La Caja Negra

Amoz Oz

Autor: Amoz Oz

Conocido por su postura pacifista, Amoz Oz (Jerusalén, 1939) es un escritor comprometido con su país, consciente de la necesidad de buscar caminos para que la paz se imponga en la región. Por esta razón, quizás, las historias de sus novelas suelen desarrollarse en Israel, y como consecuencia lógica de esta elección el telón de fondo resulta inevitable: la incierta realidad contemporánea de un país empantanado en un conflicto de difícil solución, los ánimos crispados, el sufrimiento de las familias, la ceguera del poder a uno y otro lado de la frontera. Dicho esto, creo que es su gran acierto en la obra de Oz -y en La caja negra se percibe de manera magistral- la utilización de la ficción para envolver un contenido que adquiere vida, entusiasma, envuelve y convence, una vez convertido en un drama humano, no nacional.

La relación conflictiva y pasional entre Alec e Ilana, y la tortuosa experiencia de Boaz cuando creció con ellos, funcionan como metáforas de Israel, y viceversa. La pareja y el país se expresan en paralelo y funcionan como espejos de una realidad violenta e inmanejable que puede mejorar si se da un paso adelante para ceder -en algo- y negociar -el conjunto-.

Es difícil lograr un relato convincente que sea al mismo tiempo tan atractivo: el lector no querrá perder un sólo detalle de la vida de los protagonistas, a quienes terminará por comprender una vez conozca sus historias y su lucha, arraigados ambos en un mundo con características propias y dificultades históricas.

La tentación del dinero y la inmersión en la intimidad de cada uno de los personajes: sus juegos sexuales, sus fantasías y deseos ocultos son otras facetas interesantes que ayudan a calar a los personajes, nivel al cual accedemos de manera natural gracias a las cartas que se envían.

El género epistolar

El género epistolar es un recurso que Oz explora con agudeza. Las cartas conceden a los personajes un espacio idóneo para decir lo que desean, para exponer sus rabias, expresar sus afectos, reclamar sus desavenencias, implorar perdón y hasta insultar y agredir cuando no encuentran otra manera de comunicarse. Y al mismo tiempo, las cartas implican un dinámica de diálogo, porque el aludido tiene que responder. Así los puntos de vista se cruzan, se enriquecen, se desdicen y se responden unos a otros en este relato colectivo, plural, multiplicado -gracias a las misivas- en su dimensión y alcance.

Hasta las cartas de Rahel -la hermana de Ilana, personaje secundario dentro del conjunto- tienen un significado dentro de la novela, significado que captamos por la información que ella misma expone en sus cartas: fue quien cuidó a Boaz cuando sus padres se divorciaron. Pero más importante aún que su función de madre postiza es la de representar a la mujer que vive en un kibbutz, la figura femenina que renuncia a su individualidad para asumir como propio el bien común, comprometida humildemente con un ideal, posponiendo sus logros personales en aras de la reconstrucción de una identidad nacional basada en principios comunitarios. Una postura vital diametralmente opuesta a la de su hermana Ilana, dominada por una pasión.

El lenguaje de las cartas evoluciona de acuerdo a cómo y a cuánto se van provocando unos a otros, ya que las cartas pueden despertar viejas rencillas o recordar complicidades, momentos dolorosos y/o deliciosos.

La primera carta de Ilana inicia la novela y abre el juego: después de siete años de silencio se dirige a Alec. Aparentemente lo hace para pedir ayuda, pero conforme avanza la novela nos damos cuenta que Boaz era el pretexto perfecto para ponerse en contacto con el hombre de su vida, a quien no puede olvidar.

Hay dos datos interesantes en esta primera carta: el tono agresivo que usa para ofenderlo y sacarlo de sus casillas, y el final inesperado de una mujer abandonada y herida que se ofrece desnuda y de rodillas:

“… me acostaré contigo si quieres. Cuando quieras y cómo quieras. (Mi marido sabe de esta carta e incluso está de acuerdo en que debo escribirla, excepto la última frase. Así que si quieres destruirme sólo tienes que fotocopiar la carta, subrayar la última frase con lápiz rojo y enviársela a mi esposo. Funcionará a las mil maravillas. Lo admito: mentía al decirte antes que no tenía nada que perder.)
De modo que, Alec, ahora estamos completamente a tu merced. Incluso mi hijita. Y puedes hacer con nosotros lo que gustes.” (pág. 20).

