Ursúa

William Ospina

Un enorme esfuerzo de investigación respalda esta ambiciosa novela histórica, escrita por el narrador colombiano William Ospina, quien resucita para todos -lectores de habla hispana y lectores contemporáneos en general- un acontecimiento histórico del cual hablamos mucho, pero sabemos poco. Han pasado más de 500 años y aún nos sorprende la toma de Atahualpa en Cajamarca por un puñado de españoles. El argumento de los caballos que eran bestias desconocidas en América y que llevó a los americanos a confundirlos con dioses, personajes mitológicos que según la leyenda vendrían a liberarlos; las armas de fuego además de los cascos, corazas y escudos que los beneficiaban frente a ejércitos de hombres desprovistos de protección, casi desnudos; los perros entrenados para atacar; y las luchas fracticidas entre los incas, nos hacen pasar la página si no queremos entender y escarbar un poco más. Porque siempre queda la sensación incómoda de haber escuchado el relato de una hazaña inverosímil, de una bravura inusual, de un arrojo desesperado de aventureros que no tenían nada que perder.

Con Ursúa, Ospina nos invita a repasar, de manera minuciosa, la conquista de un continente: dibuja la belleza y el exotismo del territorio que se descubre, expone la ambición y la codicia que genera el oro, la plata, las esmeraldas y las perlas; recuerda la actuación de algunos personajes que reaccionan con piedad y sensatez, como Bartolomé de las Casas quien obliga al Rey a legislar a favor de los indios; señala el comienzo del mestizaje, explica el enfrentamiento entre los conquistadores y sus luchas sangrientas, y cómo, desilusionados por falta de reconocimiento, alimentan una creciente rebeldía contra la Corona lejana. Este es, en resumen, el corpus narrativo que construye el escritor colombiano para la primera novela de una trilogía sobre el mismo tema: El país de la canela y La serpiente sin ojos serán los otros títulos publicados.

Ursúa, conquistador:

Es interesante la elección de Pedro Ursúa como protagonista porque este señor fue un conquistador de segunda línea. Quiero decir que William Ospina no elige a Hernán Cortés, ni a Francisco Pizarro, ni a Diego de Almagro, ni a Nuñez de Balboa, tampoco a Francisco Orellana, por mencionar a unos cuantos de los que pasaron a la historia como los grandes líderes de esta aguerrida empresa. Ursúa no dejó rastro de héroe, tampoco tuvo mucha suerte, no consiguió títulos ni encomiendas, ni encontró la paz en el nuevo mundo: muere asesinado en la expedición al Amazonas en manos de Lope de Aguirre. ¿Qué hay, entonces, en Pedro de Ursúa para darle ese protagonismo?

Precisamente eso, que era uno más de los muchos que pululaban por las Indias, detalle que lo convierte en un representante de su época, un joven ambicioso y soñador que no le teme a nada, su valentía es su gran capital, combinada con una energía desbordante que lo lanza siempre hacia adelante. Nació en Arizcún, Navarra, en una casa solariega de gente importante, por lo tanto la búsqueda de riquezas no fue la razón de su partida, lo movía una curiosidad natural y una avidez que no se ceñía a lo material, una pasión desbordante, insaciable, al punto que pienso que a un chico como él, hoy lo llevarían los padres de cabeza al psicólogo:

«Apenas le asomaba en la cara una pelusa de cobre, y no fue la pobreza lo que le lanzó a la aventura. Si hubiera decidido quedarse en su tierra, confiando en los favores del amo del mundo, cuyo abuelo Fernando de Aragón tuvo siempre en la casa de Ursúa un aliado invariable, y cuyo camarlengo era primo de uno de sus mayores, sin duda habría obtenido algún cargo en la corte. Pero el mismo Dios que puso belleza en su rostro, y rabia y diablura en la muñeca de su brazo derecho para maniobrar la daga hacia arriba y la espada hacia toda la estrella del espacio, sembró inquietud en su pensamiento y avidez en sus entrañas, y al muchacho le aburrían los trabajos del campo, y soñaba con lances de sangre y ciudades de oro…

… Desde muy joven frecuentaba esas fondas de rufianes y gritos, y mientras sus oídos bebían los relatos exagerados e inventivos de los aventureros, él adivinaba al fondo de sus narraciones de sal y de vientos salvajes, de selvas descomunales atravesadas por grandes pájaros de colores, de sirenas viejas fatigadas en los escollos y de un cielo de cántaro azul cuyas constelaciones formaban figuras de leones y de serpientes, un sedimento de verdad , un alcohol de mundos nuevos y de peligros más punzantes que los trabajos insípidos de la aldea.» (pág. 22- 23).

