Las Penas del Joven Werther

Goethe

Autor: Goethe

A un lector contemporáneo familiarizado con la literatura del siglo XX le resultará difícil detectar la osadía que representó Las penas del joven Werther cuando se publicó en el año 1774; tan difícil como reconocer la revolución que significaron los impresionistas en el siglo XIX. Porque hoy, al contemplar sus pinturas, un público que ha batallado y disfrutado con dadaístas, expresionistas abstractos y tantos otros artistas post modernos, concluye generalmente que, comparados con ellos, los impresionistas son unos clásicos, y olvida que se estrellaron contra el academicismo reinante y fueron por ello rechazados. La libertad de la pincelada, la sencillez de los temas y la contemplación de la naturaleza que los llevó a pintar al aire libre, la búsqueda del instante privilegiando la espontaneidad frente al retoque -por poner algunos ejemplos- pasan hoy desapercibidos como logros. La apreciación injusta obedece a un cambio de perspectiva en un mundo que no maneja los referentes del pasado; valoramos lo estético pero no somos conscientes del esfuerzo que significó la búsqueda de nuevos lenguajes, minimizando el valor de las propuestas.

Las penas del joven Werther irrumpe en una Europa cartesiana en donde imperaba el mundo de la razón. En pleno auge del conocimiento científico, a finales del siglo XVIII, surge un joven escritor con formación en leyes y espíritu renacentista, que apuesta por el mundo de los sentimientos como el único vehículo válido para aprehender el mundo: ahí está la novedad del movimiento Sturm und Drag, creado por Goethe y su amigo Herder. Este movimiento será luego el germen del romanticismo alemán que tendrá a Novalis como su mayor poeta, y a Schiller como su dramaturgo abanderado.

Goethe escribió esta novela cuando tenía 25 años, mezclando algunos datos biográficos en la historia del protagonista: el joven autor desnuda su alma en la frustración de un amor no correspondido. La fuerza de la pasión que recorre la prosa produjo una gran conmoción, muchos jóvenes se identificaron con el drama y algunos, incluso, llegaron, como el protagonista, al suicidio. Vuelvo a hacer un paréntesis para situarnos en la época porque creo que es importante la perspectiva: en aquellos tiempos los matrimonios los planeaban los padres en función de sus intereses, no se elegía libremente a la pareja, circunstancia que hoy es impensable. Por ello, y dado que el mundo se organizaba de otra manera y la felicidad del amor era escurridiza, la problemática planteada en Las penurias del joven Werther caló hondo y remeció a una sociedad que se identificó con el sufrimiento del joven enamorado que se niega a vivir sin la mujer a quien ama. Ni el temor de Dios -en un mundo cristiano y rígido del siglo XVIII- ni el temor a la sociedad que exige el cumplimiento de sus reglas- pudo frenar su impulso: Werther se convierte en un héroe universal porque se rebela, en un acto libre y voluntario, contra el mundo que le había tocado vivir.

La modernidad de Werther

La novela, tal como la conocemos hoy, es un género que florece en el siglo XIX. Antes, a excepción de El Quijote (1605) y Tristan Shandy (1759), dos gloriosas excepciones, la lírica y el teatro fueron los medios de expresión más comunes. Con Las penas del joven Werther, Goethe resuelve algunas dificultades narrativas para poder contar una historia en prosa: elige, para ello, el género epistolar, lo mismo que hace Choderlos de Laclos en Amistades peligrosas, novela publicada en Francia en 1782. En cada carta, el joven irá narrando lo que hace y sus estados de ánimo, en una suerte de diálogo -en realidad es un monólogo- con su amigo Guillermo, y de esa manera se evidencia el transcurrir del tiempo y la evolución del protagonista. Además nos ofrece pinceladas de la época cuando Werther se refiere a su entorno, ya sea el campo o la ciudad.