Alec responde con una frialdad sorprendente: le habla de Ud. marcando una gran distancia, su tono destila desprecio, como si su ex fuera una indeseable. Pero al mismo tiempo, la reta y provoca:

“Conservo su carta” (pág. 21).

Lo que conserva Alec es la prueba de su infidelidad al ofrecerse siendo ahora mujer de otro. Desde el principio, la “guerra” entre ellos tiene un matiz sexual que revolotea entre líneas, el deseo contenido se huele en cada carta. Y si al final, completamente consciente el lector de la fantasía del trío que alimentaba sus juegos, relee estas cartas, verá más de lo que vio la primera vez: el adulterio que ella plantea -al ofrecerse- estaba pensado para enardecerlo.

Cuando le toca el turno al abogado, Manfred Zakheim, la ironía tiene un tono de superioridad, del hombre elitista que se sitúa por encima del resto: su lenguaje lo define, es su arma. Así introduce a Sommo:

“El señor Sommo comienza (como todos nosotros) en el suelo, pero termina abruptamente al rondar el metro sesenta y cinco. En otras palabras, ella le pasa de largo una cabeza. Tal vez lo compró en las rebajas, por metros.
De modo que este Bonaparte africano aparece en mi despacho con unos pantalones impermeables, una chaqueta a cuadros que le iba grande, el pelo rizado, recalcitrantemente afeitado, empapado en loción radioactiva, gafas con montura de oro, y corbata roja y verde sujeta con un alfiler de oro. Y -para disipar cualquier posible mal entendido- un pequeño taled en la cabeza.” (pág. 34).

Sorprende la descripción si uno recuerda que Sommo es un fanático religioso. Algo no va bien, algo desentona en este hombrecillo que pretende ser un espíritu elevado y se viste como un nuevo rico, ostentoso y vulgar. Manfred lo cala y lo desnuda precisamente al vestirlo de esta manera desenvuelta y mordaz. Es el lenguaje que Manfred mantendrá a lo largo del relato, aunque luego termine pactando con Sommo y trabajando con él.

Otro tanto sucede con Sommo quien utiliza citas religiosas constantemente, o Rahel que es la mesura en persona, o Boaz quien maneja la ortografía de manera anárquica, o Ilana quien tiene una vena poética. Las cartas que escriben los describen a ellos mejor que una foto.

El hijo, el futuro

Boaz es un personaje atractivo. La fuerza que despliega y el anarquismo que lo mueve, son producto de su niñez: fue testigo de la violencia y los excesos de sus padres. Vio cómo se destruían, constató las transgresiones, compartió el dolor y la rabia, el maltrato y la ceguera. Lo único que quiere este adolescente herido es ser una persona distinta a ellos, alejarse del modelo que tuvo en casa, elegir por sí mismo algo nuevo.

Y, en un nivel más amplio, Boaz es la esperanza que plantea Oz: anhela un país diferente, distinto al que le dejan sus padres. Sin guerras, sin odios, integrador en vez de excluyente.

Es interesante el cambio de este chico, luego de una adolescencia difícil en donde no se encuentra a gusto, recibe una oferta de Alec en estos términos: puedes venir conmigo a Estados Unidos o quedarte en Israel a manejar las tierras familiares. En lenguaje político la oferta sería: inmigrar a USA y alejarte de tu país para comenzar una vida nueva, o quedarte a luchar para conseguir una vida digna desde dentro, con una propuesta concreta: levantar lo que está en ruinas y hacerlo próspero. Amoz Oz transfiere su ilusión al chico joven, confía en él. Sin embargo no podemos dejar pasar un elemento importante en la propuesta de su padre:

“Pero serás libre de hacer lo que quieras”. (pág. 136).

Pienso que es determinante la libertad que le promete, porque es la manera segura de trasmitir confianza y fe en el individuo: lo que decidas estará bien, nos la jugamos juntos. Y no exijo nada a cambio. Gracias a estos términos Boaz terminará reuniendo al padre, a la madre y al hijo en las tierras familiares, al brindarles a todos un espacio de paz.

