Los Enamoramientos

Javier Marías

Autor: Javier Marías

Publicada en 2011, el escritor español Javier Marías acierta con esta novela compleja en donde combina el género policial y la novela romántica, intercalando, al mismo tiempo, reflexiones filosóficas sobre las distintas situaciones que vive la narradora, María Dolz, a raíz de un extraño suceso que cambiará su vida para siempre.

No me consideraba una seguidora de Marías. Al leer sus anteriores novelas –Todas las almas fue una excepción- terminé casi siempre distraída con sus largas digresiones. Su prosa, atractiva al principio, se convertía, a mi juicio, en un derroche de recursos pero no necesariamente de belleza. Y en algunos casos, sus piruetas verbales me llevaron a pensar que contribuían a oscurecer el texto cuyo resultado juzgaba farragoso y algo exhibicionista. Los enamoramientos me ha reconciliado con él, he quedado fascinada con su prosa al punto de querer releer sus obras anteriores sospechando que fui yo la que no estuvo a la altura.

En efecto, en Los enamoramientos encontramos coincidencias con sus obras anteriores: la muerte imprevista que trastoca todo, las referencias literarias, el amor, las reflexiones sobre los hechos que viven los personajes -en cuanto al contenido- y las digresiones, la prosa envolvente, las frases largas, el ritmo y la cadencia -en el aspecto formal-. Sin embargo es la primera vez que Javier Marías utiliza una voz femenina para narrar, y quizá sea ese el detalle que me ha permitido sumergirme con mayor facilidad en la ficción, no porque yo sea mujer sino porque me alejó del autor, distancia que no conseguía anteriormente. Quiero decir que la magia literaria funcionó y me ha permitido disfrutar la novela sin prejuicios: como lectora, estaba totalmente entregada. La postura de María Dolz, quien observa a una pareja desconocida e interpreta lo que ve según sus propias fantasías, resulta un inicio provocador. Pero no es sólo el inicio -como advertí en Mañana en la batalla piensa en mí, que tiene uno de los mejores inicios de novela que haya jamás leído- aquí, el interés se mantiene a lo largo de toda la obra.

Estructura

El relato está dividido en cuatro partes, que representan las cuatro etapas por las que atraviesa la protagonista en su corto proceso de aprendizaje:

Primera parte

La frase que inicia el relato es reveladora, porque expresa el deseo de María Dolz de vincularse con Luisa y en la relación que establece con ella, reconoce, acepta y define su papel de segundona, rol que mantendrá hasta el final, como su sello de identidad:

«La última vez que vi a Miguel Desverne o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no deja de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él ni una palabra.» (pág. 11).

María ocupa un segundo plano, es una voyeur que observa, analiza y saca conclusiones, y no puede ocultar la admiración que le produce la pareja en la cafetería. Al definirla como la pareja perfecta, creo que expresa el anhelo de tener, ella también, una relación de esa categoría; desea que a ella le toque en suerte un hombre que la ame con la misma intensidad, que la divierta igual, que la mire con regocijo. En el fondo, más que querer a un Desvern para ella, es querer ser Luisa para despertar algo similar en un hombre. En su fantasía aspira a merecerlo: ser como Luisa me procuraría un hombre como él.

Todo lo que sabemos de Miguel Desvern y de Luisa Astay depende de la mirada golosa de María: la subjetividad tiñe su percepción y genera un modelo ideal con visos de realidad; gracias a sus comentarios sensibles y bien articulados la credibilidad de los personajes está asegurada. Esta mujer observadora nos ofrece una de las mejores definiciones de eso que yo llamo «el enganche», o la magia de una buena relación:

