La condición humana

André Malraux

Ambicioso título el de ésta novela publicada en 1933, cuando su autor, André Malraux (Francia 1901- 1976) tenía 32 años. Sin estudios superiores, Malraux fue un joven autodidacta que realizó diversas actividades en el mundo editorial, publicando sus primeros escritos influenciado por el surrealismo; luego pasó unos años en Indochina. Se apoderó, de manera ilegal, de unas piezas arqueológicas en Camboya, país en donde fue detenido y llevado a juicio, salvando, milagrosamente, de la cárcel. Se quedó un tiempo dedicado a labores periodísticas y denunció las injusticias del colonialismo, y más tarde fue testigo presencial de la huelga general en Cantón el año 25. Estas experiencias lo acercaron al mundo oriental y se convirtieron en material literario La vía real, Los conquistadores y La condición humana se nutren de estas vivencias, siendo ésta última su novela más conocida de esta trilogía asiática.

Me pregunto a qué apuntaba Malraux al elegir el título y si luego de leer la novela podremos señalar cuáles son los elementos que determinan nuestra condición; si es que existen rasgos que definen lo humano, características que compartiríamos todos, independientemente de la época o el lugar de nacimiento. Según Jean Paul Sartre, no existe nada identificable como tal, la esencia de nuestras vidas estaría dada por la existencia concreta de cada uno, existencia que asumimos en libertad y que precede a la esencia. Ese sería, simplificando, el pensamiento existencialista que dominaba la cultura francesa cuando Malraux escribió su novela.

La condición humana, ¿qué implica?

André Malraux nos presenta una historia con tintes políticos: un grupo de jóvenes comunistas rompe con el Kuomitang, sus antiguos aliados contra los señores de la guerra, cuando perciben que Chang Kai Shek, el líder del Kuomitang, pretende dominarlos, y luego, aniquilarlos, en la lucha por el poder. El argumento nos remite a Shangai , 1927, y a la disyuntiva entre una burguesía pujante, que apoya a los nacionalistas, y el campesinado y los obreros que serían la base popular de los comunistas pro rusos. Completa la escena la intervención europea a través de las concesiones, islas occidentales en plena China, cuyo poder económico y mercantil es necesario ganar para uno u otro bando.

Dicho esto, el tema político no es lo importante en la obra del escritor francés. El tema de la insurrección sirve de puesta en escena: los personajes irán apareciendo con su enorme complejidad a raíz de la batalla que los ocupa. Y son ellos, los hombres, los que se roban el primer plano. Tenemos a Chen, el fanático terrorista que piensa que el crimen de los enemigos es imprescindible para la revolución; a Kyo, el líder que organiza y decide; a Katow, quien ejecuta con valentía las decisiones tomadas; a Hemmelrich, el europeo torturado por su tragedia familiar que le impide salir a luchar para proteger a los suyos; a May, la compañera de Kyo, médico que alivia el sufrimiento físico; y a Gisors, el viejo adicto al opio, profesor de algunos y padre de Kyo, que es un referente importante porque todos acuden a él como consejero, a pesar de que él no se involucra en la revolución, como si presintiera el fracaso de los suyos. Junto a ellos destacan dos europeos: Clappique, un excéntrico por momentos delirante, y Ferral, el joven francés que maneja los negocios de sus compatriotas en territorio chino.

