Lila

Marylinne Robinson


Intento encontrar aquello que hace que Lila -último título de Marylinne Robinson (Idaho, 1943)- sea una novela imborrable, y creo identificar una señal: la dignidad que emana de los protagonistas. En efecto, es esa la característica que define tanto a Lila como al reverendo Ames, a pesar de tratarse de dos individuos que se oponen en todo: historia familiar, educación, vida emocional, referencias culturales, etc. Esta dignidad -rara cualidad, escasa en el mundo literario- es un dato que comparten, un punto en común que se convertirá en el instrumento para construir una relación verdadera.

Lo más notable es que, teniendo en cuenta este derroche de dignidad, los personajes resultan verosímiles, alejados de una posible idealización. Esto se debe al notable trabajo de la escritora norteamericana, quien teje un delicado mundo interior para cada uno de ellos. La tensión dramática, en ambas historias personales, se percibe en el tránsito entre dos polos –el pasado y el presente de cada uno- y es en este ir y venir -huida y refugio- en donde encontramos el sentido y el contenido de Lila. Veamos en detalle cómo funciona:

LILA

Lila aparece en escena como una niña arrojada al mundo exterior, ni los gatos aceptan su compañía. Expulsada de la casa, maltratada y obligada a mantenerse en silencio (“¡Haced callar a ese bicho o lo callaré yo!” Pág. 9), Lila sólo encuentra sosiego cuando llega Doll con su chal y sus abrazos. Ignoramos cuál es la relación de esta mujer con Lila (no es la madre porque sabemos que se la roba; podría ser una parienta, o una amiga de la madre, o simplemente una mujer sin hijos que estaba ahí en la casa y que se apiadó de ella.) Lo que sí sabemos es que Doll se comporta como una auténtica madre que la protege y cuida con amor; en realidad, es su salvadora. Huyen juntas y comparten un secreto: no es legal lo que Doll ha hecho al sacarla de ahí, aunque fuera por el bien de Lila. Más tarde se unirán a un grupo de jornaleros, con quienes forman una comunidad. Para Lila, Doanne, Marcele, Mellie, etc. son sus iguales, los quiere y estima, se siente unida y solidaria con ellos porque han compartido dolor y necesidad, esfuerzo y compañía. Y siempre con la cabeza muy alta.

Cuando conoce a John Ames, la vida con Doll y los jornaleros se había truncado, Lila estaba sola, desorientada, sin rumbo. Sin embargo, por lealtad al recuerdo y al fuerte vínculo que sobrevive intacto, no se atreve a hablar de ellos con el reverendo, porque intuye que para una persona religiosa y cultivada, estos chicos paganos pertenecen al mundo del mal: su ley era la supervivencia. Doll había robado una niña y matado a un hombre, ¿cómo explicar que fue en defensa propia, cuando un crimen es un pecado mayor? Ante la evidencia, Lila calla. Es la única manera que conoce de protegerlos, y de protegerse también, ya que se siente una de ellos. A pesar de que ya no están presentes, es incapaz de borrarlos de su memoria; al contrario: los evoca constantemente, escarbando, desmenuzando, disfrutando con la recreación como quien busca refugio en un paraíso perdido. ¿Qué hay en esos recuerdos que le atrae tanto? ¿Será la libertad? Era gente que organizaba su vida en función de sus necesidades. Parecían dueños de sus días, por duros que éstos fueran.

Cuando Lila llega a Gilead y comienza su relación con el reverendo, él le ofrece estabilidad doméstica, protección, ternura, y una casa. Aceptar la oferta implica la pérdida de su libertad porque casándose, Lila adquiere un compromiso. Intenta adecuarse, se esfuerza por aprender, lee la Biblia, se dedica al huerto y al jardín y siembra rosas en las tumbas de los seres queridos del reverendo, pero no encuentra la paz. El silencio sobre su pasado la corroe por dentro, sabe que no es honesta al falsear su identidad. Y por otro lado, si acepta la vida que le ofrece John Ames, cometería una infidelidad con Doll, aceptar una nueva vida significaría renegar de la antigua que ella le ofreció, una traición a su memoria, una ingratitud que no quiere cometer.

