Las Palabras

Jean Paul Sartre

Autor: Jean Paul Sartre

Escrito en 1964, Las palabras es un texto autobiográfico en donde, con mucho rigor y poco pudor, se desnuda el filósofo francés Jean Paul Sartre en sus dos facetas más queridas: como lector y como escritor.

Estamos frente a un texto que no es ficción, Las palabras es un ensayo y un conmovedor testimonio de vida. El autor rastrea en su niñez la toma de conciencia de su individualidad e identifica las ventajas y desventajas del contexto familiar que permitió sus coqueteos, primero, y sus inicios, después, en el mundo literario. El lector agradecerá la honestidad del autor para recrear su infancia y señalar las huellas de su quehacer profesional: la herencia de los suyos, sus miedos, la ausencia del padre, su desarrollo afectivo dentro una familia sin otros niños, su soledad, y también el llamado que escucha un día por azar y que será el origen de su aspiración a la gloria y deseo de permanencia.

A pesar de ser ésta una reflexión adulta de un hombre de casi 60 años que analiza e interpreta su infancia, la mirada es inquisitiva: ¿cómo nace el germen de un oficio?, ¿cómo se nutre esta pasión?, ¿cómo se relaciona el niño aspirante con el mundo de los adultos que otorga, exige y premia? ¿Existe eso que se llama vocación? Estas preguntas son el camino a recorrer, que en realidad son una marcha atrás: el impulso para escribir obedece a la necesidad de constatar el ejercicio de su libertad soberana en la elección de sus acciones, y por lo tanto, en su vida. Por muy pequeño que fuera el personaje Sartre, el niño eligió libremente y se convirtió en escritor cuando reconoció su vocación y su lugar en el mundo. De su testimonio deducimos que él no fue obligado por las circunstancias a convertirse en escritor; el proceso fue a la inversa: aprovechó las circunstancias que lo rodearon para definirse como tal y aspirar, por este camino, a la gloria:

«tocando con una mano mi tumba y con la otra mi cuna, me sentía breve y espléndido, un relámpago borrado por las tinieblas.» (pág. 206).

LEER

Para acercarnos al niño lector, Sartre introduce, con breves pinceladas, a sus dos familias. No intenta describirlas de manera tradicional, lo hace con la distancia y la ternura del adulto que selecciona y procesa la información que quiere trasmitir. Logra, de esta manera, dibujar el alma de estos seres humanos y sus propias historias con frases muy oportunas y contundentes. Los rasgos elegidos para cada personaje (abuelos, padre, abuelas, madre) consiguen sugerir todo un mundo, y en ocasiones varios mundos que son distintos y se observan, sin necesidad de explicarlos. Las metáforas elegidas condensan maneras de ser que responden al punto de vista del niño convertido en adulto: son frases irónicas, traviesas, inteligentes. No hay enumeración de datos, tenemos comentarios suspicaces sobre situaciones familiares que dejaron huellas profundas.

Algunos ejemplos: el abuelo paterno:

«En Alsacia, alrededor de 1850, un maestro agobiado por tantos hijos como tenía, decidió hacerse tendero. Pero el exclaustrado quiso una compensación ya que renunciaba a formar las mentes, uno de sus hijos formaría las almas; habría un pastor en la familia y sería Charles. Charles se escapó, prefirió correr por los caminos detrás de una amazona. Se volvió su retrato de cara a la pared y se prohibió pronunciar su nombre… Pero ocurrió que Charles no había encontrado a su amazona; el hermoso gesto del padre le había dejado huella: durante toda su vida mantuvo el gusto por lo sublime y puso su empeño en fabricar grandes circunstancias con pequeños hechos. Como puede verse, no pensaba en eludir la vocación familiar: quería entregarse a una forma atenuada de espiritualidad, a un sacerdocio que le permitiese relacionarse con amazonas. Su salida fue el profesorado: eligió enseñar alemán.» (pág. 11).

Los abuelos como matrimonio, como pareja:

«Louise vivía en la penumbra; Charles entraba en su habitación, corría las persianas, encendía todas las lámparas; ella gemía llevándose las manos a los ojos: «¡Charles, me ciegas!» Pero su resistencia no iba más allá de los límites de una oposición constitucional; Charles le inspiraba temor, una tremenda desazón, a veces también amistad, con tal de que no la tocase. Ella cedía en todo en cuanto él se ponía a gritar. Él le hizo cuatro hijos por sorpresa: una hija que murió muy pronto, dos hijos y otra hija». (pág. 14).