La primera característica de la condición humana es que somos seres mortales. La consciencia del fin está presente en cada uno de los personajes, como una losa, y todos la perciben con dolor y miedo. Obviamente, la lucha armada enfrenta a los individuos con el fantasma de la muerte de una manera intensa, sin sosiego ni tregua, por el riesgo físico que la guerra implica. En el relato aparece como un fin inevitable, pero al mismo tiempo como algo temible. Con excepción de Chen, que la vive como una liberación, a los otros los aterra, como a todos los hombres en general aunque muchos no lo confiesen, por ser una gran incógnita. Kyo elige el cianuro para evitar ser quemado vivo; Katow, al ver el desgarro que produce en sus compañeros la muerte cercana, entregue su cianuro a dos de ellos en un acto de generosidad demostrando su calidad en un gesto que lo honra; Hemmelrich mata para sobrevivir a pesar de que ya no tiene ataduras, sorprende su deseo de escapar de la muerte, dada su situación, podría esperarse de él un abandono total. Y los que se quedan, no por ello eluden a la muerte: May, Gisors y Hemmelrich, cargan con el dolor de la partida de sus seres queridos, muertes violentas todas ellas, y la vida que les queda se convierte en una tragedia porque sus muertos se llevan parte de ellos mismos a la tumba.

La soledad también aparece como un rasgo inherente al ser humano, incluso para aquellos comprometidos con un grupo del cual forman parte y con quienes persiguen un fin determinado. Siendo personajes claves en la lucha revolucionaria y teniendo, en consecuencia, un comportamiento comunitario, no dejan de experimentar la soledad; como todo hombre que siente, en momentos claves de su vida, un desamparo enorme, un desasosiego por encontrarse lejos de todos los que lo rodean, angustiado con su preocupación y su dolor a cuestas. Lo dice Chen cuando mata:

“Aquello no era miedo; era un espanto, a la vez atroz y solemne, que no había vuelto a conocer desde su infancia; estaba solo con la muerte, solo en algún lugar sin hombres, muellemente aplastado, a la vez, por el horror y por el placer de la sangra.” (pág. 13).

Lo piensa Kyo:

“Sí. La vida de uno se oye con la garganta. ¿Y la de los demás?… En primer término, allí había soledad; soledad inmutable, tras la multitud mortal, como la gran noche primitiva detrás de aquella noche densa y pesada, bajo la cual acechaba la ciudad desierta, llena de desesperación y de odio.” (pág. 47).

La experimenta Gisors:

“… recogiendo en su abanico todo el agobio del mundo, pero un agobio sin amargura, llevado por el opio a una pureza suprema. Con los ojos cerrados, transportados por las grandes alas inmóviles, Gisors contemplaba su soledad: una desolación que se unía a lo divino, al mismo tiempo que se ensanchaba hasta lo infinito aquella estela de serenidad que recubría suavemente las profundidades de la muerte.” (pág. 58).

Katow escucha a Hemmelrich y comparte su desgarro por no salir a luchar para estar junto a su mujer y su hijo enfermo. La inactividad forzada lo desarma, porque se sabe insolidario con los que luchan por sus ideas. Ese conflicto le recuerda a Katow una experiencia similar que vivió con su mujer enferma, quisiera consolar a su compañero, pero cada uno está encerrado en su propio dolor y no encuentran medios para expresarlo:

“Con las palabras, no podía hacer casi nada; pero más allá de las palabras, estaba lo que expresan los gestos, las miradas, la misma presencia. Sabía, por experiencia, que el peor sufrimiento está en la soledad que lo acompaña. Expresarlo también libera; pero pocas palabras son menos conocidas por los hombres que las de sus dolores profundos. Expresarse mal o mentir proporcionaría a Hemmelrich un nuevo impulso para despreciarse: sufría, sobre todo, a causa de sí mismo- Katow lo miró sin fijar en él la mirada, con tristeza -conmovido, una vez más, al comprobar cuán poco numerosos y torpes son los gestos del afecto viril.” (pág. 159).