«Sabía reír, lo hacía con fuerza pero con sinceridad y simpatía, nunca como si adulara ni en actitud aquiescente sino como s respondiera siempre a cosas que le hacían verdadera gracia y fueran muchas las que se la hicieran, un hombre generoso, dispuesto a percibir lo cómico de las situaciones y a aplaudir las bromas, por lo menos las verbales. Quizá era su mujer quien se la hacía, en conjunto, hay personas que nos hacen reír aunque no se lo propongan, lo logran sobre todo porque nos dan contento con su presencia y así nos basta para soltar la risa con muy poco, sólo con verlas y estar en su compañía y oírlas, aunque no estén diciendo nada del otro mundo o incluso empalmen tonterías y guasas deliberadamente, que sin embargo nos caen todas en gracia. El uno para el otro parecían ser de esas personas; y aunque se los veía casados, nunca sorprendí en ellos un gesto edulcorado ni impostado, ni tan siquiera estudiado, como los de algunas parejas que llevan años conviviendo y tienen a gala exhibir lo enamoradas que siguen, como un mérito que las revaloriza o un adorno que las embellece, Era más bien como si quisieran caerse simpáticos y agradarse antes de un posible cortejo; o como si se tuvieran tanto aprecio y querencia desde antes de su matrimonio, o aun de su emparejamiento, que en cualquier circunstancia se habían elgido espontáneamente -no por deber conyugal, ni por comodidad, ni por hábito, ni por lealtad siquiera- como compañero o acompañante, amigo, interlocutor o cómplice, en la seguridad de que, fuera lo que fuese que aconteciera o se diese, o lo que hubiera que contar o escuchar, siempre sería menos interesante o divertido con un tercero. Sin ella en el caso de él, sin él en el caso de ella. Había camaradería, y sobre todo convencimiento.» (pág. 16-17).

Cuando María conoce a Javier, el mejor amigo de Miguel, se sorprende al comprobar el cariño y dedicación que éste le profesa a la viuda, siente que algo muy fuerte lo une a ella, y como encuentra muy atractivo a Díaz-Varela, irrumpe otra vez el deseo de ser Luisa para conquistarlo. María intuye la debilidad de Javier por la viuda, lo ve tan bien dispuesto que llega a preguntarse si no habría sido el mismo Miguel quien le pidió al amigo, antes de morir, que cuidara y protegiera a su mujer si él faltaba. Esa intuición no es gratuita, María percibe lo que siente Javier por Luisa al observarlos, instalada en su rol de voyeur, ubicada en la posición de perdedora. ¿Qué tiene Luisa Astay que no tenga yo para enamorar a los hombres? En esta primera parte, María se mira en el espejo y lo que ve es la imagen triunfadora de Luisa.

Segunda parte

María y Javier se convierten en amantes, a pesar de que ella sabe perfectamente que Javier espera el momento en que Luisa esté preparada para empezar una relación con él. María, metida en su rol, consciente de su lugar en la sombra voluntariamente aceptado, intenta justificar su postura con una aguda reflexión:

«Sé que no me ofendería ser un sustitutivo, porque en realidad lo es todo el mundo siempre, inicialmente: lo sería Díaz-Varela para Luisa, a falta de su marido muerto; lo sería para mí Leopoldo, al que aún no he descartado pese a gustarme sólo a medias -supongo que por si acaso- y con el que acababa de empezar a salir… quizá la propia Luisa lo fue para Deverne en su día… Sí, todos somos remedos de gente que casi nunca hemos conocido, gente que no se acercó o pasó de largo en la vida de quienes ahora queremos, o que sí se detuvo pero se cansó al cabo del tiempo y desapareció sin dejar rastro o sólo la polvareda de los pies que van huyendo, o que se les murió a esos que amamos causándoles mortal herida que casi siempre acaba cerrándose. No podemos pretender ser los primeros, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo que erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias, de eso provenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartes y las timideces y los fracasos ajenos, y aun así daríamos cualquier cosa a veces por seguir junto a quien rescatamos un día de un desván o una almoneda, o nos tocó en suerte a los naipes o nos recogió de los desperdicios; inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos los que creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblo cuando ya agoniza el verano.» (pág. 150-1).

Mientras María se va revelando como el personaje clave que tira del hilo para que la trama narrativa se desarrolle (el relato depende exclusivamente de ella: observa y presenta a la pareja, nos cuenta la muerte del marido, se acerca a la viuda y va a su casa en donde conoce al amigo, se enamora de él, y cuando se entera del asesinato y sus dos versiones, decide darle vía libre a su ex amante y no delatarlo, decisión que es el cierre de su historia) Díaz-Varela se manifiesta de manera indirecta al hacerla partícipe de sus lecturas. Al mencionar la novela de Balzac, El Coronel Chabert, que lo obsesiona, revela su propio terror a la reaparición del amigo muerto a quien intenta suplantar, y luego la sospecha de que las atrocidades que cometen los civiles (¿cómo la que él cometió contra su amigo?) superan a las cometidas en época de guerra. Cuando se refiere a MacBeth, «curiosamente» su elección tiene que ver con la obra de Shakespeare que simboliza la ambición desmedida y la traición, MacBeth está dispuesto a matar a quien sea para conseguir su trofeo. Ambos temas literarios, que Díaz-Varela elige comentar, tienen que ver con sus fantasías y nos dicen más del personaje que lo que él quisiera que supiéramos.