Ese es el gran conflicto de Lila, y el dilema de cómo obrar bien la mantiene oscilando entre estos mundos. Los saltos narrativos entre pasado y presente, en el caso de Lila, se expresan como ensoñaciones, escenas que ella evoca o imagina y que le exigen trasladarse mentalmente de Gilead a los brazos de Doll, San Luis, los campos agrícolas o Tammany; un diálogo interior fluido que pretende difuminar el conflicto creado por amar y respetar a Doll y al reverendo al mismo tiempo. Esa búsqueda de armonía, constituye el cuerpo de la novela, que se construye en torno a la pregunta que ella le hace al pastor cuando hablan la primera vez: “… por qué las cosas pasan cómo pasan.” (pág. 37).

Convertida en madre, y con el apoyo de John Ames, Lila consigue integrar los dos extremos cuando decide guardar el cuchillo de Doll y dejárselo a su hijo sin sentirse culpable por ello. Finalmente es capaz de reconocer que, a pesar de haber sido un arma asesina, es también una herencia valiosa, tanto como los textos bíblicos que él interpreta con ella para explicarle su mundo. Su hijo sumará las dos parcelas que definen a su madre, un niño enriquecido con esta doble herencia:

“Así que cuando le dijo que tenía intención de conservar la navaja y él asintió, ella pudo explicarse por qué quería quedársela. No hay forma de desembarazarse de la culpa, no hay forma decente de renegar de ella. Todos los trastornos y confusiones de la amargura, la desesperación y el miedo tenían que ser compadecidos. No, más aún, la gracia tenía que iluminarlos. Doll encorvada a la luz de la hoguera afilando su valor, soñando con la venganza porque sabía que alguien en alguna parte estaba soñando con vengarse de ella. Pensando cosas espantosas para embotar su miedo.

Así son las cosas. Lila había traído un niño a un mundo en el que podía levantarse un viento que se lo arrancaría de sus brazos como si éstos no tuvieran fuerza. Pobres de nosotros, merecedores de compasión, sí, pero somos valientes, pensó, y salvajes, en nosotros hay más vida de la que podemos contener, ese fuego que se envuelve en nuestro interior. Y esa paz sólo podía ser asombro también.

Bueno, por el momento había geranios en las ventanas, y un anciano en la mesa de la cocina cantándole a su bebé una nana que había sabido desde siempre, seguramente preguntándose aún si había conseguido llevarla consigo a esa nueva vida, si podría llegar a tener esa certidumbre. Casi imaginándose que lloraba por ella en el cielo, porque no llorarla significaría que él habría muerto, después de todo.” (pág. 296).

El reverendo John Ames

El reverendo también se debate entre pasado y presente. Estuvo casado y enviudó en el parto de su primer hijo, la criatura tampoco sobrevivió. Hasta la llegada de Lila, John Ames había permanecido leal al recuerdo de sus seres queridos sintiendo la obligación moral de mantener vigente el legado de su padre y de su abuelo, de quienes hereda el puesto de pastor y su lugar en el mundo. Todo en su vida habla de orden, de testimonio material y espiritual recibido en herencia como un sello familiar, de esfuerzo y trabajo a favor de la comunidad. Pero nunca de su propio placer, supeditado éste a su rol de predicador.

Cuando Lila busca cobijo en él, el reverendo despierta a la vida romántica que tenía suspendida por la muerte de su mujer. ¿Cómo hacer para entregarse a Lila y al nuevo descendiente sin ofender el recuerdo de los que los precedieron?

El conflicto es aún mayor si consideramos que Lila introduce en la casa del reverendo un mundo desconocido, inabarcable en su significado ya que el silencio de ella no lo desvela, pero que él intuye como sospechoso de desorden, caos, miseria y transgresiones. La dificultad de este buen hombre es la de aceptar en su casa, y en su corazón, aquello que su religión exige reparar, y él, con el tacto que le dicta el amor, se resiste a exigir la reparación por no ofender a Lila.

La tensión dramática en el discurso de este personaje, se percibe en las interpretaciones que hace de los textos bíblicos; intenta con ellos iluminar a Lila y buscar un punto de encuentro entre los dos. Reflexionando con paciencia, el reverendo busca dar una respuesta a la pregunta que ella planteó al principio, y así cierra el círculo al final de la novela:

“…Pasan cosas por razones que se nos escapan, que se nos ocultan completamente en tanto creemos que deben seguirse de lo que ha pasado antes, de nuestras culpas o nuestros merecimientos, en lugar de venir a nosotros de un futuro que Dios en su libertad nos ofrece… No quiero decir que la alegría sea una compensación por la pérdida, sino que cada una de ellas, alegría y pérdida, existe por sí misma y debe ser reconocida como tal, por separado. La pena es muy real, y la pérdida la sentimos como algo definitivo. La vida en la tierra es difícil, ardua y maravillosa. Nuestra experiencia es fragmentaria. Sus partes no se suman. Ni siquiera pertenecen al mismo cálculo. A veces resulta difícil creer que sean parte de un único todo. Nada tiene sentido hasta que comprendemos que la experiencia no se acumula como el dinero o la memoria ni como los años y las flaquezas… Así que la alegría puede ser alegría y la pena puede ser pena, sin que ninguna de ellas proyecte ni luz ni sombra sobre la otra.” (pág. 254-5).

El bien

Quizá el tema de fondo en Lila sea éste: el bien es inherente a las personas, una característica natural al ser humano. Porque Lila era una chica abandonada por su familia, una especie de salvaje en el sentido amplio del término, vivía huyendo con Doll, bajo su tutela y cariño, pero como un animalito. Doll no le habla, le señala el camino pero no concede explicaciones ni argumentos. Sin educación, salvo un año en la escuela, Lila es una criatura muy rústica, sin embargo tiene una fineza de espíritu y una disposición para el bien que nos deja perplejos.

Es esa dignidad que mencionamos al principio, su gran capital. Sorprende que Lila no corra a los brazos del reverendo sin pensarlo dos veces, ya que este hombre representa la solución a su soledad y el remedio a su precariedad; además no exige nada a cambio. Pero ella no tiene la conciencia tranquila, no encuentra justa su prudencia, intenta un juego limpio aunque la pueda perjudicar.

El reverendo tampoco se lanza a seducir a Lila, sabe que es un viejo para ella y no la merece, su dignidad también lo frena. Si ella no hubiera dado el primer paso, él hubiera mantenido prudente distancia por respeto a la joven, a pesar de la vulnerabilidad que en ella percibe.
Este juego de sutilezas se hace evidente en los diálogos entre ellos, pondremos un solo ejemplo porque será suficiente:

“-Lila –dijo él-, me alegra saber que no estás pensando en marcharte. Pero si alguna vez cambias de opinión, quiero que te vayas de día. Quiero que tengas un billete de tren en las manos que te lleve allá adonde quieras ir, y quiero que te lleves tu anillo y todo lo demás que te haya regalado. Podrías venderlo. No pasaría nada. Ya son tus cosas, no mías. No son de aquí, bueno, quiero decir que no lo serían… -Carraspeó-. Eres mi esposa –dijo-. Quiero cuidarte, incluso si eso significa que algún día tenga que acompañarte hasta el tren. –Se inclinó hacia delante y la miró a la cara, casi con severidad, para que ella supiera que hablaba en serio.
Ella pensó: aquí estaremos a salvo. Él sería bueno para una criatura. Pero si iba a subirla a un tren, ¿qué sería del niño, dónde se quedaría? ¿Esperaba él que lo dejase ahí cuando se marchara? ¿O creía que no iba a tener ningún hijo? Bueno, a veces esperas un bebé y la cosa acaba en nada. No puedes ilusionarte demasiado.
-Todavía no lo sé con seguridad –dijo ella-, si va a llegar un bebé.
-Lo entiendo.
-Puede que creas que es un cuento que me he inventado para arreglar las cosas. Si al final resulta que no, me refiero.
Lila no quería tener que preocuparse por lo que él pudiera pensar si llegaba el día en que dejara de confiar en ella. Cuando llegara ese día. Y estaba segura de que llegaría.
El dijo, con mucha suavidad:
-Ni se me pasaría por la cabeza que hicieras algo así-. Como si una mentira como ésa fuera demasiado rastrera para que ella pudiera concebirla siquiera.
Ella pensó: Si fuera mentira y si se me hubiera ocurrido, la habría contado. Sin duda habría arreglado las cosas. Dijo:
-Yo no soy lo que tú pareces creer que soy. He hecho algunas cosas en mi vida. Ya te lo he dicho.
Llegaría el momento en que él también entendería eso. Mejor que no le cogiera demasiado desprevenido. Sabía que no le pediría más detalles, no por ahora.
El reverendo, que se había callado, dijo entonces:
-Tú eres la única persona del mundo a la que quiero sentada aquí, a mi lado. Y no es que lo crea, es que lo sé. Aunque me temo que no explica nada. ¿has cenado? (pág. 33).