Su madre:

«Anne-Marie, la hija menor, pasó la infancia en una silla. Le enseñaron a aburrirse, a estar derecha, a coser. Tenía dotes; creyeron que era distinguido dejarlas sin cultivar. Brillo, tuvieron el cuidado de ocultárselo. Estos burgueses modestos y orgullosos opinaban que la belleza estaba por encima de sus medios y por debajo de su condición; la permitían en las marquesas y en las putas… Anne-Marie, al repasar cincuenta años después las páginas de un álbum de la familia, encontró que había sido bella.» (pág. 15).

Frente a este mundo antiguo, autoritario y vertical, Sartre reivindica el ejercicio de su libertad, incluso en su niñez. Sabía que los mayores esperaban de él un comportamiento adecuado a sus expectativas, y él, para agradarles, decidió darles gusto. El afecto entre ellos se establece en un sentido estricto de reciprocidad: las demandas de los mayores serán atendidas para que todos sean felices y vivan en paz. No se trata de un sometimiento, se trata de un acuerdo tácito entre las partes. Esta infancia que puede parecer triste, marchita, o excesivamente solitaria, fue asumida por el protagonista en la búsqueda de su armonía personal:

«… Soy virtuoso por comedia, pero no me esfuerzo ni me obligo: invento. Tengo la libertad principesca del autor que mantiene al público conteniendo la respiración y que refina su papel. Me adoran, luego soy adorable. Como el mundo está bien hecho, no hay nada más sencillo. Me dicen que soy lindo y me lo creo.» (pág. 26).

Para el existencialismo, corriente filosófica que Sartre lideró junto a Albert Camus y Simonne de Beauvoir, la existencia es anterior a la esencia. Uno es el resultado de sus acciones, y por lo tanto está condenado a ser libre y elegir constantemente. En ese sentido, opuesto a las teorías freudianas, Sartre asume su infancia: no le impusieron su rol de niño- viejo, lo jugó libremente porque era el camino que encontró para recibir afecto y retribuirlo. Es interesante este matiz, porque lo cambia todo:

«No paro de crearme; soy el dador y la donación. Si viviese mi padre, conocería mis derechos y mis deberes; murió y los ignoro; no tengo derecho porque me colma el amor, no tengo deber porque me doy por amor. Un solo mandato: gustar; todo para la muestra.» (pág. 30).

Otro elemento que destaca en su formación de lector, es el factor hereditario. Su abuelo había hecho «gruesos volúmenes encuadernados cubiertos con una tela oscura». Los libros eran, pues, objetos familiares, en realidad mucho más que eso: eran sus amigos, sus compañeros de juego. Este entorno particular, sumado a la ausencia de otros niños, lo convierte en un chico de biblioteca, alejado del polvo y del sudor propio de un muchacho que juega a la pelota, o realiza otro ejercicio físico. El contacto con el libro como objeto sagrado lo instala en un nivel superior a la media, más culto, por lo tanto le exige, a su vez, un rendimiento superior. De esa manera se sientan las bases para su desarrollo intelectual. Sartre confiesa su desconocimiento del campo y su lejanía del mundo rural. Se define como un ser exclusivamente urbano:

«Nunca he arañado la tierra, ni buscado nidos, no he hecho herbarios ni tirado piedras a los pájaros. Pero los libros fueron mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo; la biblioteca era el mundo atrapado en un espejo; tenía el espesor infinito, la variedad, la imprevisibilidad.» (pág. 44).

A pesar de la arrogancia que destila quien escribe este texto, reconoce con humildad su impostura: fingía leer a los clásicos para que pensaran bien de él, actuaba incluso cuando estaba solo, dispuesto siempre a crear una buena impresión en las personas mayores. Su juego era hacer todo lo indispensable para parecer una persona mayor, con una salvedad: mayor pero mejor que las de casa: el niño superando a los más expertos, creando un mito antes que un personaje. Aunque no lo puede leer a su edad, abre el libro de Corneille y lo observa, su incapacidad para disfrutarlo no es razón para cerrarlo, es suficiente que crean que lo lee. Ese es su disfrute.

