Paseador de Perros

Sergio Galarza

En la novela de Sergio Galarza -publicada en el 2009- el acierto mayor es el tono menor elegido para narrar: el relato fluye sin sobresaltos, sin dramas que pudieran parecer forzados en un mundo en donde la rutina se convierte en norma por necesidad, la única salida para asumir la realidad en la vida de un inmigrante sin papeles que no consigue mejor trabajo que éste: cuidar animales ajenos. La rutina, que funciona como tabla de salvación, se quiebra sólo cuando irrumpen las reflexiones del protagonista en donde afloran sus grandes pasiones: la música, el fútbol y Laura Song. Son las tres parcelas de su vida que lo liberan de la chata cotidianidad, en ellas encuentra sus placeres y sus penas, y entre todas resumen, junto con el deseo de viajar, las razones para seguir.

Galarza demuestra un buen manejo de la historia, sabe saltar del rollo personal e íntimo al del ámbito laboral o social, dos maneras de sobrevivir, dos aprendizajes. Ese vaivén fluye naturalmente y tiene buen ritmo, el narrador gradúa muy bien la dosis y luego el cambio, el personaje crece y se define en esas rupturas, su silencio es determinante porque con su mirada basta y sobra. Entra y no entra en la vida de los otros, se queda fuera pero no se queda pasivo, finge retirarse pero cuando se retira lo hace dejando algo. Este ritmo narrativo delata oído y pasión por la música. El personaje protagonista se va dibujando sutilmente, sin explicar mucho ni contar demasiado, su silueta se desliza y de pronto se chanta para seguir caminando o paseando a los perros en el siguiente capítulo.

La mesura es algo natural al personaje innombrado, alter ego de Galarza, escritor peruano que vive en Madrid, y responde a su mundo interior: se trata de un joven que lucha por su independencia y huye de las modas, de lo políticamente correcto, de la chatura de un mundo en donde los tópicos se convierten en lo esencial y hacen que la gente olvide que hay otras salidas, otras opciones, otras formas de aprendizaje. El tono lo marca su manera de ser, lo mueve una elegancia intuitiva que despliega para asumir su realidad como algo inevitable pero necesario, consciente de que lo que vive es una etapa, no un destino. Su exilio es voluntario y está dispuesto a realizar cualquier labor para reunir el dinero para sobrevivir. Su ironía e inteligencia lo ayudan a sobrellevar el momento.

Veo tres niveles para el análisis: la ciudad, que el protagonista recorre e interioriza con su mirada de extranjero; el paralelismo entre el mundo de los animales y el mundo de los seres humanos; y su búsqueda personal para insertarse en un mundo que le es ajeno.

La Ciudad

El paseador de perros demuestra interés en captar las particularidades de cada barrio como parte de su aprendizaje y como consecuencia desarrolla una suerte de teoría respecto a los barrios de Madrid en donde le toca trabajar y vivir. Su esquema parece ser el siguiente: si conozco y defino la ciudad y sus características me apropio de ella, la hago parte de mi vivencia y de esa manera la domino, porque ya no me sorprende. Este intento de controlar el territorio es producto de su trabajo, pero también será resultado de su propia elaboración: el yo interioriza lo que conoce y le da un sentido más general, relacionándolo con el país que lo acoge y las características que lo definen en su variedad y riqueza:

«Vivo en Malasaña, antes lo hice en la Latina, el barrio al que me mudé con Laura Song después de unos meses de ocupar gratis una habitación en el piso de un amigo en La Concepción, frente al parque Calero, ese ex hogar de yonquis en donde hoy sólo queda el cadáver. Después de la ruptura, unos parientes tan lejanos que recién conocí aquí, me alojaron por unos días a unas de la habitación que alquilamos, pero no soporté cruzar a diario por delante del edificio donde todo terminó. Tuve la suerte de que unas estudiantes danesas me eligieran como compañero de piso al lado de la Plaza Dos de Mayo, el alma de Malasaña en donde los niños y corretean y trepan entre los juegos de un pequeño parque infantil, mientras bandas de adolescentes latinos matan las horas disfrazados de pandilleros del Bronx y los gringos convertidos en madrileños artificiales comparten las terrazas de los bares con los jóvenes españoles que se mudan al barrio de moda (para siempre). La habitación de La Latina quedaba en un sótano, lo que nos emparentaba con los topos. En el invierno el sol apenas se asomaba por las ventanas a ras del suelo y para saber si era de día o de noche había que mirar el reloj, aunque la hora nos tenía sin cuidado porque entonces éramos dos jóvenes desempleados y deslumbrados por el bullicio de una ciudad que respiraba el polvo de las construcciones y el humo de la fiesta perpetua.» (pág. 10- 11).