De manera magistral el epílogo nos brinda la posibilidad de oír otro punto de vista, el que asume el editor. Con gran sabiduría, Goethe redondea la historia al ponernos al día de lo que realmente sucedió (el muerto no podía contarnos en sus cartas cómo se estaba matando ni lo que pasó después de su muerte) y al mismo tiempo nos informa cómo vivieron el drama los otros actores: Carlota y su marido. La vuelta de tuerca es definitiva para cerrar, le da densidad a la historia, la enriquece, y le otorga la verosimilitud que espera el lector para identificarse y entregarse.

Como lectores contemporáneos, nosotros casi sólo leemos novelas, nos cuesta valorar el inicio del género, abrir caminos exige mucho esfuerzo. Y Goethe tuvo éxito, Las penas del joven Werther se tradujo rápidamente, la novela traspasó las fronteras alemanas y creó una moda. Para evaluar lo novedoso del género que elige Goethe es importante señalar que la obra posterior del escritor alemán y la más conocida que es Fausto no es una novela, es un drama en verso.

Temas románticos

¿Cuáles son los temas que Werther plantea? Por un lado tenemos la comunicación con la naturaleza, que será el gran tema romántico. La naturaleza es un espejo de Dios, su obra más sublime, y por eso precisamente se le valora, en oposición a la civilización que es obra del hombre, un ser imperfecto. La naturaleza que lo cobija -eso que fue a buscar Werther dejando la ciudad- será la guía de nuestro héroe, lo intocado, lo salvaje, lo perfecto:

«Reina en mi espíritu una alegría admirable muy parecida a las dulces alboradas de primavera, de que gozo aquí con delicia… Cuando el valle se vela en torno mío como un encaje de vapores; cuando el sol del mediodía centellea sobre la impenetrable sombra de mi bosque sin conseguir otra cosa que filtrar entre las hojas algunos rayos hasta el fondo del santuario; cuando tendido sobre la crecida hierba, cerca de la cascada, mi vista, más próxima a la tierra, descubre multitud de menudas y diversas plantas; cuando siento más cerca de mi corazón los rumores vivientes de ese pequeño mundo que palpita en los tallos de las hojas…» (pág. 21).

Y al mismo tiempo, la naturaleza se convierte en su propio reflejo. En la primera parte, el enamorado ve todo maravilloso: sol, flores, luz. En la segunda, cuando el sufrimiento lo invade, el mundo exterior se transforma en un escenario agresivo: bosques oscuros, montañas elevadas, noche. La visión de lo que lo rodea es subjetiva, teñida siempre por los afectos, los grandes tiranos:

«Anoche salí. Sobrevino súbitamente el deshielo y supe que el río había salido de madre, que todos los arroyos de Wahlheim corrían desbordados y que la inundación era completa en mi querido valle. Me dirigí a él cuando rayaba la media noche, y presencié un espectáculo aterrador. Desde la cumbre de una roca vi, a la claridad de la luna, revolverse los torrentes por los campos, por las praderas y entre los vallados, devorándolo y sumergiéndolo todo, ví desaparecer el valle; vi, en su lugar, un mar rugiente y espumoso azotado por el soplo de los huracanes. Después, profundas tinieblas; después, la luna, que aparecía de nuevo para arrojar una siniestra claridad sobre aquel soberbio e imponente cuadro. Las olas rodaban con estrépito… venían a estrellarse a mis pies violentamente… Un extraño temblor y una tentación inexplicable se apoderaron de mí. Me encontraba allí con los brazos extendidos hacia el abismo, acariciando la idea de arrojarme en él. (pág. 126).

Tal cual lo presenta Werther, la naturaleza resulta culpable de la desesperación que lo embarga, o por lo menos la causa del transtorno que lo lleva a tomar la decisión de morir. En realidad, lo que él hace es expresarse de manera simbiótica con la naturaleza: la fuerza del río sin cauce es un eco de su propio desborde. Ambos se mueven al mismo ritmo, como fue al principio, en un escenario distinto: luminoso y excitante. La sensualidad impregna el texto de colorido y movimiento, las imágenes son muy plásticas, sonoras, dinámicas. Con la descripción del desastre natural, el protagonista vislumbra su fin y se identifica. Es este uno de los momentos sublimes y el verdadero clímax de la historia, porque Werther desnuda su corazón y se entrega.