Los relatos de un pariente que venía de América excitaron su imaginación de tal manera, que decide partir a su encuentro. No lo convence Borinquen, la tierra elegida por el tío, entonces se embarca a Perú y comienza su largo peregrinaje:

«Pensaba que iba a cambiar de lugar en el mundo, pero había cambiado de mundo. El suelo se hizo otro suelo y el viento se hizo otro viento, cambiaron de gritos los pájaros en las ramas y cambiaron de forma los seres presentidos en la tiniebla: el aire entre los cuerpos se llenó de palabras incomprensibles, la carne se mostraba a la vez más impúdica y más inocente y la mente se fue llenando de recuerdos desconocidos y túneles caprichosos. Porque para el viajero sosegado lo que quedó a lo lejos se vuelve más grande y más bello, pero al que viaja entre marejadas y peligros los tigres en el camino no le dejan espacio para las dulzuras perdidas.

Le hervía la sangre por guerrear y llegó a una región donde se preparaban grandes combates, pero aquellas no eran guerras entre los indios, en busca de los tesoros ocultos de la montaña, sino enfrentamientos entre los propios españoles y él había venido a buscar otra cosa. Para combatir con hombres blancos habría podido quedarse en su tierra, donde por esos días el emperador llevaba sin tregua sus tropas a repintar con sangre y ceniza las fronteras. Ursúa buscaba adversarios distintos, guerras asombrosas…» (pág. 56-57).

Desilusionado en Perú por las luchas locales, recibe una carta de un hermano de su madre -Miguel Díaz de Armendáriz- quien fuera enviado a las Indias como juez de residencia, para que se reuniera con él en el puerto de Cartagena. El tío venía a imponer las nuevas leyes de Indias y a ejercer justicia entre los conquistadores. Pero el encuentro con la realidad trastoca las buenas intenciones y con el tiempo se establece entre ambos una asociación abusiva para beneficio propio. El idealismo inicial se deja de lado, la codicia aparece como un derecho de retribución por las penalidades sufridas, y Ursúa experimenta una sed de conquista que no podrá frenar jamás. Funda ciudades pero no se detiene en el gobierno de ellas, lucha sin sosiego para someter a nuevos enemigos, para apoderarse de más riquezas. Lo domina la fiebre del poder, el gusto por el sometimiento. Su valor es incuestionable, pero puede más la pasión que el honor y comete todo tipo de atropellos. La actuación de Ursúa parece la norma entre los conquistadores, había algo que se deterioraba el interior de estos hombres y para la gran mayoría, predominó la ley de la selva. Sobrevivir en un medio duro y difícil los convirtió en unos salvajes. Esto fue así y es así en todas las conquistas, sin ninguna excepción, hasta el día de hoy.

Pero es importante señalar que Ursúa fue perseguido por abusar de los indios y matar a los vencidos, su mal comportamiento en la guerra lo convierte en un indeseable; de la misma manera que el tío, que venía a poner orden y abusó de su poder, terminó encadenado para ser juzgado en España. Sí, eran unos desalmados, pero la justicia podía quitarles todo. Porque Ursúa no calla el buen hacer de un Imperio poderoso ya que las Nuevas Leyes de Indias fueron, en pleno siglo XVI, un acierto valiente. Si se cumplieron o si sólo quedaron en el papel, es otra tema, pero es notable que en esa época se legislara a favor de los más débiles, a pesar de que convenía otra cosa. Por eso, para hacer un balance final y no pecar de excesos, el narrador anota al final:

«Tal vez no había manera de evitar las crueldades que ha producido esta conquista, pero sé que hubo, entre tantos varones que llegaron de España, muchos seres distintos, y a menudo los mejores son los menos oportunidad tuvieron de moderar el horror e impedir los crímenes. Inhábil para juzgar la labor valerosa y maligna de los grandes capitanes, he intercambiado largas cartas con el prefecto Mancio Lejesema, un hombre generoso y recto que tiene su parroquia en el Cuzco, y él me instruyó hace poco en cosas que mi corazón se negaba a entender: ‘Yo sólo sé honrar a quienes convierten los esclavos en hombres libres”, me dijo, “y la labor de Cortés, de Pizarro, de Belálcazar, de Jiménez o de tu amigo Ursúa sólo ha consistido en convertir a los hombres libres en esclavos’.» (pág 480).