Como se comprueba en ese párrafo y los siguientes, el narrador siempre en primera persona capta no sólo la atmósfera de los diferentes barrios madrileños, sino también el elemento humano que los habita; y define a ambos, en una interacción de ida y vuelta. De esa manera, cuando el narrador describe lo que observa percibimos su punto de vista, la manera cómo organiza la información y la subjetividad que la envuelve, no olvidemos que es un extranjero que intenta aprehender una nueva geografía urbana:

«La perra (la mascota) vivía en Alcorcón, un pueblo de la periferia madrileña convertido en ciudad. Ir hasta allí, sumergido una hora en el metro, me deprimía. Sus calles con basura desparramada al lado de los contenedores, los parque con más latas que botellas rotas con flores, la gente vestida con ropa que parece donada por la Cuz Roja de Europa del Este, los jóvenes y sus coches explotando música sin cuerdas, viejos vegetando en las bancas y esquinas como espantapájaros, los rumanos y sus zapatos de escamas, las rumanas y sus joyas de fantasía, los españoles que uno confunde con los rumanos, los latinos peleando por dinero desde los locutorios con alguien al otro lado del Atlántico, los bloques de edificios con sus balcones blancos y sus barandillas de metal, esas prisiones del extraradio que me recordaban el Cono Norte de Lima a su imperio pacharaco. Cada vez que visitaba Alcorcón me sentía deportado del paraíso del Centro y me preguntaba de qué se reía esa gente viviendo en un lugar así.» (pág. 18-19).

Un elemento importante que señala el paseador es la cultura que surge en cada lugar, como si la gente se agrupara por intereses comunes o desarrollara hábitos compatibles con sus vecinos. La música que impera en cada uno de esos barrios es producto del espíritu que se respira, porque la música, en Paseador de perros, dignifica y ofrece una saludable evasión. En esta línea, los sonidos de un barrio son el reflejo de su alma:

«Mis gustos musicales se hicieron más drásticos teniendo en cuenta que Malasaña se veía amenazado por el desborde de Chueca y Pauline odiaba salir del barrio Universidad, su nombre oficial. Malasaña era como el núcleo del rock en Madrid, un barrio en cuyas paredes retumbaba lo más pesado del rock, en donde el punk sacudía, el rockabilly iluminaba, el funk relajaba. Pero de un tiempo a esta parte, la estética del house, que tiene como sus mejores propagandistas a los gays, había empezado la invasión de mi refugio. El house, esa música que despierta el erotismo y es consumida como si se tratara de un frasco de gel, nunca me ha contagiado, me resulta monótona. Pauline creía que si Malasaña moría, la culpa iba a ser de los gays. Yo le decía que la culpa sería del house y de la gente que veía a los gays como un grupo uniforme, olvidando que había compositores como Morrisey, que había escrito temas memorables como «Some girls are bigger than others» y era más gay que cualquiera de los invasores que llegaban desde Chueca.» (pág. 103).

Los Animales y las Personas

La posibilidad de trabajar con mascotas ofrece, al personaje, una ventaja: evitar a los seres humanos. Este planteamiento es el resultado de experiencias agotadoras en donde la invasión de su privacidad ha sido frustrante y agotadora. Lo que no mide el paseador de perros es su sensibilidad social. Después de haber pasado un tiempo a la defensiva y evitando involucrarse con los dueños de los animales, terminará por cambiar de actitud y sintonizar con sus problemas. Negarse a verlas no quiere decir que no existan: el moribundo silencioso con dolores y sin pierna, la chica desfigurada por el acné, el viejo amargado por la partida de su hijo, van dejando huellas.

«Al comienzo pensé que pasear perros me alejaría de la gente y sus taras. Cuando era lavaplatos el dueño me apuraba a gritos aunque no hubiera muchos clientes y encima tenía que ahuyentar a las ratas del Deep South para poder tirar la basura en un contenedor que emanaba gases tóxicos. Cuando limpiaba la piscina de un hotel los huéspedes se quejaban siempre: habían encontrado un pelo o la hoja de un árbol flotando a su alrededor. Y cuando fui teleoperador tuve que soportar los discursos motivadores de un colombiano que no paraba de preguntarme cómo me sentía.» (pág. 7).