Ferral, el gran materialista, es un buen ejemplo de ejercicio de la soledad como arma de defensa personal. Encapsulado en sí mismo, se niega a compartir su vida, toma de los otros lo que le hace falta, pero huye del verdadero contacto humano:

“En definitiva, no copulaba nunca más que consigo mismo, pero no podía lograrlo más que con la condición de no estar solo. Ahora comprendía lo que Gisors no había hecho más que sospechar; sí, su voluntad de potencia no alcanzaba jamás su objeto, no vivía más que de renovarlo; pero si nunca en su vida había poseído, poseería, a través de aquella china que lo esperaba, la única cosa de la cual estaba ávido: él mismo. Necesitaba los ojos de los demás para verse, los sentidos de otro para sentirse. Contempló la pintura tibetana, fija allí, sin que supiese demasiado por qué: sobre su campo descolorido, por donde erraban unos viajeros, dos esqueletos exactamente iguales se estrechaban con ansia.
Se aproximó a la mujer.” (pág. 176).

Y por último, me gustaría recordar a Katow, esperando su ejecución, justo antes de ceder su dosis de cianuro a sus compañeros, luchando con el miedo y la sensación de abandono; y al mismo tiempo esforzándose para superar esa terrible soledad que lo embarga con un gesto generoso que alivia a los otros y lo enaltece a él. Katow rompe con el ciclo y su apertura nos deja con alguna esperanza:

“A pesar del rumor; a pesar de todos aquellos hombres, que habían combatido como él, Katow estaba solo, solo entre el cuerpo de su amigo muerto y sus dos compañeros espantados, solo entre aquel muro y aquel silbido perdido en la noche. Pero un hombre podía ser más fuerte que aquella soledad, y hasta quizá que aquel silbido atroz: el miedo luchaba con él contra la más terrible tentación de su vida. Abrió a su vez la hebilla de su cinturón. Por fin, dijo, en voz muy baja:
-¡Ea! Suen, ponme la mano en el pecho y toma esto: os voy a dar mi cianuro…” (pág. 230).

-Otra constante es el absurdo que resta valor a los hechos heroicos de los hombres, y los trastoca. May, como médica, salva a una mujer herida, pero el comentario de la madre se resume en un “Pobrecilla”. Una vez salvada por May, será otra vez abusada, o maltratada, o asesinada. En teoría, luchan por esas mujeres, pero la cultura del mundo, en donde ellas habitan, es más poderoso que la ideología o los buenos deseos.

May y Kyo se han concedido libertad total en sus relaciones, pero cuando ella se entrega a otro hombre, Kyo no puede aceptarlo. Lo que sostuvo teóricamente no corresponde con su reacción ante la noticia: se interponen los celos, el machismo (tiene deseos de pegarle), y al mismo tiempo el deseo lo enardece (¡May con otro hombre!): ahora él quiere poseerla y sólo ese pensamiento ocupa su mente. La libertad planteada fuera de contexto no contaba con su sensibilidad, ni con el amor que demanda exclusividad. Es evidente que el absurdo arrasa, muchas veces, con aquellos pensamientos previos, lo que el hombre siente es inmesurable y escapa a cualquier decisión tomada con la cabeza.

La complejidad humana no puede ser minimizada, y en La condición humana vemos a los personajes imbuidos de esa condición: no son seres unidimensionales, al contrario: en plena guerra, con las bombas explotando en las calles, se oye jazz en los bares de la concesión y se percibe erotismo en las relaciones. Ferral negocia con mano dura las inversiones económicas del consorcio, y al mismo tiempo vive una experiencia sexual con Valeria que lo perturba. La escena de la venganza de Valeria, cuando aparecen los dos europeos con sus pájaros enjaulados (ojo a la metáfora altamente significativa) es otra forma de la guerra. Que además tiene su respuesta en otra escaramuza: la compra de muchos pájaros que son liberados en la habitación de Valeria para crear el caos (otra imagen potente).

Y es absurda también la historia conmovedora de Katow en Lituania cuando los blancos fusilan a los comunistas, ya que al día siguiente son los comunistas quienes entran victoriosos a esa misma ciudad. ¿Qué es la guerra si no el mayor absurdo organizado por los hombres? Si regresamos a La condición humana, los nacionalistas y los comunistas habían sido aliados contra los señores de la guerra. Luego resulta que los nacionalistas masacran a los comunistas, pero nosotros sabemos que, más adelante, serán los comunistas, con Mao Tse Tung, quienes construyan la República Popular China. Tantas muertes absurdas cuando todos desean lo mejor para su país y sus gentes.