Al mismo tiempo confiesa su pasión por las novelitas de aventura que su madre le compraba en forma de cuadernillos: «¿Era leer» No, sino morir de éxtasis». Sartre reconoce que fueron dos las vertientes que marcaron su vida literaria:
– el abuelo que editaba libros en alemán alimenta su faceta intelectual;
– y su madre -que además lo lleva al cine, otra maravilla que le permite abandonarse y soñar, y que inspira los párrafos más bellos en este texto- quien alimenta de manera placentera su vida afectiva y sensorial, y le permite dar rienda suelta a su imaginación.
Gracias a ella, una mujer simple, el niño Sartre descubre las alegrías de la imaginación y la posibilidad de salir de su mundo para vivir mundos distintos. El ejercicio propiciado por el abuelo lo llevaba hacia adentro, cultivaba su interior; el ocio que le ofrecía su madre lo conducía hacia fuera, descubría sus vínculos con el exterior.

El mundo protegido en donde creció arropado, aupado y amado, se quebró por dos factores muy distintos: el corte de pelo que trasquiló sus bucles y delató su fealdad, privándolo de una máscara que lo protegía; y la frase que oyó por casualidad y lo marcó con fuego: «Aquí falta alguien, y es Simonnot».

Estas palabras, que podrían haber pasado desapercibidas, le dieron al joven Sartre la dimensión del éxito. ¿Cómo puede ser alguien tan importante que su ausencia se sienta como una falta irreparable? A partir de esa frase nace en él un anhelo de ser imprescindible, alguien tan importante que se le considere indispensable, como el aire que se respira. Estas palabras inocentes producen una ruptura en su vida: el niño se fija una meta muy alta y manifiesta un creciente deseo de superación: aspirará a la gloria, a la trascendencia, a la inmortalidad. Desde ahora será conciente de su lucha y se convertirá en otro Simonnot.

Lo consiguió: fue el creador del existencialismo, el escritor políticamente comprometido, el líder intelectual de Francia en la posguerra y luego en Mayo del 68. En 1964, justo después de publicar Las palabras se le concedió el Premio Nobel de literatura, premio que no aceptó por considerar que la cultura no se debía someter a las instituciones. Para la Academia Sueca, la frase quedó acuñada: «Aquí falta alguien, y es Sartre».

ESCRIBIR

Cuando comienza a escribir, el niño goza y disfruta. Esta acción es más poderosa que la anterior: leer no le otorgaba tanto poder como aquel que experimenta creando:

«Apenas empecé a escribir, dejé la pluma para regocijarme. La impostura era la misma, pero ya he dicho que para mí las palabras eran la quintaesencia de las cosas. Nada me turbaba más que ver a mis patas de mosca perdiendo poco a poco sus brillos de fuego fatuo en la deslucida consistencia de la materia. Era la realización de lo imaginario. Un león, un capitán del Segundo Imperio y un beduino, caídos en la trampa del nombramiento, entraban en el comedor; se quedaban allí para siempre, cautivos, incorporados por los signos; creía haber anclado mis sueños en el mundo con los arañazos de una pluma de acero.» (pág. 121).

Convertido en escritor, el niño se impone un plan de aprendizaje: para completar el texto de aventuras con información útil para el lector, copia del diccionario datos que considera importantes. Su actitud es de una persona mayor, seria y muy profesional: no quiero sólo entretener, quiero instruir. Se puede intuir aquí su vocación de maestro, actividad que desempeñó durante muchos años.

Al anotar este rasgo de su carácter nos señala la conciencia que tuvo desde pequeño respecto al valor de la literatura. Sartre sostendría después que el compromiso político era ineludible, que quien escribía tenía que tener muy presente el mundo que lo rodeaba y no darle jamás la espalda: denunciar, reivindicar, alertar eran tareas del escritor; cambiar el mundo, la consigna.
Parte de la fascinación de escribir radica en el poder de la palabra escrita, quien escribe es como dios:

«Héroe, luchaba contra las tiranías; demiurgo, me volví tirano yo mismo, conocí todas las tentaciones del poder. Era inofensivo y me volví malo. ¿Qué me impedía reventar los ojos de Daisy? Muerto de miedo, me contestaba: nada. Y se los reventaba como había arrancado las alas de una mosca. Escribí, latiéndome el corazón: «Daisy se pasó una mano por los ojos: se había vuelto ciega», y me quedé azorado; con la pluma en el aire, había producido en el absoluto un pequeño acontecimiento que me comprometía deliciosamente. Yo no era verdaderamente sádico; mi alegría perversa se cambiaba en seguida en pánico, anulaba todos mis decretos, los llenaba de correcciones para que se volviesen indescifrables: la muchacha recobraba la vista, o más bien nunca la había perdido. Pero el recuerdo de mis caprichos me atormentaba durante mucho tiempo; me causaba muy serias inquietudes.» (pág. 126).