En segundo lugar, la importancia del yo. Todo lo que interesa a Werther es Werther: Carlota sólo en función de cuánto le gusta y cuánto lo tortura, el marido porque tiene que odiarlo aunque objetivamente hablando no lo encuentre odioso; el campesino que asesina a la viuda porque sufre como él, el loco que se transtornó de amor porque es una premonición de lo que le puede suceder; hasta su amigo Guillermo es convocado en función de la necesidad que experimenta Werther de hablar y desahogarse. Esta postura, que lo fuerza a vivir centrado en sí mismo, obedece a un egocentrismo notorio, y al mismo tiempo se percibe una visión elitista del mundo con elementos narcicistas, propia del espíritu romántico:

«Algún atractivo, de que no me doy cuenta, debo tener para muchas personas que espontáneamente se me acercan y se aficionan a mí; y por mi parte siento separarme de ellas y qu sólo un breve rato hayamos seguido el camino. Si me preguntas cómo es la gente de este país, te diré: «Como la de todas partes». La raza humana es harto uniforme. La inmensa mayoría emplea casi todo su tiempo en trabajar para vivir, y la poca libertad que les queda les asusta tanto que hacen cuanto pueden por perderla. ¡Oh, destino del hombre!
Por lo demás, esta gente es buena. Si algunas veces me entrego con ella a los placeres que aún quedan a los hombres, como la charla alegre, franca y cordial en torno a una mesa bien servida, o una expedición al campo, un baile u otra diversión cualquiera, esto produce en mí efectos muy buenos, con tal de que no se me ocurra entonces la idea de que hay en mí otra porción de facultades que debo ocultar cuidadosamente, por más que se enmohezcan no ejercitándolas. ¡Ah! Esto estrecha el corazón pero el destino del hombre es morir incomprendido.» (pág. 24).

Hay aquí una relación paternalista respecto con el pueblo: me digno compartir «alguna» cosa con ellos porque YO detecto que eso es lo que tienen de valioso. Pero YO tengo más. Es cierto que la democracia es un criterio posterior, el mundo estaba terriblemente dividido en clases sociales sin ninguna posibilidad de ascender, sin embargo la preocupación por el pueblo, otro de los temas en Werther, es siempre vertical, la humildad no es un rasgo característico del protagonista. El pueblo atrae como la naturaleza, porque es salvaje y menos formal que las clases altas.

En la misma línea están los niños, se les ensalza porque son puros, no conocen las falsedades de los adultos. El día que conoce a Carlota la encuentra rodeada de niños, un coro de ángeles que la adora como como si fuera una diosa, criaturas a quienes ella cuida y protege, situación que le añade atractivo a los ojos de Werther. El espíritu romántico que aquí se inicia, perseguirá el ideal de lo «intocado», aquello que no ha tenido contacto con la corrupción o el mal. Werther lo plantea de esta manera y, como podemos comprobar, idealiza el modelo porque se deja ganar por el arrebato:

«Sí, querido Guillermo, no hay nada en el mundo que interese tanto a mi corazón como los niños. Cuando los observo y descubro en esas criaturas los gérmenes de todas las virtudes, de todas las facultades que algún día le serán necesarias; cuando veo en su terquedad la entereza y constancia futuras, en su travieso desenfado el buen humor y la indiferencia con que más a adelante sortearán los peligros de la vida…; todo eso tan puro, tan entero…» (pág. 44).

