mismo. No parecía quedar nada del hombre al que era imposible desviar de su tarea, que no descuidaba a nadie en su cruzada contra el desorden, contra el problema constante del error y la insuficiencia humanos. Allí en la cocina, no se veía nada del hombre enérgico e inflexible que, sólo media hora antes, adelantaba la cabeza para combatir incluso con sus aliados. El combatiente había soportado toda la decepción que podía. No quedaba en él nada contundente para acabar a golpes con la desviación. Lo que debería ser no existía. La desviación prevalecía. Era imposible detenerla. Por improbable que fuera, lo que no debería haber sucedido había sucedido y viceversa.
El viejo sistema que creaba el orden ya no funcionaba. Todo lo que quedaba era el temor y el asombro del anciano, pero ahora sin nada que los ocultara.» (pág. 509).
Los textos han sido tomados de la edición DeBOLSILLO, grupo editoria Random House Mondadori. Traducción de Jordi Fibla.