Lila es pudorosa, valora su intimidad. Cuando él la anima a hablar ella le dice que no le cuenta lo suyo porque si él lo supiera, a ella le daría vergüenza mirarlo a la cara. Entonces, si ella intenta hablar, él la calla y pospone el momento de enterarse para que Lila no sufra con su propia confesión.

La técnica narrativa

Tratándose de un texto en donde ni el tiempo ni el espacio son lineales, el discurso no es caótico. Los vínculos interiores que afloran en el desarrollo de los personajes, producen armonía formal. A pesar de pertenecer al mundo subjetivo, estos vínculos se expresan como nexos tangibles que organizan el conjunto. Pondré un ejemplo para que se vea claramente el recurso (el subrayado es mío):

-Recordando a Doll, e intentando comprender lo que gracias al reverendo está aprendiendo, Lila compara con su pasado y evalúa:

“Doll seguramente no sabía que tenía un alma inmortal…. ¿Qué más había qué saber? Si Doll iba a perderse para siempre, Lila quería estar a su lado, agarrada a la falda de su vestido.” (pág. 28-9).

Como vemos, en esta reflexión ella reconoce la falta de conocimiento pero la percibe como una falta compensada ampliamente por el cariño y la cercanía de Doll.

-Siguiente párrafo: Lila va al río para lavarse del bautismo para volver a ser la persona que Doll quería que fuera, no la persona en que el reverendo la ha convertido, por si Doll reaparece algún día:

“Se había puesto su propio vestido, no uno de los bonitos del desván de Boughton ni de los nuevos del catálogo de Sears Roebuck, y sus propios zapatos. No tenía que preocuparse si los ensuciaba. Cuando salió por la puerta, sintió aquel fresco intenso y agradable, la oscuridad de la mañana a la que antes solía despertarse todos los días…” (pág. 29).

-Y luego se prepara para recibir a su marido que viene de la Iglesia. Al convertirse en la mujer del reverendo:

“Se puso el vestido azul que había elegido en el catálogo de venta por correo que él le había dado. Era la primera vez que sacaba el vestido de la caja en la que venía. Se puso las sandalias blancas y se peinó.” (pág. 30).

En los tres párrafos aparece la palabra “vestido”, es el nexo formal en uno y otro, pero lo que realmente da sentido a esos saltos es la ansiedad y el amor de Lila quien intenta ser una buena persona con Doll y con el reverendo, ella quiere dar gusto a los dos y demostrar su agradecimiento por lo recibido en ambos casos: que no haya sombra de ingratitud. Por eso el vestido es un símbolo, como una piel que se coloca para convertirse en diferentes personas según convenga: hija de Doll cogida al vestido de ella, jornalera no bautizada y pobre, o la mujer del reverendo.

El paisaje es otro elemento importante en Lila, las descripciones están llenas de poesía, recogen la mirada de ella sobre la tierra que tanto ama porque ha sido su hogar, una suerte de refugio. Las descripciones del mundo exterior responden al punto de vista de Lila, son subjetivas:

“Disfrutaba de las mañanas cuando llegaba el calor y todavía sentía un poco de frío tras lavarse en el río. Al alba, el canto de los grillos y los saltamontes, de los sapitos y las cigarras, ya era lento. Como si el calor y la luz del sol se llevaran más de lo que deberían, más humedad y más olores, sólo porque podían. Eran muy intensos, y eso que nada se había despertado del todo aún. Se palpaba una sensación como de herida abierta en el olor de la tierra, en el olor del rocío y el de las hojas.” (pág. 53).

Y para terminar no podemos dejar de mencionar la religión, tema que tiene un peso específico en esta novela de Marylinne Robinson, aunque menos que en Gilead, merecida ganadora del Premio Pulitzer del 2005, en donde John Ames, temeroso de su fin, escribe cartas a su hijo para dejarle en herencia su testimonio vital. Ya quisiera cualquier feligrés, de cualquier religión, tener un pastor así de lúcido, tolerante y generoso como Ames. Sin embargo, he preferido elegir para mi análisis la relación amorosa entre los dos protagonistas porque me parece que el manejo de Marylinne Robynson para dosificar el encuentro es soberbio y el resultado de su trabajo, más soberbio aún: un texto cargado de sentimientos.

Los textos han sido tomados de la edición de Galaxia Gutenberg, 2015. Traducción de Vicente Campos González.