Y llegamos a otro de los grandes temas en La caja negra: la familia. La tribu con sus conflictos, sus problemas, sus desavenencias, es el núcleo que congrega, da apoyo, escucha. Sucede lo mismo en la familia Sommo, quienes forman también un grupo unido y funcional: se ayudan, apoyan, acompañan. Aspiran a otras cosas, pero son solidarios y cercanos.

La madre, el vínculo

Ilana es una mujer sensible y receptiva, su mundo afectivo le permite intentar salir y buscar algo distinto, superar los fracasos y seguir deseando, al punto que es ella quien precipita el “drama” al escribir la primera carta. Ilana no se resigna a perder lo que ama:

“Hay felicidad en el mundo, Alec, y el sufrimiento no es su opuesto, sino el estrecho pasaje a través del cual, agachándonos y arrastrándonos entre ortigas, alcanzamos el silencioso bosque bañado en la claridad de la luna…
…No es la “satisfacción del reconocimiento”, ni el halago, el avance, la conquista o la dominación, ni la sumisión o la claudicación, sino el estremecimiento de la fusión. Amalgamarse el uno con el otro. Como una ostra envuelve el cuerpo extraño, que al principio la hiere, pero que luego lo convierte en su perla mientras las cálidas aguas, inmutables, lo rodean y abarcan todo.” (pág. 140-1).

Es ella la que escribe como lo haría un poeta, elige los vocablos con sentido estético y los despliega con maestría, elabora sus metáforas con precisión, consciente de su alcance. Ella seduce con palabras, lo sabe y por eso apuesta:

“Cuando bajo los dedos sientes el áspero trazado de la tapicería, y al otro lado de la ventana un olivo hace brillar su plata al recibir un regalo de luz de la lámpara que luce en el interior de la habitación, y por un instante se desvanece la frontera entre la punta de tus dedos y el material, y el que roza se convierte en lo rozado y también en el roce. El pan que tienes en la mano, la cucharilla, el vaso de té, las cosas simples y sin habla se rodean de pronto de una sutil radiación primordial. Alumbrada desde dentro de tu alma e iluminándola en retorno. El gozo de existir y su simplicidad desciende y lo cubre todo con el misterio de las cosas que estaban aquí antes incluso que se creara el conocimiento.” (pág. 142).

Sabiendo que su hermana, Rahel, es otro modelo de madre, recurre a ella cuando se sabe incapaz de lidiar con Boaz. Arrollada por la pasión, se entrega a Alec sin límites, lo sigue ciegamente, acepta sus propuestas, sus juegos peligrosos, hasta que terminan ambos por asfixiarse en un mundo sin aire que los deja exhaustos, sin aliento. Pone en peligro a su hijo, pero jamás renuncia a él.

Ella reconoce que Alec ejerce un enigmático poder sobre su persona, que la relación se planteó así desde un principio, y que esa tensión alimentaba su relación de verdugo y víctima. Pero no huye, acepta sus debilidades y su rol en la relación, eso mismo le permite dar marcha atrás e intentar recuperarlo porque así como es, le gusta:

“La helada malicia que irradiaba de ti como un azulado destello ártico y hacía que las otras chicas del batallón te odiaran hasta el histerismo, fue lo que me robó el corazón. Tu aire de indiferente dominio. La crueldad que exudabas como una aroma. El gris de tus ojos, igual que el humo de tu pipa. La homicida brusquedad de tu lengua al menor signo de oposición. El deleite depredador a la vista de terror que sembrabas. El desprecio que podías emitir, como un lanzallamas, y disparar como un chorro abrasador sobre tus amigos…” (pág. 185-6).

El padre, el pasado

Alec es un personaje, que a pesar de sus miserias, termina por seducir. Ilana se encargará de presentar la imagen de hombre atractivo, irresistible, -esas imágenes sofisticadas en blanco y negro- pero no es la única que lo hace: Manfred también confiesa sentir lo mismo:

“¿Cómo consigues manipularnos a todos, una y otra vez, incluido el viejo chiflado tío Manfred?… ¿Qué hechizo nos une a todos nosotros a ti, incluso desde más allá del Atlántico?” (pág. 228).