En esta segunda parte, cuando María y Javier se miran en el espejo para reconocerse, el reflejo que ven es el de sus propias fantasías. María llega a pensar que la muerte de Luisa le convendría a ella, tanto como la de Desvern le habría convenido a Díaz-Varela. Estos pensamientos afloran antes de oír la conversación de Ruibérriz con Javier, cuando todavía no tiene motivos concretos para sospechar, es el inconsciente que la conduce por el terreno de la duda o la suposición:

«Si yo era capaz de desear a solas, durante un rato en la noche de mi habitación; si era capaz de fantasear con la muerte de Luisa, que nada me había hecho y contra la que nada tenía, que me inspiraba simpatía y piedad y hasta me provocaba cierta emoción, me pregunté si a Díaz-Varela no le habría ocurrido lo mismo, y con más largo motivo, respecto a su amigo Desvern. Uno no quiere en principio la muerte de quienes le son tan cercanos que casi constituyen su vida, pero a veces nos sorprendemos figurándonos qué pasaría si desapareciera alguno de ellos.» (pág. 191).

Tercera parte

Desde el día en que María escucha la conversación entre Javier y Ruibérriz, todo cambia; de ahí en adelante se mueve en terreno movedizo. La sospecha de un acto delictivo cometido por su amante cambiaría totalmente la visión que tiene de él, de pronto tiene ante sí a una persona que le produce miedo, aunque al mismo tiempo le atrae y lo desea. Y por otro lado se plantea el argumento moral: debo delatarlo para que pague por su acción y Luisa conozca la verdad y el fraude. Ante este panorama, presa de angustia, el inconsciente de María intenta procurarle el sosiego que no ella encuentra y fantasea con la solución más fácil para allanarle el camino:

«Ojalá Javier hubiera muerto», me sorprendí pensando aquella tarde mientras daba un paso y otro y otro. «Ojalá se muriera ahora mismo y al llamar a su timbre no me abriera, caído en el suelo y para siempre inmóvil, sin nada que consultarme, imposible hablar con él. Si estuviera muerto se disiparían mis dudas y mis temores, no tendría que escuchar sus palabras ni plantearme cómo obrar. Tampoco podría caer en la tentación de besarlo ni acostarme con él, engañándome con la idea de que sería la última vez. Podría callarme eternamente sin preocuparme de Luisa, menos aún de la justicia, y olvidarme de Deverne, al fin y al cabo yo no llegué a conocerlo, sólo de vista durante años, de vista durante el desayuno. Si quien le quitó la vida la pierde y se convierte también en recuerdo y no hay criatura a la que acusar, las circunstancias importan menos y qué más da lo que pasó». (pág. 274).

En este momento el género policial se impone sobre cualquier otro: tenemos un crimen, dos culpables, un testigo involuntario: ¿cómo resolver? Pero el ingrediente amoroso interviene y dilata la toma de decisiones, la situación se vuelve compleja: en esta tercera parte María mira en el espejo y ve a dos amantes distintos: Javier que mata al amigo por solidaridad (la versión que ella quiere creer) y/o Javier que mata al amigo por celos (la versión que no puede dejar de ver). Confundida, asustada, se cuestiona, ¿cuál es el verdadero Javier, cuál es el hombre que se acuesta conmigo y del cual estoy enamorada? ¿Cómo puedo saberlo?:

«… se depende siempre de quien nos cuenta algo, éste decide por dónde empieza y cuando para, qué revela y qué insinúa y qué calla, cuándo dice verdad y cuando mentira y si combina las dos y no permite reconocerlas, o si engaña con la primera como se me había ocurrido que quizá estaba él haciendo; no, no es tan difícil, basta con exponerla de manera que no se crea, o que cueste tanto creerla como para acabar desechándola. Las verdades inverosímil se prestan a eso y la vida está llena de ellas, mucho más que la peor novela, ninguna se atrevería a dar cabida en su seno a todos los azares y coincidencias posibles, infinitos en una sola existencia, no digamos en la suma de las habidas y de las que aún discurren. Resulta bochornoso que la realidad no imponga límites.» (pág. 303).