Creo que también es un acierto de Ospina ocuparse de la conquista de Colombia, Venezuela y Centro América, cuyas historias son menos conocidas en este período. Perú y Mexico, como fueron los virreinatos más poderosos, suelen ser los más citados y comentados, de ellos tenemos muchas más referencias. Por lo tanto, en Ursúa se combina, con éxito, dos cosas: un protagonista que es un desconocido para el común de los mortales, y una región que despierta curiosidad por no estar tan manoseada y expuesta.

Hazañas heróicas

Ya comentamos que hay muchos hechos de la conquista que parecen inverosímiles para un lector de esta época. Acostumbrados a ciertas comodidades, cuesta comprender el nivel de esfuerzo y valentía que requerían estos desplazamientos, las dificultades que la empresa entrañaba, la falta de instrumentos, la precaria cartografía, desconocimiento de la geografía, las limitaciones de la navegación a vela:

«… largos meses de encierro en una prisión ondulante, en un galeón solemne y fétido, oyendo las canciones bestiales de los marineros, sus oraciones a gritos cuando de desatan los temporales, viendo el vuelo milagroso de los peces y el fulgor sobrenatural que se apodera en la noche de las lanzas o de los calderos, oyendo el merodeo de las ratas y de los marinos difuntos en las bodegas, y el crujido doloroso de las velas ansiosas de viento, cuando la noche sopla con fuegos fatuos sobre los viajeros desvelados y uno está solo con el mundo inmenso y con la polvareda misteriosa del cielo.» (pág. 45).

Estas dificultades que sufrieron no los eximen de los abusos y el maltrato a los indios, pero es sí es justo señalar la naturaleza de la aventura, recordar que fue una campaña muy dura y que eso influye, de manera negativa, en las gentes que la padecen. La Corona estaba lejos y no conocía de cerca la magnitud de la empresa, ni mucho menos el mundo nuevo que ellos estaban descubriendo. Los mueve la codicia que despertó el oro, los europeos nunca pensaron encontrar tanta riqueza, y como el oro tenía dueño, y además se necesitaba mano de obra gratuita, es entonces y ahí cuando se cometen barbaridades para apropiarse de lo ajeno: sea oro o libertad. En el momento que el hombre se convierte en un animal voraz, y pierde de vista el respeto por los otros seres humanos a quienes ningunea o desprecia, estamos en el territorio del horror.

Todas las guerras son crueles y abusivas, y Ursúa era, para su desgracia, un auténtico guerrero. Encontró en la conquista una razón de ser y el escenario perfecto para descargar su agresividad sin sentirse mal por ello:

«Lo habían endurecido los caminos, las batallas y las esperas. Es verdad que seguía siendo, y lo fue hasta su muerte, respetuoso de la Corona, pero había en él una vocación inextinguible de crueldad y violencia, y sólo la guerra creaba ese espacio en donde su corazón podía ser fiel a unos linajes brutales, a la temperatura de su sangre, sin sentirse profanando las leyes. Por eso amaba tanto la guerra, porque sentía que en sus vórtices era posible ser brutal sin dejar de ser un caballero, y tal vez por eso lo tentaban más las guerras contra infieles, contra indios y esclavos, porque su Dios lo autorizaba a toda crueldad mientras no estuviera atentando contra sus semejantes.» (pág. 392).

El contraste entre dos mundos

La mirada de los conquistadores es europea, y con esos ojos comienzan a apreciar las novedades que salen a su encuentro. Los pasajes más bellos de la novela son las descripciones de una geografía que los sorprende. Incluso antes de llegar, ya en los puertos circulaba el mito de un mundo de maravillas que enardecía y excitaba a los hombres, a veces, incluso, este relato estaba idealizado:

«… había mares de perlas, flechas con la muerte pintada de azul en la punta y peces carnívoros cuyo extraño nombre era tiburones, que a leguas de distancia descubrían el olor deleitable de los naufragios; había bosques de árboles descomunales en los que siempre era de noche, hombres cubiertos de plumas que hablaban con los peces de los lagos y que se transformaban en tigres, y tiendas de indios llenas de pieles secas de indios vencidos; había raíces que enloquecían a los hombres, niños que pescaban con largas flechas en los raudales, ancianos capaces de cruzar a nada ríos turbulentos, había muchachas bellísimas que se alimentaban de piojos, bestias de largas lenguas a las que se adherían las hormigas, grasa de peces inteligentes que producía locura de amor, pájaros que hacían complicados nidos de arcilla, animales esféricos recubiertos de púas, ranas más venenosas que diez mil indios, serpientes en el fondo de los lagos que tenían alianzas con el trueno, y moscas que producían llagas incurables; había indias que eran mujeres en la noche y serpientes al amanecer, rios de una sola orilla, pueblos que juraban ser hijos de las águilas y de los lagartos; había muchedumbres guerreras más silenciosas que la niebla, ciudades de mujeres valientes y desnudas que reducían a esclavitud a los enemigos, mujeres irresistibles que devoraban al macho durante la cópula, y legiones de cristianos avanzando con el credo en los labios entre aldeas de brujos y selvas mortales.» (pág. 46- 47).