Su inteligencia, es quizá, su mejor arma. Pero también es cierto que el Alec de juventud ha dado paso a un hombre adulto, enfermo, y con capacidad autocrítica. Lo mejor de sí mismo comienza a salir a la superficie cuando la vida se le esfuma entre las manos. Ojalá todos tuviéramos esa segunda oportunidad. Se la debe a Ilana.
Y en esa evolución personal que experimenta se percibe un cambio en su actitud política, propia de un combatiente que está de vuelta frente al militarismo de su juventud, combativo y violento. La distancia respecto a Israel también lo beneficia, porque desde lejos adquiere una nueva perspectiva y la nostalgia fomenta su anhelo de paz.

Habiendo sido él quien precipitó la debacle de la pareja al introducir la noción de “el otro”, fue también el responsable de la separación enemistosa y del abandono de Boaz, carcomido por los celos que él mismo alimentó. Solo, alejado de la familia y del país, se mantiene activo intelectualmente. Analizar y escribir es una manera de salir de sí mismo, y como consecuencia de esta labor, adquiere la humildad necesaria para volver a Israel y aceptar los afectos que le ofrecen. El trabajo intelectual lo ilumina, y esto creo que es una propuesta en La caja negra: la rehabilitación es posible si uno reflexiona y elabora sus grandes dudas, si regresa a los temas que han sido recurrentes intentando comprender, si vislumbra lo que hay detrás de las obsesiones. Esto es lo que hace Alec al escribir sus fichas, atizado por el dolor y la soledad. Lo que él piensa del país lo piensa de sí mismo, y de esa manera la novela adquiere una dimensión política interesante: las necesidades de Alec se identifican con las necesidades de Israel:

“Y todavía una paradoja más: la eliminación del Presente vil en favor de un Presente noble en el que se encuentran Pasado y Futuro significa también el fin del combate. La edad de la eterna paz y felicidad. En la que no hay necesidad de luchadores, de mártires que enseñan el camino, de salvadores ni mesías. En el reino de la redención no hay, por lo tanto, lugar para un redentor. La victoria de la revolución es su destrucción. Como el fuego del enigmático Heráclito. La ciudad liberada de Dios no necesita libertadores.” (pág. 152).

Al volver a su tierra recupera sus orígenes y se instala en la casa de su padre, que fue la casa de su abuelo y que ahora es la de su hijo porque él se la ha cedido. Esto es significativo, porque se trata de retomar lo esencial, la vida afectiva, su pasado familiar y aquello que ama: Ilana y Boaz. Con este final, a pesar de la muerte inminente, Alec elimina su doloroso presente: lo que también quisiera que sucediera en su país: el gran cambio.

Amoz Oz aboga contra el fanatismo de cualquier especie, tanto el militarista, que fue el de Alec, como el de Sommo y su propuesta de comprar territorios para expulsar a los árabes sin remordimiento de conciencia. Reconoce que el fanatismo termina con todos los vínculos, comenzando con la familia. Y desvirtúa la lucha. En este sentido es interesante la evolución del protagonista, personaje que viene de participar en una guerra y conoce de cerca la brutalidad que ésta implica:

“¿Puede Ud. hacerse una idea de lo que significa tirar una granada en un búnker lleno de egipcios? ¿E irrumpir dentro después con una ráfaga de ametralladora entre gritos, alaridos y gemidos? ¿Que te salpiquen la ropa, el rostro, el cabello de sangre y pedazos de cerebro? ¿Se le ha hundido alguna vez el pie en un estómago reventado, del que rezuma un burbujeo viscoso?” (pág. 254).

Terminará su vida asqueado de la violencia porque se da cuenta que en la práctica no conduce a nada, por el contrario: produce más dolor y aleja al hombre de las cosas por las cuales vale la pena seguir. La transformación del Alec- militar, alejado de su familia, con el Alec-enfermo terminal que se deja arropar por su mujer y alimentar por su hijo es significativa porque representa la postura política del autor. Todas las banderas y gritos de guerra encubren falsos valores. Por eso la frase a Sommo, que sintetiza esta actitud:

“¿Qué gloria oculta, señor Sommo¿ ¿Ha perdido Ud. la cabeza? Mire a su hija de vez en cuando: ésa es la única gloria oculta. No hay otra.” (pág. 265).