Cuarta parte

María opta por aceptar que ambas versiones son posibles, incapaz de elegir decide vivir con la duda. Pero no es fácil sobrellevar ese peso, su vida no volverá a ser la misma, lo que ha oído trastoca todo y la separa de Javier:

«… peor que la grave sospecha y las conjeturas quizá apresuradas e injustas, era conocer dos versiones y no saber con cuál quedarme, o más bien saber que me tenía que quedar con las dos y que ambas convivirían en mi memoria hasta que éstas las desalojara, cansada de la repetición. Cuanto a uno se le cuenta se le queda incorporado y pasa a formar parte de su conciencia, incluso si no le cree y le consta que jamás ha sucedido…» (pág. 354).

Alejada de Díaz-Varela, la vida pierde sabor, se casa con otro de quien no está enamorada, sigue trabajando en la editorial, hasta que un buen día, pasados dos años, los ve. En ese instante el relato se muerde la cola, y volvemos rápidamente a la primera imagen: María de voyeur -en una cafetería al principio, ahora en un restaurante- contempla a la pareja perfecta: Luisa y Javier en la misma actitud que mostraban Luisa y Miguel: se contemplan, se divierten compenetrados y felices. La rabia que le produce el hecho -por lo que sabe de él y por haberse sentido desplazada- la impulsa a delatarlo, pero al ver a Luisa dichosa se detiene, no quiere arruinar aquello que ella no es capaz de generar: un gran amor.

El final me parece magistral, rescata a la protagonista que deja de ser una perdedora para convertirse en una mujer espléndida, una mujer que toma decisiones y camina con la cabeza muy alta. En esta última parte, María se mira en el espejo y se ve, finalmente, a sí misma: la joven prudente, esa imagen que veían Luisa y Miguel, una mujer que no consigue enamorar al hombre que desea, la mujer en la sombra. Pero al mismo tiempo, una chica honesta, generosa que se pospone para procurar la felicidad ajena, incapaz de ejecutar su venganza, la heroína romántica en el universo de Los enamoramientos.

La narradora

Estamos ante un relato en primera persona. Narra María Dolz, la protagonista indiscutible de la historia, quien decide comunicar un episodio importante de su vida, quizá el más importante de todos. Es su discurso, incluso cuando recuerda diálogos de otros: ella los interpreta y les pone su voz, primando la subjetividad de la narradora, por eso no hay cambios de tono. No es posible que todos hablen igual, dirá más de uno, incluso podrían llegar más lejos: es imposible que todos tengan el mismo discurso mental; pero repito que es importante señalar que solo habla María -habla por ella y por los todos los personajes- y es ella también quien organiza y transmite los pensamientos de los otros. Creo que la única excepción la encontramos en la escena en donde escucha la conversación de Díaz-Varela con Ruíbirriz: aquí aparece un lenguaje más directo, más brusco, algo exaltado, muy varonil, quizá porque María lo recoge tal cual quedó grabado en su memoria, frases que se incrustan como huellas indelebles, debido al terror que le produce lo que escucha.

María Dolz es una contadora de cuentos que nos propone su juego: ¡atención, tengo una historia para compartir, escuchad! Consciente de su rol, a sabiendas de que la credibilidad depende de ella, cuestiona la versión de Díaz-Varela para quitar de en medio a su amigo en un acto solidario con un enfermo terminal. ¿Será posible que no vieran la metástasis en la autopsia?, ¿no es demasiado rocambolesco o inverosímil ayudar al amigo intentando inducir al gorilla a matarlo a través de un teléfono móvil con la historia de la prostitución de las hijas?, etc. Como estas preguntas nos las hacemos también los lectores, igual de incrédulos, al comprobar que María comparte nuestra suspicacia, seguimos enganchados e intrigados por ver cómo se desarrolla la historia.

María (y/0 Marías) nos inocula el germen de la duda, la dificultad de admitir LA VERDAD, absoluta e irrebatible:

«… por mucho que nos aseguren que la historia es verídica, no inventada por nadie sino que aconteció. En todo caso forma parte del vagaroso universo de las narraciones, con sus puntos ciegos y contradicciones y sombras y fallos, circundadas y envueltas todas en la penumbra o en la oscuridad, sin que importe lo exhaustivas y diáfanas que pretendan ser, pues nada de eso está a su alcance, la diafanidad ni la exhaustividad». (pág. 361).