El choque cultural de los recién llegados se acentúa cuando se encuentran con un mundo que se rige con otros códigos, una naturaleza que responde a otras leyes:

«Cada gobernación parecía limitar con ciénagas y con neblinas, estaba a medias habitada por caníbales y a medias por fantasmas, porque es imposible imaginar estos rumbos antes de haber estado en ellos. El hombre que recorre una provincia no concibe las otras por cercanas que estén, en un mundo que se diría tan cambiante como las nubes, donde las aldeas vacilan ante el peso de las avalanchas, donde los montes olvidan los caminos, donde los fuertes ceden ante la presión de los ejércitos de indios y las ciudades se arrodillan al paso de los huracanes. He visto de un año a otro cómo se alteran las tierras, cómo cambian los ríos de curso, cómo las costas modifican su trazo.» (pág. 68).

Ospina se convierte en poeta cuando describe su tierra, se nota el amor que siente por lo suyo, la admiración por la belleza que conoce. En ese aspecto, la novela es un canto a América, una loa a una tierra llena de colorido, exótica, deslumbrante. El espacio narrativo se centra en Colombia y parte de Venezuela, y algunos lugares de Centro América, en donde la naturaleza derrocha vitalidad. Celebro estas descripciones llenas de imágenes bellas, son el mejor antídoto contra la brutalidad de los hombres.

Tenemos, en este nuevo mundo, algunas escenas que parecen surrealistas, casi ridículas por sus excesos, pero funcionan como una manera inteligente de describir las diferencias. Algunos ejemplos: el naufragio del cura Martín de Calatayud en donde los sobrevivientes se vistieron con la ropa lujosa que había en los baúles y así «quedaron dispersos por los arenales los elegantes muertos del naufragio.» (pág. 85). O el rayo mortal que «sacudió el barco como una tempestad, ensordeció a las gentes del muelle, despedazo los mástiles, hizo volar leños como cuchillos de las maderas de la cabina y del puente, fulminó a los jugadores, dispersó la baraja ennegrecida, y desplegó por la cubierta el olor al infierno» (pág.99), matando a 3 hombres e hiriendo a un cuarto. Otro ejemplo es la reacción de los guerreros indios que se asustaron con el aspecto y las rostros de los españoles «Y al parecer muchos se suicidaron, incapaces de soportar el tormento de ver los rostros de aquellos hombres, que según sus propias palabras les daban ‘terror y disgusto de la vida’.» (pág. 193).

Pero también se percibe, y esto es interesante desde el punto de vista histórico, la formación de una nueva cultura, un cambio en los españoles que llegan a América y comienzan a comportarse de manera diferente, adaptándose, por un lado a las novedades, y desarrollando, por el otro, ambiciones desmedidas generadas por el deseo de acumular a cualquier precio. La pregunta que surge del texto es: ¿si estos hombres se hubieran quedado en Europa, se habrían comportado igual? ¿Es esa actitud, caprichosa y brutal, inherente al hecho de conquistar?:

«Europa tiene dogmas y linajes y arcángeles: las Indias son otra manera de vivir, de perseguir fortuna, de hablar con la tierra y sus dioses. Aquí la lengua no nombra las mismas cosas ni las mismas pasiones, aquí verdad y mentira parecen tejidas con otra sustancia, aquí todavía el mundo lo gobiernan los sueños, si no las pesadillas; el oro está más lleno de promesas y arrastra más hombres incautos a la muerte; nada logra volverse costumbre, la sorpresa es el hábito, y cada día trae un sabor mezclado de frustración y de milagro.» (pág. 87).

Respecto a la codicia que despierta el metal precioso, Ospina señala el uso diferente que los incas dieron al oro: para ellos era un reflejo del dios sol, llevar un arma de oro era como llevar al dios consigo a la batalla, por eso la sorpresa de los indios cuando ven que los españoles lo acumulan y lo derriten porque sólo les interesa el valor monetario del metal. No hay nada más que ambición de poseer, en ese afán de acumularlo, ni la cultura ni la religión le otorgan al metal otro significado.