El dinero

Hemos hablado de amor, de pasión, de política, pero no podemos dejar de mencionar algo que es común en todos los personajes: la codicia. Ellos hablan de afectos, de abandono, de culpas, de rabia y odio, pero en el fondo es la codicia lo que los mueve. El dinero es el detonante que los moviliza de una u otra manera, el elemento capaz de humillar a algunos para conseguirlo (Michel Sommo, Manfred), de permitir el ejercicio del poder cuando es lo único que se tiene (Alec), de usarlo como pretexto, una ficha que se mueve para conseguir otras cosas (Ilana), o reconocer que es la única posibilidad de cambiar el rumbo de una vida (Boaz).

En general, los personajes se venden al mejor postor: es el caso de Michel y Manfred; o terminan comprando aquello que les era inaccesible como le sucede a Alec, quien ofrece cantidades inesperadas para conseguir la custodia de su hijo y luego la posibilidad de quedarse con Boaz e Ilana hasta que se muera. Ofrece dinero -ahora que ya no le sirve porque se está muriendo- a cambio de cariño, compañía, bienestar; mientras Sommo lo acepta, humillándose, para obtener sus objetivos personales y políticos. Hasta Boaz logra realizarse cuando recibe la propiedad en herencia: el dinero le concede la libertad prometida, puede recrear un mundo a su medida porque es suyo, le pertenece.

El triángulo

No podemos dejar de lado un aspecto importante en esta novela y es la relación sexual de Alec e Ilana. Entre ellos, desde el comienzo, planeó la sombra de un tercero, fue parte de sus juegos, alimentaba sus fantasías, estimulaba la relación al tener la posibilidad de la comparación -como perspectiva- y otra mirada -como estímulo-.

Todas las parejas tienen sus códigos y pienso que la buena relación estará basada en el manejo que hagan de ellos. La sintonía, la complicidad, el misterio, obedecen a secretos compartidos entre dos, que nutren y estrechan el vínculo. Pero puede suceder, y de hecho sucede en La caja negra, que la transgresión o los excesos terminan por saturar a quienes arriesgan más allá de sus propias fuerzas. Alec incita a Ilana y ella acepta para hacerlo feliz y ser feliz con él. Pero la demanda es superior a las fuerzas de los dos y el fuego que los estimula, arrasa con ellos. Y Boaz con ellos, testigo presencial de esta relación infernal.

La primera sombra que se interpuso en la historia de la pareja fue el padre de Alec, turbio personaje, dominante con su hijo, arrogante en el trato, soberbio y posesivo. Y el menos indicado para formar un triángulo con su hijo y la mujer de su hijo. La sola idea está fuera de lugar. Pero sugiere lo prohibido.

En ese sentido, el final de la novela tiene un nivel simbólico al sugerir Ilana, en su última carta a Michel, la posibilidad de retomar el trío. Le escribe con un lenguaje casi religioso, o por lo menos con cierto ingrediente místico en donde los cuerpos simulan espíritus y el trío no es más que reconciliación o entendimiento pleno, sin fisuras ni barreras, una comunión total de las almas, la trinidad que postulan algunas religiones:

“Le diré a Boaz que haga una gran cama de tablones y rellene un colchón con algas…
Si el moribundo gime, y se cuela una racha de viento helado, podremos abrazarle, tú y yo, uno a cada lado hasta que le hagamos entrar en calor. Cuando me desees me pegaré a ti y sus dedos se deslizarán por nuestras espaldas. O puedes pegarte tú a él y yo los acariciaré a los dos. Lo que siempre has anhelado: unirte a él y a mí. Unirte en él a mí, en mí a él. Para que los tres seamos uno…” (pág. 294).

La misma comunión, en términos metafóricos, que ambiciona Oz para terminar con el conflicto que desangra a Israel y Palestina.

Los textos han sido tomados de la edición de bolsillo de la Editorial Siruela. Traducción de Gracia Rodríguez.