Hemmelrich no sale a luchar para proteger a su familia; no puede exponerse a que lo maten por un tema de consciencia: sabe que no les puede faltar. ¿Pero qué sucede? No muere él pero en cambio sí matan a su mujer y a su hijo, y los matan porque saben que son su familia: una ironía que deja en evidencia que el hombre no siempre elige, fuerzas exteriores cambian sus planes y lo dejan en ridículo. Veamos también el caso de Chen: entra a la tienda del anticuario para hacer tiempo esperando que pase el coche de su víctima, pero el anticuario se prende de su posible cliente y le impide que ejecute su plan. Chen no contaba con la condición humana del anticuario: para él ese anticuario era parte de un plan, ignoraba que no era un ser de cartón y que por vender, estaría dispuesto a perseguirlo hasta la calle. Y en su segundo intento, se lanza con la bomba y resulta que Chiang Kai Shek no estaba en el coche: su heroica acción es abortada, sólo muere él.

Dentro de este mismo esquema, llama la atención que Gisors, el hombre más atractivo en esta novela, el personaje más lúcido, sea un adicto al opio. Para él, el pensamiento es el gran generador de la angustia humana, por eso huye de él y se refugia en la droga. Su figura lidera a los jóvenes, sin embargo el viejo está retirado del mundo, es un hombre que ha tocado fondo, no tiene fe. Son estos matices los que hacen de La condición humana una obra interesante. Los personajes están llenos de sentimientos, las ideas sostienen sus acciones pero no los limitan; superan los roles adquiridos y nos ofrecen un mundo lleno de dudas, de angustia, de incertidumbre, de sufrimiento y dolor, y gracias a esta carga el lector termina zambullido dentro de ellos. Poco a poco, Malraux los va desnudando, y aflora la riqueza de cada uno: la escena de May y Kyo, expuestos ambos a su dolor, es hermosa y noble; la carta de Valeria a Ferral, es una lección de cordura, no de venganza: el dolor de Gisors por la muerte de su hijo, nos deja pasmados; para él, que parecía fuera del mundo, esta muerta es más potente que el opio. Hemmelrich, esperando al enemigo que se descuelga por el alambre para robar su identidad y salir al mundo, resulta estremecedor. ¿De dónde saca energías este hombre que ha padecido tanto? Katow detenido, Kyo en la cárcel rehusando la complicidad de sus verdugos, Chen convirtiéndose en asesino en la primera escena…. Son muchos los momentos conmovedores en donde la dignidad y la pasión se dan la mano. Recordemos por ejemplo a Chen, el ajusticiador, para quien matar es indispensable para conseguir un nuevo orden, cuando arriesga su vida para liberar de sus amarras a un herido del bando enemigo porque el dolor del joven lo conmueve hasta los huesos. Absurda acción, desde el punto de vista de la lógica, si es que él estaba en el bando que causó ese dolor, pero una buena señal de que el ser humano es mucho más de lo él mismo cree que es. Es esa complejidad, esa riqueza, las que definen a la condición humana.

Pero esta condición es un peso también, por eso se intuye la necesidad de hacerle frente, de rebelarse contra una situación a veces insostenible, como si el hombre necesitara despojarse de ella, o intentarlo, por lo menos. Ese es el sentido del diálogo entre Ferral y Gisors:

-¿No considera usted como una estupidez característica de la especie humana que un hombre que no tienen más que una vida se arriesgue a perderla tan sólo por una idea?
-Es muy raro que un hombre pueda soportar (¿cómo diré yo?) su condición de hombre… Pensó en una de las ideas de Kyo: todo aquello por lo cual los hombres aceptan dejarse matar, más allá del interés, tiende, más o menos confusamente, a justificar esa condición, fundiéndola en dignidad: cristianismo para el esclavo, nación para el ciudadano, comunismo para el obrero. Pero no tenía ganas de discutir las ideas de Kyo con Ferral. Volvió a éste:
-Siempre hay que intoxicarse: este país tiene el opio; el Islam el haschich; el occidente, la mujer… Quizás el amor sea, sobre todo, el medio que emplea el occidental para emanciparse de su condición de hombre…
Bajo sus palabras, se deslizaba una contracorriente confusa y oculta de figuras: Chen y el crimen; Clappique y su locura; Katow y la revolución; May y el amor; él mismo y el opio… Sólo Kyo, para él, se resistía a aquellos dominios.” (pág. 172).

Para superar la angustia existencial el hombre se entrega a un ideal, algo sublime que le otorgue dignidad. Pero ese deseo de superar su propias limitaciones, se entiende como un intento de convertirse en Dios, (dejar de ser hombre) proceso que será definido por Gisors de esta manera:

“Un dios puede poseer -continuó el viejo, con una sonrisa de convencimiento- pero no puede conquistar. El ideal de un dios, ¿verdad?, es convertirse en hombre sabiendo que volverá a encontrar su poder; y el sueño del hombre, convertirse en dios sin perder su personalidad…” (pág. 174).

Las descripciones de las ciudades chinas, me parecen excelentes. Malraux no se limita al aspecto físico de ellas, sino que involucra, en sus descripciones, a los hombres que las habitan. Engloba con maestría lo visual, lo auditivo, lo humano:

“Unas nubes muy bajas, pesadamente amontonadas, sólo dejaban ya aparecer las últimas estrellas en la profundidad de sus desgarraduras. Aquella vida de las nubes animaba la oscuridad, ora más ligera, ora más intensa, como si inmensas sombras llegasen, a veces, a profundizar la noche. Katow y Kyo llevaban calzado de sport con suela de goma, sólo oían sus pasos cuando se deslizaban por el barro. Del lado de las concesiones -el enemigo-, un resplandor bordeaba los tejados. Lentamente henchido por el prolongado grito de una sirena, el viento, que traía el rumor casi extinto de la ciudad en estado de sitio y el silbido de los vapores, que volvían hacia los barcos de guerra, pasó sobre las miserables bombillas eléctricas encendidas en el fondo de los callejones sin salida y de las callejuelas. En torno a ellas, unos muros en descomposición salían de la sombra desierta, develados con todas sus manchas por aquella luz a la que nada hacía vacilar y de donde parecía emanar una eternidad sórdida. Oculto por aquellos muros, había medio millón de hombres: los de las hilanderías, que trabajaban durante dieciséis horas diarias, desde la infancia; el pueblo de la úlcera, de la escoliosis, del hambre. Los vidrios que protegía las bombillas se empañaron, y, durante algunos minutos, la gran lluvia de China, furiosa, precipitada, tomó posesión de la ciudad.” (pág. 22).

“Tornó a encontrar la paz nocturna. Ni una sirena, sólo el ruido del agua. A lo largo de las orillas, junto a los reverberos, crepitantes de insectos, los coolies dormían en actitudes de pestíferos. Aquí y allá, sobre las aceras, pequeños carteles rojos, redondos, como las placas de los sumideros. Una sola palabra figuraba en ellos: Hambre. Como le había ocurrido poco antes con Chen, comprendió que aquella misma noche, en toda la China y a través del Oeste, hasta la mitad de Europa, nos hombres vacilaban como él, desgarrados por el mismo tormento entre su disciplina y la mortandad de los suyos. (pág 121-2).

La prosa de Malraux es minimalista, escueta y precisa. Pero la traducción al español de César A. Comet, muy mejorable, le resta precisión a la prosa, y belleza.

Textos tomados de la edición publicada por El Mundo, Colección Millenium. Traducción de César A. Comet.