La escritura es el eje de su existencia: existe como escritor, luego ES. Me parece importante recordar, una vez más, que el texto está escrito y pensado por el autor maduro. Si el niño fue conciente de todo esto tal cual lo recuerda, no lo podemos confirmar. Pero Sartre, al recordarlo, se mantiene fiel a la filosofía existencialista que él mismo creó. Según ésta, cada cual se convierte en el resultado de sus acciones. Y va aún más lejos: el ser humano está obligado a asumir su libertad y ejercer este «derecho» porque es el único ser que tiene conciencia de sí mismo:

«Al escribir, existía, me escapaba de las personas mayores; pero sólo existía para escribir, y si decía «yo» quería decir «yo que escribo». No importa, conocí la alegría; el niño público se dio citas privadas». (pág. 130).

Esta última frase resume su descubrimiento: si antes leía para agradar y mantener una imagen de niño bueno y listo -por lo tanto sería amado-; ahora escribe para sí mismo y se regala una identidad, una esencia que lo hace único. Es éste, pues, un acto voluntario, personal y libre.

Plantearlo de esta manera le permite reconocer la autenticidad de su vocación y darle un status de acto no fortuito. Es muy probable que así fuera, y que al estar verbalizado por un hombre mayor produce el efecto, en nosotros, de una reflexión adulta que no encaja con la edad del personaje. Si no, estamos ante un niño precoz, posibilidad que se insinúa:

«Yo escribía por escribir. No lo lamento, si me hubiesen leído, habría tratado de gustar, me habría vuelto maravilloso. Como era clandestino, fui verdadero.» (pág. 154).

En ESCRIBIR, como en LEER, aparecen dos situaciones que trastocan el orden de su niñez: la escolaridad, y la guerra.
Abandonar la soledad de su casa, «el secuestro» e ir al colegio a los 10 años, significó un gran cambio de perspectiva: era integrarse a un mundo distinto y lleno de sorpresas compartidas, lo cual implicaba olvidar, aunque sea por momentos, la responsabilidad y el esfuerzo para ser lo que esperaban que fuera; en otras palabras, se podía relajar y dejar a un lado la culpa. Frente a este rigor, en el colegio, con sus compañeros, era otro: los seguía, los imitaba, quería ser como ellos, compartirlo todo y perderse en el grupo como un ser anónimo.
La guerra es el otro detonante que cambia su perspectiva romántica sobre la ficción literaria, la guerra lo enfrenta a la realidad. Sus personajes imaginados habían sido moldeados a su gusto, hechos a medida según su propio criterio y necesidad. En cambio los generales, soldados o gobernantes que se movían en el mundo real le recuerdan que los modelos no concuerdan con sus semejantes literarios. Son peores.

Las palabras tiene un final sorpresivo. Este texto interesante e inteligente, termina abruptamente con una declaración valiente: la decepción del hombre mayor que se ha dado cuenta de que la literatura no tiene poder. Una confesión dura, sincera y desesperanzada, más aún tratándose de Jean Paul Sartre quien publicó obras como ¿Para qué sirve la literatura? -un diálogo entre muchos creadores concientes de la responsabilidad social de su trabajo- un ensayista convencido y luchador, quien casi a sus 60 años declara escéptico:

«Durante mucho tiempo tomé la pluma como una espada; ahora conozco nuestra impotencia. No importa, hago, haré libros; hacen falta, aún así sirven. La cultura no salva nada ni a nadie, no justifica. Pero es un producto del hombre: el hombre se proyecta en ella, se reconoce; sólo le ofrece su imagen este espejo crítico.» (pág. 214).

Felizmente, a pesar del desengaño, no renuncia a escribir. Hacerlo hubiera sido un suicidio.

Los textos han sido tomados de la edición de bolsillo de la Editorial Losada, 2005. La traducción es de Manuel Lamana.