El amor y el dolor

Desde que conoce a Carlota, Werther sabe que está prometida a otro hombre, pero se engaña y no pierde las esperanzas de conquistarla. Esto es normal, sucede todos los días, pero en el siglo XVIII se respetaban las promesas de matrimonio concertadas como si fueran leyes escritas, y Carlota había prometido casarse con Alberto. El hecho era irremediable y las posibilidades de una relación entre ellos eran mínimas. Werther, que lo sabe porque ella además se lo ha dicho, se consuela con su presencia, alterna con ella y Alberto en una suerte de trío idealizado en donde cada uno tiene un rol a jugar. Pero el tiempo avanza y el enamorado vive exaltado y obsesionado con su dama, los límites establecidos se tambalean y él reclama más atención, al punto que cuando ella le pide que no vuelva, él no es capaz de obedecer. Conscientes de la imposibilidad de ser pareja, el joven se aproxima a ella físicamente y en un momento de debilidad, se besan. Este hecho marcará a Werther como el fuego, porque es tan grande el placer y el éxtasis que decide, de manera irrevocable, que sin ella, no merece la pena seguir viviendo. Este es el momento cumbre de la historia, el desenlace romántico por excelencia: la inmolación en nombre del amor.

En un diálogo premonitorio sostenido con Alberto, Werther había defendido el suicidio como una explosión de la pasión, el final inevitable para un espíritu atormentado. Como el corazón es siempre lo más importante para el protagonista, reclama, con estas palabras, que se le dé la importancia que tiene, y no se puede controlar todo, porque se pierde el gusto por la vida:

«Veamos si podemos representarnos de otro modo lo que debe sentir el hombre que se resuelve a deshacerse del peso, tan ligero para otros de la vida. Pues sólo esforzándonos por sentir lo que él siente, podremos hablar honradamente del tema. La naturaleza humana -proseguí- tiene sus límites; puede soportar hasta cierto grado, la alegría, la pena, el dolor; si pasa más allá sucumbe. No se trata pues, de saber si un hombre es débil o fuerte, sino de si puede soportar la extensión de su desgracia, sea moral, sea física; y me parece tan ridículo decir que un hombre que se suicida es cobarde, como absurdo sería dar el mismo nombre al que muere de una fiebre maligna.» (pág. 64).

Esta palabras son la definición de la pasión por antonomasia, el reconocimiento de la oscuridad que yace en el interior de los seres humanos y que se resiste a someterse a las leyes de convivencia. De esta manera defiende Werther también al asesino de la viuda cuando intenta minimizar su culpa por la intensidad de su sufrimiento. Lo que señala es que el hombre se convierte en un pelele por la fuerza indomable de los sentimientos que arrasa con la razón. Por esto, el Werther de Goethe tuvo una resonancia mayúscula, expuso un aspecto del ser humano que era más elegante esconder. O más civilizado.

La violencia de la pasión es la esencia del héroe romántico y la lleva hasta sus últimas consecuencias. El protagonista, que se había definido como hombre religioso -no sólo por su visión cósmica que lo lleva a contemplar a la naturaleza como la obra de Dios, sino también por su deseo de huir del pecado y mantener la relación contemplativa con Carlota para no ofender al matrimonio- termina renegando de Dios y revelándose contra él. Esta es otra faceta de la pasión, quizá la más radical de todas, porque el suicida cometía una falta tan grave que no tenía derecho a ser enterrado en el cementerio de los creyentes.

Para terminar, es importante repetir que toda la primera parte está contenida en las cartas de Werther, por lo tanto, hasta ese momento, ignoramos el punto de vista de Carlota. Cuando aparece el editor, se asoma una Carlota atormentada por la situación, conmovida por el joven enamorado quien causa una gran impresión en ella, pero se mantendrá fiel a su marido y a su papel de esposa intachable. Werther le deja una carta, y de esa manera la implica y la señala. Él no se contiene ni guarda silencio, su pasión lo devora todo, después del beso cambia su actitud y se desborda. Estos elementos lo elevan a la categoría del mito romántico, y por eso seguimos leyendo Las penas del joven Werther en el siglo XXI con gran interés.

Los textos han sido tomados de la edición de bolsillo de Alianza editorial. Traductor: José Mor de Fuentes.