Lenguaje

Lo mejor en esta novela es la elección del lenguaje y de la sintaxis, esas frases largas que parecen eternas, y que sirven para dibujar el territorio conquistado. Estamos ante una prosa barroca, poética, llena de excesos. Y sin embargo, cada palabra cumple una función en Ursúa, el vocablo elegido modela, arropa y presenta un mundo amado, que es el mundo del autor. Leer algunos párrafos en voz alta es un placer, la mención de las zonas geográficas y las etnias aportan sonoridad al texto y una dosis de exotismo que corresponde, sin duda, con la realidad.

Una característica notable de esta prosa son las enumeraciones, un recurso que utiliza el narrador colombiano de manera reiterativa porque cumplen una función importante presentando la diversidad. Al acumular elementos en un párrafo, como si estos fueran listas interminables, nos transmite una idea de la dimensión inabarcable del objeto referido. En vez de simplificar, Ospina opta por detallar, y de esa manera enriquece el texto y lo hace crecer en volumen porque contiene la suma del todo, o lo intenta. Las enumeraciones son como rosarios que se desgranan, lentamente, cuenta a cuenta, y en cada una de ellas, tenemos información necesaria para captar el contenido y el concepto que esconden. Algunos ejemplos:

«Allá estaban los urabaes, que cambiaban mujeres por oro; los guazuzúes, que habitaban en lo espeso de los bosques; los nitanes, que tejían delicadas telas de algodón; los cuiscos, que hacían cuencos de arcilla roja con forma humana; los araques del Sinú, que cebaban cerdos salvajes; los péberes, famosos por su oro y por sus esclavos; los tatabes del cerro blanco, que habitaban con sus familias en lo alto de los árboles; los uramas de la sierra de Abibe, que tenían templos en la montaña…» (pág. 190).

«… se añadieran ahí a las numerosas plantas nativas que alimentan y curan, muchas que crecen en el viejo mundo: grandes habas que limpian los riñones, y a través de las cuales, según piensan algunos, nos desvelan las almas de los muertos; garbanzos que dan energía amorosa, y que se suavizan con aceite y especia; mostaza ardiente; trigo que crece en oleadas y es el alma del Imperio y la carne de Cristo; cebada siempre suave; coles que curan las verrugas y rábanos que chispean en la lengua; lechuga lisa y encrespada de sangre fría, que ayuda a bien dormir; cebollas afganas que añaden vida a todo…» (pág. 230).

«En el norte el señor de Tayroma reunió muchos pueblos dispuestos a defender sus territorios sagrados: guerreros de Kunchiaku, en la puerta de las enfermedades, y muchachos pintados de rojo de Bunkwanariwa, la tierra madre de los animales y el agua; guerreros danzantes de Imakámuke, la puerta de los relámpagos y los movimientos de la tierra, y flecheros peligrosos de Alancia, la madre de la sal del desierto; altos señores de Mama Lujwa, la región de las tinajas y los vasos de barro, y flautistas rojos de Mixtendwe, la madre que propicia los bailes. Vinieron a su encuentro los canoeros de Jate Teluama, en las puertas del gran mar azul…» (pág. 398).

«Para cavar y extraer metales en las minas, para talar los bosques gigantescos y aserrar su madera en los galpones, para manejar ganados en las crecientes haciendas, para cortar cañas en las primeras plantaciones del Caribe y en los valles de Tierra Firme, para bogar llevando viajeros y cargas por los ríos, para construir casas en las ciudades, para cargar grandes piedras y empedrar plazas y caminos, para servir en las casonas y cargar fardos en las expediciones, para combatir a las órdenes de los conquistadores y hasta para pescar perlas cuando se extenúan los pulmones de los indios, los negros han sido el principal instrumento, carne de flecha en las batallas, suelo para caminar sobre las ciénagas, paño del sudor y punta de lanza de las expediciones más riesgosas, alimento de tigres y caimanes en las exploraciones a lo desconocido.» (pág. 457-8).

Hay otro elemental formal en Ursúa que me gustaría señalar antes de terminar: me refiero al ritmo. A veces la narración no avanza, da vueltas sobre el mismo punto, intentando, quizá, recrear el día a día de los conquistadores que andaban perdidos, desorientados, exasperados por su desconocimiento de la geografía. La sensación del caos que reina se percibe en cada línea, como también se palpa la atmósfera de precariedad que los acompañaba. Es el caso de los que decidieron partir a España para reclamar un título, algo que parece imposible si uno recuerda los peligros de esos viajes, y algunos volvían una y otra vez, como si se tratara de una corta excursión. ¿Cómo reflejar la inmensidad de los territorios, los peligros de los caminos, el miedo a las flechas y a las tormentas? William Ospina lo consigue con la palabra justa.

Los textos han sido tomados de la edición de Mondadori, Barcelona, 2012.