Estas palabras al inicio del relato, dicen mucho de la situación anímica del protagonista: falta de adaptación, marginalidad, poca tolerancia con las personas. ¿Piensa que con los animales todo será más fácil, más silencioso y menos perturbador para él? Es posible, pero también es una ilusión. En este sentido, la historia de Laura Song y su perro Chasqui es otro buen ejemplo: cuando falló su padre, Laura lo reemplazó por una mascota y se aferró a ella para olvidar. En Paseador de perros los animales conducen a lo humano, y el chico sabrá responder como una buena persona, a pesar de su actitud distante y defensiva. Es noble y austero. Y buen observador.

«Pasear un perro o cualquier animal es como leer el diario de su familia. Cuando te dan las llaves de una casa entras en un matorral de recuerdos, en un cementerio en donde la fuerza del olvido trata de destruir las lápidas que puedan llevarte por rutas de abismo, porque el pasado es un agujero negro. Ahí están el padre que mantiene a un mapache como único recuerdo de su hijo, el hombre que agoniza sin una pierna, la divorciada que alimenta su biblioteca de autoayuda cada semana con nuevos títulos, las abuelas que me preguntan si volveré al día siguiente…» (pág. 43).

El paralelismo entre los hombres y los animales resuelve con acierto el final de la historia. Cuando el protagonista ha cumplido su etapa como paseador de perros, se encuentra listo para partir y se dirige en busca de un horizonte nuevo: el sentido del viaje final. Pero no se va solo, ayuda a huir a los perros que serían sacrificados después de la muerte de su amo: la liberación del paseador se hace efectiva liberando de la muerte a los indefensos animales. Buen cierre, justo y contundente.

En la novela hay varias imágenes que asocian el mundo de los animales con el mundo de los humanos como si las fronteras no existieran en la mente del narrador y unos pudieran verse en el espejo de los otros:

«Tenía la mira de un mapache aquella mujer» (pág. 9).

«La habitación de La Latina quedaba en un sótano, lo que nos emparentaba con los topos.» (pág. 10).

«El hombre respiraba con dificultad como un bulldog.» (pág. 70).

La Búsqueda Personal

En cierta manera, Paseador de perros es una novela de aprendizaje. El recorrido que realiza el personaje para encontrar su lugar en Madrid es la experiencia vital que será el núcleo de la narración. Hay un punto de inicio que me parece importante y que ya lo hemos mencionado: es consciente de que él lo ha elegido y por lo tanto le toca asumir las dificultades sin culpar a nadie por su situación. Esto no es común, todos intentamos buscar chivos expiatorios, por lo tanto el personaje en esta historia tiene una dimensión ética interesante.

Su identidad de extranjero no le impide desarrollar una mirada crítica con respecto a los inmigrantes: hay una denuncia constante a la ausencia de ambición en algunos, a la falta de interés por la cultura, y a los gustos musicales del colectivo. En este sentido veo a un joven libre de convenciones sociales que no pacta con lo que se espera que diga alguien en su situación y que descubre su propio camino sin ataduras de clase o condición:

«¿Por qué han venido a este país si nunca pisan los museos ni los cines con películas en versión original? Sólo leen los diarios gratuitos que se reparten a la entrada de las estaciones del metro. Si no es por el acento, su ropa los delata como inmigrantes, pero ganan más dinero que un paseador de perros.» (pág. 72).

«En un portal un grupo de frikis fumaba hachís. Uno de ellos se me acercó a pedirme unas monedas. Llevaba una camiseta que declaraba «Soy friki». Lo aparté de un empujón, y si hubiera insistido en pedirme dinero, le habría prendido fuego a su camiseta al igual que a los falsos hippies que se reúnen a hacer malabares en el Parque del Retiro, horda de vagos, eso es lo que son, adoptan la pose de incomprendidos por un mundo del que reclaman el ocio más que la libertad. ¡Pónganse a trabajar! ¡A pasear perros!, les habría gritado. (pág. 120-1).

Y para terminar, me gustaría insistir en el tono de la narración, producto de la contención del protagonista, y al mismo tiempo de su deseo de independencia, de no involucrarse ni dramatizar. Hay una frase que expresa muy bien esta austeridad de miras, que no tiene nada que ver con la falta de ambición, más bien, diría yo, refleja cierta sabiduría:

«Todos queremos destacar como Nick, lo malo es que a veces no vemos que basta con ocupar el altar en el corazón de una chica.» (pág. 75).

Paseador de perros fue elegido como el tercer libro recomendado por la Confederación Espñola de Libreros. Y Sergio Galarza como el Nuevo Talento por FNAC.

Los textos han sido tomados de la edición de Candaya, 2009.