«La verdad no es nunca nítida, sino que siempre es maraña. Hasta la desentrañada. Pero en la vida real casi nadie necesita averiguarla ni se dedica a investigar nada, eso sólo pasa en las novelas pueriles.» (pág. 380).

Ella admite las dos versiones: una porque está enamorada de Díaz-Varela y se niega a condenarlo, la otra porque es una mujer inteligente que no puede aceptar lo prácticamente inaceptable, sin plantearse, por lo menos, la duda. María sabe -y quiere que nosotros sepamos- que la ambigüedad es parte esencial de la vida:

«… uno nunca sabe si lo que se le dice es verdad, nunca hay certeza de nada que no venga de nosotros mismos, y aún así». (pág. 193).

De los otros personajes, sólo Javier Díaz-Varela, en cuanto objeto del enamoramiento de María, merece la atención de la narradora. Es un hombre interesante, inteligente y guapo, pero también tiene rasgos de manipulador y obsesivo, intenta moldear el mundo a su medida y lo consigue, porque jamás renuncia. No cabe duda de que este hombre está profundamente enamorado de Luisa, y Luisa terminará sucumbiendo a sus encantos. El perfil de Javier coincide con la de un asesino de guante blanco: elegante y sofisticado, cuida su imagen y se muestra capaz, sin perder la compostura, de cualquier atrocidad para conseguir lo que quiere. La versión del amigo solidario es difícil de creer, pero, estamos de acuerdo con María, en este mundo nada es imposible.
Luisa es una sombra en Los enamoramientos, sombra que se desplaza desenfocada en todo momento, misteriosa e inasible. Es importante que se mantenga desdibujada porque nos deja, flotando en el aire, la clave de su atractivo.

La prosa

Me gustaría destacar la sintaxis particular, característica de Javier Marías, que ordena la frase según su propio criterio estético, orden que afecta positivamente a la sonoridad de la prosa, construida con frases largas y envolventes, con mucho ritmo y cierta sensualidad. El juego verbal no tiene nada que ver con la oscuridad ni el hermetismo, todo lo contrario: el texto se alarga para entrar en detalles, abrir paréntesis, regodearse con ciertos hallazgos y continuar con ellos para deleitar al lector, y deleitarse, qué duda cabe, quien escribe.

Estas frases no sólo sirven para contar una historia, sino que expresan pensamientos filosóficos que generan las actuaciones de los personajes. La profundidad de estas reflexiones hace que Los enamoramientos se convierta en una lectura apasionante en donde sorprende la gran riqueza temática: el tiempo, la vida y la muerte, el amor y la pasión, los deseos y las fantasías, la renuncia y la obsesión, la duda y la culpa, lo verosímil y lo inverosímil, se convierten en material a desmenuzar.

Veamos un ejemplo de una de esas frases largas que, cuando se lee en voz alta, exige una buena dosis de aliento si el lector  pretende respetar el ritmo de la construcción:

«Consideraba una bendición, una suerte, que él callara desde aquella tarde, que no me solicitara, verme libre de sus pesquisas y capciosidades, de su olisqueo de la verdad, de encararme de nuevo con él, de no saber a qué atenerme ni cómo tratarlo ahora, de que me inspirara miedo y repulsa mezclados seguramente con atracción y enamoramiento, porque estas dos últimas cosas no se suprimen de golpe y a voluntad, sino que tienden a demorarse como una convalecencia o como la propia enfermedad; la indignación no ayuda apenas, su impulso se agota en seguida, no se puede mantener su virulencia, o ésta viene y se va y cuando se va no deja huella, no es acumulativa, no mina nada y en cuanto se aplaca se olvida, como el frío una vez que se ha ido, o como la fiebre y el dolor.» (pág. 255).

No puedo terminar sin recordar la definición del enamoramiento -eje de la novela- que Marías pone en boca de Díaz-Varela, el hombre enamorado. Muchas veces he preguntado cuál sería el elemento indispensable para que se produzca este estado amoroso, y en las respuestas que me llegan se combinan una serie de variables que suman y restan, avanzan y retroceden, sin embargo resulta casi imposible llegar a la síntesis, elegir el elemento clave. Javier Marías lo ha encontrado:

«Lo que es muy raro es sentir debilidad, verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles. Eso es lo determinante, que nos impida ser objetivos, nos desarme a perpetuidad y nos haga rendirnos en todos los pleitos». (pág. 308)

Los textos han sido tomados de la edición de Alfaguara, 2011.